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9.47 h (35 minutos retenida)

1 mechero, 3 botellines de vodka, 1 tijeras, ningún plan

 

 

Esta vez es Gorra Gris el que entra en el despacho.

Tiene los nudillos ensangrentados. Es lo primero en lo que me fijo y me entran ganas de arrimarme a Casey para esconderla de él.

¿A quién habrá pegado? ¿Al guardia? ¿A la cajera? ¿O a la mujer que no ha parado de llorar, alelada, todo el tiempo?

¿Qué hago, qué hago...? Le doy vueltas y más vueltas y solo sé que ocultarles la verdadera identidad de Casey es lo más seguro para ella, así que me concentro en eso. Esconder a la niña.

Tengo las tijeras. Las usaré de ser necesario.

Un escalofrío me recorre la nuca ante la idea. Llevo mucho tiempo escapando de lo que esas chicas me enseñaron. El primer año que pasé con Lee, después de que me alejara de nuestra madre, recitaba sus nombres para conciliar el sueño. «Rebecca. Samantha. Haley. Katie. Ashley.»

Hace mucho tiempo que paré. Me encantaría hacerlo ahora, pero me obligo a concentrarme. El hombre ha dicho algo.

—Al rincón.

Obedecemos y Wes se planta delante de nosotras. Gorra Gris casi sonríe ante esa muestra de instinto protector.

—Adelante —ordena, y durante un instante no entiendo nada, pero entonces entra Gorra Roja.

Lo veo inspeccionar la habitación, revisar el escritorio e intentar abrir a tirones los falsos armaritos que hay en la pared trasera, que están sellados.

—Maldita sea —dice—. Nada.

Entonces caigo en la cuenta de que no pretenden deshacerse de posibles armas. Están buscando algo.

Dale al objetivo algo que quiera. Es el primer paso de una estafa. Sirve para ganarse su confianza. Averigua lo que busca y proporciónaselo.

Gorra Roja abandona el despacho de malos modos y Gorra Gris se dispone a seguirlo, así que me inclino hacia delante para echar una ojeada al pasillo, sin resultado. No veo nada.

—Tiene que haber una caja de herramientas en alguna parte —murmura Gorra Roja cuando cierra la puerta al salir, y entonces ya solo oímos el roce de lo que sea que bloquea la entrada.

Corro hacia la puerta y aplico la oreja. No se oyen voces, sino sirenas.

El sheriff ha llegado. Los acontecimientos se precipitan. Necesito tiempo y no lo tengo. Tendré que hacer algunas suposiciones.

 

 

Primera suposición: los atracadores no están aquí por dinero, sino por algo a lo que solo el director tiene acceso: las cajas de seguridad. Para abrirlas necesitas llaves. Y puede que también para acceder a la cámara acorazada en la que se encuentran.

 

 

Segunda suposición: intentan entrar en el despacho del director para encontrar las llaves.

 

 

Las sirenas se han apagado, pero oigo a lo lejos el timbrazo de los teléfonos, que suenan en los mostradores. Intentan establecer contacto otra vez. No queda tiempo. Hora de pasar a la acción, Nora. Discurre un maldito plan.

—Casey. —Me vuelvo hacia la esquina donde está sentada, despatarrada y llorosa—. Quiero que me cuentes todo lo que sepas sobre tu padre.

—Mi padre... ¿Qué quieres decir?

—Has dicho que tu madre te ha dejado aquí. ¿Están divorciados?

—Sí, desde hace tres años.

—¿Te cae bien tu padre?

Frunce el ceño como si la pregunta fuera absurda y eso me da un montón de información.

—Claro. Lo quiero mucho.

—¿Tiene problemas de dinero? ¿Quién propuso divorciarse? ¿Él o tu madre?

—¿Qué importa eso?

Iris me reconviene con la mirada y luego sonríe a Casey para tranquilizarla.

—Cielo, esos dos hombres buscan a tu padre. Y no han intentado abrir los cajones del dinero ni la caja fuerte. Eso es..., bueno, es raro. Así que si sabes algo o has oído alguna cosa, no vamos a meter en líos a tu padre. Solo intentamos averiguar qué quieren los atracadores. Cuanto antes consigan lo que han venido a buscar, antes podremos volver a casa.

