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Ashley: cómo escojo

Se casa con Raymond y no puedo detenerla. Él nos lleva a vivir a su casoplón de los Cayos y yo no tengo más opción que ir a donde me dicen.

He pasado de ser la socia de mi madre en sus chanchullos a una actriz de reparto en su romance. No tengo nada que hacer. Ningún lugar adonde ir. En teoría no tengo que conocer los detalles de la operación de Raymond —que es mucho más importante que cometer una estafa o blanquear dinero a través de sus gimnasios, así como mucho más complicada y de mayor alcance—, sino que de repente tengo que limitarme a ser. Ser una hija. Ser una chica normal. Ser agradable.

No soy ninguna de esas cosas. No del modo que ellos quieren.

«Ahora él es tu padre.» Se le saltan las lágrimas cuando me lo dice, después de la boda. Como si fuera algo hermoso. Que piense que esas palabras van a tranquilizarme en lugar de aterrarme me informa de lo grave que es la situación.

Yo sé convertirme en una combinación de rasgos diseñados para atraer a un hombre. Mi tarea es aprender cómo funciona cada objetivo: qué le hace sonreír, lo que me informa sobre su felicidad; qué lo induce a fruncir el ceño, lo que me informa sobre sus miedos, y qué aprueba, a partir de lo cual deduzco en qué medida es dominante.

En eso consiste la paternidad, por lo que parece: en dominarte. No solo la mente, sino también el cuerpo. Eso quería Elijah cuando yo era Haley, con su murmurar constante sobre mantener la armonía. Eso era lo que hacía Joseph cuando yo era Katie, antes de que lo obligara a parar.

Pero no puedo detener a Raymond. Me parece que esto ya no funciona así. Si ha decidido que es mi padre, es mi padre.

Decide otras cosas también. Lo decide todo. Decide que no debería ir al colegio, porque los chicos de mi edad solo tienen una cosa en la cabeza y no quiere que esté ni remotamente cerca de eso. Recibo clases particulares.

Decide que mi madre debería dedicarse a las obras de caridad. «Solo es otro tipo de estafa, cariño», le dice, y ella se ríe y le acaricia el brazo.

Decide que cuando no está presente, cuando se marcha por negocios, haya hombres en casa; por seguridad, dice. Tenemos guardias, tenemos chófer, tenemos ama de llaves, tenemos gente que nos vigila cada minuto del día.

Erradica cualquier motivo para abandonar la casa, cualquier opción de salir, cualquier ayuda que pudiéramos conseguir para marcharnos, y es impresionante la rapidez con la que nos arrebata la libertad en nombre de la familia, el cuidado y la protección, porque su trabajo es peligroso y los chicos de mi edad solo tienen una cosa en la cabeza y la caridad solo es otro tipo de estafa, cariño.

Y ella... lo permite.

Una no se cría con mi madre sin saberlo todo acerca del poder sobre los hombres. Cómo conseguirlo. Cómo emplearlo. Cómo conservarlo.

Y ahora ni siquiera lo ha perdido, se lo ha entregado en bandeja de plata por amor, y yo estoy anonadada, porque es un cuento como una casa. La mayor parte del tiempo no somos sino una pátina brillante en forma de la típica familia perfecta para ocultar la mugre criminal. Pero vivimos como si hubiera una red alrededor de la casa y cada día la tensase más.

Me digo, al principio, que mi madre no se doblega ante nadie; encontrará la manera de hundirlo.

Pero entonces...

No se doblega ante él. No busca la manera de hundirlo.

Sencillamente ella se hunde cada vez más.

Y luego hace algo que me hunde a mí.

Es un día de playa como tantos otros. Porque eso es lo que hago ahora. Me siento en la playa con mi madre por las mañanas, antes de las clases particulares, y luego por las tardes me quedo en mi habitación, leo y procuro no hacer ruido. Procuro no llamar la atención mientras espero a que las magulladuras de ese día se me curen. No es duro, la mayor parte del tiempo, porque están obsesionados el uno con el otro de esa manera asquerosa, empalagosa y ostentosa que mi madre tanto disfruta tras tantos años de anonimato.

Sin embargo, en ocasiones cambia de horario, y ese día baja con nosotras a la playa. Cuando paso trotando por su lado, frunce el ceño y yo lo capto, pero no dice nada, así que sigo avanzando. Puede que todo vaya bien.

Mi madre se acomoda debajo de la sombrilla y pincha fruta del envase de cristal que ha traído; yo intento no poner los ojos en blanco cuando se dan de comer mutuamente. Me tumbo en mi toalla con un libro, pero ya hace calor, así que me despojo de la camiseta y la tiro a un lado.

