11.32 h (140 minutos retenida)
1 mechero, 3 botellines de vodka, 1 tijeras, 2 llaves de una caja de seguridad
Plan n.o 1: descartado
Plan n.o 2: a la mierda
Tras el grito, guardamos un silencio sepulcral. Esta vez es Iris la que está en el centro; Wes, a un lado, y yo, al otro. Nadie tiembla y todos estamos en tensión. «Qué hacemos, qué hacemos, no hay sitio adonde ir.»
—¿Quién...? —empieza Iris, una palabra dicha sin aliento que se corta en seco cuando oímos ese roce que ya todos conocemos.
Va a entrar.
No es como las otras veces. Él no es el mismo. Su cara es pura furia, cero materia. Ya no muestra curiosidad. Y hay mucha más sangre en una zona mucho más extensa de sus manos.
Mierda. Mierda. Lleva una navaja. Creía tener controladas todas las armas, pero está claro que no. Hay demasiada sangre.
Me levanto de un salto, porque alarga la mano hacia mí antes incluso de cruzar la habitación, y si puedo alejarme de Iris y de Wes, tal vez logre...
Me atiza un revés tan deprisa que no tengo tiempo a afianzarme sobre los pies; caigo sin más. Me castañetean los dientes cuando mi mejilla golpea el suelo. Wes chilla como no lo he oído chillar en años y lo único que hay en mi cabeza es su grito, un dolor cegador y el pitido de mis oídos, y lo único que hay en mi boca es sangre. La escupo en el suelo junto con un trozo del segundo molar. Mierda.
—No te muevas —dice Gorra Gris, y yo tardo un momento de confusión y parpadeos en comprender que no me habla a mí. No me apunta a mí con el arma.
Está encañonando a Wes. Porque está ahí de pie, grande, amenazador y a tres segundos de abalanzarse sobre él, con arma o sin ella.
Todo alrededor se tambalea cuando escupo más sangre y gimo:
—No. —Hundo los codos en esa moqueta incómoda, fea, manchada de sangre. Tengo que levantarme—. Wes, no. Essstá bien. —Farfullo las últimas palabras porque tengo demasiada sangre en la boca.
—Tú... —escupe Gorra Gris, y el arma me apunta otra vez, a buena distancia de ellos dos, gracias a Dios.
Cuando lo miro a los ojos, veo el fuego de la humillación en sus mejillas.
¿Qué ha pasado? ¿Qué ha descubierto? ¿A quién ha herido al otro lado del pasillo?
—¿De qué vas? —me pregunta.
El de rojo no está con él. ¿Estará abajo, en el sótano, ahora que han conseguido el soldador? ¿Significa eso que solo tenemos que lidiar con Gorra Gris?
—¡Responde!
Tengo elección. Puedo encogerme, llorar y cruzar los dedos para que piense que un golpe bastará para ponerme en mi lugar. O puedo hacer caso a mi instinto, porque me está diciendo que nunca más volverá a creer nada de lo que le diga o haga, así que bien podría recurrir a él.
Dejo que la sangre se me escurra fuera de la boca y gotee por mi barbilla.
—De rojo —contesto.
Me obliga a levantarme con tanta fuerza que la articulación de mi hombro protesta con un crujido.
—Vas a sangrar mucho más cuando acabe contigo.
Es una frase muy mala, y se lo diría, pero sé reconocer a un hombre que está deseando matarte y solo necesita un pequeño empujón para hacerlo.
—¡No la toques! —grita Wes cuando Gorra Gris me empuja al pasillo.
Reboto contra la pared de enfrente y el cuadro que tengo encima temblequea con el impacto. Me arrastro sentada mientras él coloca la mesa delante de la puerta del despacho para encerrar a Wes y a Iris, pero me alcanza en cuestión de segundos. Vuelve a levantarme clavándome con saña los dedos en la axila y me arrastra por el pasillo.
Otra vez a la oficina. No veo a Gorra Roja por ninguna parte. Debe de estar abajo; ¿importará siquiera en cuestión de segundos? ¿Es el fin? ¿Estoy muerta? No me tira al suelo esta vez. Me mantiene cerca.
