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12.36 h (204 minutos retenida)

2 llaves de una caja de seguridad

Plan n.o 6: no morir

 

 

—Ahora sí que vas a viajar en el maletero —me dice Duane cuando pisa el último peldaño de la escalera. Su pecho emite un silbido al respirar imposible de pasar por alto.

—¿Te da miedo que te vuelva a apuñalar?

Cuando intento incorporarme, a mi cuerpo le encantaría que parase, pero le hago caso omiso. Tengo que seguir moviéndome hasta que ya no pueda más. De otro modo, acabaré en el maletero.

Retrocedo hacia las puertas del granero y él hace un ruido raro cuando se extrae la pistola de la cintura.

—Recuerda, valgo mucho más viva que muerta.

—Ahora que te he conocido, tengo el presentimiento de que a tu padrastro no le importaría que te llevara muerta. Seguramente me compadecería cuando le contara los problemas que me has causado.

—Tú no lo conoces como yo. No es eso lo que quiere, te lo aseguro.

Estoy tan concentrada en él y en buscar la manera de escapar que casi no capto el movimiento en el altillo. Pienso que son vanas ilusiones, porque realmente no tengo manera de salir de esta, pero resulta que mis ilusiones no son vanas, porque Iris Moulton se arrastra por el pajar blandiendo el gigantesco miriñaque que se ha arrancado de debajo de la falda como si fuera un arma. Noto un aleteo en la barriga como si estuviera haciendo saltos mortales en una colchoneta elástica porque, mierda, soy una damisela en apuros y es posible que estén a punto de salvarme. Lleva el mechero en la otra mano y comprendo al instante lo que ha planeado. Es perfecto. Ella es perfecta y ni siquiera puedo saborear ahora mismo cuánto la quiero por culpa de ese gilipollas y del peligro.

—¿Te vas a quedar quieta ahora? —me pregunta Duane con voz trémula. No temblorosa.

Le he vacilado, he sido más lista que él y lo he apuñalado, y ahora por fin lo tengo donde quiero que esté: al límite de su paciencia.

Ella está en la barandilla. No la ve; toda su atención, rabia y frustración están pendientes de mí.

—Solo una última cosa —digo, ahogando el clic del encendedor cuando Iris prende fuego a su miriñaque—. A lo mejor quieres levantar la vista.

Se ríe. No lo hace.

—¿Piensas que voy a morder el anzuelo?

—No. —Niego con la cabeza mientras Iris suelta el tul y la prenda cae con un zumbido de fuego y encaje—. Pero pienso que mi novia viste mejor que tú —añado.

Atisbo el más ínfimo temblor de su ceño desconcertado por mis palabras antes de que el miriñaque en llamas lo envuelva. Capas y más capas de tela caen sobre su cabeza a la vez que el fuego devora el tejido con avidez. Chilla cuando el instinto animal se apodera de él, tal como ella ha dicho en el baño. Deja caer la pistola según intenta arrancarse el miriñaque, pero la tela arde en torno a sus hombros y tiene que tirarse al suelo, rodar por tierra, porque toda su chulería se ha esfumado ahora que lucha por su supervivencia.

La pistola repiquetea contra el suelo y «Cógela, date prisa, mierda, mierda», me araño las rodillas contra la dura tierra y cuando cierro la mano en torno a ella quiero llorar. Quiero soltarla. No quiero estar allí.

No quiero volver a ser ella, pero confirmo que el seguro esté retirado y lo apunto con el arma mientras Ashley canturrea bajo mi piel como una mala costumbre, con su gatillo fácil y, ay, tan dañada y asustadiza...

Rueda por tierra y las llamas se apagan. Tirando con frenesí, consigue arrancar casi todo lo que le queda encima, pero tiene un gran trozo de encaje brillante derretido contra la piel de la mejilla. Se queda allí tendido, derrotado por fin, respirando con pequeños gemidos furiosos y exhibiendo un rictus de dolor cada vez que nota un tirón en la quemadura de la cara.

Lo encañono con unas manos que no tiemblan.

—Por eso no debías pasarte con la chica del vestido acampanado, Duane —le digo mientras Iris baja por la escalera a toda prisa y lo esquiva. No me relajo hasta tenerla al lado.

—¿Estás...? —jadea.

—Sí. ¿Y tú?

Asiente.

—¿Cómo has...?

—Hay una escalera detrás. —Señala—. El pestillo de la ventana está roto.

—Ha sido... —Ni siquiera encuentro la palabra—. Ha sido increíble. No puedo... Me has salvado.

—Te he dicho que les prendería fuego si intentaban llevarte con ellos —me recuerda—. Lo decía en serio.

—Putas zorras —gruñe él, solo por darse el gusto, supongo.

—¡Tú calla! —le ordena Iris. A continuación rompe a llorar.

Eso hace reír a Duane y me entran ganas de dispararle. Debería pegarle un tiro.

Ashley lo haría. Rebecca no se atrevería. Samantha lo pensaría, tal vez. Haley lo haría sin dudarlo. Katie fue la primera que me mostró de lo que yo era capaz.

¿Dónde quedo yo, entonces?

—Iris —digo, porque no sé cómo continuar.

Estoy apuntando a un hombre con un arma. Hoy ha sido un día horrible. No sé si Wes está bien. Iris ha fabricado una bomba y ha derretido la cara de un tío con un miriñaque. Me quiere. Es perfecta. Siempre la amaré. Parece sentirse igual que yo: a punto de sufrir un patatús. No soy capaz de mucho más que de pronunciar su nombre a estas alturas.

