Capítulo 2

 

NADIE se interpondría entre su hija y ella.

Thea nunca había preguntado por su padre. Parecía que le daba igual, y Lizzie había llegado a creer que era lo mejor, al resultarle imposible ponerse en contacto con él.

La propia experiencia de Lizzie con su padre no había sido muy estimulante. No había superado su rechazo. Su madre había heredado mucho dinero, pero cuando murió y el dinero se hubo gastado, el padre de Lizzie perdió todo interés por su esposa.

Lizzie era muy joven para comprenderlo, pero recordaba la tristeza de su madre y su deseo de que su hija tuviera una vida mejor.

–Buenas noches, Damon. Y gracias.

–No tan deprisa –dijo él agarrándola del brazo–. Todavía no hemos concertado la cita.

–¿De verdad quieres que nos volvamos a ver?

–¿Tienes que consultar tu agenda?

–Tengo otras cosas que hacer.

–Pero estoy seguro de que no son importantes.

Sus ojos oscuros se fijaron en ella. Lizzie se dijo que tenía que pensar algo deprisa, algo que no fuera espetarle que tenían una hija.

–¿Por qué no vienes algún día al restaurante? –«así tendré tiempo de pensar cómo contárselo a Thea»–. Estoy allí todas las noches. Podemos planear algo.

–¿En serio? –murmuró él al tiempo que la soltaba.

Lo vio alejarse en el Bentley hasta perderse de vista. La lógica que había empleado a los dieciocho para mantener su embarazo en secreto le parecía ahora egoísta. Era cierto que le había supuesto un grave trastorno y que había tenido que luchar para sobrevivir en una época en que su carácter no estaba del todo formado, pero tal vez pudiera haber hecho las cosas de modo distinto, o mejor.

Pero, cuando Thea nació, Lizzie quiso protegerla del dolor que había experimentado ante el rechazo de su padre. ¿Por qué iba a querer Damon tener un hijo?

Y, con el paso de los años y los remordimientos de conciencia, había intentado ponerse en contacto con él, pero su gente se lo había impedido. Y Thea había demostrado estar dotada para la música, un talento que Lizzie pensaba que había heredado de su madre. La madre de Lizzie solía decir que le corría música por las venas, en vez de sangre. Y una vez que los estudios musicales de Thea hubieron despegado, Lizzie se dedicó por completo a ellos. Su hija acababa de obtener una beca en una prestigiosa escuela de Londres, en la que se hallaba interna.

¿No se merecía Damon saber todo eso?

–¿Ya estás de vuelta? –exclamó Stavros, claramente decepcionado–. No pareces contenta. ¿Qué te pasa?

–Me lo he pasado muy bien. Y he vuelto para ayudarte a recoger.

–No debieras haberlo hecho. Te mereces algo de felicidad –se quejó Stavros, con un ademán teatral.

¿Se la merecía? Se sentía culpable por no haberse puesto en contacto con Damon. Que él no supiera que tenía una hija le había permitido vivir con Thea sin la interferencia de un hombre rico y poderoso. Mentiría si dijera que no se sentía amenazada en aquellos momentos.

Tendría que hablarle de Thea, pero sería ella la que eligiera el momento.

Lo que implicaba volver a verlo.

La invadió una oleada de ansiedad. Pero antes tenía otra cosa que hacer: preparar a su hija para que aceptara que su padre iba a entrar en su vida.

 

 

¡Lizzie Montgomery! Le parecía increíble haber vuelto a encontrarla.

¿Había sido una coincidencia?

Mientras abría la puerta de su ático, situado en uno de los edificios más conocidos de Londres, se dijo que, al acudir a uno de los restaurantes griegos más famosos de la ciudad y tal y como funcionaban las cosas en la comunidad griega, por fuerza alguien conocería a Lizzie.

Fuese o no una coincidencia, volver a estar cerca de la mujer que no había conseguido quitarse de la cabeza durante diez años había sido una experiencia extraordinaria. Ver de nuevo a Lizzie le había recordado una noche que no había sido solo de sexo, aunque el sexo había sido memorable.

