Ante todo, quiero explicar mi presencia en la portada de este libro. Me permite cumplir una vieja ilusión. El entusiasmo ante la energía creadora es lo que me hace escribir, la experiencia básica de mi vida intelectual. Coincido con Hölderlin cuando afirmó: «Poéticamente habita el hombre la tierra». Es decir, inventando nuevas posibilidades. No puedo dejar de pensar que la realidad está esperando a ver qué hacemos de ella, lo que me produce una profunda euforia, ese sentimiento de alegría, de amplitud respiratoria (dilatación-laetitia, alegría) que es componente esencial de la experiencia «espiritual». Con esta palabra no me estoy refiriendo a una sustancia inmaterial o a cosas semejantes, sino a algo menos comprometido. Espíritu es el dinamismo por el que la materia se supera a sí misma. Espirituales en este sentido son las matemáticas, la música, la arquitectura, la idea de Dios, la libertad o la jardinería. Y también todas las arquitecturas que vencen la ley de la gravedad aprovechándose de ella, y todas las navegaciones capaces de someter al rumbo vientos contrarios. Cuando unos disparos neuronales producen la ecuación E = mc2, están produciendo algo que se ha separado de ellos, que tiene un carácter ideal. La inteligencia humana no puede vivir apartada de la realidad, pero tampoco enclaustrada en ella. Es extravagante, expresiva, expansiva, explosiva, extraordinaria.
Esta experiencia deslumbradora me ha hecho soñar siempre con crear, es decir, con hacer que algo bueno, bello o verdadero que no existía, exista. En la medida de mis posibilidades lo he intentado directamente. Pero siempre he tenido en mi imaginario un modelo distinto, más poderoso y más humilde a la vez: ser la ocasión de que otras personas crearan. Cuando era un adolescente al que sólo le emocionaba el baile, me fascinó la figura de Sergéi Diághilev, el creador de los ballets rusos. No bailaba ni hacía coreografías ni componía ni pintaba, pero consiguió unir a los grandes artistas de toda Europa para realizar su gran proyecto. Desde entonces me han interesado aquellas personas que consiguen que otros hagan grandes cosas, que sueñan empresas que exceden a su capacidad, pero que gracias a ellas se hacen posibles. No son capitanes Araña porque viajan en el mismo barco durante toda la travesía. Este papel lo juegan los grandes productores de cine: Irving Thalberg, Adolph Zukor, Harold B. Wallis, David O. Selznick, Walt Disney, Arthur Freed o Louis B. Mayer. El cine proporciona un modelo claro de emprendimiento creador, pero hay muchos otros. Para ser creador no hace falta ser autor si uno ha hecho posible la existencia de lo creado.
Pues bien, he pensado que ya era el momento de jugar ese juego, de esbozar proyectos y buscar las personas idóneas para realizarlos, de movilizar entusiasmos. Así nació este libro.
Para iniciar esta nueva vida, esta segunda navegación —deuteros plous, como escribió Platón—, he querido partir del territorio que he frecuentado durante decenios —el estudio de la inteligencia humana—, pero enfocándolo de una particular manera. Un dominio tan amplio puede explorarse por múltiples caminos. Los más transitados son el análisis de sus operaciones o el estudio de los comportamientos. Pero me interesaba ensayar otra vía, siguiendo la sugerencia del venerable Wilhelm Dilthey: «Al ser humano no se le conoce por introspección, sino estudiando lo que ha hecho a lo largo de la historia, es decir, por sus creaciones culturales». La cultura es la manifestación de su esencia oculta. Suele definirse al ser humano —sin mucha convicción— como animal racional, pero tal vez convendría describirle como el animal que crea lenguajes, hace música, pinta, inventa religiones, emprende construcciones megalómanas, explica o domina la realidad. El secreto de la humanidad yace en esas creaciones que han acompañado a los hombres a lo largo de la historia. Por eso creo que si las olvidamos, si caemos en la trampa de un adanismo ingenuo convencido de que sólo tiene valor lo nuevo, lo que acaba de nacer, podemos acabar no entendiendo nada de lo que hacemos, al tirar por borda, como mercancía inútil, la experiencia milenaria de la humanidad. El sociólogo Robert Bellah, en su famoso libro Habits of the Heart, escribe: «El individualismo autosuficiente se basa en una amnesia social respecto a la naturaleza de la sociedad». Yo añadiría: y al olvido de la historia. Por eso llevo mucho tiempo trabajando en una historia de la cultura, entendida como crónica de la evolución de la inteligencia, de los intentos de la humanidad por resolver —con mayor o menor éxito— los grandes problemas universales y crónicos.