Ahora da más miedo, precisamente por eso. Lleva una navaja escondida. Tanta sangre en la camisa significa que seguramente la haya usado contra uno de los rehenes que hay al otro lado del pasillo. La navaja me asusta más que la pistola ahora mismo.
¿Qué planea? ¿Cómo salgo de esta?
—Pequeña zorra —me suelta en la cara con tanta rabia que noto las gotitas de saliva en las mejillas.
—¿Le has hecho daño a la cría? —pregunto, porque en teoría no sé que la haya sacado del banco.
Lee ha tocado el claxon. Eso significa que Casey está a salvo. Al menos he conseguido eso.
No es suficiente. Ni de lejos. Solo es una mota de bien en todo un mundo de mal. Wes e Iris están ahí detrás y eso significa que no me puedo permitir morir.
Tengo que seguir intrigando.
¿Ha puesto fin al sufrimiento del guardia? ¿Está muerta la cajera asustada? ¿La señora mayor?
—No, he canjeado a la cría —responde—. Tal como me dijiste.
Resopla con fuerza. No es una risa. No es un gruñido. Pero propaga ira y amargura en el aire.
—Entonces ¿por qué has herido a uno del otro grupo si ya has conseguido lo que querías?
Me revienta mi tono de perplejidad. Tiene lo que ha pedido. Lee no habría tocado el claxon de no ser así.
—¿Crees que quería entregar a la hija de Frayn? —pregunta, y, ay, mierda.
Los adultos. Se habrán ido de la lengua sin darse cuenta. ¿Ha preguntado la cajera por Casey? No se lo puedo reprochar, pero ¿no podía haberse callado que la cría es hija del director?
A pesar de todo, intento no guardarle demasiado rencor, porque si ha sido la cajera la que ha cantado, es probable que ella sea la que está herida.
No puedo pensar «la que ha muerto». Todavía no. No sin pruebas. ¿Vanas ilusiones? Claro que sí. Me aferro a ellas.
—Sí, lo he averiguado —dice.
Negarlo solo servirá para enfurecerlo aún más. No me conviene. Necesito que se hunda y que luego recupere la confianza. No solo he magullado su ego; lo he machacado. Quiere que pague por ello.
—¿Si te digo «demasiado tarde» me volverás a atizar? —Imprimo el suficiente temblor a mi voz como para que tuerza la boca dubitativo.
—Me has tangado.
—Te dejé muy claro quién era.
Levanta la mano y yo doy un respingo; no es falso ni ensayado. Es real al cien por cien y me palpita la boca solo de pensar que me haga más daño. Se me está hinchando la mejilla, pero por suerte me ha dado en la mandíbula inferior, así que no he perdido visión. Todavía.
—¿A quién has herido? —vuelvo a preguntar.
—¿Qué más da?
Me muerdo el carrillo hinchado para no gritar y el dolor me despeja un tanto. Si ya está atacando a la gente simplemente para desahogarse, lo tenemos claro. Como empiece a disparar, los ayudantes buscarán la manera de entrar. O Lee arrancará los ladrillos con las manos desnudas para rescatarme.
—¿Por qué te preocupa tanto? —insiste.
—Me gustaría estar fuera antes de que lleguen los refuerzos.
—Te importa —concluye con un asombro obcecado que me informa de que estoy jodida—. Tienes labia. Ni siquiera has intentado convencerme de que te entregara a ti a la pasma. Podrías haberlo hecho. Pero has protegido a la cría.
—Es una niña.
—A una zorra fría como tú debería darle igual. Montaste un buen pollo en Florida, pero te fuiste de rositas. ¿Por qué no intentas hacer lo mismo ahora?
Se está acercando demasiado a la verdad. Quiero quitármelo de encima; todavía me aferra del brazo y me sujeta cerca, y ahora conozco el motivo: quiere mirarme a los ojos. Piensa que le van a decir algo.
—No me apetece quedar atrapada en el fuego cruzado. ¿Tan raro es? Dudo que a los agentes se los prepare a conciencia para tomar un banco por asalto entre controles de tráfico e incautaciones de marihuana. Y tu amigo es de gatillo fácil.
—Yo no he disparado a nadie.