—¿Quieres fruta, cariño?

—No tengo hambre, gracias.

Tengo la cara enterrada en el libro, de modo que al principio no los veo, pero sus voces se abren paso a través del zumbido de la playa y del murmullo de las olas: un silbido agudo y peromiraeso, tres palabras embutidas en un sonsonete guasón e irritante cuando tres chavales adolescentes pasan por nuestro lado en dirección a la playa. Ni siquiera levanto la vista —estas chorradas me pasan desde los nueve años— y me limito a pasar la página.

Raymond, en cambio, levanta la cabeza de golpe.

—¿Acaban de...?

—Ay, amor, no te preocupes —dice mi madre—. Es lo que tiene ser mujer.

Les echo un vistazo por encima del hombro antes de volver a mi libro.

—Ashley —ladra él de súbito.

—¿Sí?

Aprendí enseguida que no le gusta que le pregunten «¿Qué?». Piensa que las señoritas deberían ser positivas. «¿Sí?» es mucho más afirmativo y positivo.

—Tápate, cariño —me pide.

Ni siquiera titubeo. Me hago la tonta.

—No te preocupes, me he puesto protección solar antes de salir de casa.

Mi madre entorna los ojos. Sabe perfectamente lo que estoy haciendo.

—Ashley, ponte la camiseta —dice con la clase de tono que me advierte de que me voy a enterar si no lo hago.

Debería obedecer. Debería decir «Sí». Es lo que le gusta.

Pero hace calor y yo no tengo la culpa de que los chicos me silben.

—No.

—Nena —interviene mi madre—. Obedece a tu padre.

Vuelvo a mi libro, ignorándolos a los dos.

Cuando me arranca de la arena de un tirón, lo hace agarrándome por debajo del brazo, justo por la axila, y yo me encojo de lo que duele su apretón.

—Vamos a mantener una pequeña charla —anuncia, y mi madre hace un ruido de protesta que se apaga bajo su mirada de advertencia.

Me arrastra a toda velocidad playa arriba, hacia la casa, directamente a mi habitación.

—Siéntate al escritorio —ordena antes de abrir las puertas del armario de par en par—. Por Dios —murmura, como si la ropa que me compra mi madre fuera una afrenta personal.

—¿Qué estás haciendo? —pregunto cuando empieza a sacar prendas del armario y a tirarlas en la cama.

—Ocuparme de que tengas un vestuario apropiado.

—Mamá me elige la ropa —digo, casi alelada, porque no lo pillo.

Me golpea cuando le viene en gana, pero habla y se comporta como si el hecho de que algún otro tío me silbe fuera algo malo. No entiendo que no se dé cuenta.

Es a él a quien tengo miedo. Mal que bien, me las he apañado con todos y con todo lo demás. Pero no sé cómo lidiar con él. No puedo derrotarlo. Ella nunca me lo perdonaría. Todavía no me ha perdonado lo de la última vez.

—La ropa que escoge tu madre sirve para una cosa y solo una —me suelta.

—¡Oye!

—No me contestes.

Agita el dedo ante mí. Eso me hace cerrar la boca al instante, porque una vez que saca el dedo es casi imposible evitar que te pegue, y mi cadera acaba de recuperarse de la última patada que me atizó; ahora tengo una cicatriz. Odio verla en el espejo.

Lo miro mientras se deshace de la mitad de mi ropa. Todos mis vestidos y pantalones cortos de tenis, todos los vaqueros de pitillo y las mallas, todos los vestidos de verano que hay en el armario.

Observa el montón como si estuviera decidiendo si prenderle fuego o algo así. Yo me humedezco los labios y echo un vistazo a la puerta. ¿Ella todavía sigue sentada en la playa? ¿De verdad le ha dejado arrastrarme hasta aquí sin preocuparse de lo que pueda hacerme?

—¿Puedo...? —Porras, qué secos tengo los labios—. ¿Puedo preguntar qué tiene de malo?

La aprobación que asoma a sus ojos me afloja una pizca los nervios. Vale. Esta es la manera de proceder en este caso.

—Ya no eres un elemento más de los pequeños golpes de tu madre —me explica, casi con paciencia—. Eres mi hija y deberías vestirte como es debido y hacer actividades apropiadas. Tenderte en la playa medio desnuda o brincar por la pista de tenis cuando estás empezando a desarrollarte solo va a servir para una cosa: atraer a todos los chicos. Te compraré un caballo para que empieces a montar en vez de jugar al tenis. —Sonríe ante la idea—. Eso es mucho mejor —se enorgullece—. Debería haberlo pensado antes. Los establos están llenos de chicas, y estas solo tienen tiempo para una cosa: sus caballos. Será un ambiente mucho más sano para una niña que ha pasado por lo que tú has pasado.

