Capítulo 4

 

 

 

 

 

DESDE que llegara a la oficina de Kieran, había tenido que sufrir que un horrible calibrador le apretara por todas partes con el fin de calcular su grasa corporal. Se había subido a una báscula de última generación… con los ojos cerrados. Ahora iban a empezar las medidas en serio.

–Levanta los brazos –dijo Kieran de pie detrás de ella, lo bastante cerca como para incomodarla en varios sentidos.

Logró contener las ganas de decirle algo malicioso, como que no se lo había pasado tan bien desde que le sacaron las muelas del juicio. Pero en su lugar guardó silencio mientras Kieran le pasaba la cinta métrica bajo el pecho. No se entretuvo más que lo justo antes de volver a su mesa a apuntar las medidas en el formulario que llevaba sujeto al portapapeles y que a esas alturas contenía ya todos sus secretos más íntimos. Bueno, no todos.

Cuando Kieran regresó y le levantó la camiseta para medirle la cintura, Erica tuvo una reacción de lo más evidente, se le puso la carne de gallina.

–¿Tienes frío, Erica?

Vale. Se había dado cuenta. Lo miró con fingida inocencia por encima del hombro.

–Un poco –mentira. Estaba más bien calentita. Tenía frío y calor.

–Se te pasará cuando empieces a entrenar.

–No lo dudo.

Erica tampoco dudaba de que las medidas que iban a continuación compondrían el mayor desafío. Contuvo el aliento cuando notó la cinta alrededor de las nalgas, sólo esperaba que fuera lo bastante larga para abarcar sus caderas. Se sintió tremendamente aliviada cuando notó que Kieran la soltaba.

–No ha sido tan malo, ¿no? –dijo Kieran con una gran sonrisa después de tomar nota.

–¿Puedo verlo? –preguntó ella. Por mucho que le asustara la información, el suspense la estaba matando.

–Claro.

Erica tomó aire para calmarse y se acercó. El peso no era tan malo como había creído, era peor. Y Dios, iba a necesitar una tienda de campaña para cubrirse ese trasero si no hacía algo al respecto.

Se giró y casi se chocó con Kieran, que había estado mirando por encima del hombro de ella.

–Quiero perder trece kilos para principios de diciembre.

–Es razonable marcarse como objetivo entre cuatro y cinco kilos en un mes –Kieran se colocó al lado de Erica y se apoyó en la mesa.

–¿Para Navidad?

–Podrías perder nueve siempre y cuando sigas una dieta.

–Lo entiendo y estoy dispuesta.

Kieran se cruzó de brazos quedando así a la vista sus enormes bíceps.

–Te concertaré una cita con el nutricionista del gimnasio –dijo él.

–No es necesario. Sé lo que debo y no debo comer. Yo también me dediqué al deporte en otro tiempo, ¿recuerdas?

–Está bien –dijo él apartándose de la mesa–. Pero si cambias de idea, dímelo. Venga, es hora de empezar –dijo señalando las puertas dobles de la oficina diseñada en cromo y cristal–. Vamos.

–¿Es ahí donde guardas tus látigos y tus cadenas? –dijo Erica, a quien le costaba moverse.

–No, ésa es mi área privada de entrenamiento. Los látigos y las cadenas están arriba, en mi apartamento –dijo, completando el comentario con una amplia sonrisa.

–¿Vives aquí?

–Sí. Decidí que me resultaba más fácil. Así no tengo que pelearme con el tráfico más de lo necesario. Es cómodo y tengo unas estupendas vistas de la ciudad. Ya te lo enseñaré en algún momento.

–Podrías hacerlo ahora.

Estar a solas con Kieran en su casa no era necesariamente aconsejable, aunque sabía que él se comportaría. De lo que no estaba segura era de sí misma.

–No podemos seguir demorándolo –dijo con un tono ligeramente reprobador–. Es hora de empezar.

–Bueno, está bien.

–No pongas esa cara. Hoy nos lo tomaremos con calma.

Ya, claro. Lo mismo había dicho esa mañana cuando salieron a correr.

Kieran atravesó la habitación y Erica se quedó atrás, disfrutando de la vista de verle caminar con su aire seguro de sí mismo, el ligero vaivén de sus brazos, la amplitud de su espalda enfundada en una camiseta negra ceñida y, tenía que admitirlo, su trasero.