Se sirvió un whisky, se acercó a la ventana y miró la ciudad. Las bellas y superficiales mujeres con las que solía acudir a actos públicos lo aburrían. En lo que se refería al sexo, no eran capaces de estar a su altura, ya que era un hombre duro, resuelto y solitario, cuya vida giraba en torno al trabajo.

Acababa de llegar a Londres y lo primero que había hecho era entrar en contacto con griegos.

¿Tal vez para encontrar a Lizzie? ¿Y qué si hubiera sido así?

Recordaba que ella le había hablado aquella noche de su amor por el país de su madre, su cultura y su cocina. Mientras estaban abrazados en la cama, saciados, le había dicho que le encantaría ir un día.

Era inevitable que volviera a verla. No se ventilaban once años con un perrito caliente, sobre todo cuando su intuición le indicaba que Lizzie no le había contado todo. Quería saber por qué estaba lavando platos cuando había tenido tan grandes sueños. ¿Qué era lo que le ocultaba?

Él había triunfado trabajando como su padre lo había hecho: con hombres y mujeres que eran amigos suyos. Por descontado que él había tenido todas las ventajas. Su padre era un buen hombre, mientras que el de Lizzie era un estafador. Sin embargo, eso no explicaba por qué Lizzie trabajaba en un restaurante lavando platos.

Dio un largo trago de whisky e intentó imaginarse cómo habría sido su vida después del juicio. A ella no debía de haberle resultado fácil, a pesar de que lo hubiera fingido, verlo en el restaurante de Stavros. La invitaría a cenar. Se lo debía y, además, quería saber más de ella.

 

 

–¿Desea tomar algo? –preguntó a Damon el camarero tras la barra del restaurante de Stavros cuando volvió la noche siguiente.

–No voy a quedarme. ¿Podría decirle a la señorita Montgomery que la estoy esperando en la barra?

–Desde luego.

Mientras el camarero se alejaba, volvió a pensar en aquella primera noche. No recordaba haber hablado con nadie como lo había hecho con ella. Nunca había esperado hallar la felicidad de la que habían disfrutado sus padres durante cuarenta años, pero esa noche pensó que podría distraerse con Lizzie de forma temporal, hasta que en el juicio descubrió quién era.

Cansado de esperar, se levantó y entró en la cocina.

–No –dijo ella en cuanto lo vio–. No puedes entrar así. Tienes que avisarme antes.

–¿A bombo y platillo?

–No puedes entrar en mi lugar de trabajo –dijo ella enfadada– y pedirme que me vaya contigo inmediatamente. Gracias por la invitación, pero no.

–Hace una noche estupenda para dar un paseo en moto.

–Pues que lo disfrutes.

–No lo dices en serio.

–Si Lizzie quiere marcharse puede hacerlo –anunció Stavros saliendo de la despensa como el genio de la botella–. Nadie trabaja más que ella. Siempre le digo que debiera salir más, comprarse ropa e ir a la peluquería, ya puestos.

–Está bien como está –afirmó Damon sin dejar de mirarla a los ojos.

–Por supuesto –reconoció Stavros–. Pero es que siempre pone a los demás por delante de ella.

–Como tú, amigo mío –dijo Damon–. ¿Nos vamos? –preguntó a Lizzie que seguía mirándolo con enfado.

Nunca le había perecido tan hermosa. El delantal y el calzado no conseguían arrebatarle su feminidad.

–¿Sabes que estás estorbando el paso? En esta cocina estamos muy ocupados

–Pues vente conmigo y dejaré de hacerlo –respondió el sonriendo.

–No hay quien pueda contigo.

–Te espero fuera.

–Ni lo sueñes.

Él salió pensando que si ella supiera cuánto deseaba alejarla de aquel fregadero y sumergirla, desnuda, en un baño caliente, donde la lavaría y le haría el amor hasta que ella no pudiera sostenerse sobre las piernas, no iría a buscar el abrigo.