—¿Vamos a volver a casa? —pregunta, e intenta que no se le salten las lágrimas, pero lo hacen, y cuando se las enjuga a toda prisa, tengo el detalle de fingir que no reparo en el gesto. Se está esforzando mucho en ser valiente.

A las niñas como ella no les enseñan qué hacer en caso de un atraco.

A las niñas como ella les enseñan qué hacer en un tiroteo escolar.

«Huye. Escóndete. Lucha.»

Todos hemos participado en simulacros. Todos hemos pensado en ello. Tenemos que hacerlo.

¿Qué harías tú, si se diera el caso? No es de cobardes correr. No es una vergüenza esconderse. Si luchas solo es por miedo.

Pero aquí y ahora no hay lugar al que huir. No hay sitio donde esconderse. Así pues, ¿acaso tengo elección?

«Sé una víbora, nena. Nunca dudes en morder.» Así me criaron. Pero no sabes si serás capaz hasta que te encuentras en la situación.

—Sí, vamos a volver a casa —promete Iris, y parece que lo diga en serio, aunque solo expresa una esperanza—. Pero tenemos que trabajar juntas. ¿Se te ocurre algo?

—Mi padre acudía a Jugadores Anónimos, pero lo dejó. Fue entonces cuando mi madre pidió el divorcio.

—¿Ha ido alguien a su casa mientras tú estabas allí? —le pregunto—. ¿Hombres pidiendo dinero? ¿Tu padre se ha hecho daño últimamente? ¿Magulladuras? ¿Huesos rotos?

¿Será esto un asunto de usureros que se ha torcido? ¿Por eso no se cubren la cara?

—No, me parece que no.

—¿Y ha pasado fuera alguna noche?

—Solo lo veo tres días a la semana —responde Casey—. Pero... antes pasábamos juntos de martes a jueves y ahora voy de sábado a lunes. Sé que él pidió el cambio, porque a mi madre no le hizo gracia perder el fin de semana. Le dijo a mi tía que seguramente hubiera encontrado una nueva partida de póquer.

Frunzo el ceño cuando algo revolotea por mi mente y, al mirar a Wes, veo que él también arruga el ceño.

—¿Tu padre no organiza su partida de póquer los jueves? —le pregunto.

Él asiente.

—Cuando mi madre se queda en Chico para la reunión del consejo de administración de la ópera. Dice que solo es para amigos, pero ya lo conoces.

—Sí, claro que lo conozco. —Se me escapa sin querer, grima y asco en estado puro porque no puedo evitarlo.

El alcalde Prentiss me odia a muerte y el sentimiento es mutuo a más no poder. Al principio me detestó porque Wes no debería salir con una chica que llevaba el pelo corto y tenía más camisas de cuadros que su hijo. Eso no se hace. ¡Qué horror! Cuando rompimos, pensó que había ganado la batalla que yo le había declarado, lo sé, pero siempre se le ha dado mal predecir la generosidad de Wes; se quedó con un palmo de narices cuando seguimos siendo amigos.

—¿Cuánto dinero dirías que circula en esas partidas?

—No tengo ni idea. Hace años que no ando por casa cuando las celebra.

—Perdona —musito, porque esa es una herida en la que no me gusta hurgar, pero aquí estoy, metiendo el dedo—. Pero habrás visto a los tipos que van a las partidas, ¿no?

Asiente.

—¿Alguien del estilo de Gorra Roja o Gorra Gris ha ido a tu casa alguna vez?

—Para nada.

—¿Qué me dices de un director de banco?

—Podría ser, si tuviera contactos y pagara la entrada —responde Wes—. ¿Qué estás pensando?

—No lo sé —le digo—. Los atracadores conocen de algo al padre de Casey. Si es jugador, es posible que haya hablado más de la cuenta en alguna parte.

—Existen los casinos —me recuerda Wes.