Abrió las puertas y le hizo una señal para que entrara. Ella se acercó a regañadientes a la puerta de lo que resultó ser el paraíso de los gimnasios, para alguien que apreciara aquellos aparatos. Erica pedaleó, remó, subió escalones y sudó bajo las palabras de ánimo de Kieran. Pero en algún punto entre la bicicleta recostada y la elíptica éste pasó de comportarse como una consumada animadora a mostrarse como un sargento de instrucción demente. Sólo se detuvo para dejar que bebiera un poco de agua antes de exigirle que continuara.

Cuando terminaron con las pesas le dolían todas las articulaciones, huesos y músculos del cuerpo. Pero antes de que le mandara que se subiera a alguna otra diabólica máquina, se dejó caer sobre la esterilla y se estiró en el suelo.

–Ya basta –murmuró cerrando los ojos ante la molesta luz blanca de los fluorescentes.

Como Kieran no le respondiera de inmediato, Erica se obligó a abrir los ojos y lo vio cerniéndose sobre ella, con un brillo fastidiosamente sexy y malicioso en los ojos. Mucho se temía que no había terminado con ella, lo que le confirmaron sus palabras:

–Ya que estás ahí abajo, vamos a hacer unos cuantos abdominales.

–Mejor no –dijo ella intentando fruncir el ceño sin mucho ánimo.

–No te irás a rajar ahora –dijo él poniéndose en cuclillas junto a ella.

A ese paso iba a entrar en un coma de endorfinas por su culpa. Dado que lo más probable era que no la dejara en paz hasta que hiciera lo que le pedía, decidió que lo más aconsejable era llegar a un acuerdo.

–Haré diez.

–Ya veremos –respondió él con el engreimiento de un hombre que se sabe con el control de la situación.

Erica se puso las manos detrás de la cabeza y levantó la cabeza, las facciones distorsionadas en una mueca por el esfuerzo. Menuda pinta que tendría: el pelo aplastado a la frente, la camiseta empapada de sudor, roja como un tomate.

–No estás trabajando los abdominales –dijo Kieran.

–Sí lo hago –dijo ella dejándose caer hacia atrás con un gruñido.

–No lo haces –se dirigió hacia el final de la esterilla y le sujetó los pies–. Prueba ahora.

Erica ejecutó un solo abdominal y preguntó:

–¿Satisfecho?

–Aún no –apoyó la palma en la rodilla de Erica y la otra en el estómago–. Venga, diez más.

Erica intentó responder a la orden al tiempo que ignoraba dónde tenía la mano, justo por debajo de su ombligo, despertando todo tipo de pensamientos en su cerebro. Los abdominales no estaban tan mal.

–Más deprisa –ladró–. Aprieta esos músculos. Separa un poco las piernas. No pares. Así es. Lo estás haciendo muy bien. Eso es, cariño.

–¿Hay alguien en casa?

Cuando Kieran miró por encima de su hombro, Erica se apoyó en los codos y se incorporó lo bastante para ver a un hombre extremadamente altísimo, con el pelo moreno, muy atractivo, vestido de manera semiformal en el hueco entre las puertas dobles.

Kieran se pasó la mano por la frente.

–¿Qué hay, Aidan?

–He comido con Whit hoy y me ha pedido que te dejara esto de camino a casa –le entregó un tubo con documentos–. Son los planos actualizados del nuevo local.

–Casi hemos acabado –dijo Kieran–. Si quieres esperar por aquí unos minutos, podemos tomarnos una cerveza en el apartamento.

–No, gracias. Corri me está esperando con la cena –el hombre se inclinó a un costado de Kieran y no se le ocurrió otra cosa que guiñarle un ojo a Erica–. Por lo que he oído antes he interrumpido algo mucho más interesante que tomar una cerveza con tu hermano.

¿Su hermano? Erica dejó caer la cabeza en la esterilla y cerró los ojos por lo que le parecía la enésima vez esa tarde.

–Es una clienta, Aidan –dijo Kieran–. La estoy entrenando.

–¿Entrenando para qué?

–Cállate, Aidan.

Erica se aventuró a mirar al hombre cuando le dio una fuerte palmada a Kieran en la espalda, sonriendo generosamente.

–No te preocupes. No es asunto mío. Tomaos vuestro tiempo.

