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11.27 h (135 minutos retenida)

1 mechero, 3 botellines de vodka, 1 tijeras, 2 llaves de una caja de seguridad

Plan n.o 1: descartado

Plan n.o 2: en marcha

 

 

Nos sentamos formando un pequeño triángulo, con las rodillas en contacto. Wes me pasa las tijeras porque se le clavan en la espalda. Iris se apoya contra los armarios para que sostengan parte de su peso. Noto la tensión de su cuerpo cuando se crispa de dolor, los temblores casi imperceptibles cuando se mueve buscando una postura que le proporcione cierto alivio.

—¿Te encuentras bien? —le pregunta Wes.

Ella asiente con un gesto tenso y para nada convincente.

—¿Quién empieza? —pregunta enarcando una ceja, y hay más desafío en ella que si me estuviera encendiendo en la cara el maldito mechero.

—Yo ya he sido bastante sincera.

—Por primera vez, al parecer —me espeta, pero al momento resopla y cierra los ojos un momento. Sus pestañas resaltan oscuras contra su piel, desplegadas como telarañas—. Perdón, ha sido un golpe bajo —susurra.

—Entiendo que estés enfadada.

Niega con la cabeza.

—No. No. Tú no entiendes nada. Él seguramente sí. —Hace un gesto con la cabeza en dirección a Wes.

—Casi todo, ya lo creo —dice él, y cuando le propino un toque con la rodilla, añade—: Eh, verdad por verdad.

—¿Cómo de iluso te sentiste? —le pregunta ella.

—La hostia de iluso —responde él.

No llevamos ni cinco segundos y esto ya es una pesadilla.

Desde el instante en el que estos dos se conocieron, fue como si ambos hubieran encontrado por fin al hermano que ninguno tenía. Se lanzan pullas y comparten bromas privadas complicadísimas que nunca pueden explicar del todo porque al final les entra un ataque de risa. ¿Y ahora van a reunir toda esa camaradería para crear el grupo de apoyo «Nora me mintió»?

Y yo no puedo hacer nada al respecto, porque es verdad que les mentí.

La gracia de estafar a alguien es que, si lo haces bien, no estás allí para presenciar las consecuencias. El corazón roto. El dolor. La traición. El desentrañamiento de todas las mentiras. El cuestionárselo todo.

Pero cuando Wes descubrió quién era yo en realidad, no pude escapar. Tenía que estar allí. Para el corazón roto, el dolor, la traición, el descubrimiento de cada una de las mentiras y la respuesta a cada una de las preguntas. Todo acompañado de mi propio corazón roto, mi sentimiento de culpa y la toma de conciencia de que eso nunca jamás podía volver a pasar.

Pero ahora está pasando, porque ¿qué esperaba cuando me colé por alguien como Iris Moulton?

Sé que habla bien de mí el que solo me sienta atraída por personas lo bastante listas como para calarme. Tal vez no sepa vivir sin riesgo. Cada vez que resbalo demasiado cerca del borde del desenmascaramiento, huelo el Chanel n.o 5 de mi madre y oigo el frufrú de seda que siempre parecía acompañarla. No me motiva; me tira para atrás, me hace sentir joven, indefensa y hecha un lío otra vez.

—¿Lee es tu hermana de verdad? —pregunta Iris de repente. Luego niega con la cabeza—. Tiene que serlo. Os parecéis muchísimo. O... ¿habéis hecho algo para ser más parecidas?

—Es mi hermana. De la misma madre. Distintos padres.

—Y ¿dónde está tu padre, a todo esto?

—¿Y el tuyo, Iris?

Es un golpe bajo. Pero el juego se llama verdad por verdad, no todas mis verdades a cambio de ninguna.

—Nora, venga —dice Wes en un tono que me induce a mirarlo fijamente mientras un calorcillo me sube por la cara. No por vergüenza, sino por la horrible intuición de que él sabe lo que hay que saber sobre el padre de Iris. Se lo contó a él, pero no a mí.

Ya sé que esta actitud me convierte en la mayor hipócrita del mundo, pero ser consciente me provoca ese dolor en el pecho que solo ella es capaz de arrancar a mi corazón. En el fondo de la garganta me escuecen las lágrimas que nunca osaría derramar.

—Mi padre está en Oregón —dice Iris, como si fuera una respuesta de verdad, cuando todos sabemos que no lo es.

Se está poniendo en mi mismo plan, y si yo no puedo encajar mi propio juego, ¿en qué me convierte eso? Le ha dado la vuelta a la tortilla hasta convertir esto en el desafío definitivo con la misma habilidad que demuestra para remendar su ropa, recaudar dinero para refugios de gatos y calcular cómo influirá el viento en un incendio.

—Yo no tengo ni idea de quién es mi padre ni dónde está —confieso.

—Y mi padre es un capullo al que Nora tuvo que hacer chantaje para que dejara de pegarme —interviene Wes, y las cejas de Iris desaparecen debajo de su flequillo al oír esa información—. Todos los que estamos aquí tenemos un padre de mierda. Esa es la verdad.