—No querría que lo vieran —señalo—. Destruyó su matrimonio. —Le pido perdón a Casey con la mirada, pero ella sigue observándome sin más—. Todavía goza del respeto de la comunidad. Intenta llevar su problema con discreción. Una partida privada con el alcalde... Eso tiene prestigio y le da un pretexto social que las tragaperras públicas no tienen.

—Entonces ¿piensas que le debe dinero a alguien que juega con mi padre y han enviado matones para robarle? —pregunta Wes.

—No —digo—. Es que... Han preguntado a Lee por el director y ahora quieren una caja de herramientas.

—Eso significa que no tenían previsto usarlas —deduce Iris—. Pensaban que el director estaría aquí para darles acceso.

—Necesitan algo que está en su despacho —continúo—. ¿Las llaves del sótano, tal vez? El despacho está cerrado porque el director ha tenido que ir a buscar a la otra cajera. Olivia, la que está aquí, no debe de tener la llave. Así que tendrán que forzar la puerta...

—No entiendo de qué nos sirve todo eso —interviene Casey.

—Si sabemos lo que quieren, se lo podemos dar —explica Wes—. Genera confianza. Y nos puede ayudar a ganar tiempo.

Está repitiendo lo que yo le he dicho, pero habla en un tono de voz tan muerto como sus ojos y ya no me cabe duda de que nunca me va a perdonar. Ruego vivir el tiempo suficiente para cambiar eso, pero cuando miro al techo, discurriendo cómo resolver el problema que tenemos entre manos, empiezo a plantearme muy en serio que sea posible siquiera.

La rejilla de ventilación atrapa mis ojos. En este antiguo edificio de ladrillo, el conducto es de los grandes.

Tan amplio como para colarme por el hueco.

El despacho del director está a tres puertas de este, al otro lado del pasillo. Antes he visto la placa. Tendré que ser silenciosa. Y rápida.

Se deja oír un trompazo a través de la puerta y los timbrazos constantes del teléfono cesan de repente. Entonces oigo a Gorra Roja dedicarle un insulto a mi hermana que no voy a repetir.

Cierro los puños e intento evitar un rictus de dolor cuando las uñas se me clavan en la piel con demasiada fuerza. Procuro dejármelas un poco largas, porque a veces la única arma que tienes eres tú misma.

Vuelvo a mirar el conducto de ventilación.

Es mala idea.

Es el nefasto comienzo de un plan espantoso.

Pero es el único que tengo.

Iris se sienta junto a Casey en el suelo y empieza a hablarle del colegio para distraerla de los golpes procedentes del exterior. No lo consigue, pero al menos lo intenta.

Yo cruzo la habitación para situarme debajo de la rejilla y levanto la vista hacia la entrada de aire.

—¿Qué haces? —pregunta Wes con tono quedo cuando me sigue.

Señalo la rejilla.

—¿Crees que podrías auparme?

—No podemos salir por ahí.

—No quiero salir. Quiero entrar.

Agranda los ojos.

—¿En el despacho del director?

—Quieren acceso, ¿no? Gorra Roja buscaba herramientas, porque si la emprenden a tiros con la puerta, la policía entrará. Así que si abro el despacho desde dentro...

—Es peligroso. —Retrocede y se cruza de brazos, que es el gesto universal de la terquedad, y luego hace ese mohín tan suyo, el gesto particular de Wes cuando se empecina—. Ni hablar.

—Wes, piénsalo un momento —digo en voz baja—. ¿A quién te recuerda?

No hace falta que le aclare que me refiero a Gorra Gris, no a Gorra Roja, que es patoso e impulsivo, y los dos nos hemos dado cuenta.

Gorra Gris no es patoso.

Gorra Gris es cruel. Wes y yo conocemos la crueldad. Me revienta lo bien que la conocemos. Ojalá solamente la conociera uno de los dos. Ojalá solo fuera yo, pero no.

