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Raymond: cómo lo hice (en cuatro actos)

CUARTO ACTO: CORRE

Todavía es de noche cuando regreso a la casa. No enciendo la luz. Lo más difícil ya está hecho, así que simplemente subo a su caja fuerte y cojo lo que necesito para obtener la libertad.

Los dejo en hielo cuando termino con ellos. En ese momento no sé por qué. Pero más tarde pasaré horas dándole vueltas. Ojalá pudiera decir que fue una forma de decirle «Que te den», por ese rollo de su bebida favorita. Pero, la verdad, es puro estupor, horror y gore que corre por dentro y por encima de mí.

Es porque me da miedo lo que me pueda hacer si vuelve y han desaparecido para siempre.

Aun después de todo lo sucedido, me comporto como si fuera a entrar por la puerta trasera y aferrarme el brazo con su mano intacta.

Así que los pongo en hielo porque todavía estoy asustada, y luego entro en su despacho porque todavía no puedo estar asustada. Tengo que moverme. Ella está en el suelo. En el mismo sitio donde la he dejado.

—Mamá, venga, levanta.

Me aparta las manos. Sus rodillas despellejadas han dejado pequeñas medias lunas de sangre en la moqueta.

Me está cortando el paso. No tengo mucho tiempo.

—¿Dónde está?

No lo pregunta porque esté asustada, sino porque lo quiere allí. Desea que la consuele después de lo que le ha hecho. Nunca lo entenderé. Siempre me pondrá enferma.

Pero supongo que ya no tengo que preocuparme por eso.

—Venga.

La obligo a levantarse, con suavidad, y la acompaño al piso de arriba, a la cama. Vuelve a preguntar dónde está.

No respondo.

Debería dolerme abandonarla.

Pero no es así.

Vuelvo a la planta baja y es como un sueño. No hay mucho tiempo. El despacho está a oscuras y dejo que siga así mientras deposito sobre el escritorio los discos externos que he cogido de su caja fuerte. Saco el teléfono de prepago y marco el número mientras enchufo el primer disco al ordenador y lo conecto.

Suena dos veces. Su voz crepita en mi oído.

—¿Hola?

«Dilo. Hazlo. Tienes que decirlo.»

—Oliva.

A mi hermana le cuesta respirar.

—Voy para allá.

No me despido. Cuelgo como me dijo que hiciera.

No hay mucho tiempo.

Compruebo cada disco; los cuatro grandes están encriptados con una contraseña. Pero al insertar la memoria USB que casi he pasado por alto, porque la habían empujado al fondo de la caja fuerte, unas líneas de código aparecen en la pantalla. Cuando este deja de desplazarse, parpadea un cursor rojo. Se supone que debo introducir un comando.

Miro fijamente la memoria USB y entonces aprieto Escape, la extraigo y me la guardo en el bolsillo. Introduzco los discos grandes en la fiambrera.

El teléfono de prepago vibra. Mi hermana está fuera. Se acabó.

No sé cómo llego a la puerta. No me doy cuenta del mal aspecto que debo de tener hasta que abro y veo su cara.

—Estás cubierta de sangre —dice, y alarga la mano hacia mí.

Retrocedo. No pueden tocarme. Ahora no. ¿Ni nunca? Ya no lo sé.

—No es mía.

Al menos en su mayor parte.

Su rostro cambia otra vez, tan deprisa que habría alucinado si no estuviera embotada, completamente entumecida. He cumplido mi misión. Tengo los discos. Y ahora me estoy disipando. No soy yo. No soy Ashley.

¿Quién soy ahora?

¿Qué soy?

Ashley. Soy Ashley. Se supone que soy Ashley.

Una hija perfecta no habría disparado a su padrastro. Una hija perfecta no habría cogido ese cuchillo, no habría sido capaz. Una hija perfecta le habría dado lo que quería; habría permitido que la matase.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está ella? ¿Y él?

—Ella está arriba. Él está... está...

Todo me da vueltas. «Traba las rodillas.»

—Mírame. —Mi barbilla está entre sus dedos, me obliga a mirarla a los ojos. El mundo deja de girar. Respiro. Pequeños soplos directos a su cara. Me pregunto si me huele el aliento—. ¿Qué has hecho?

Puedo contestar a eso. Sé lo que he hecho.

—Le he disparado. Tenía que hacerlo. La estaba apuntando con una pistola. Lo he alejado de ella y le he disparado.

—Concéntrate. —Hace chasquear los dedos delante de mi cara. Me estoy tambaleando otra vez—. ¿Dónde está?

Bien. Otra pregunta cuya respuesta conozco. Esas me gustan.

—Lo he arrastrado debajo del embarcadero.

—¿Está muerto?

Niego con la cabeza.

—Le he dado en la pierna.

Todo su porte cambia, los ángulos de sus hombros se acentúan, está alerta y en vilo.

—¿Dónde está la pistola?

Levanto la caja.

Asiente.

—Nos vamos —dice—. Ahora. No vas a volver.

No protesto. No intento coger mis cosas. No intento despedirme. No pregunto si nos podemos llevar a nuestra madre con nosotras.

La sigo. Como si fuera fácil.

Y lo es. Porque ¿qué me espera detrás? Nada bueno. ¿Y qué me espera delante? Todo lo que quiero.

Me posa la mano entre los hombros y me muevo, un paso, luego dos, tres, cuatro. Pierdo la cuenta tras eso. Entonces estamos en su coche y viajamos calle abajo, nos alejamos; sus manos aferran el volante y las mías aferran la caja.

—¿Estás bien? —pregunta por fin, tras un largo trecho de silencio.

—Tengo los discos —digo en lugar de contestar—. Los cuatro.

Algo ronronea satisfecho debajo de mi piel cuando miento. La memoria USB secreta arde en mi bolsillo. Mi ventaja definitiva. Mi nueva caja de por si las moscas.

Quiero a mi hermana y confío en ella. Pero solo hasta cierto punto. Y esta vida me ha enseñado que «solo hasta cierto punto» tiene fecha de caducidad.

Mi hermana aprieta los labios.

—Buen trabajo —dice, y no tiene ni idea de lo que significan para mí esas palabras. Puede que algún día intente explicárselo.

Pero yo solo miro por la ventanilla, con los ojos empañados. La ropa manchada y llena de arena que llevo puesta es mi única posesión, y la libertad sabe a sangre y a sal.