Mientras ese proyecto —absolutamente megalómano— avanza, quise intentar otro punto de abordaje, lo que nos lleva ya al presente libro. ¿Qué sucedería si estudiáramos las cosas que ha hecho la inteligencia humana con la naturaleza? Tal vez podríamos descubrir unas grandes «categorías de la acción», o unas formas a priori de la creatividad. Para ello pensé en partir de la vieja —y poco científica— demarcación de los tres reinos de la naturaleza que aprendí en la escuela: minerales, vegetales, animales. El proyecto tendría tres partes: ¿Qué ha hecho el ser humano con las piedras, con la plantas y con los animales? Tenía la convicción de que ese estudio podía darnos alguna clave para comprender mejor al ser humano. Algo así dijo Emerson: «‘Tis said that the view of nature held by any people determine all their institutions».
No era una ocurrencia arbitraria. Cuando estudié las religiones para escribir Dictamen sobre Dios, comprobé, por ejemplo, la tozudez con que la inteligencia humana ha convertido la realidad en símbolo. Lo visible remite a lo invisible. Una de las constantes humanas ha sido divinizar la naturaleza, adorarla, reverenciarla de alguna manera. Las rocas han sido y siguen siendo objetos de culto. Lo fueron en las culturas prehistóricas, en Grecia se adoró el omphalós, Cicerón habla de las mirificae moles. En los Concilios de Toledo (681 y 682) se anatematizó a los veneratores lapidum, o «adoradores de piedras», posiblemente sin demasiado éxito. Algunas piedras mantienen aún rituales devotos en el cristianismo. Recuerdo una piedra santa en la catedral de Toledo, donde se cuenta que puso la Virgen el pie cuando bajó a dar una casulla a san Ildefonso. Y la devoción al pilar de Zaragoza es bien conocida. Para terminar una enumeración que podría resultar larguísima, sólo recordaré la importancia que tiene para los musulmanes la «piedra negra», la «piedra del paraíso», guardada en la Kaaba. La divinización de las plantas y de los animales es bien conocida. Las primeras deidades posiblemente fueron agrícolas, y se han adorado vegetales de muy distinta naturaleza. Lo mismo ocurre con los animales. En la Biblia está presente la gran tentación de adorarlos. Según el libro del Éxodo, cuando Moisés regresó de su retiro en el monte Sinaí, se encontró con que los judíos habían construido un becerro de oro para adorarlo. El profeta Oseas se encrespa contra Samaria porque adora a un becerro. Y un fenómeno como el totemismo, que ha intrigado a los antropólogos, pone de manifiesto relaciones misteriosas entre los humanos y algunos animales o vegetales.