Tengo una cicatriz en forma de arco en la zona de los riñones, una especie de herradura torcida, y no se parece al nudo de tejido dañado que Wes lleva en el hombro. Pero la primera vez que la vio, antes de la adolescencia siquiera, me posó la mano encima y me preguntó: «¿Quién te pateó?». Supe qué significaba, el tono urgente de su voz, el hecho de que hubiera identificado tan fácilmente la marca que deja el tacón de una bota en la piel. Y la única respuesta que pude darle entre el hormigueo de mutuo entendimiento fue posar la mano sobre la cicatriz de su hombro, ese extraño doblez cuadrado como la hebilla de un cinturón que llevaba estampado, y preguntar: «¿Quién te pegó?».

Compartimos eso. Cicatrices, conocimiento y una seguridad perdida que nunca tuvimos de buen comienzo, porque ambos nacimos para ser manzanas podridas.

La diferencia es que él rechazó el fruto que daba aquel árbol, mientras que yo estoy corrompida hasta la médula, por muy bien que se me dé ocultarlo.

—Solo quieren lo que han venido a buscar —dice Wes, como si pretendiese que fuera verdad—. Si lo consiguen...

—No se han cubierto la cara —señalo, y esta vez, a diferencia de cuando hablé con Iris, no intento ahuyentar el pensamiento.

Se le corta el aliento, porque lo sabe. Sabe lo que voy a decir a continuación.

Lo digo de todos modos. Necesito que sea real. El motivo que los ha traído aquí se ha torcido. Ya han disparado a una persona. Tenemos que mover ficha.

—Van a matar a unos cuantos —digo con el tono más bajo que puedo; él no pestañea y yo no balbuceo—. Es la única táctica de negociación sólida que tienen. Y ya has visto cómo se las gastan en la zona de espera.

—Ha estado a punto de dispararle a la cajera.

—El de rojo es idiota. Pero el otro...

—... disfruta.

El alivio se abre de golpe en mi interior como una trampilla. Wes lo entiende. Puede que por su vida no hayan pasado tantos hombres malos como por la mía, pero ha tenido que vivir con el suyo durante diecisiete años y la resistencia pura y dura que hace falta para sobrevivir a eso también te proporciona aptitudes.

Hoy no habrá ningún héroe. Solamente supervivientes. Y si tenemos que sobrevivir, necesito que Iris y él estén conmigo.

—Nos tienen que considerar útiles —continúo—. Así, evitaremos ser los primeros en recibir un disparo. Si te consideran útil, te escuchan.

—Si te consideran útil, se fijan en ti.

—Exacto.

—Mierda, Nora.

Está retrocediendo como si yo fuera un moho tóxico cuyas esporas se alargasen hacia él como tentáculos. Es como el día que lo averiguó todo; deben de asomar a mi cara y reflejarse en la luz de mis ojos las chicas que tanto me esfuerzo por ocultar. Pero ahora las necesito, a todas, con sus corruptos conocimientos, sus cicatrices en forma de tacón y sus corazones de Frankenstein.

Así es como vamos a superarlo.

—Confía en mí.

—Me pides que confíe en una versión de ti que no conozco —dice, y, maldita sea, me revienta cómo a veces te suelta la verdad pura y dura.

Pero yo también sé hacerlo.

—Sí la conoces, pero no te cae bien. Puedes confiar en mí o no hacerlo, pero tú sabes quién soy, Wes. Eres la única persona que lo sabe. Porque te puse hasta el último de mis secretos sobre el tapete para que los examinaras con lupa.

—Porque te pillé.

—¡No vamos a discutir eso otra vez! —gruño—. ¿Me vas a aupar o no?

—Sí —gruñe a su vez—. ¡Pues claro que sí!

—Y entonces ¿por qué te portas como un idiota?

—¡Porque estoy muy cabreado contigo por haberme mentido a la cara! ¡Una y otra vez!

—Bueno, pues... ¡mala suerte!

Y en ese instante que tardo en respirar y buscar una buena réplica, me desinflo sin más y él también.

—Mierda, Nora —repite, y sus ojos me suplican que lo entienda—. Nos van a matar.

—Puede que no, si logramos ir un paso por delante.

—No es posible ir un paso por delante de alguien que tiene una pistola, Nora.

No digo nada.

Porque ya lo hice una vez.

La situación era distinta entonces.

Yo era distinta.

Pero lo hice.

Y ahora tengo que repetirlo.