Iris contiene un sollozo, se enjuga las mejillas y se estremece cuando casi roza la magulladura que se le extiende por la frente. Duane no se mueve, pero me observa, por si acaso atisba una brecha.

No lo permitiré.

—¿Oyes eso? —Iris levanta la cabeza a toda prisa para mirar al techo—. Un helicóptero.

En ese momento me entran ganas de romper en llanto también. Ayuda. Ya viene.

Aferro la pistola con más fuerza. Castigo. Ya está aquí.

—Dentro de nada estarán en la carretera —le digo a Iris—. ¿Puedes salir y hacerles señas?

—No quiero dejarte aquí —protesta.

—Lo tengo controlado —le aseguro.

Titubea de todos modos.

—Iris, no quiero que pasen de largo —insisto, aunque sé que verán el coche.

—Vale. Vuelvo enseguida.

Él se echa a reír después de que Iris se marche. La sangre se le escurre por las junturas de los dientes y el blanco está teñido de rosa.

—Caray, se te da bien —dice mientras las sirenas ululan a lo lejos.

—No hace falta que lo vea.

Eso lo hace reír con más ganas.

—Debería haberte pegado un tiro cuando tuve la oportunidad —comprende.

—A toro pasado, ya se sabe.

Apoyo el dedo junto al gatillo, pero no encima. Todavía no.

—¿Tienes lo que hace falta?

Y esa es la cuestión: me parece que sí. ¿Verdad? Lo más inteligente sería dispararle. Lo sabe. Hablará.

Por eso he enviado fuera a Iris, ¿no?

Pero mi dedo no se mueve hacia el gatillo. Oigo las sirenas a lo lejos. Están al llegar.

Su sonrisa se ensancha a pesar de las quemaduras.

—Vas a dejar que me encierren —resuella. Su regodeo suena como una carcajada de banshee y me revienta que tenga razón—. Niñata estúpida. Qué suerte tengo.

—No mereces que malgaste una bala.

Es debilidad y es verdad, entrelazadas. Escojo algo que no estoy lista para definir por encima de lo que sé que es la ruta de supervivencia más segura.

Las sirenas suenan más cerca.

—Te has escondido bien —dice—. Pero ya no te podrás seguir escondiendo. Lo sé todo. El aspecto que tienes, dónde vives, lo que te importa. Él también lo sabrá. —Su sonrisa ensancha la quemadura del encaje derretido, que se torna horriblemente grande y hueca—. Te encontrará.

Lo dice como si fuera una revelación y no la verdad que gobierna mi vida, y ahora soy yo la que se ríe.

—Iba a encontrarme de todos modos —replico—. Pero hoy ha sido el día en que he descubierto que estoy preparada para cualquier cosa. Incluso para él. Así que gracias. Me sentía insegura. Pero ahora lo sé: fue algo más que suerte la última vez. Se me da bien. —Esbozo una de esas sonrisas bruscas, casi una mueca, que sé que le ponen los pelos de punta—. Soy genial.

—Estás muerta —dice, pero suena a farol derrotado mientras las sirenas aúllan y un chorro de gravilla golpea la pared del granero cuando los frenos se clavan chirriando.

Niego con la cabeza.

—No. Mi vida empieza ahora.

En ese momento irrumpen en el granero. Jessie y Lee, con una mirada desorbitada que llevaba cinco años sin ver.

Salvada.

El alivio me arrebata el impulso de lucha y tengo que clavar los talones en el suelo para que no me arrastre la resaca. Llegan más agentes y es un caos de ruido y acción, un volumen cambiante en los oídos, la sangre goteando del costado por la abrasión. Le tiendo la pistola a Jessie mientras el sheriff le pone las esposas a Duane y entonces Lee me tapa la vista.

—¿Dónde está Wes? —quiero saber.

—Está bien —me dice—. Ayudó a salir a los demás. Todos están bien.

Los ojos casi se me quedan en blanco de puro alivio. Me desplomo contra ella con las rodillas líquidas por un segundo antes de erguirme otra vez para buscar a Iris con la mirada. No la veo.

Duane todavía se ríe mientras se lo llevan y el sonido flota hasta engancharse en las vigas del granero como herraduras resquebrajadas: suerte de la peor clase.

Los brazos de Lee me rodean con tanta fuerza que chillo, porque duele. Y entonces empieza a exigir a gritos la presencia de los paramédicos y a chasquear los dedos de una mano para meter prisa a la gente mientras con la otra me sostiene; tiembla tan imperceptiblemente que no lo veo, pero lo noto.

—Iris —digo, pero Jessie y Lee me flanquean en parte para sujetarme y en parte para sacarme del granero.

Las luces de la ambulancia destellan a lo lejos y yo me detengo en seco cuando veo la camilla que los técnicos de urgencias médicas empujan hacia mí.

—Ni hablar —me resisto.

—No discutas —replica Lee a la vez que me empuja hacia la camilla y yo me dejo, aunque tenía pensado seguir protestando.

Caigo hacia atrás como si lo necesitase y ¿quién iba a decir que tenía las piernas tan adormecidas? Yo no.

El mundo da vueltas y se desvanece un poco, pero oigo a Lee todo el tiempo, por lo que sé que es seguro. Cierro los ojos. Solo un segundo. Luego me sentaré y prestaré atención.

Sin embargo, no me siento. Pierdo el sentido por completo, porque sé que Lee estará ahí. E Iris. Y Wes. Todos están a salvo.

Sé que cuando el mundo se torne nítido otra vez, tendré que afrontar la verdad de la que he estado huyendo: que nunca estuve a salvo.

Que nunca estaré a salvo.

No hasta que vuelva a inclinar la balanza en mi dirección... esta vez para siempre.