JOE miró a su hermano mientras volvían a Tulsa, y sintió una ráfaga de ternura. El niño tenía la cabeza apoyada en la chaqueta plegada de Joe, metida entre la cara y la ventana. Seth había hablado sin parar durante los quince primeros minutos del viaje, y después se había quedado dormido como si le hubieran dado con un dardo tranquilizante. Mejor así, pensó Joe. Que descansara en el coche para que pudiera disfrutar más durante la cena.
Pensar en aquella cena lo puso de mal humor. No le apetecía nada ir: le dolía la cabeza, tenía el estómago revuelto y no estaba especialmente sociable.
Y en buena parte, aquel excelente estado se debía a su encuentro con Taylor en la cafetería, aquella mañana. Por supuesto, no por nada que ella hubiera hecho, ni que hubiera dicho, porque Joe ni siquiera estaba seguro de que hubieran hablado. Había sido sólo el hecho de ser consciente de que ella estaba allí. Con una sola mirada de aquellos ojos verdes y sabios, Joe se había sentido desnudo, conectado con ella de una forma mucho más íntima que ninguna relación sexual que él hubiera tenido.
Estaba claro que la deseaba. Él había sentido deseo antes, por supuesto, pero no de aquella forma tan intensa. Tenía que enfrentarse a ello, de una forma u otra. Sin embargo, no se limitaba sólo al deseo, sino que iba más allá: sentía necesidad. En aquel sentido, la cosa se estaba poniendo peliaguda: si no tenía cuidado, iba a empezar a pensar que necesitaba a Taylor McIntyre. Y aquello sería todo un problema.
Y no necesitaba más problemas, además de todos los que ya tenía con su jefe, Wes Hinton.
Desde luego, Wes le había devuelto a Hank todo el dinero del cheque que habían devuelto del banco. Después no había vuelto a producirse ningún incidente parecido, pero había otras cosas más preocupantes que un cheque sin fondos.
Para empezar, Joe nunca había visto que Wes subcontratara a nadie que no fuera el mejor. Su reputación de hacer trabajos de calidad era uno de los pilares en los que se basaba su éxito. El que lo contrataba sabía que iban a hacerle un buen trabajo y en plazo, y además a un precio justo. Además, tenía la garantía de que no necesitaría ninguna reparación en varios años.
Sin embargo, en el proyecto de Tulsa estaban ocurriendo cosas extrañas. Por ejemplo, los albañiles a los que había contratado Wes no valían para nada. Para empezar, Joe no estaba seguro de que supieran usar un martillo, y su jefe no sabía interpretar unos planos. Por fortuna, Joe había previsto un par de problemas antes de que sucedieran, pero aquella mañana se había encontrado un muro unos treinta centímetros más allá de donde debiera haberse levantado, el cual, por supuesto, tendría que derribarse y volverse a construir. Cuando había llamado a Wes y le había dicho que tendrían que encontrar otra subcontrata, su jefe se había quedado en silencio, y después había murmurado algo sobre que el precio era muy bueno.
—Un precio es bueno cuando el trabajo también lo es —había respondido Joe—. Tenemos que deshacernos de ese equipo, Wes, antes de que cause más estropicios.
Finalmente, Wes había accedido, pero aquello sólo había solucionado la mitad del problema. Joe tendría que encontrar a otro equipo fiable antes de Navidad, y aquello era un dolor de cabeza que a Joe no le venía nada bien, y mucho menos cuando el proyecto ya iba ajustado de plazo.
Haber contratado a aquella gente no era nada del estilo de Wes. ¿En qué estaría pensando...?
—¿Dónde estamos? —le preguntó una voz somnolienta que provenía del asiento de al lado, seguida por un bostezo.
—A mitad de camino entre Claremore y Haven —dijo Joe.
Mientras observaba la carita arrugada de Seth, y sus ojos medio cerrados, Joe se dio cuenta, con una mezcla de pánico y de profundo alivio, de cuánto había empezado a querer a su hermano. Supuso que el hecho de estar completamente confuso por la situación no impedía sentir amor. Sonriendo ligeramente, fijó la atención en la carretera.
—¿Has dormido bien?
—Sí... —otro bostezo—. Creo. Estoy deseando llegar a casa de Dawn. Tengo mucha hambre.
Joe se rió y sintió otra oleada de alivio. El mal humor se estaba disipando. Si lo único que hacía falta para que Seth mejorara era la promesa de unas hamburguesas y una vuelta a caballo, pensó que las cosas no iban nada mal. Y, como si Seth pudiera leerle el pensamiento, se dio la vuelta y tomó una bolsa del asiento de atrás.
