AQUELLA mañana el cielo amaneció cubierto de nubes plomizas. Para cuando volvió de un rápido viaje a Tulsa, estaba lloviendo, y el polvo se había convertido en barro, haciendo casi imposible trabajar fuera. Joe esperaba que fuera una tormenta pasajera. De lo contrario, la obra sufriría un retraso serio.
Para cuando llegó a la oficina desde el coche, estaba calado. Entró en el recibidor, saludó al joven licenciado al que Hank había contratado para que lo ayudara a llevar el negocio, y llamó al despacho de Hank.
—¡Pase! —oyó Joe, y entró en el despacho.
Por supuesto, Joe sabía que Hank estaba enfadado, y sabía por qué: el cheque de pago a la compañía de cemento había sido devuelto por falta de fondos. Así que le dijo:
—He llamado tres veces a Wes, pero su secretaria dice que no ha llegado todavía. Y no responde al móvil.
—Lo sé —respondió él—. Yo también llevo toda la mañana intentando dar con él.
—Hank, te juro que nunca había sucedido nada semejante.
El hombre lo miró muy serio.
—Dougherty ya había pagado las nóminas contando con ese cheque.
Joe dejó escapar un juramento.
—Lo mismo opino yo —respondió Hank—. Así que pensé que lo mejor sería que yo lo cubriera, y rápido, antes de que se enteraran los demás subcontratados.
—Espera… —Joe frunció el ceño—, ¿lo has pagado tú?
—He depositado los fondos directamente en su cuenta esta mañana.
—No tenías que haber hecho eso, Hank. No es responsabilidad tuya.
Hank se recostó en el respaldo de la silla y se cruzó de brazos.
—Quizá no, y desde luego, tu jefe me va a pagar hasta el último centavo. Pero, como ya te he dicho, no quiero problemas. En este momento, todo este sitio está levantado, y necesito seguir adelante con la obra como sea. No quiero que se pare.
—Eso no va a ocurrir, Hank. Tienes mi palabra.
Hank arqueó las cejas.
—¿Y qué habrías hecho tú? ¿Hubieras cubierto el cheque tú mismo?
—Si hubiera tenido que hacerlo, sí.
Hank lo miró durante unos instantes y luego le dijo:
—Wes Hinton y yo somos socios en este negocio. Tú eres su empleado. Si tu jefe lo estropea, tú no tienes por qué pagar por ello.
—Quizá no —repitió Joe—. Pero éste es mi proyecto. Y supongo que lo veo como algo personal.
—Entonces, ¿por qué demonios estás trabajando por cuenta ajena?
—No lo sé. Quizá algún día lo intente por mí mismo, cuando tenga una buena ocasión. Por el momento, no puedo permitirme el riesgo.
Hank volvió a observarlo en silencio. Después se quedó escuchando y dijo:
—Creo que ha dejado de llover. Vamos a ver las nuevas cabañas. Quiero asegurarme de que los tejados han aguantado.
Joe sonrió.
—¿Todavía crees que lo prefabricado no son construcciones de verdad?
—Exacto.
Cuando salieron de la oficina, Hank silbó a su perro. Después, los tres se dirigieron hacia una colina y anduvieron por el barro mientras de vez en cuando caían algunos goterones fríos de las hojas de los árboles. En un momento del paseo, Hank le preguntó:
—¿Tú siempre has sido de los que tiene que hacerse cargo de todas las responsabilidades?
Joe se encogió de hombros.
—Al menos, de esa forma, me aseguro de que las cosas se hacen.
—Sí, ya te entiendo —dijo Hank—. Pero ¿sabes? Aun a riesgo de que me digas que no es asunto mío, si hay una cosa que he aprendido es que por mucho que creas que tienes las riendas de todo bien agarradas, cuando la vida decide rebelarse, lo consigue.
—Tienes razón —dijo Joe, con calma—. No es cosa tuya.
