EL SENTIMIENTO de culpa le había arrebatado la alegría a Lizzie. Odiaba la mentira por encima de todo porque le recordaba la traición de su padre. Pero seguía pensando que tenía que decírselo primero a Thea y después a Damon. Y no podía soltárselo por teléfono. Tenía que preparar a su hija y contárselo con la mayor delicadeza posible. Era difícil encontrar tiempo para hacerlo, ya que Thea siempre estaba ensayando.
Lizzie examinó el pequeño apartamento. Era un lujo disponer de todo aquel espacio, después de su pequeña habitación de Londres. La paredes eran blancas y el suelo de madera. Había una pequeña cocina en un extremo, con la nevera llena de alimentos básicos, y un balcón donde se podía desayunar mirando el mar. La cama era grande y parecía cómoda.
Se preguntó si, finalmente, se iba a arreglar para bajar a ver a Damon. Y se dijo que sí, que enseguida.
Halló un horario de los autobuses locales entre unas revistas. Lo necesitaría para el día siguiente, cuando fuera al concierto de Thea.
Miró el reloj y se dio cuenta de que no podía retrasarse más. Así que fue al cuarto de baño a ducharse. Alzó la cabeza hacia el grifo y pensó en Damon: Damon abrazándola, besándola, haciéndole el amor…
¡Debía olvidarlo!
Pero ¿cómo iba a hacerlo cuando él estaba en el piso de abajo?
Además, si no le contaba pronto lo de Thea, terminaría enterándose.
Decidió ponerse uno de los vestidos que su hija le había regalado. Sonrió al ponérselo y se sintió mejor inmediatamente. Era muy cierto lo que le había dicho Thea: el amor era lo único importante. A veces, a ella le gustaría ver la vida con la claridad de un niño. Pero una cosa era segura: tenía que enmendar aquel error.
Haberlo estado aplazando durante años se debía en buena medida al dolor que había experimentado cuando su padre la había rechazado. Si a eso se añadía el miedo a perder a su hija, Lizzie tenía que reconocer que estaba asustada.
¿Dónde estaba Lizzie? Damon volvió a mirar las escaleras con impaciencia. Su trabajo había terminado. El segundo turno de la gente de su equipo acababa de llegar para hacerse cargo del trabajo de la cocina. Estaba decidido a que Iannis y sus empleados pasaran una velada maravillosa para agradecerles todo el trabajo que los esperaba. Ya no había motivo alguno para que se quedara.
Ninguno salvo Lizzie.
–¿Ya te marchas?
Él alzó la vista. La pregunta de Lizzie lo había pillado por sorpresa. Ella se hallaba el final de las escaleras.
–Y si fuera así…
–Si quieres irte, hazlo. No voy a pedirte que cumplas tu promesa.
Mientras bajaba lentamente las escaleras, su perfume a flores silvestres se apoderó de los sentidos de Damon. Tenía el pelo ligeramente húmedo y no se había maquillado. Llevaba un bonito vestido de tirantes, que le resaltaba los senos, y unas sandalias.
Fue como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Lizzie eclipsaba a todas las mujeres con las que había salido. Su cuerpo reaccionó en consecuencia, y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para controlarlo.
–¿Nos vamos a quedar aquí en medio? –preguntó ella mientras la gente los empujaba para pasar.
–Las damas, primero.
La observó mientras iba delante de él, pequeña y orgullosa, pálida y sexy, con sus bellos rizos pelirrojos saltando libremente sobre sus hombros como una capa de fuego. Lo abrumó el deseo de agarrarlo para poder besarle el cuello y comprobar si el pequeño tatuaje del cachorro de tigre seguía allí.
Ella se volvió hacia él y lo rodeó con sus brazos.
–¿Qué? –murmuró él mirándola.
–¿Vamos a bailar o qué? –cuando él la agarró de la mano, ella añadió–. Me alegro de que no te hayas ido.
Lo miró a los ojos como si quisiera decirle algo, pero no hallara las palabras. Había algo que la impulsaba a estar con él. Y si no era sexo, ¿qué podía ser?
–Creo que lo mejor será que bailemos –comentó él. El deseo de sentirla apretada contra sí era irresistible.
–Si te atreves –dijo ella riendo.
–Nunca me he achantado ante un par de sandalias.
