Capítulo 6

AQUÉL era un hombre desesperado. Aunque no le pidió ayuda ni consejo en ningún momento, le contó con pelos y señales todo lo que había pasado entre Seth y él desde que se habían marchado de su casa hasta unos minutos antes de que ella llegara. Así que no había duda de que era un hombre desesperado.

—Bueno —le dijo—, no es que me hayas pedido mi opinión, pero creo que… quizá tengas que ser más paciente. No hay una fórmula mágica para esto. Pasará un tiempo hasta que os conozcáis mejor y, hasta que Seth aprenda a confiar en ti, tendrás que superar ciertos obstáculos.

—¿Y cómo va a aprender a confiar en mí si no me habla?

—Bueno, quizá tenga miedo de hablar contigo porque piense que puede molestarte que te interrumpa.

—Demonios, Taylor… Eso no es justo.

—Sé que quieres solucionar el problema, pero para conseguirlo, tendrás que admitir ciertas cosas y cambiarlas.

Oakley subió las escaleras del porche en aquel momento. Joe suspiró y le acarició la cabezota. Después dijo, suavemente:

—Me está matando ver a Seth tan triste.

—¿Y qué vas a hacer?

—No lo sé —dijo él, con cansancio.

Al oír el miedo que había en su voz, Taylor supo que tenía dos opciones: ofrecerle su ayuda, aunque Joe fuera tan obstinado como para no pedírsela, o largarse y dejar que se las apañara solo.

—Está bien, te diré lo que voy a hacer. Cuando Seth esté conmigo, le leeré y jugaré con él. Y quizá pueda conseguir que hable conmigo y ver lo que tiene en la cabeza —dijo ella, y se levantó de los escalones del porche, agitando las llaves del coche para atraer la atención de su perro—. Pero te voy a contar un secreto: no es jugar ni leer lo que quiere Seth. Te quiere a ti. Necesita forjar lazos contigo, no conmigo. Porque, al final del verano, yo me quedaré aquí, y Seth y tú os marcharéis… y no tiene mucho sentido que se encariñe con una persona que no va a formar parte de su vida, ¿no?

Joe la miró, lentamente.

—No.

—Entonces —dijo ella, tragando saliva—. ¿Nos hemos entendido?

—Sí, señora, nos hemos entendido.

Y después, con la sensación de que ya habían hablado lo que tenían que hablar, Taylor metió a Oakley en el coche y se marchó. Y, mientras conducía hacia su casa, pensó que tenía que guardar aquella mirada de Joe en algún sitio donde pudiera verla, al menos, cien veces al día.

Unos días después, un poco antes de las cinco y media, Taylor llevó a Seth a casa, le preparó la merienda y después le preguntó si no le importaba que hiciera un par de llamadas de teléfono. El chico asintió, tomó el plato y el vaso de zumo de naranja y salió al porche. Taylor vio a través de la pantalla de la puerta cómo se sentaba en el columpio. Oakley se sentó en el suelo, a su lado.

Ella se quedó junto a la puerta durante unos momentos, observándolo. Seth mordisqueaba las galletas y el queso y miraba al vacío. No era de extrañar que Joe estuviera preocupado por él. El silencio del niño era como para volver loco a cualquiera.

Mientras que, al principio, Seth se había quedado aparte en la escuela de verano, después había empezado a participar en todo lo que cualquier persona sugería. Pero era más por obligación que por entusiasmo, y Taylor se daba cuenta. Como si, de aquella manera, la gente fuera a dejarlo en paz. Si Seth hubiera demostrado su tristeza de una forma más elocuente o hubiera seguido retraído, Taylor hubiera tenido algo con lo que empezar. Pero su silencio crónico y su cooperación estoica con todo el mundo… ella no sabía qué hacer con aquello. Como había dicho Joe, era difícil ayudar a una persona que no se dejaba ayudar.

Con un suspiro, marcó el número de su madre, pero Olivia McIntyre no estaba en casa, como de costumbre. Le dejó un mensaje en el contestador, aunque su madre casi nunca devolvía las llamadas.

Después llamó a Abby, su hermana menor, pero no pudo atenderla porque estaba en plena fiesta de celebración de su ascenso en la empresa.