Y con esas palabras, Aidan salió cerrando las puertas detrás de él mientras Kieran soltaba un par de improperios ni mucho menos tan escandalosos como las suposiciones que acababa de hacer su hermano. Y Erica, como cualquier mujer que se preciara, totalmente mortificada, sumida en el estupor del ejercicio físico, se incorporó e hizo lo único que podía hacer, reír.

Empezó como una suave risita que terminó transformándose en una escandalosa carcajada.

–¿Has terminado ya? –preguntó él al cabo de un rato, cuando Erica pareció calmarse.

–Lamento haberme reído, pero las suposiciones de tu hermano me parecen muy graciosas.

–Créeme, no te reirías tanto si tuvieras que soportar el acoso de Aidan. Y te aseguro que eso es lo que hará delante de toda la familia mañana durante la comida.

Erica pensó en tiempos pasados más agradables. Tiempos en los que Jeff y ella se reunían con sus respectivas familias los fines de semana a comer antes de que naciera Stormy.

–¿Comes con ellos todos los domingos?

–La mayoría –dijo él apoyando el tubo de los planos contra la pared. Después se sentó en un banco de pesas cercano–. Con todos mis hermanos y sus hijos en la casa a veces es un verdadero caos. Me gusta tomarme un respiro de vez en cuando.

–¿Cuántos hermanos tienes exactamente, aparte de los tres de los que he oído hablar?

–En total somos cuatro chicos y una chica, todos casados con hijos menos uno.

–Vaya. Yo sólo tengo un hermano, soltero. Vive a lo grande en Seattle y hace tres años que no le veo.

Kieran tomó una pesa con una mano y flexionó el bíceps con sumo cuidado.

–¿Y tus padres?

–Mi padre era granjero y mi madre cuidaba de sus hijos y de la casa. Vive para mimar a mi padre. No creo que ninguno de los dos sobreviviera sin el otro.

–Parece que venimos de un ambiente similar.

–Supongo que sí –se abrazó las rodillas intentando no mirar embobada el ondulamiento de los músculos de Kieran–. ¿Cuántos sobrinos tienes?

Él dejó la pesa y apoyó los dos brazos como si tal cosa sobre la barra que había suspendida encima del banco.

–En este momento, tres sobrinas y tres sobrinos, pero eso puede cambiar en cualquier momento. Mis hermanos hacen de la procreación un deporte.

Si se parecían en algo a Kieran y a Aidan, dudaba mucho de que tuvieran problemas para encontrar a compañeras de equipo bien dispuestas.

–¿Cómo haces para estar al día?

–Tengo un cuadro en el cuarto de estar. Cada vez que se embarazan, meto los datos.

–¿De verdad?

–Es broma. Cuando estás en contacto con ellos no resulta difícil recordar.

Por mucho que le hubiera gustado saber más cosas sobre la vida de Kieran, la realidad se presentó cuando miró la hora.

–Stormy llegará en cualquier momento.

Kieran se acercó a la esterilla y le tendió la mano.

–Ya has terminado por hoy. Ya puedes levantarte del suelo.

Tras ponerse en pie con su ayuda, Erica se pasó los nudillos por el palpable nudo que se le había hecho entre el hombro y el cuello.

–En momentos como éste desearía poder darme un masaje.

–¿Has tirado de algo?

–No, pero tengo un nudo tremendo justo aquí –se tocó el lugar–. Supongo que no he hecho los abdominales como debía.

En vez de decirle «ya te lo dije», Kieran la tomó por los hombros y la obligó a volverse para poder frotarle el lugar dolorido.

–¿Qué tal?

–Genial. Se te da bien, O’Brien –se echó la coleta hacia el otro hombro para permitirle mejor acceso–. Pero a mí se me da mejor.

–Estoy seguro y tengo la intención de averiguarlo personalmente en breve.

Ella estaba ansiosa, posiblemente para su propio detrimento. Entonces recordó el encuentro con Aidan O’Brien y le entró la risa de nuevo.

–No te ha hecho ninguna gracia que tu hermano entrara cuando me decías «Más fuerte. Eso es, cariño. Separa las piernas». ¿Verdad?

–Yo no he dicho «separa las piernas» –dijo Kieran deteniéndose a mitad del masaje.