¿Cómo era posible que hubiera estado alejado de ella once años? Era cierto que había estado trabajando incansablemente para reparar el daño sufrido por la empresa paterna, para que sus progenitores pudieran gozar de una cómoda jubilación, y que había viajado hasta los confines del mundo para olvidarse de todo lo conocido. Y, en el desierto, se había encontrado a sí mismo y había hallado una meta en la vida: ayudar a los que no habían sido tan afortunados como él. ¿Por qué se había marchado? ¿Había sido para castigarse por la forma en que había tratado a Lizzie, por haberle dado la espalda después del juicio?

–No me hagas esperar –le había advertido, ansioso por atar los cabos que había dejado sueltos once años antes.

 

 

Damon la esperaba fuera montado en una moto, un enorme cacharro negro con el motor encendido. A horcajadas sobre ella, era el hombre más sexy del mundo.

Le dio a Lizzie un casco y la ayudó a ponérselo. Ella intentó no reaccionar cuando sus dedos la rozaron.

–Solo un paseo corto –le previno ella–. ¿Hay una forma ortodoxa de subirse a este trasto?

Damon rio mientras se ponía el casco.

–Tienes que montarte detrás de mí y abrazarme por la cintura. Relájate y sujétate con fuerza.

Damon sorteó el tráfico con habilidad y pronto ganaron velocidad. La llevó a una feria. Era un terreno neutral, pensó ella, donde la única posibilidad era divertirse.

Desmontó, se quitó el casco y miró la mano que le tendía él.

–Tal vez esto no haya sido buena idea –dijo retrocediendo.

–Es una idea excelente.

Lizzie recordó en ese momento que el encanto de Damon formaba parte de su naturaleza de igual manera que su férrea determinación, que había desempeñado un papel en la cadena perpetua a la que se había condenado a su padre, un castigo que aceleró su muerte.

–¿Lizzie?

La voz de Damon la hizo alejarse de un pasado incómodo pare devolverla al presente.

¿Y el futuro? Prefería no pensar en él. Lo haría cuando los ojos de Damon no escrutaran los suyos. Ella elegiría el momento y el lugar.

Damon compró entradas para la noria. Cuando ella se subió a la pequeña cabina y la puerta se cerró, no contribuyó a tranquilizarla que su cuerpo respondiera inmediatamente a la fuerza y el calor del de Damon y le recordara con todo detalle cómo se había sentido estando desnuda en sus brazos.

–Te has puesto pálida. No te dan miedo las alturas, ¿verdad?

–No estoy cómoda –reconoció ella pensando en cómo reaccionaría él cuando supiera que tenían una hija.

–Pareces agotada.

–El trabajo en la cocina es cansado, y tengo otro empleo –eso podía averiguarlo él fácilmente. Necesitaba el dinero para pagar el alquiler y los gastos añadidos de la escuela de Thea.

–¿Nunca te tomas un tiempo de descanso?

–Casi nunca –y cuando lo hacía lo pasaba con Thea.

–¿Vives sola?

La noria había sido un error. No podía esquivar las preguntas de Damon. Contestarle implicaba decirle que vivía sola la mayor parte del tiempo, incluso durante las vacaciones, y que Thea se marchaba con frecuencia a tocar con la orquesta. Ella intentaba ir con su hija siempre que podía,

Su próximo viaje sería a Grecia.

–Sí, vivo sola. Y me gusta mi trabajo.

–Pero es repetitivo y carece de incentivos personales.

–¿Aparte de ganarme la vida y mantener intacta mi dignidad?

–No pretendía ofenderte. Simplemente, me pica la curiosidad.

Lizzie se irritó. ¿Cómo se atrevía a volver a su vida y a comenzar a juzgarla?

Pero ¿no sería Thea más feliz con un padre que pudiera darle todo lo que ella no podía?

No, no lo sería.

–Vamos a dejar clara una cosa: no quiero que me compadezcas.

–No lo haré –le aseguró él.