El «todavía» queda en suspenso, tácito, pero clarísimo. No tengo ni idea de cómo darle la vuelta a esta situación. Le he dado lo que quería. Entonces ¿por qué necesita algo con lo que extorsionar al director de la sucursal cuando ya tiene el soldador?
Las llaves de las cajas de seguridad. Las que he encontrado en el despacho. Todavía las llevo en el sostén.
Gorra Gris piensa que el director las lleva encima. No cree que estén en el banco. Por eso está tan enfadado por lo de Casey.
Me humedezco los labios y retrocedo un paso. Él no me suelta, pero tampoco avanza hacia mí. En cambio, estira el codo para darme espacio. Bien. Bien. Eso está bien.
—¿A quién has herido? —Adopto un tono de voz más suave—. ¿A la cajera?
—Debería haberme dicho quién era la cría. Lo he encajado mal. —Su triste juego de palabras casi le arranca una risita—. En cuanto a ti...
Me aferra de nuevo con fuerza y yo aprieto los dientes, aunque intento relajar los labios. Quiere ver dolor. No le voy a dar ese gusto.
—Te he hecho un favor —insisto empecinada—. Saber que la niña estaba dentro habría acelerado la llegada de los grandullones de Sacramento. Te conviene largarte de aquí antes de que vengan las fuerzas especiales.
—¿Y tú quieres lo mejor para mí?
—En circunstancias normales, no. Me preocupo por mí. Por desgracia, eso significa que no puedes importarme una mierda porque, ¿cómo lo has expresado?, «el que empuña el arma nunca está obligado a disculparse». La única razón por la que todavía no me has disparado es porque has sumado dos y dos, y lo que sea que te espera en el sótano no se acerca ni de lejos a los siete millones que mi padrastro te pagará si me llevas a Florida, vivita y casi adulta.
—Es verdad que parece un chollo —dice—. Pero sé que intentas ganar tiempo. No va a funcionar. Dentro de nada nos habremos largado de aquí.
Sé que no se refiere a él y a Gorra Roja. Y él sabe que yo sé que no habla de ellos dos. Se refiere a él y a mí.
Me he convertido en un cebo porque nací para serlo y ahora me toca pagar el precio. Al menos Iris y Wes estarán a salvo.
—¿Vas a oponer resistencia? —me pregunta.
—¿Vas a atizarme otra vez?
—Depende.
—Pues lo mismo digo.
Guarda silencio un momento. Su manera de sujetarme cambia. Se transforma. Cuando su mano me aprieta el brazo con más fuerza, no se parece a las otras veces. Antes era un castigo.
Esto es una violación. Un contacto intrusivo ante el cual todos y cada uno de mis sentidos estallan en gritos; que corra a cubierto, que me abalance contra él, que me quede petrificada en el sitio.
—Golpearte no es lo único que puedo hacer para que te portes bien —dice, y ahí está, entre líneas y en la lengua que le humedece los labios: la verdadera amenaza.
«Corre. Escóndete. Hazlo. Ahora.»
«No. Tranquilízate. Respira. Quiere verte asustada.» La pistola no me ha detenido. El golpe no le ha servido de nada. Así que ahora prueba con esto.
Respira.
«Corre. Escóndete. Lucha.»
«No. Trágate el maldito escupitajo de la boca, Nora. Habla. No debe darse cuenta.»
—Hemos llegado a la parte en la que amenazas con violarme. Ya veo. Muy original. ¿Por casualidad no llevarás una chuleta de chico malo escondida?
Estoy hablando muy deprisa. He levantado la voz. Mierda. Mierda.
«Corre.»
Se encoge de hombros y es terrorífica la indiferencia que imprime al gesto. Y luego se vuelve mucho más aterrador, porque dice:
—No necesito hacerte nada. Me basta con hacérselo a la chica del vestido acampanado. Cada vez que entro, ese y tú os ponéis delante.
No hay modo de controlar mi reacción. La sangre abandona mi cara tan deprisa que él aspira con una especie de alegría malsana; soy una imbécil rematada. No lo he pensado. Ni se me ha pasado por la cabeza que él...
Avanza un paso.
«Escóndete.»
Está demasiado cerca. Muy muy cerca.
Rodeo con los dedos el mango de las tijeras que llevo encajadas en la cintura de los vaqueros.
«Lucha. Mata.»