–Yo juraría que sí –dijo ella, mirándole con el ceño fruncido por encima del hombro.

–Créeme, de haberlo dicho, puede que hubieras estado de espaldas en el suelo, pero no estarías haciendo abdominales.

–¿Y qué estaría haciendo exactamente? –dijo ella volviéndose hacia él.

Él le quitó un mechón de la húmeda frente.

–Digamos que estarías haciendo algo más interesante que trabajar los abdominales.

Erica se olvidó de la tensión del cuello cuando Kieran posó la mirada en su boca. Olvidó que sólo era su entrenador y que, a juzgar por sus palabras, estaba decidido a que su relación fuera sólo profesional. También había olvidado hasta ese momento la sensación que tenía uno cuando estaba en ese definitorio momento antes de un beso, cuando todo desaparecía excepto la necesidad de contacto humano, la necesidad de saber que seguía siendo deseable. Tal vez sólo estuviera imaginando que él quería besarla. Erica se meció contra él y Kieran le tomó la cara entre las manos. Justo entonces, Erica supo con toda certeza que no eran imaginaciones.

Cuando sintió que su boca cubría la suya, cálida y acogedora, Erica le rodeó el cuello con los brazos automáticamente mientras él posaba las palmas bajo las costillas de ella. Por un momento pensó en el peligro de aquellos actos, pero no le importaba. Sólo era consciente de lo mucho que había echado de menos aquella intimidad. El beso pronto se volvió más profundo, más deliberado y fatídico para la compostura de Erica.

–Señor O’Brien, una niña llamada Stormy pregunta por la señora Stevens.

El pitido del intercomunicador hizo que Erica volviera a la realidad y Kieran se separó. De pronto recordó las raras ocasiones en que Jeff había llegado pronto a casa y sus intentos de estar a solas se habían visto interrumpidos por Stormy. Tal vez fuera una señal de que aquello no debería haber ocurrido. El gesto de arrepentimiento de Kieran terminó de convencerla.

–Supongo que debería ir a buscarla.

Kieran agarró la toalla del banco de pesas y se secó la cara.

–Probablemente sea buena idea.

–Hasta el lunes por la mañana.

–El lunes no voy a poder. Y el martes no podré ir a correr por la mañana. Nos vemos aquí. Añadiremos algo de cardio al trabajo de fuerza.

–Suena bien –dijo Erica, pensando que así podría dormir más, aunque no pudo evitar preguntarse si el beso habría tenido algo que ver con el cambio de planes.

–Y en cuanto a lo que acaba de ocurrir… –empezó a decir, avivando así sus sospechas–. Lo siento. No volverá a ocurrir.

–No ha sido nada –dijo ella yendo en dirección a la puerta. Pero no era cierto. Le iba a costar mucho olvidar lo ocurrido, pero tendría que aprender a hacerlo, porque como él mismo había dicho, no iba a volver a ocurrir. Aunque ella no podía evitar desear lo contrario.

 

 

–¿Cuándo se puede besar a un chico, mamá?

Erica tuvo que pisar los frenos con fuerza para no pasarse el semáforo en rojo. Estaba segura de que Stormy no había visto su beso con Kieran.

–¿Por qué lo preguntas, Stormy?

–Lisa y yo lo hemos estado hablando hoy en el centro comercial. Me dijo que había estado pensando mucho en ello y dice que ya está preparada. ¿Cuándo se puede empezar a besar a los chicos?

Genial. Después del encuentro con la hábil boca de Kieran, aquel tema era lo último en lo que debería pensar.

–Depende, Stormy. A lo mejor cuando cumplas catorce o quince –o veinticinco si por ella fuera.

–¿Cuántos años tenías tú cuando papá te besó por primera vez?

–Tenía unos cuantos años más que tú –pero no muchos.

–¿Dónde te besó?

–En la granja.

–No, tonta. Quiero decir que si te besó en la mejilla o en la boca.

–En los labios.

–¿Fue un beso de tornillo?

A ese paso, se iba a pasar las dos manzanas que quedaban hasta su casa.

–Me parece que alguien ha estado pensando mucho en el tema.

–Puede –dijo Stormy con voz queda–. He estado pensando si besar a un chico del colegio.

–¿Quiere él besarte? –«Sólo queda una manzana para llegar a casa, Erica».

–Lisa dice que sí.