Por último, llamó a su hermana mayor, Erika, para limpiarse del todo la conciencia. Pero Erika acababa de llegar de trabajar y tenía el tiempo justo para recoger a sus hijos del entrenamiento de fútbol. Gracias a Dios que los dos practicaban el mismo deporte, y, a propósito, ¿por qué Taylor no usaba el correo electrónico, como todo el mundo?

Porque quizá algunas veces a Taylor le hubiera gustado hablar de verdad con su familia. Aunque, realmente, no lo hacía casi nunca. Era un consuelo saber que tampoco hablaban entre ellas, al parecer, no era que la estuvieran dejando aparte. Además, Taylor no recordaba cuándo habían estado todas juntas por última vez. Erika ni siquiera pudo ir a la boda de Taylor.

—¿Con quién has hablado? —le preguntó Seth, que acababa de entrar con el plato y el vaso vacíos. Tenía una mirada de curiosidad que había desplazado a la indiferencia, y Taylor decidió que aquello era un signo positivo.

—He llamado a mi madre y a mis hermanas. Y ya sabes dónde van el plato y el vaso.

—¿Tienes hermanas? —le preguntó el niño, mientras dejaba las cosas en el fregadero.

—Sí. Dos. ¿Has merendado lo suficiente? ¿Y qué está haciendo el perro?

—Sí —respondió Seth a la primera pregunta, mientras se sentaba en una de las sillas de la cocina—. Y le dije a Oakley que entrara si quería, pero ha dicho que no. ¿Y cuántos años tienen tus hermanas?

Taylor contuvo el aliento, con cuidado de no romper el frágil hilo de confianza que se extendía entre ellos. Se acercó al fregadero y comenzó a lavar el plato y el vaso.

—Erika tiene treinta y cinco y Abby veintiocho.

—¿Y tú? ¿Cuántos años tienes?

Ella se dio la vuelta con una ceja arqueada, sonriendo.

—Eh, caballero, ¿no sabe que no se le puede preguntar a una dama la edad?

—¿Por qué?

—Bueno, porque algunas mujeres son muy sensibles con ese tema.

—Eso es una tontería.

Riéndose, ella se volvió hacia el fregadero de nuevo y tomó un trapo para secarse las manos.

—Quizá, pero es así.

—Bueno, pero ¿cuántos años tienes?

Oh, Señor.

—Treinta y dos.

—Como Joe —dijo el niño, dejando caer la información sin añadir nada más—. Entonces, eres la mediana, ¿no?

—Sí.

—Debe de ser agradable.

¿Alguna vez había sido agradable?

—Bueno, cuando éramos niñas nos peleábamos mucho. Después comenzamos a vivir nuestras propias vidas, y con el tiempo, nos fuimos a lugares diferentes —dijo ella, y se encogió de hombros—. No estamos muy unidas, que digamos.

Seth se quedó callado durante unos instantes, mirando la mesa. Después levantó de nuevo la vista y dijo:

—Joe me leyó ayer un libro.

—¿De verdad?

—Sí. Pero se quedó dormido mientras lo hacía. Así que yo me sentí mal.

A ella se le encogió el corazón. ¿Era su imaginación, o el hilo se estaba haciendo más fuerte?

—¿Mal? ¿Por qué?

El niño frunció el ceño y apartó la mirada de Taylor. Finalmente, dijo:

—Después de que mi padre se marchara…

¿Después de que su padre se hubiera marchado?

—… y mamá tuviera que trabajar tanto para poder pagar el apartamento, ella ya no tenía ganas de hacer muchas cosas. Siempre decía que lo sentía, pero… estaba muy cansada todo el tiempo.

—Oh, cariño… debía de ser muy duro para ti.

—A veces… Una vez se quedó dormida en medio de la cena. Y yo me asusté mucho, porque pensaba que se había muerto, o algo… —entonces, abrió mucho los ojos y se puso muy derecho, como si de repente se hubiera acordado de algo—. ¿Ya son más de las cinco y media?

Taylor miró al reloj que había encima de la nevera.

—Sí, pero no mucho. Son las seis menos veinticinco.

—Joe dijo que vendría a recogerme a las cinco y media.

Era lo mismo todos los días. El mismo anhelo, la misma esperanza que se convertía en desilusión. Y aquello le rompía el corazón. No sólo por Seth, sino también por Joe, que, al fin y al cabo, sólo estaba intentando hacerlo lo mejor que podía en una situación difícil. Lo peor, sin embargo, era que ella se sentía como si estuviera atrapada en una película que ya había visto y que sabía que terminaba mal.