Joe le había comprado unas botas de vaquero. Dawn no le había dicho exactamente que las necesitara para montar; pero le había comentado que si Seth llevaba zapatillas de deporte, los pies se le podrían salir de los estribos. Seth estaba completamente entusiasmado con las botas.
—Son geniales —le dijo por décima vez, inspeccionándolas minuciosamente—. ¡Voy a estar igual de alto que tú cuando me las ponga!
—No creo, peque. No tienen tanto tacón como para eso.
También habían comprado unos vaqueros, que el niño ya llevaba puestos. Y Joe le había comprado también un sombrero de cowboy.
—Tengo muchas ganas de enseñárselo a Taylor —dijo Seth, y Joe sintió un nudo en el estómago. Estaba claro que allí había un intento claro de emparejamiento. Aquellas tres señoras casadas eran un peligro para cualquier persona soltera. Así que era una buena cosa, pensó Joe, que Taylor pareciera disgustada por la intromisión de sus amigas.
Una buena cosa.
Unos cuantos minutos después, dejaron la autopista y entraron en un camino rodeado de árboles, y más allá, de praderas. Al poco, la granja de Cal y de Dawn apareció ante ellos.
—¿Es aquí? —preguntó Seth, incorporándose para mirar a través del parabrisas.
—Debe de serlo, porque la camioneta de Taylor está ahí.
—¿Dónde están los caballos?
Joe se rió mientras aparcaba detrás de la camioneta.
—Supongo que no los tienen sueltos por ahí, como si fueran gallinas.
Sin embargo, había perros, que se acercaron ladrando de alegría cuando Joe y Seth bajaron del coche. El niño se pegó a las piernas de Joe durante un segundo, antes de tranquilizarse y comenzar a acariciarlos a todos.
—¡Aquí estáis! —oyeron desde el porche de la casa. Joe miró hacia arriba y vio a Dawn, que salía a recibirlos con una gran sonrisa—. Cal ya ha puesto la primera ronda de hamburguesas en la parrilla, así que pasad a la parte de atrás. Mooner, por Dios... —riéndose, tomó a uno de los perros, que se había pegado a Seth, por el collar, y tiró de él—. Deja al pobre niño en paz.
Al oír unos pasos tras ellos, Joe se volvió y sintió que se le aceleraba el corazón ligeramente.
Taylor se acercaba con el bebé de Dawn en los brazos. Iba vestida sencillamente, como siempre, con unos pantalones cortos y una camisa blanca. El niño estaba dormido, apretado contra su pecho, y ella sonrió cuando Seth la vio, llevándose un dedo a los labios y agachándose para que el niño le diera un beso. Joe tuvo de nuevo aquella sensación anhelante, no sólo por ella, sino por las cosas que, cada día, parecían más lejos de su alcance.
Y, si la sonrisa de Taylor era fría y distante cuando él se acercara, tendría que estar agradecido, ¿no? Sin embargo, sus ojos le dijeron algo totalmente diferente. Estaban llenos de promesas, que probablemente, ni siquiera sabía que estaba haciendo.
—¿Dónde están los caballos? —le preguntó Seth a Dawn mientras ella tomaba cuidadosamente a Max de los brazos de Taylor.
—La mayoría están en las praderas en estas fechas. Pero hay un par de ellos en los corrales, junto a los establos. ¿Quieres verlos?
Seth asintió y enseñó sus botas, y las dos señoras lo admiraron con entusiasmo, antes de que Dawn se llevara a los niños y a un par de perros dentro de la casa, dejando solos a Taylor y a Joe.
Por supuesto, Taylor podría haberla seguido, claro.
Y Joe también.
Entonces, ella sonrió.
—Sé dónde tienen la cerveza.
—Ésas son las palabras más dulces que he oído en todo el día.
Taylor se rió y lo acompañó a la cocina. Unos segundos después, Joe tenía una lata de cerveza fría en la mano, y los dos se dirigieron hacia el patio trasero de la casa. Sin embargo, al ver el suave rubor de las mejillas de Taylor y los mechones pelirrojos de su pelo acariciándole el cuello largo y pálido, el control de Joe saltó por los aires. Sin poder evitarlo, la tomó de la mano e hizo que se pusiera frente a él. Ella se quedó asombrada, pero después se rió.