Está planificando mi vida en voz alta con tanta naturalidad que cuando termina de hablar tardo medio segundo en procesar lo que ha dicho. Sigue clasificando mi ropa en la cama y yo le miro las manos según tropiezo con la horrible revelación que contienen sus palabras.

—¿Qué?

No albergo esperanzas de entenderlo, pero de todos modos lo digo, aunque no le guste; ay, porras, espera, se suponía que debía decir «¿sí?» en lugar de «¿Qué?». «¿Sí?» le gusta más, pero «¿Sí?» no tiene sentido en este caso, porque «qué» es la única palabra que encaja. Es lo único que puedo decir aparte de gritar, porque se lo ha dicho, le ha contado lo de Seattle.

—¿Qué estáis haciendo?

La voz de mi madre se abre paso por la niebla que se arremolina en mi cabeza.

—Hablando de hacer cambios —dice Raymond—. Montar a caballo en lugar del tenis, por ejemplo. Y se acabaron las prendas que provoquen silbidos.

Abby sonríe, cariñosa e indulgente con él.

—Cielo, es una chica en la playa, la van a piropear, solo es...

—¡Pues entonces no irá a la puta playa!

Los ojos de mi madre se agrandan ante el cambio de tono y de volumen de su voz.

—¿Por qué no bajas y me escribes una lista de las prendas que te parecen adecuadas, para que pueda ir de compras? —sugiere con suavidad, adoptando una actitud apaciguadora, igual que he hecho yo—. Yo prepararé estas para donarlas a la beneficencia y luego bajaré contigo. ¿Te parece bien?

—Muy bien —responde él—. Pero no pondrá un pie en esa playa a no ser que vaya acompañada.

Se marcha y mi madre lo observa con una sonrisa incipiente en la cara, y cuando se vuelve para mirar el desastre de mi cama hace un ruidito de paciencia, como si tuviera gracia que me haya arrastrado desde la playa y haya vaciado todo mi armario en la cama.

—¿Me traes unas bolsas? —me pide. Como yo no me muevo ni hablo, me mira por encima del hombro, expectante—. ¿Nena?

—Se lo has dicho —la acuso.

—Hija...

Frunce el ceño un segundo, con las manos medio llenas de vestiditos que ya no tengo permitido llevar.

—Se lo has dicho.

Ni siquiera tiene el detalle de parpadear o adoptar una expresión avergonzada.

—Es mi marido.

Me limito a mirarla con atención, incapaz de verbalizar la traición, a segundos de abalanzarme sobre ella porque le quiero arrancar los puñeteros ojos de la cara. Quiero que me abrace. Quiero que algún aspecto de esta situación sea normal.

¿Se lo ha contado todo? ¿También lo que hizo ella?

—El año pasado también fue complicado para mí —dice—. Lo sacrifiqué todo, nena. Por ti. Así que necesito que empieces a portarte bien. No quiero verte siempre enfurruñada. Yo no te crie para que fueras tan poco respetuosa con tu padre.

—Tú no me criaste para que tuviera un padre.

Aprieta tanto los labios que casi desaparecen. El corazón me retumba en los oídos, pero sigo hablando.

—Te comportas como si esta hubiera sido tu intención todo el tiempo. No lo era. Me criaste para ser una cosa muy concreta.

—¡Y ahora te digo que seas otra! ¡No es tan difícil! Eres una chica lista. Te adaptas con facilidad. ¿Por qué no puedes... adaptarte y en paz? Tu hermana nunca se ponía así cuando ellos...

Cierra la boca de golpe y yo agrando los ojos.

Mi mundo entero revienta en ese instante, como si estuviera a oscuras y la luz fuera entrando costura a costura. Porque mi hermana...

Mi hermana es la persona más fuerte que he conocido y mi madre ha dejado claro que a las chicas fuertes no les hacen daño como me hicieron a mí. Que debería haber sido más fuerte. Que debería haber apechugado como cuando era Haley.

—¿De qué estás hablando?

Levanta la mano y niega con la cabeza a la vez que se aleja de mí ya de camino a la puerta. Yo me levanto deprisa y corriendo; la perseguiré por el pasillo y por esas escaleras de mármol tan peligrosas si tengo que hacerlo.

—¡Te estoy hablando! ¡Dime qué has querido decir!