Hank sonrió. Mutt, el perro, se acercó a él con un palo en la boca para que se lo lanzara, y después se distrajo con un montón de cascotes que había junto al camino.
—Ya me imaginaba que dirías eso. Pero mira todo esto… —con las manos en los bolsillos, se detuvo y miró a su alrededor, respirando profundamente. Joe también se detuvo y siguió la mirada de Hank. Los rayos del sol traspasaban las nubes y le conferían reflejos dorados a las ramas de los árboles, brillantes contra el gris oscuro del cielo—. ¿No es increíble?
Joe sonrió sin poder evitarlo.
—Por aquí hay alguien que pasa mucho tiempo con una adolescente.
Hank lo miró, divertido, y le dijo suavemente:
—Me recuerdas mucho a mí cuando tenía tu edad, Joe. Estaba completamente decidido a controlarlo todo, a controlar mi vida y mis sentimientos sin que nadie pudiera alterarlos. Por eso me hice policía. Me gustaba estar en el lado del que arrestaba a los malos y los metía a la cárcel. Me gustaba creer que tenía el control. Hasta que un idiota mató a mi prometida en un atraco, y se escapó sin que nadie pudiera encontrarlo.
—Oh, Dios —dijo Joe, con el estómago encogido—. Eso debe de haber sido muy duro.
—Digamos que pasé mucho tiempo sin querer ver a nadie. Dejé el cuerpo y me vine a vivir aquí, alejado de todo el mundo. Sólo quería estar solo —dijo, con una sonrisa de ironía—. Hasta que Jenna y Blair aparecieron y me quitaron aquella estúpida idea de la cabeza. ¡Demonios! —exclamó, cambiando de tema de repente—: ¡Yo pagaría un buen dinero por quedarme aquí una temporada! ¿Te has dado cuenta de las vistas?
Con un suspiro de alivio, porque parecía que la charla ya se había terminado, Joe observó el paisaje. Realmente, desde aquella altura la vista era espectacular. Sobre todo con el aire limpio por la lluvia y el sol cayendo sobre parte del valle…
E iluminando perfectamente la casa de Taylor entre los árboles. La vio persiguiendo al perro por el jardín y secándole el pelo a Seth en el porche, y oyó su risa.
Y vio el rechazo en sus ojos, cuando él no había querido quedarse a cenar.
Sabía que Seth se estaba preguntando, probablemente, lo que había ocurrido, y por qué Joe no se lo había querido contar. La verdad era que Joe estaba demasiado enfadado en aquel momento. No con Taylor, exactamente, sino por el hecho de que Taylor le hiciera desear cosas que no tenía ni idea de cómo conseguir. Porque hubiera conseguido que su soledad fuera más evidente que nunca, le hiciera más daño que nunca.
Aquello no era exactamente algo para hablar con un niño de ocho años.
—Parece que está muy bien —le dijo Hank, desde el porche de una de las cabañas.
Joe se volvió, asombrado porque no se había dado cuenta de que Hank se había alejado. Caminó hacia la cabaña con una sonrisa forzada.
—Te lo dije.
—Está bien, está bien, sólo necesitaba un poco más de convicción —dijo Hank, mientras los dos entraban en la cabaña. Olía a madera nueva y a bosque húmedo—. ¿Cuándo vienen a poner el suelo?
—En un par de semanas —dijo Joe—. Una vez que estén terminadas las demás cabinas.
Hank se volvió hacia él.
—¿Sabes? Me preocupaba cómo ibas a llevar dos proyectos a la vez, pero en este momento, estoy muy impresionado.
Joe se metió las manos en los bolsillos y asintió para darle las gracias.
—¿Eso significa que le hablarás bien de mí a mi jefe?
—Claro. Si eso es lo que quieres… —Hank entró en la cocina, donde había agujeros y marcas en las paredes, que indicaban los lugares donde se instalarían los armarios y los electrodomésticos—. ¿Crees que ésta estará terminada cuando lleguen tu madre y tu hermana?