–¿Tiene nombre ese chico? –«Sujeta el volante».

–Randolph James Hillyard. Le llamamos R. J. Vive cerca de Lisa.

Estupendo. El primer amor de su hija tenía que ser un pequeño calavera rico. Al entrar en la manzana donde estaba su casa, echó un vistazo a Stormy.

–¿Vais en serio?

–¿Eh? –Stormy arrugó la nariz.

–Que si sois pareja –explicó ella.

–Estará en la fiesta el próximo viernes.

Entró en el sendero de entrada más rápido de lo necesario y consiguió detener el coche antes de embestir la puerta del garaje.

–¿Qué fiesta?

–La fiesta de cumpleaños de Kaylee. ¿No te acuerdas?

No, pero no le extrañaba. Su mente había estado ocupada últimamente. Apagó el contacto y miró a su hija.

–¿Es una fiesta de chicos y chicas?

–Sí, mamá. Ya somos mayores –dijo Stormy poniendo los ojos en blanco.

–Puede que no recuerde que mencionaras la fiesta, pero sí sé que no te he dado permiso para ir.

–Pero tengo que ir, mamá –Stormy hizo el puchero que tan bien se le daba–. Irán todos los de quinto. Y los padres de Kaylee estarán allí.

–Hablaré con sus padres y ya veremos. ¿De acuerdo?

–De acuerdo –Stormy guardó silencio un momento antes de preguntar–: ¿Fue papá el primer chico al que besaste?

–Sí, papá fue el primer chico al que besé.

–¿Echas de menos besarle?

Hasta esa noche, no había pensado demasiado en el tema. Había ignorado el asunto a propósito porque de lo contrario volvería el familiar dolor anhelante, la sensación de soledad que con tanto afán había tratado de ignorar.

–Echo de menos ver mi programa favorito, así que vamos a casa.

Stormy salió del coche mientras Erica sacaba la bolsa del gimnasio, y la siguió. Estaba extremadamente cansada, extremadamente hambrienta y un tanto desconcertada. Las cosas estaban yendo demasiado deprisa en su vida, tanto en lo relativo a su relación con su hija como a su innegable atracción hacia un hombre que estaba fuera de sus límites.

Se preguntó si Kieran habría pensado en ella un segundo desde que salió del gimnasio.

 

 

–Menuda pelirroja maciza con la que estabas «entrenando», Kieran.

Tal como había supuesto, tendría que verse obligado a defenderse antes siquiera de entrar por la puerta de la casa de sus padres. Bastante se había reprendido ya por dejar que las cosas se le fueran de las manos con Erica y por haberse pasado casi toda la noche reviviendo el beso.

–Ya te lo dije, Aidan, es una clienta. Fin de la discusión.

–Si tú lo dices.

Su hermano tuvo al menos el buen gusto de cerciorarse de que no hubiera nadie en el sendero de entrada a la casa cuando empezó con su labor de acoso. Hablando de eso, nada más aparcar se había dado cuenta de que no había los coches de siempre.

–¿Dónde está todo el mundo? –preguntó subiendo detrás de Aidan los escalones del porche.

–Estamos sólo Corri, tú, papá y yo. Devin está de guardia y Stacy está en casa de sus padres con los niños. Y como J.D. está con su padre, Jenna y Logan se han ido ha ido a pasar el fin de semana fuera.

–Lo que significa que se quedará embarazada esta noche.

–Probablemente. De todos modos, Kevin…

–No está por aquí –tampoco era nada nuevo–. ¿Dónde está mamá?

–Ha ido a casa de Mallory a llevarles caldo de pollo. Whit y las niñas están resfriados, así que tendremos que comer sándwiches.

–¿No hay asado? –las habilidades culinarias de su madre eran lo mejor de la semana para Kieran y una de las razones principales por las que hacía el esfuerzo de acudir.

–No. Pero no me importa si eso evita que las gemelas contagien a la niña.

–¿Qué niña?

–La mía. Emma, por si se te ha olvidado –su hermano frunció el ceño.

–Ah, sí. Ya me acuerdo –a lo mejor un cuadro no fuera mala idea–. Un bebé precioso, rizos dorados, se parece a su madre, gracias a Dios.

