18 de agosto (10 días libre)
2 llaves de una caja de seguridad (guardadas en mi habitación)
Pasan diez días antes de que en ciertos sitios de internet abunden las menciones de Ashley Keane. Nadie dice nada concreto; todavía no. Y las referencias no son tan frecuentes como para que puedan considerarse algo fuera de lo normal en esta época del año. Pero sí suficientes para proporcionarme la confirmación que necesito: sabe dónde estoy.
Wes aparece después de desayunar la mañana que mis alertas empiezan a volverse locas. Últimamente su madre insiste en que se quede en casa con ella y nos está tocando lidiar con un tira y afloja que llevaba mucho tiempo sin producirse.
—¿Lo has visto? —pregunta.
Asiento, pero me acerco un dedo a los labios. Lee sigue en la cocina, comiéndose las gachas de avena que he preparado. Hoy tiene previsto ir a trabajar.
—Vamos a dar un paseo en coche —le propongo.
Me lleva a las afueras del pueblo, a uno de los miradores que hay en la sinuosa cuesta hacia las nubes. Me apeo sin preguntar cuando aparca, antes de bajar la compuerta trasera y subir a la caja.
Él se acomoda a un lado y yo me siento al otro, de espaldas al cubo de la rueda.
—Están cotilleando sobre Ashley otra vez —dice—. Esperaba que tardaran más tiempo.
—Pero no hay descripciones ni ubicación. Se está guardando la información.
—¿Qué vamos a hacer? —me pregunta.
La caja de la camioneta se extiende entre los dos, una brecha cada vez más grande y solo él tiene el cabo para lanzarme. Cuando le dije quién era, se lo conté todo. Y eso incluía hablarle de mi garantía de seguridad, cuya existencia ni siquiera Lee conoce.
Trató de disuadirme una vez de que me adentrase en la madriguera del conejo y, cuando comprendió que no lo conseguiría, empezó a ayudarme. Pero me preocupa que esto —contraatacar de este modo— sea excesivo. Esto implica arriesgar mucho más. Implica ponerlo a él en riesgo, a ella y a todos nosotros.
Quizá debería marcharme y, cuando lo digo en voz alta, él hace lo único que puede hacer.
—¿Qué dices? —pregunta, y su incredulidad me arranca ligeramente del odio a mí misma—. ¿De verdad te quieres pasar la vida huyendo?
—¿Acaso no huimos todos de algo?
—Eso podría sonar profundo en una taza o en la foto de una carretera de montaña, pero venga ya.
Eso es lo bueno de Wes: toleró mis chorradas más tiempo que nadie. Y ahora que sabe identificar dichas chorradas, nunca volverá a tolerarlas.
—Me dijiste que no ibas a huir —añade en tono quedo—. Y a Iris. No va a entender que, a menos que digas «prometido», tus verdades son un tanto precarias.
—Eh —empiezo a objetar, pero la protesta se extingue en mis labios, se esfuma en el aire.
Tiene razón en que no dije «prometido». Por si acaso. Y me pilló. Iris no sabía que tenía que prestar atención a eso, todavía. Seguramente Wes la pondrá al corriente en la próxima reunión del club «Nora me mintió».
—No voy a huir —le digo de nuevo—. Prometido.
Asoma una ternura a sus ojos que no oculta pero que no quiere que perciba, así que la paso por alto y prosigo.
—Siempre y cuando Lee no lo descubra, tengo un plan arriesgado y seguramente condenado al fracaso, pero no se me ha ocurrido otro que me ofrezca una remota posibilidad de no acabar muerta.
—Cuenta.
Lo hago. Le cuento todo lo que he estado pensando y, cuando termino, guarda silencio. No sé si es estupor o meditación.
—Sabíamos que llegaría este momento —le digo cuando su silencio es excesivo y su cara es excesiva y todo es excesivo de la hostia.
—El FBI... —empieza, y se detiene cuando niego con la cabeza.
Suspira y se pasa una mano por el pelo, rezumando frustración. Lo hemos discutido mil veces.
—No sé qué otra cosa puedo hacer.
Espero más silencio por su parte; en cambio, recibo asentimiento.