—¿Así que te dedicas a brincar por el pueblo cometiendo delitos y estafando a la gente? —me pregunta Iris.

—Nunca he brincado por ninguna parte en toda mi vida, muchas gracias. Y chantajear al alcalde fue... una especie de abandono temporal de mi retiro.

—¿Cómo puedes estar retirada de algo en lo que sigues implicada de manera tan activa?

—No estoy implicada en nada —protesto, pendiente de Wes, que está sentado a mi derecha. Se está mirando las rodillas, en contacto con la de Iris, en contacto con la mía. Sé sin tener que preguntar que intenta decidir dónde depositar su lealtad, porque me estoy saltando las reglas.

—No eres quien dices ser. Tu madre no está muerta. Hay asesinos a sueldo poniendo patas arriba el país, puede que el mundo, para encontrarte. Has convencido al atracador para que le entregara la niña a Lee como quien hace un truco de magia. Pero ¿no estás implicada en nada? ¡No eres Nora O’Malley!

Su voz suena chillona cuando pronuncia mi nombre y no me lo espero, ni tampoco ella, me parece; todo mi cuerpo se encoge cuando esas palabras salen de sus labios.

—¿Cuál es tu verdadero nombre? Ya sé que no es Ashley Keane.

Se me seca la boca. Noto el mordisco fantasma de la goma en la muñeca. «Eres Rebecca.» Chas. «Eres Samantha.» Chas. «Eres Haley.» Chas. «Eres Katie.»

Nunca jamás seas ella. Ella tiene que estar encerrada dentro, a buen recaudo, intacta. La única chica que permanece oculta. La única chica a la que nadie conoce.

He pronunciado el nombre en voz alta una sola vez desde que abandoné aquella habitación del hotel de Florida con Lee. Se lo susurré a Wes al oído y he tenido miedo de que lo usara como arma, un golpe maestro a los pedazos en que nos rompí. En cambio, él alargó la primera pieza deforme y deshilachada para construir los frankenfriends. Siempre ha estado en posesión de esa elegancia que a mí me resulta tan difícil fingir.

Iris también posee elegancia. Creo que hoy he destrozado una parte, puede que demasiada.

—Ahora mismo tengo que ser Ashley.

Entorna los ojos y, por un instante, confundo su expresión con ira. Sin embargo, cuando su mirada encuentra la mía, hay un resplandor en ella que me derrite el estómago.

—Escúchame, quienquiera que seas —dice—. Antes prenderé fuego a esos gilipollas que dejar que te utilicen como una especie de premio de consolación/escudo humano en un atraco a un banco.

—Iris...

—¡No! Ni se te ocurra susurrar mi nombre, ahuecarte el pelo y mirarme con ojos de cordero degollado. No vas a entrar tan campante en mi vida, dar vueltas a mi alrededor hasta dejarme patidifusa y luego marcharte de la manera más horrible que se pueda concebir. Y, desde luego, no te vas a servir en bandeja de plata a esos atracadores con una manzana en la boca como un lechón.

Tuerzo los labios con cada orden que pronuncia hasta que estoy más atornillada que un sacacorchos, y cuando me echa mi plan en cara como si nada, le suelto sin poder resistirme:

—¿Y por qué no, si se puede saber?

—Porque te quiero —dice, tan clara y rotunda que las palabras me marcarán para bien, para mal y para mi condenación eterna.

La presión de mi pecho cede en un segundo.

—Tú...

Y ya no puedo decir más. Ni siquiera puedo respirar. Percibo vagamente que Wes se ríe por lo bajo a mi lado, como si lo hubiera sabido desde el principio. Iris me clava la mirada como si esto fuera verdad y reto entremezclado. Y supongo que lo es, porque en eso ha consistido amarla para mí. No podía negar la verdad, de modo que asumí el riesgo.

—Sí —continúa—. Te quiero, quienquiera que seas. De manera que se acabaron las mentiras. Se acabaron los secretos. Y se acabó embaucar a nadie a menos que nosotros —hace un gesto en dirección a Wes, que sonríe como si no hubiera diez yunques metafóricos colgando sobre nuestras cabezas— estemos también en el ajo. ¿Hay trato?

Es un trato justo, si eres capaz de confiar. Yo no lo soy, obviamente. No solo te tienen que enseñar a hacerlo, también tienes que haberte criado en un ambiente de personas que merecieran tu confianza. Y el terreno inestable en el que me puso mi madre no lo era.

Pero tuve que confiar en Lee. Y escogí confiar en Wes.

Y lo arriesgué todo por amar a Iris.

Así que abro la boca para decirle a Iris que hay trato, porque merece ese gesto por mi parte, pero antes de que mis labios empiecen siquiera a articular las palabras, el principio de un grito que se interrumpe con un horrible gorgoteo resuena en el vestíbulo. Iris se encoge contra los armaritos al oírlo y Wes se estampa contra ellos según intenta protegerla y atraerme hacia sí al mismo tiempo. El corazón no me late a toda pastilla esta vez. En esta ocasión se ralentiza según el terror inunda el angustioso espacio entre un latido y el siguiente.

He tendido una trampa.

¿Habrá caído en ella la persona equivocada?