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La creación de los frankenfriends (también conocida como la destrucción de wesynora)

Que os quede clara una cosa, aquí y ahora: Wes y yo no rompimos porque yo experimentara una gran epifanía lésbica. En parte porque no soy lesbiana.

No rompimos porque yo viviera una gran epifanía bisexual tampoco. Aunque soy bi. Pero eso lo sabíamos los dos antes de empezar a salir siquiera.

Rompimos porque le mentí. No acerca de mi sexualidad ni de mis sentimientos. Pero sí acerca de casi todo lo demás, empezando por mi nombre. Y él se dio cuenta; no me derrumbé y le confesé la verdad, cosa que habría sido mejor en su opinión... y peor en la mía. Pero una vez que lo descubrió ya no hubo vuelta atrás. Destruyó nuestra relación de un día desgarrador para otro. Estuvo a punto de quemar los pocos jirones de amistad que quedaron después de que mis mentiras reventaran nuestro pequeño mundo de ilusión.

Cuando Lee organizó mi huida cinco años atrás, su papel en el golpe y sus sacrificios me permitieron seguir limpia en términos legales, pero estuve a punto de fastidiarlo todo. Eso trajo consecuencias. Tuve que desplegar mi propio juego encima de la complicada partida de ajedrez que Lee estaba librando sin que mi madre lo supiera.

Perdí cosas y encontré otras solo para perderlas también.

Mi hermana enterró su historia hace años. Adoptó un nuevo nombre, toda una nueva identidad con la que protegerse, lejos del alcance o conocimiento de nuestra madre. Se instaló en un pueblo donde a nadie se le ocurriera buscarla, y ningún habitante de Clear Creek se olió nada cuando se presentó como Lee O’Malley. Se teñía de moreno con regularidad, para que las raíces rubias nunca asomaran, e instaló su agencia en el pueblo. Trabó «amistad» con los ayudantes del sheriff y jamás dormía sin tener un cuchillo al alcance de la mano, porque algunos rasgos se pueden teñir y algunos nombres se pueden falsificar, pero es imposible esconder tu verdadero yo ni las lecciones que aprendiste en la oscuridad de la noche.

Antes de llevarme a su casa, Lee me cortó la melena rubia que mi madre se empeñaba en que llevara larga. Mientras me teñía el pelo y las cejas de castaño en el lavamanos de la habitación del motel, me habló de la casa de dos dormitorios que tenía a las afueras del pueblo, de mi nuevo cuarto, de mi nuevo colegio y de mi nueva historia. Antes de que abandonáramos aquella habitación para encaminarnos a lo que aprendería a considerar y llamar «hogar», me había despojado de la chica que había sido con la misma facilidad que de mi melena... y Nora O’Malley nació en un periquete y dos palabras. Se suponía que estaba aquí para quedarse.

Y me dije que las chicas que hubiera sido antes no importaban.

Aprendí a las malas que me equivocaba.