–Eres condenadamente gracioso –dijo Aidan abriendo la mosquitera, pero siguió bloqueando la entrada–. Por cierto, Emma está dormida en tu antigua habitación, así que no hagas ruido.

Corri, la mujer de Aidan, estaba sentada en el sofá, con una bandeja de sándwiches en la mesita de centro, mientras el padre de ambos, el viejo Dermot, dormía profundamente en su tumbona favorita.

–Hola, Kieran –dijo Corri, levantándose–. Me alegro de que hayas podido venir. Íbamos a empezar a sentirnos unos parias.

Aidan se dejó caer en el sofá y posó la mano en el muslo de Corri.

–Me alegraba la idea de disfrutar de un poco de silencio para variar.

Tras sacar un refresco del frigorífico, Kieran tomó un sándwich de la bandeja y se sentó en un sillón en diagonal a la televisión, concentrándose en el partido en un esfuerzo por ignorar a Aidan, que había empezado a hacerle caricias a Corri en el cuello. Lo último que necesitaba era contemplar abiertas exhibiciones de cariño. Lo que tenía que hacer era terminar de comer y volver al gimnasio a gastar el exceso de energía mientras consideraba el apuro en que se encontraba: Erica Stevens. Tal vez hasta podría fantasear con ella. Fantasear no le hacía mal a nadie, siempre y cuando no hiciera nada al respecto.

–Aidan me ha dicho que ha conocido a tu novia, Kieran –dijo Corri–. ¿Es la ex gimnasta que me comentó Mallory hace unos días?

Si no fuera porque acababa de tragar, se habría atragantado.

–Sí, es la ex gimnasta. Y no es mi novia. Soy su entrenador personal.

–Creo que sería inteligente por tu parte convertirla en tu novia, hijo.

–¿Y cómo es eso, papá? –preguntó Aidan, aunque Kieran deseó que no lo hubiera hecho.

–Porque he oído que las gimnastas son muy flexibles.

Aidan y Corri lanzaron una carcajada. Kieran no. No tenía gracia, como tampoco la tenían las imágenes de Erica que había despertado el comentario. Las apartó de su mente por el momento.

Tras engullir el sándwich y el refresco en un tiempo récord, Kieran fue a la cocina a tirar los restos a la basura. Con un poco de suerte podría salir de allí antes de que empezara el segundo asalto.

–¿Ya te vas, Kieran?

–Sí. Tengo que pasar por el gimnasio antes de subir a casa.

–¿Otra sesión de suelo con la gimnasta? –preguntó Aidan con las manos en los bolsillos.

Unos años atrás, Kieran habría intentado borrarle aquella sonrisita de suficiencia del rostro a su hermano, pero pegarle un puñetazo en la cocina de su madre no era una buena idea. Se decantó por una media verdad.

–Tengo que ocuparme del papeleo, Aidan. Algo habitual cuando diriges tu propio negocio.

Aidan se apoyó contra un mueble de la cocina y estudió a Kieran con patente escepticismo.

–Te gusta, ¿verdad?

Kieran cerró de golpe la puerta de la despensa y se giró.

–Ya te lo he dicho, es una clienta.

–Sí, eso me has dicho, pero no me lo trago. Si así fuera, no te mostrarías tan a la defensiva cada vez que alguien la nombra. Ignorarías los comentarios, pero te sientes demasiado culpable.

–Mira, es una mujer agradable que quiere ponerse en forma. No tiene mucho dinero, así que su hija vino a verme y me pidió ayuda. Les estoy haciendo un favor.

–En otras palabras, ¿estás trabajando gratis y dices que no hay nada más?

–Sí –dijo él. Mentira número tres–. ¿Algún problema?

–En absoluto, excepto que no me lo estás contando todo. ¿Fuisteis más allá de una relación entrenador-clienta anoche cuando me fui?

Kieran apretó los dientes.

–No me acosté con ella, si es a lo que te refieres.

–Pero querías –dijo Aidan con una suave carcajada.

Cómo odiaba que su hermano pudiera leerle los pensamientos con tanta facilidad.

–Está bien, sí, se me pasó por la cabeza después de… –se detuvo. No iba a meterse en ese lío.

–¿Después de qué? ¿De besarla?

–Sí –contestó Kieran, sin energía para una nueva mentira.

–Lo sabía.

–No era mi intención. Sólo ocurrió y no voy a dejar que vuelva a suceder.