—Esta conversación ha terminado.

—¿Quiénes eran «ellos»? ¿Qué le hicieron?

«¿También los mataste?»

Resopla con ademán frustrado.

—Déjalo estar.

—Ni lo sueñes.

—Dios mío —musita, y mira al suelo a la vez que aprieta los dientes de pura rabia hacia mí—. Muy bien —dice, y cuando se vuelve a mirarme, hay una especie de crueldad en sus ojos que solo la había visto dirigir a los objetivos. Nunca a mí—. Lo que le pasó a tu hermana cuando todavía estaba perfeccionando mi método de estafa fue mucho peor que las cosas que te han pasado a ti. Intenté mantenerla a salvo. Pensé que lo tenía controlado, que nunca se acercarían lo suficiente como para... —Sacude la cabeza, como si intentara ahuyentar el pensamiento—. Si quieres detalles, te los daré. Pero solo servirán para que des gracias de que aprendiera de mis errores y modificara la estafa antes de que tú llegaras, de modo que los objetivos fueran delincuentes.

—¿En lugar de qué?

Guarda silencio.

—¿Qué eran antes los objetivos?

Pero ya lo sé. Lo sé. No quiero aceptarlo, pero claro que lo sé. Su silencio la delata y tengo ganas de morirme ahí mismo, como si no pudiera existir soportando este conocimiento.

—Te voy a matar —le digo. Surge por sí solo, automático, de mi boca, de modo que supongo que es la pura verdad y nada más. Sin duda produce esa sensación.

Se ríe. Realmente se ríe de mí.

—Nena, qué dramática eres. No tienes que preocuparte por tu hermana. Es adulta y está bien. Cometí mis errores con ella y pagué por ellos, ¿no? No está aquí conmigo, como es el deber de una hija.

No, no está, ¿verdad? Se marchó. Ahora sé por qué razón. Es libre. Ese pensamiento despierta algo en mí.

—Aprendí de mis errores con tu hermana —repite—. Por eso tú has podido llevar la vida que has llevado. Pudiste ser una niña todo el tiempo que fue posible. Me ha costado mucho trabajo ofrecerte eso. Pero los descuidos nos echan la zarpa a la larga, nena. Así es la vida. Tienes que aprenderlo y superar esto para que no te destruya, porque eres demasiado lista para dejar que te afecte —dice, y su voz se suaviza, pero yo no—. Y tienes que hacerle caso a tu padre. Intenta protegerte. Eso es lo que hacen los padres.

Me deja a solas en mi habitación, con las prendas todavía tiradas sobre el edredón, y yo me dejo caer al suelo contra la puerta cerrada porque mi cama se me antoja contaminada.

Me tapo la boca con las dos manos mientras las lágrimas fluyen por mis mejillas. No contengo mis sollozos, no contengo nada; solo a mí misma, y mi boca siempre ha sido mucho más fiable que mi corazón.

Pienso en los guantes de fregar ensangrentados y en sus ojos desorbitados. ¿Aprendió de sus errores? ¿O solo aprendió a enterrarlos mejor?

(Mató por mí.)

(No habría tenido que hacerlo, si no lo hubiera escogido a él.)

Pienso en ella. En mi hermana. En lo fuerte que es y en cómo vuelve una y otra vez a visitarnos, y en lo que significan ahora esas dos cosas, con esta nueva información que tengo.

Pienso en ese número de teléfono que memoricé hace tanto tiempo.

Pienso en lo que quiero por primera vez en mucho tiempo. Quizá en toda mi vida.

Respiro profundamente una vez. Y otra. Y luego quizá quince veces más antes de estar lista.

Pero lo hago. Me preparo. Sin prisa pero sin pausa empiezo a tomar algunas decisiones propias, sin que nadie me lo sugiera.

Decido coger el viejo cuchillo de carnicero de la cocina unas noches después de que mi madre le regale a Raymond un juego nuevo para su cumpleaños. Seguro que no lo echa de menos ahora que tiene sus flamantes juguetes recién estrenados.

Decido robar la pistola que encuentro encajada en la esquina de uno de los armarios roperos, un arma de emergencia olvidada que debería haber guardado en la caja fuerte. Imagina lo que podría pasar.

Decido desenterrar la caja de «por si las moscas» que enterré debajo del embarcadero la primera semana que nos vinimos a vivir aquí.

Decido sacar el teléfono de prepago que guardé en ella.

Decido llamar a mi hermana.

Decido huir. Igual que ella. Porque ahora lo sé.

Quiero ser fuerte. Quiero ser libre.

Quiero ser idéntica a ella.