La divinización es una universal operación de la inteligencia humana, pero sin duda tiene que haber más. La comercialización, por ejemplo. Todos los reinos de la naturaleza pueden ser convertidos en mercancía. Lo que me parecía evidente es que la inteligencia no para. Quiere ir más allá de lo que ve, más allá de lo que necesita. No se limita, como la de otros animales, a resolver los problemas de adaptación al medio, sino que incluye ese medio en un dinamismo transformador. Nuestro cuerpo está sometido a la pasividad de todos los cuerpos, pero nuestra inteligencia introduce un momento activo, expresivo, creador. Ni siquiera el conocimiento, que parece la sumisión a las propiedades del objeto, es mero reflejo. Necesitamos crear sistemas conceptuales para apresarlas, explicarlas y manejarlas. Sometemos a significados (científicos, religiosos, poéticos) las fuerzas físicas a las que estamos sometidos. En ese sentido es absolutamente riguroso decir que «inventamos» la realidad, siempre que nos detengamos en el ambiguo sentido de la palabra inventar. Etimológicamente procede de invenire, «encontrar». Pero lo que encontramos no estaba allí desde el principio. Paul Claudel, un gran poeta francés, tuvo un acierto expresivo al decir que «toute connaissance» es un «co-naissance». Todo conocimiento es co-nacimiento. Esa idea de generación está presente en el término concepto: concebido. Conocer es «dar a luz» lo conocido. Estamos «expresando» algo incluso cuando pensamos que sólo lo estamos «captando». Con gran perspicacia, el derecho francés antiguo llamaba inventor al que descubría un tesoro. Y en la liturgia católica se habla de la «invención de la Cruz», no para dudar de su verdad, sino para designar el encuentro de algo valiosísimo. De significar «encontrar» o «descubrir», la palabra invención ha pasado a significar «creación», «imaginación», «transformación». Me pareció que este podía ser un estupendo título para el proyecto: la invención de la naturaleza. Designaba con la suficiente ambivalencia y precisión el mundo híbrido en que vivimos: naturaleza y cultura, realidad e irrealidad, ciencia y poesía.
La siguiente decisión era por dónde comenzar. Mi afición a las plantas y a su cultivo, el hecho de tener una buena colección de libros sobre botánica, jardinería, agricultura, hizo que me inclinara por el reino vegetal. Había escrito algunas cosas sobre la ideología de los jardines y sobre el primer libro de jardinería publicado en España, la Agricultura de jardines, que trata de la manera con que se han de criar, governar, y conservar las plantas, y todas las demás cosas que para ello se requieren, escrita por Gregorio de los Ríos, «criado de su majestad» Felipe II, e incluso comencé a escribir un libro de filosofía aplicada a la botánica, que se habría de titular equívocamente Manual del perfecto cultivador de pensamientos. Pero precisamente lo que sabía del tema me hacía más consciente de mi colosal y enciclopédica ignorancia. Faltaba, pues, lo más difícil. ¿Quién se encargaría de realizar la investigación, de concretar el proyecto, en una palabra, de escribir el libro? Un decisión parecida a la que tiene que tomar un productor cinematográfico: quien será el guionista, quien será el director, quiénes serán los actores. No era fácil encontrar la persona adecuada porque tenía que unir el rigor científico con el talento literario, la profundidad de la especialización con la amplitud cultural. Tuve suerte y encontré a la persona idónea: Aina S. Erice, la autora de este libro. La realidad superó mis más optimistas previsiones. Ésta es su primera obra, pero creo que la sitúa entre los mejores escritores científicos en lengua española. Ha escrito un libro ultramoderno capaz de integrar la abstracción y la anécdota, la teoría y el personaje, el rigor y la gracia, la serenidad de la ciencia y la trepidante variedad de la historia, el positivismo de la utilidad y la añoranza de un marco ético.
Hasta aquí, la explicación del proyecto. Van a internarse en una selva de datos, hechos y anécdotas, conocerán a muchos personajes interesantes, asistirán a enredos divertidos. Es un libro vital, proliferante, barroco, como es el incansable mundo vegetal. Creo que al terminar de leerlo, su percepción de la naturaleza será más rica e interesante.
Aquí termina la introducción y comienza el epílogo. Este libro, no lo olviden, tenía una finalidad filosófica: ¿Podemos sacar de esta investigación de campo —nunca mejor dicho— algunos conocimientos para una teoría de la inteligencia? La investigación de Aina confirma claramente la existencia de alguna de esas «categorías generadoras de cultura» que estaba buscando. Lo que sigue es, pues, el resumen de las conclusiones a las que he llegado gracias a su labor; el epílogo del libro, a pesar de lo cual no he querido ponerlo al final, lugar natural de los epílogos, porque quiero que la última voz que suene en el lector sea la de la autora. Como en la música, un libro es lo que está presente y sus ecos.