Ella lo miró y estuvo a punto de sonreír abierta y sinceramente, como once años antes, pero apartó la vista cuando comenzaron a moverse. No necesitaba mantener el contacto visual para saber que, entre ellos, se producían chispas.
De pronto, un grupo de invitados que venía de la playa entró en el restaurante y se pusieron a bailar la conga. Lizzie se soltó de Damon y se apoyó en la pared para dejar pasar la fila de bailarines. Parecía no tener fin. Ella se encogió de hombros y él le sonrió. Cuando el último hubo pasado, él entrelazó los dedos con los de ella.
Ninguna otra mujer hacía que se sintiera de aquel modo, pensó mientras la atraía lentamente hacia sí. Mientras bailaban, se dio cuenta de que la había echado muchísimo de menos.
A Lizzie le bastó agarrar la mano de Damon y sentir la otra en la espalda para que se produjera en su interior una explosión nuclear. ¿Cómo se había olvidado de lo bien que se sentía a su lado? Si la vida no fuera tan complicada…
Pero lo era. Damon era multimillonario; ella no era nadie. Podía disfrutar de aquel paréntesis o volver a buscarse problemas.
Cuando Damon la atrajo hacia sí, comenzó a temblar. Se odiaba por ser tan débil, pero no lo podía evitar. Seguro que él se había dado cuenta de su reacción.
Y así había sido. Se lo decían sus risueños ojos oscuros.
En ese momento, la música se hizo más lenta y seductora. La música desnudaba las emociones de Lizzie. Aunque no se dedicara a ella, como su madre o Thea, reaccionaba como ellas. Y aquella melodía le estrujaba el corazón.
Como si Damon lo hubiera notado, la estrechó más contra sí y, a pesar de todas sus reservas, ella lo aceptó de buen grado. Le ardió el cuerpo de deseo cuando él entrelazó sus dedos con los suyos y se los llevó a su pecho, donde ella sintió los latidos de su corazón.
Aquella era la mayor intimidad que dos personas podían alcanzar sin hacer el amor. El cuerpo de Lizzie flotaba en una red erótica. Era pura sensación. Su preocupación fue disminuyendo según se fue alejando la realidad. A menudo había soñado despierta con un reencuentro con Damon, pero aquello era mucho mejor que sus sueños.
Si cerraba los ojos, los años se evaporaban y volvía a verse en el dormitorio de Damon, donde los susurros y las caricias habían sido mágicos. Quería aquello de nuevo. Quería recuperar la confianza que habían compartido esa noche. Pero ¿volvería Damon a confiar en ella cuando supiera lo de Thea?
–¿Te estás poniendo tensa otra vez?
–Sí –contestó ella–. Es hora de acostarse. Ha sido un día muy largo. Gracias por el baile.
–No puedes dejarlo aquí –dijo él agarrándola de la mano.
–Lo acabo de hacer. El ambiente no es el adecuado. Hay demasiada gente.
Llevaba bailando con él mucho más de lo que pretendía. Pero la banda no se puso de su lado, ya que comenzó a tocar otra melodía y Damon volvió a atraerla hacia sí.
Durante unos segundos, ella cerró los ojos y apoyó la mejilla en el pecho masculino. ¡Qué bien se sentía! El muslo de él la rozó íntimamente. «Por accidente», se dijo a toda prisa. Estaba tan excitada que se hallaba dispuesta a creer cualquier cosa.
Aquella noche, Damon se había mostrado tierno y considerado. A veces, ella echaba de menos esa ternura e intimidad tanto como el acto sexual. También quería que tuviera lugar, desde luego. Era una mujer sana y normal, y era imposible estar tan cerca de Damon sin pensar en el sexo.
Esa noche los había acercado de un modo inesperado por ambas partes. Él le había confiado su esperanza en el futuro, su amor por su familia y su deseo de formar la suya propia algún día. Ella le había hablado de sus vacaciones infantiles, cuando su madre aún vivía. Entonces, los veranos parecían eternos y su vida estaba llena de amor y de afecto, que ella creía que durarían eternamente.
Después venía el agujero negro, pero ella no se lo había contado. Y, a continuación, Thea, el mayor regalo. La maternidad, la responsabilidad y el amor.
–Si no te conociera bien, diría que te sientes culpable de algo.
–No tengo sentimiento de culpa.
–¿Ni siquiera un poquito?
Ella prefirió no contestar. Claro que se sentía culpable. Thea tenía más de un progenitor. ¿Podía sentirse aún más culpable de lo que lo hacía?