Demonios.

—¿Seth? —le dijo suavemente.

El niño la miró, y en aquella ocasión, Taylor vio más allá de la máscara de silencio y de amabilidad, llegó al dolor silencioso que se revolvía en él.

Abrió los brazos.

—Ven aquí, pequeño —le susurró.

Durante un segundo hubo una duda, de cautela, de miedo incluso, pero todo se desvaneció cuando Seth saltó de la silla y se catapultó al abrazo de Taylor.

Y, aunque no lloró, el pobre niño se agarró tan fuerte a ella que Taylor casi no podía respirar. Aunque aquello no le importó. Se quedó allí sentada, con la mejilla posada en sus rizos, acariciándole la espalda.

Una ola de ternura la invadió y le inundó el alma reseca, y entonces se dio cuenta de que quizá no estuviera haciendo aquello sólo por Seth.

La emoción le atenazó la garganta e hizo que le picaran los ojos. ¿Cuándo había sido la última vez que alguien la había necesitado?

Ni sus hermanas ni su madre. Ni Mason, que se había encogido de hombros cuando ella le había pedido el divorcio. Y aquello dolía. Ella era apreciada y útil como profesora y como miembro de la comunidad. Tenía muy buenos amigos, y estaba agradecida por ello. Pero, demonios, aquello no era lo mismo que tener a alguien que no pudiera esperar a llegar a casa para contarte el día que había tenido, que te echara de menos si te ibas, alguien a quien se le iluminara la cara cuando te veía.

Y no era lo mismo que tener a alguien a quien esperar, a quien echar de menos, a quien querer.

Sin pensarlo, le dio a Seth un beso en los rizos y se inclinó un poco hacia atrás para quitárselos de la frente. Se le estaba rompiendo el corazón, porque había hecho exactamente lo que había jurado que no haría: encariñarse demasiado con aquel niño de cara solemne. Pero no podía evitarlo.

Y compadecerse a sí misma no iba a servirle de nada.

—¿Te sientes mejor? —le preguntó, con una sonrisa en los labios.

Él asintió.

—Hueles muy bien.

Taylor se rió.

—¿De verdad?

—Sí, como la ropa que acaba de salir de la lavadora.

De repente, unos olfateos frenéticos y un aullido los interrumpieron.

Taylor le dio otro abrazo a Seth y dijo:

—Creo que tenemos que dejarlo entrar, o nos volverá locos.

Dos segundos después, el perro irrumpió orgullosamente en la cocina... oliendo tan mal como una mofeta.

—¡Dios, Oak! ¿Dónde te has metido?

Taylor lo agarró y lo arrastró fuera de nuevo. Allí, el perro se puso a saltar entusiasmado y después corrió hacia el extremo más alejado del jardín, donde comenzó a revolcarse feliz.

—Quédate aquí —le dijo Taylor a Seth, y después siguió a Oakley, preparándose para lo que iba a encontrar. Las malas noticias eran que algún animal había muerto hacía bastante tiempo. Las buenas eran que estaba en tal estado de descomposición que no se podía identificar, así que a Taylor no le daría mucha pena en aquel momento.

No le quedó más remedio que agarrar de nuevo a Oakley por el collar y arrastrarlo para apartarlo de su premio. Cuando el perro echó a correr, ella se quedó allí, pensando en qué hacer con los restos.

—¿Qué es? —le preguntó Seth desde la casa.

Ella se volvió.

—Un animal muerto. No sé muy bien qué.

—¿Es muy asqueroso?

—Oh, sí.

—¡Genial! ¿Puedo verlo?

—Bueno, la verdad... Está bien, supongo que sí.

El niño se acercó en dos segundos.

—Horrible. ¿Qué vas a hacer con ello?

Buena pregunta. Enterrarlo no tenía sentido, porque Oakley lo desenterraría después. Así que entró en la caseta de las herramientas, tomó un par de guantes de goma y unas cuantas bolsas de basura. Cuando los restos estuvieron en la basura, cinco minutos después, se quedó mirando a Oakley, que ladraba y saltaba todo el tiempo, protestando por la pérdida de la diversión.

—¿Y ahora qué? —preguntó Seth, observando al perro apestoso.

—Mmm... ¿Tienes algún problema con mojarte hasta los huesos?

La enorme sonrisa del niño lo dijo todo.