La primera conclusión es que la inteligencia humana amplía la realidad mediante sus proyectos, que nos llevan hacia lo todavía inexistente, hacia la novedad, a lo que debería haber, a lo que sería bueno que hubiera. La relación más elemental con el reino vegetal es de necesidad. Entendemos por necesarias aquellas cosas imprescindibles para sobrevivir: la comida, el vestido, el refugio, la salud. Pero la palabra supervivencia se vuelve equívoca cuando la aplicamos al hombre. El animal pervive solamente. El hombre super-vive. No es que viva por encima de sus posibilidades —eso sería quimérico—, sino por encima de sus realidades, es decir, vive en el amplio territorio de la posibilidad, y no olvidemos que esta palabra procede de «poder». Las cosas son lo que son más el conjunto de posibilidades que la inteligencia descubre en ellas. Ésta es la ontología a escala humana. De ahí brota su dinamismo expansivo. Somos naturaleza, pero deseamos alejarnos de ella, porque anhelamos una sobrenaturaleza.
¿De dónde procede ese impulso? De un hecho singular. En el ser humano, las necesidades están prolongadas por los deseos. Mientras aquellas están tasadas —me refiero a las necesidades básicas—, éstos son interminables, insaciables, fértiles, prolíficos. Se combinan e hibridan, produciendo floraciones imprevistas. Por ejemplo, una de las necesidades básicas es vivir en sociedad, pero a partir de esa necesidad comienzan a emerger nuevos deseos: el de distinguirse, el de dominar, el de adornar la propia imagen, el de ser admirado, el de compartir experiencias embriagadoras, el de ser querido por una persona concreta. Aina ha dedicado un capítulo a «las plantas deseadas», pero todo el libro está permeado por esta presencia constante, penetrante, ubicua de los deseos. Deseo de seguridad, de aumentar el propio poder, de comodidad, de pequeños o grandes placeres, de espiritualidad. La segunda conclusión es que la evolución de las culturas nos permite acercarnos al cráter del volcán por donde emerge la lava de nuestros deseos, que después se solidifica en formas diferentes. Deseos cuyo origen desconocemos, y que guardan el secreto de nuestra naturaleza. ¿Por qué esa fascinación por la música? ¿De dónde viene nuestra pasión por reproducir imágenes, por contar historias, por elevar gigantescas construcciones? Los neurólogos nos dicen que un sistema muy elemental de premios y castigos, establecido para dirigir nuestra acción, comenzó a ampliar su influencia y convirtió en premios experiencias que al principio no lo eran. Del deseo de producir imágenes proceden las pinturas rupestres, Velázquez, Monet o Warhol. Del deseo de hacer música proceden los ritmos selváticos, la matemática sonora de Bach o el desmelenamiento de Wagner. La clave para entender las creaciones de la inteligencia humana está en esa fuente misteriosa de nuestras motivaciones. Ya lo dijo el viejo Spinoza: «La esencia del hombre es el deseo». Éste es un libro de botánica libidinal, que introduce en una especie de realismo mágico. Tiene como objeto la imprevisible hibridación de la realidad vegetal y del deseo. Michael Pollan lo intentó estudiando la relación de cuatro deseos humanos (dulzura, belleza, intoxicación y control) con cuatro plantas capaces de satisfacerlos: la manzana, el tulipán, la marihuana y la patata. Pero fue un proyecto poco ambicioso.