Damon se había preguntado a menudo si la chispa que había surgido entre ellos resistiría el paso del tiempo. Y ahí tenía la respuesta. Lo dominaban las sensaciones al tener a Lizzie en los brazos. Su cuerpo iba a estallar de deseo.
Pero lo que más le gustaba de ella era su sinceridad. Lizzie no le decía lo que quería oír, sino la verdad, con independencia de sus consecuencias. La tentación de besarla, de besarla toda entera, era abrumadora, pero, si empezaba, no se detendría, y no era ni el sitio ni el momento adecuado.
–Será mejor que vayas a acostarte –la soltó y retrocedió un paso–. Sola –murmuró cuando ella lo miró.
¿Cómo había consentido que las cosas fueran tan lejos? En ese momento, Lizzie hubiera seguido a Damon al infierno. La idea de separarse de él e ir a acostarse no la atraía en absoluto, pero unos minutos antes pensaba que era lo único sensato que cabía hacer.
Iannis apareció e insistió que lo acompañaran a su mesa.
–La noche es joven. Hay dos sitios en mi mesa.
¿Cómo iban a decepcionarlo?
–Stavros no me perdonaría que su pareja favorita se perdiera lo mejor de la fiesta: mi comida –explicó Iannis con orgullo.
Lizzie pensó que no eran una pareja, como Stavros y Iannis creían, sino un multimillonario y una madre soltera que debía proteger a su hija.
–Y ahora vamos a bailar el kalamatianos –anunció Iannis, cuando hubieron dado cuenta del delicioso festín.
Hizo una seña y sonó un acorde. Todos los invitados querían bailar la famosa danza nacional, por lo que las mesas quedaron desiertas.
–Como mi invitada de honor, dirigirás el baile –le dijo a Lizzie al tiempo que le entregaba el blanco pañuelo tradicional que debía enarbolar.
La madre de Lizzie le había enseñado los pasos cuando era niña. Habían bailado juntas muchas veces.
–Si prefieres no hacerlo… –murmuró Damon.
Por toda respuesta, ella se levantó.
El tañido del buzuki fue la señal para comenzar. El ritmo, lento al principio para ir ganando velocidad, llenó de añoranza todos los corazones. Agitando el pañuelo blanco, Lizzie llevó a los invitados a la zona frente al restaurante, donde la tierra se unía con el mar.
–Yo me quitaría las sandalias –le aconsejó Damon.
Ella observó que él se estaba quitando los zapatos. Era ridículo que hasta sus pies le resultaran atractivos. Aquello tenía que acabar. Bailaría y se iría a la cama.
Cuando Damon agarró el otro extremo del pañuelo fue como si un rayo la atravesara. Le pareció que el calor de su cuerpo se traspasaba a la tela, le quemaba los dedos y le llegaba al corazón.
¿En serio? Estaba cansaba y se inventaba cosas. Simplemente, estaban bailando. Pero no era solo el baile y la música, sino también los recuerdos asociados a ellos: una niña bailando con su madre que creía que la vida seguiría así para siempre.
–Lizzie… –murmuró Damon en tono preocupado.
Los ojos se la habían llenado de lágrimas, y ellas se las secó a toda prisa.
El ritmo de la música se incrementó y varias parejas cayeron al suelo riendo. Pronto fue Lizzie la que se sintió mareada y Damon la sujetó
–Mañana te enseñaré la isla –le dijo mientras la sostenía.
–¿Tienes tiempo? –preguntó ella sorprendida–. Yo tendría que preguntárselo a Iannis.
–¿Lo harás?
Ambos sabían que Iannis quería cumplir su parte del trato con Stavros, por lo que le daría a Lizzie todo el tiempo libre que fuera posible.
–Puede que tenga un par de horas.
–Muy bien. De acuerdo.
–Pero debo estar de vuelta a las dos –dijo ella pensando en el concierto de Thea.
–No hay problema.
–Entonces, ¿a qué hora quedamos?
–A las ocho. Y lleva algo de comer.
–¿No te van a preparar un picnic tus lacayos?
–Están fuera con mi mayordomo –respondió Damon sonriendo. Ella no le correspondió. Las cosas iban demasiado deprisa.
Se dijo que si él estuviera tan relajado como en aquel momento cuando se enterara de lo de Thea, todo iría bien. Sin embargo, sabía que no sería tan sencillo.