—Yo tampoco.
—No quiero hacerlo.
Necesito que él lo sepa tanto como necesito reconocerlo de viva voz. No soy una tía dura ahora mismo; estoy asustada. Voy a afrontar lo que llevo ocultando desde que tenía doce años. Las consecuencias se acercan a demasiada velocidad... y me parece que no hay otra opción más que abalanzarme a su encuentro.
—Ya lo sé. —Levanta la cara hacia el cielo y la luz del sol lo inunda de oro—. ¿Se lo vas a decir a Iris?
—Si no se lo digo yo, se lo dirás tú.
Las arruguitas rodean sus ojos.
—Chicas... —dice.
—¿Son la cruz que te toca cargar? —sugiero con una mezcla de miel y acidez que le arranca un conato de sonrisa.
—La familia que siempre quise tener —contesta, porque no hay acidez en él; solo dulzura y quizá una pizca de sarcasmo cuando la situación lo requiere, que no es ahora.
Sé que me echaré a llorar o algo si ahora le confieso cómo me siento, así que le propino un puntapié con la bota y digo: «Bobo», para ofrecernos a los dos una salida digna, y él la aprovecha encantado con otro puntapié, porque a ambos se nos da bien esquivar las minas terrestres emocionales.
—No le hará ninguna gracia. A Iris. Querrá acompañarte.
Durante un segundo no puedo hacer nada más que mirar el parche que Iris le cosió en los vaqueros, ese pequeño rasguño amarillo en contraste con la tela azul.
—Tengo que ir sola.
—Ya lo sé. Pero quiere protegerte —dice Wes—. Tardará un tiempo en darse cuenta de que la protección es cosa tuya.
—¿Te parece mal? —le pregunto sin poder evitarlo.
—No —responde—. Antes pensaba que esa era mi misión. Ahora creo que es tu faceta más honesta.
—Yo no necesitaba tu protección —digo con suavidad.
—Ya lo sé.
—No, Wes. —No alargo la mano. No entrelazo los dedos con los suyos. Pero mi voz, la profundidad de la misma, lo hace revolverse en el sitio—. No la necesitaba. Porque fuiste el primer chico del que no necesitaba ser protegida.
Supongo que nunca lo había formulado de ese modo, porque sus ojos adquieren un brillo sospechoso y lo quiero por ello. Lo he querido de más maneras que a ninguna persona en mi vida. Lo quise alegremente como amigo, porque todo era nuevo, y me enamoré de él antes de saber siquiera lo que era eso, y ahora que hemos sobrevivido juntos más allá, nos queremos como frankenfriends. Como familia.
—¿Cuándo piensas marcharte? —pregunta, y yo me apunto al cambio de tema, porque intento practicar la elegancia que poseen Iris y él.
—La próxima vez que Lee tenga que trabajar fuera del pueblo. No lo sabré con demasiada antelación. Te necesitaré como coartada.
—Tendrás que ser rápida para que no te pille.
—Será visto y no visto.
El teléfono le vibra en el bolsillo y lo consulta.
—¿Tu madre otra vez? —pregunto, intentando no sentirme molesta.
Niega con la cabeza.
—Amanda.
Responde a la sonrisilla tonta de mi cara con una tímida en la suya.
—Me envió un mensaje unos días después de lo del banco, cuando Terry se dedicó a contarles a todos nuestros conocidos que habíamos sobrevivido a una muerte casi segura.
—Me sorprende que tardara tanto. Terry en parlotear, no Amanda en enviarte un mensaje. ¿Habéis estado hablando? ¿Estaba preocupada por ti? ¿Qué te ha dicho? ¿Puedo verlo?
Se pega el teléfono al pecho.
—¡No!
Hago una mueca.
—Seguro que a Iris se lo dejas ver —musito.
—Sus consejos para ligar son mejores que los tuyos.
—¡Pues yo te conquisté!
Se ríe y no puedo resistirme a propinarle otro puntapié.
El sol brilla alto en el cielo. Nos reímos y yo aspiro el momento como si nos lo fueran a arrebatar muy pronto, consciente de que mañana seré yo la que nos lo arrebate.