La fecundidad del deseo da más de sí. Darwin, al contemplar la flora y la fauna del trópico, dijo que todo era «excesivo». Podemos recuperar ese adjetivo para hablar de la actividad humana. La cultura produce siempre actividades lujosas, que no proceden de la necesidad sino del deseo. Buscar una cueva para refugiarse es una necesidad, pero inventar la bóveda gótica es un lujo. El lujo empieza cuando se suscitan falsas necesidades. Jacques Thuillier escribe: «Por más que nos remontemos en la historia, constatamos en todos los pueblos un poderoso instinto que, aunque sólo tuvieran piedras y conchas a su alcance, los impulsa a sacar de ellos formas y ordenaciones privilegiadas, a las que dan tanto o más valor que a las cosas necesarias de la vida». Desde el siglo XVII está abierta una polémica acerca del lujo, mantenida sobre todo por economistas filósofos. En 1690, Nicholas Barbon publica Discourse of Trade. Distingue entre querencias del cuerpo y querencias de la mente. Las primeras son limitadas, mientras que las segundas presentan la virtualidad de ser potencialmente infinitas y tienen, además, un carácter progresivo. Las querencias de la mente, indica, es lo que conocemos como «deseos», y éstos son apetitos naturales del alma, tan naturales como puede ser el hambre como querencia del cuerpo. El carácter progresivo del deseo le permite explicar cómo se amplían: «Las querencias de la mente son infinitas, el hombre desea naturalmente y en tanto su mente progresa, sus sentidos se vuelven más refinados y más capaces de deleite; sus deseos se amplían y sus querencias crecen con sus deseos, de manera que cualquier cosa rara puede gratificar sus sentidos, adornar su cuerpo y promover la comodidad, el placer y la pompa de la vida». Cito este viejo texto porque me parece muy actual.
El deseo tiene un aspecto anticipador. Va dirigido a lo que no tengo pero me gustaría tener. Aquí aparece otra conclusión relevante, y gran propiedad de la inteligencia humana: seducirse desde lejos con proyectos. La necesidad se prolonga en deseos, y los deseos se concretan en proyectos. El proyecto tira de nosotros desde un futuro imaginado y nos fuerza a adquirir competencias para realizarlo. La aspiración para vivir de la agricultura exigió inventar útiles y métodos para conseguirlo. A su vez, la creación de esos métodos permitió ampliar nuevamente los proyectos. Entramos así en lo que he denominado el bucle prodigioso: la inteligencia crea cosas que la recrean a ella misma. Lo que hago, me hace. Es fácil encontrar ejemplos. Los humanos han tenido que alimentarse, y esta necesidad la han resuelto de muchas maneras: forrajeo, carroñeo, agricultura, ganadería, la cocción de alimentos. Steven Mithen ha estudiado la relación de la cultura alimentaria con la evolución del cerebro. ¿Por qué la «domesticación de plantas y animales» no apareció hasta 10.000 años antes de nuestra era? A su juicio, los humanos primitivos no podían «pensar» esa idea. Tuvieron que suceder varios cambios —a mi juicio, de fuera adentro— decisivos para que la agricultura apareciera. (1) La capacidad para desarrollar útiles que podían usarse intensivamente para aprovechar recursos vegetales. Esta capacidad surgió gracias a la integración de la inteligencia técnica y la observación natural. (2) La propensión a usar animales y plantas como medio para adquirir prestigio social y poder. Surgió de la integración de la inteligencia social y la inteligencia de la observación natural. Los almacenamientos de víveres eran una fuente de poder 20.000 años a.C. Si siguiendo la línea darwiniana nos centramos en los individuos más que en los grupos, vemos que la agricultura surge como una nueva estrategia de algunos individuos para conservar el poder. (3) La propensión a desarrollar «relaciones sociales» con plantas y animales, estructuralmente semejantes a las desarrolladas con las personas. Es otra de las consecuencias de la integración de la inteligencia social y la inteligencia natural. Humphrey llamó la atención sobre el hecho de que las relaciones que las personas establecen con las plantas presentan semejanzas estructurales muy estrechas con las que se establecen con otras personas: «El cuidado de un jardinero para con sus plantas se adapta a las propiedades emergentes de las plantas. Claro que las plantas no responden a las presiones sociales morales, pero sugiero que la forma de dar y recibir de un jardinero presenta una estrecha semejanza estructural con una sencilla relación social». Claude Lévi-Strauss sostuvo lo mismo, pero al revés: la relación con la naturaleza sirve al hombre primitivo para pensar las relaciones sociales. Así explica la aparición del totemismo. (4) La propensión a manipular plantas y animales que emerge de la integración de la inteligencia técnica y la inteligencia de la historia natural.
Todos estos hechos eran conocidos. La originalidad de este «arqueólogo de la mente» estriba en haber subrayado que los cambios culturales proceden del cerebro y cambian el cerebro. Esto plantea objetivos a la historia de la cultura: descubrir las grandes motivaciones de la naturaleza humana, y describir el bucle prodigioso por el que la inteligencia ha creado cosas que han cambiado la inteligencia.