–¿Qué te hace pensar que podrás evitarlo?

–Que no es ético. Aparte de las normas profesionales, tú mismo me dijiste que no es buena idea enrollarse con alguien con quien tienes una relación laboral, aunque tú no siguieras tu propio consejo.

Aidan se pasó una mano por el pelo.

–Tienes razón, pero al final salió bien. Mejor que bien. Tal como yo lo veo tienes dos opciones. Dejar que la naturaleza siga su curso, o cortar de raíz ahora mismo, porque aunque seas capaz de levantar un edificio entero, no eres lo bastante fuerte como para ignorar la química.

–Yo no soy tú, Aidan, así que puedes…

–No lo digas, jovencito.

Kieran se dio la vuelta y vio a su madre que entraba en la cocina con un envase de plástico vacío.

–Hola, mamá. ¿Cuándo has llegado?

–Justo a tiempo para oír vuestra conversación –dejó el cacharro sobre la encimera y miró a Aidan–. Me ha parecido oír a tu hija.

Aidan ladeó levemente la cabeza.

–Yo no oigo nada.

Lucy hizo un gesto hacia el salón.

–Pues vuelve con tu mujer. Quiero hablar con tu hermano.

Lo que faltaba, otro sermón. Sólo que ése iba a ser diez veces peor, dependiendo de lo que su madre hubiera escuchado.

–La mujer de la que hablabais, ¿es la viuda con una hija de la que me habló Mallory?

–En primer lugar, madre, mi vida personal no es asunto de nadie. En segundo, este tema está tomando dimensiones desproporcionadas. Sólo la estoy entrenando.

–¿En serio? ¿Y desde cuándo besar entra en un programa de entrenamiento? –preguntó con escepticismo.

–Fue un error. Lo hice sin pensarlo.

Su madre se cruzó de brazos.

–Puede ser, pero mis hijos no suelen hacer nada que no quieran hacer.

Lucy tenía razón, él lo había hecho porque quería.

–No entiendo por qué estáis armando tanto alboroto. Sé manejar la situación. Y si ya has terminado con el interrogatorio, tengo que irme.

–¿Cuánto hace que enviudó? –preguntó, indicando que no había terminado.

–Seis años.

–¿Su familia vive por aquí?

Iba a preguntar por qué la vida de Erica era tan importante, pero decidió responder y que fuera la última pregunta.

–Sus padres viven en Oklahoma y tiene un hermano en Seattle. Se mudó aquí hace diez años porque su hija nació con un problema cardiaco.

Aquello llamó la atención de su madre definitivamente.

–Es la niña, ¿verdad?

–Le han tenido que hacer varias operaciones, pero ya está recuperada.

Lucy suspiró.

–Pues ahí tienes tu respuesta. El alboroto viene, cariño, a que tienes una madre que se encuentra prácticamente sola y una niñita que ha vivido la enfermedad de cerca y la muerte de su padre a una temprana edad. No quiero pensar que pudieras aprovecharte de la situación, especialmente cuando la mujer podría sentirse aún vulnerable.

Desde el principio había visto lo vulnerable que se sentía Erica con respecto a su propia imagen, pero más allá de eso, era más fuerte que la mayoría de las mujeres que había conocido.

–Entiendo lo que me dices, mamá, pero no tengo intención de aprovecharme de nadie.

–Por supuesto que nadie tiene intención de hacerlo, cariño. Pero a veces las intenciones pasan a segundo lugar cuando un hombre no puede, repito las palabras de tu padre, mantener el poni en el establo.

–Si ya has terminado de regañarme –y de avergonzarle–, tengo que irme, mamá.

Su madre agitó un dedo delante de él, señalando que aún no había terminado.

–Me gustaría que tomaras en consideración una cosa más. Tienes la oportunidad de oro de influir positivamente en la vida, no de una, sino de dos personas, ejerciendo de modelo para la niña y de amigo para la madre –le dio unas palmaditas en la mejilla–. Ése es el camino que deberías seguir, cariño mío. El camino honrado.

Su madre tenía razón, tenía que recordar el código de honor que sus padres le habían inculcado, además de la ética profesional que seguía desde que comenzara con su carrera. Guiaría a Erica en su entrenamiento y tal vez ayudaría a Stormy con el softball a partir del día siguiente.