—Seguramente. Pero creía que ibas a alojarlas en una de las cabañas originales.
—No. Esto está más alejado del jaleo y del resto de la obra.
—Sí, supongo que tienes razón.
Hank titubeó.
—Sé lo de tu hermana —comentó suavemente, y al ver que Joe fruncía el ceño, continuó—: Taylor se lo mencionó a Jenna, que seguramente no me habría dicho nada si yo no le hubiera contado que tu madre y la niña iban a venir de visita. Y no te enfades porque Taylor lo haya dicho. Lo ha hecho porque es una buena persona, nada más.
—¿Buena persona?
—Sí. ¿No lo crees?
Joe intentó controlar la irritación. Salió de la cabaña, pero Hank lo siguió y le preguntó:
—¿Te importaría decirme qué demonios te ocurre?
—Nada. Estoy bien.
—Y un cuerno.
Joe se volvió y lo miró a los ojos.
—¿Sabes? Esto es lo que odio de los pueblos. No sólo todo el mundo piensa que tiene derecho a enterarse de tus asuntos, sino que además creen que tienen el derecho divino de decirte cómo llevarlos.
—Sí. Eso significa que le importas a la gente.
—No. Eso significa que están metiendo la nariz donde no les incumbe.
—A mí sí me incumbe, si lo que te ocurre puede afectar a este proyecto. Si no quieres hablar conmigo, está bien, no lo hagas. Pero, al menos, sal con alguien a tomar una cerveza, o a jugar al billar un par de horas.
—¿Y cómo demonios voy a hacer eso? Tengo a un niño de ocho años a quien cuidar, ¿sabes?
—Seguramente, a Blair no le importaría cuidarlo un par de horas alguna noche. ¿Y qué me dices de Taylor? Ella ya lo cuida por las tardes. O, mejor aún, deja a Seth con Jenna y conmigo y sal con Taylor.
—¿A tomar una cerveza y jugar al billar?
Hank se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
Joe se quedó mirando al hombre durante un segundo, observando cómo se le dibujaba una sonrisa en los labios. Después sacudió la cabeza.
—Esto no será un intento para emparejarme con Taylor, ¿verdad?
—Demonios, no. Que yo sepa, no sois muy compatibles. Sólo me pareció que os vendría bien la diversión, nada más.
Entonces, Hank comenzó a bajar la colina, con el perro corriendo a su lado, y Joe los siguió, con la cabeza funcionando a toda prisa para intentar entender todo aquello. No sólo aquel comentario de que Taylor y él no eran compatibles, también la razón por la que Hank lo había dicho, y además, justo después de recomendarle a Joe que saliera con ella.
—Taylor salió una vez con mi hermano Ryan, hace un par de años —le dijo Hank—. Él es médico, y vive en el pueblo, en una casa victoriana. Como te iba diciendo, le pidió a Taylor que saliera con él, antes de casarse con Maddie. Probablemente, habrás visto a Maddie. Es una chica bajita, con los ojos grises, muy grandes. Está a punto de dar a luz. Hace la repostería en Ruby's.
Al recordar los pasteles que Joe y Seth habían comido algunas veces en el restaurante más conocido del pueblo, suspiró.
—Sí, hace buenas tartas.
—Las mejores. Maddie y mi hermano se casaron hace un año y medio. Que yo sepa, Taylor no ha salido con nadie desde entonces. Me parece que los dos estaríais haciéndoos un favor.
—¿Sabes? No sé cuál de los dos hace que parezca más patético.
Hank se rió.
—No me dirás que no te gusta esa mujer...
—Pero acabas de decir que...
—Un hombre y una mujer no tienen por qué estar prometidos para pasar un par de horas juntos, ¿no?
Joe miró a Hank durante un largo momento, y después sacudió la cabeza y se alejó, pensando que no había nada peor que un solitario reformado.
Sobre todo, cuando se dedicaba a meterle ideas tontas en la cabeza a los demás.