En uno de los brillantes capítulos de la presente obra, asistirán ustedes al despliegue de una de las grandes aspiraciones humanas: clasificar, organizar el caos para convertirlo en cosmos. Los grandes botánicos intentaron una taxonomía de los vegetales. También nos convendría hacer una ordenación de los deseos para introducir orden en una vegetación afectiva igualmente selvática. Creo que dejando a un lado el afán de sobrevivir, que es más bien un protodeseo, un impulso implícito, podemos agrupar los deseos en tres grandes grupos: el deseo de placer (y ausencia de dolor), el deseo de sociabilidad y el deseo de ampliar nuestro poder. Retomo así la «teoría del triple deseo» que expuse en Las arquitecturas del deseo y que veo corroborada por las investigaciones de Aina.
El deseo hedónico ha dirigido muchas de nuestras relaciones con la naturaleza. Los placeres de la comida y de la bebida, de la vista, el descubrimiento del paisaje, la repetida descripción del Paraíso como un jardín, el uso de sustancias alteradoras de la conciencia, las múltiples aplicaciones terapéuticas, son claras manifestaciones de este deseo. Un caso especialmente interesante es el de los afrodisíacos, de sustancias que no se buscan para que satisfagan un deseo, sino precisamente para lo contrario: para avivarlo.
El deseo de sociabilidad muestra un repertorio variado. Fomenta la comunicación —como hace el alcohol, como hicieron el café o el tabaco—, pero también aspira al reconocimiento, a la distinción. El uso de los vegetales en la decoración, en los perfumes o en los colores va en esta línea. El lujo, como hemos visto, es un deseo social. Hubo un tiempo en que se prohibió el uso del color púrpura en el Imperio romano, castigándose a los infractores incluso con la pena de muerte. El consumo de especias, sustancias caras, incluso su derroche, fue un símbolo de estatus. Me parecen iluminadoras las páginas dedicadas a la sociabilidad a través de las plantas: compartir (vegetales) es vivir (en sociedad).
Pero el deseo más específicamente humano, el que acaba cambiando todos los demás, me parece el tercero: el afán de ampliar nuestro poder, nuestras posibilidades, de conocer, organizar, manipular, transfigurar la realidad. Hay un impulso prometeico en el ser humano. No sólo quiere dominar la naturaleza mediante la acción, sino también mediante el pensamiento. Merleau-Ponty escribió: «Con mi primera percepción se ha inaugurado un ser insaciable que se adueña de todo lo que puede encontrar y al que nada le es pura y simplemente dado, porque ha recibido el mundo como legado y entraña en sí el proyecto de todo ser posible». En el presente libro se comprueban los múltiples rostros de este deseo asimilador y transformador. Necesitamos conocer, clasificar, descubrir las leyes. Necesitamos transfigurar la realidad mediante el arte, transformarla mediante la técnica, dar sentido a lo que hacemos, es decir, descubrir qué fin da significado a lo que hacemos. Este afán de poder ha dado origen a un fenómeno presente en este libro, pero que va mucho más allá: la domesticación. Hubo domesticación de plantas, hubo domesticación de animales, pero hubo ante todo una transcendental domesticación: el ser humano se domesticó a sí mismo. Al menos, eso dicen los antropólogos.
Pero no sólo utilizamos, conocemos, adoramos, contemplamos, reproducimos la naturaleza. También necesitamos contar historias sobre ella. Por eso era de esperar la existencia de una botánica legendaria, como la que describe Juan Perucho en su Botánica oculta o el falso Paracelso. Hay, en efecto, una botánica oculta, mistérica, llega de vegetales inventados y miríficos. El olocanto, un árbol que anda, de instintos terribles y destructores, muy peligroso pues ataca, especialmente al hombre, mediante un aguijón retráctil y veloz de unos tres metros de longitud. O las suplicantes, unas algas sonoras que sólo emergen de las aguas cuando oyen cantar a alguien, para imitar su canción. O la veloz, una planta mágica que, entre otras propiedades, tenía la de volar por los aires como un pájaro. Estas y otras imaginaciones demuestran que el barroquismo de las plantas, la belleza perfecta de las flores o el enmarañamiento de las silvas o de las selvas han estimulado la fantasía de los seres humanos como un vino embriagador que, al fin y al cabo, es un producto vegetal.
Mencionaré una nueva conclusión. Hay una palabra que expresa el enigma de este deseo de ir más allá, aunque no parece a primera vista ni muy interesante ni muy compleja: superar. Significa «ser mayor o mejor que otra cosa», «vencer en una competición», «ir más allá de una meta». Lo intrigante aparece al utilizarla de modo reflexivo o pronominal: superarse. ¡Qué extraño uso! Quien se supera es mayor que él mismo, se vence en una competición íntima, se trasciende, es decir, va más allá de sus límites. La palabra resulta clave para comprender uno de los misterios del ser humano: que puede superarse, es decir, mejorarse. Eso no sucede ni en el mundo ideal ni en el resto del mundo real. Un siete no puede ser mejor siete, ni un león mejor que sí mismo. Hay otras palabras, también misteriosas, que se refieren a este raro fenómeno humano: sobreponerse y aguantarse. En ambas asistimos al mismo desdoblamiento del sujeto, que tiene la experiencia de encaramarse sobre sí o de ser la viga que sostiene la propia techumbre. Los grandes analistas del alma humana han reconocido este fenómeno. Nietzsche hace decir a Zaratustra: «Ahora me veo a mí mismo debajo de mí». Séneca elogió a los esforzados hombres «que en sí propios hallaron el ímpetu y subieron en hombros de sí mismos». Y san Buenaventura advirtió que cualquiera fracasaría «nisi supra seipsum ascendat», si no se aupaba sobre sí mismo. La realidad contada en este libro es la realidad sometida a esta desmesura.
Hasta aquí he presentado la cara amable de la creación. Pero las posibilidades inventadas por la inteligencia pueden ser también destructivas. Y esto es evidente en el reino vegetal. El desierto avanza, la deforestación avanza. W. H. Auden tenía razón al escribir: «Una sociedad no es mejor que sus bosques». Me atrevo a decir más: acaso la forma de pensar, vivir, cuidar un bosque pueda servir como test de inteligencia individual y social. Jared Diamond ha contado en su obra Colapso cómo las sociedades pueden desaparecer. Durante mucho tiempo se ha sospechado que un gran número de estos misteriosos abandonos estuvieron al menos en parte provocados por problemas ecológicos: la gente destruyó inadvertidamente los recursos naturales de los que dependían sus sociedades. Esta sospecha de suicidio ecológico impremeditado —ecocidio— se ha visto confirmada por los descubrimientos que en décadas recientes han realizado arqueólogos, climatólogos, historiadores, paleontólogos y palinólogos (científicos que estudian el polen). Los procesos a través de los cuales las sociedades del pasado se han debilitado a sí mismas porque han deteriorado su medio ambiente se clasifican en ocho categorías, cuya importancia relativa difiere de un caso a otro: deforestación y destrucción del hábitat, problemas del suelo (erosión, salinización y pérdida de la fertilidad del suelo), problemas de gestión del agua, abuso de la caza, pesca excesiva, consecuencias de la introducción de nuevas especies sobre las especies autóctonas, crecimiento de la población humana y aumento del impacto individual de las personas.
En este momento nos encontramos sin saber si la inteligencia puede convertirse en un aprendiz de brujo que desencadena más fuerzas de las que puede controlar. Pero, una vez más, la inventiva humana ha encontrado la palanca para limitar las posibilidades destructivas. Son los sistemas éticos, que acaban siendo el gran marco de seguridad dentro del cual deben moverse todas las demás actividades de la inteligencia humana. Y ésta es la última conclusión que podemos extraer de este libro.
Y aquí termina este epílogo en forma de prólogo. La selva les espera. Sigan a su guía y disfruten de la aventura. Adiós.
JOSÉ ANTONIO MARINA