Aquel sonido inesperado fue como echar gotas de agua sobre una hoguera, y el ruido de las chispas despertó a Joe, hizo que se sintiera vivo. Sonriendo, con la lata de cerveza fría en una mano, suavemente puso sus manos entrelazadas detrás de la espalda de Taylor y la atrajo hacia él, lo suficiente como para conseguir que jadeara. Aquello estaba bien. Significaba que la tenía donde quería tenerla. Las pupilas se le dilataron, y los labios le temblaron ligeramente.
—Joe... ¿de verdad no crees que te vendría bien... desentumecerte un poco?
Entonces, Joe se sintió confuso y la miró a los ojos con el ceño fruncido. La expresión de su cara ya no estaba llena del descarado deseo sexual de aquella mañana, sino de preocupación, algo como afecto, lo cual era mucho más peligroso.
Joe bajó la lata y la soltó. Después retrocedió.
—Deberíamos ir con los demás —dijo él, y le dio un trago a la cerveza.
—Joe...
—No. ¿De acuerdo? No me digas nada.
—¿No qué? ¿Que no llame a las cosas por su nombre? Joe... parece que te ha pasado un camión por encima. Parece que llevas en los hombros todo el peso del mundo.
—Taylor, te agradezco la preocupación, pero no puedo cambiar toda mi vida sólo porque una mujer metomentodo esté preocupada por mí.
Si quería que ella se sintiera ofendida con aquella grosería, no lo consiguió. En vez de acobardarse, Taylor lo miró con cara de pocos amigos.
—Sabía que tú lo verías así. Y en cierto modo tienes razón, no es asunto mío. Pero sí que es asunto de Seth, y él, en este momento, forma parte de mi vida, también. Si no quieres que me preocupe por ti, bien. Si quieres trabajar hasta morirte, hazlo. Pero si piensas que el niño no se da cuenta de lo estresado y lo cansado que estás, te confundes.
Joe tomó un trago de cerveza para intentar aplacar la frustración y la impotencia que sentía. Ella tenía razón.
—Está bien, admito que estoy pasando un momento difícil, y estoy un poco... tenso. Pero no es nada que no pueda sobrellevar.
—Pues será mejor que le digas eso a Seth. Porque está preocupado, Joe. Y mucho —le dijo ella, y le puso la mano sobre el brazo.
Él le miró los dedos, pálidos en contraste con su piel más oscura, y las uñas, largas y brillantes. Se preguntó a sí mismo si el hecho de que se excitara tanto por un simple roce no sería un truco de su imaginación. Pero, demonios, le ardían hasta las orejas.
—¿Él te ha dicho eso?
—No, pero me ha contado que ocurrió algo parecido con su madre, después de que su padre los dejara. Seth se preocupaba por ella, y también está preocupado por ti. Lo veo en su cara.
Joe se tapó la boca, y después sacudió la cabeza. Mirándose los zapatos, le dijo:
—Gracias por decírmelo. Gracias por preocuparte por Seth. Él no habla mucho conmigo. Yo no dejo de pedirle que lo haga, pero... supongo que no soy muy bueno con los niños.
—Quizá seas mucho mejor que otros, y quieres lo mejor para él. Con eso tienes ganada la mitad de la batalla. Pero... la pérdida de sus padres es muy reciente, así que si el niño cree que también te puede perder a ti...
—Ya lo entiendo —dijo Joe, y dejó escapar un suspiro—. Reconozco que me vendrían bien unas vacaciones. O, al menos, una buena noche de sueño —por alguna razón descabellada, alzó la mano y le acarició la mejilla fresca con los nudillos—. Pero, de verdad, no estoy a punto de desplomarme.
Ella tenía los ojos abiertos como platos, pero no se retiró. Más bien estaba inmóvil como un conejillo que presentía el peligro. Desde fuera oyeron un estallido de risas. Ninguno de los dos reaccionó.
—No estarás pensando en besarme de nuevo, ¿verdad? —le preguntó.
Él sonrió.
—¿Te das cuenta de que, conteste lo que conteste, tengo un problema?
—Sí. ¿Y qué?
Demonios. Joe abrió la boca para decirle algo, pero se quedó callado. Quizá, si hiciera algún movimiento para que ella creyera que era un obseso que sólo quería su cuerpo, ella se alejaría de él para siempre y conseguirían pasar el verano y aquello... lo que fuera, moriría sin consecuencias.
—Cariño —dijo, y la miró a los ojos mientras deslizaba la mano hacia abajo, acariciándole la mandíbula, el cuello, la clavícula... antes de bajar hasta su pecho y tomárselo en la palma, acariciándole el pezón endurecido.
—Estoy pensando en hacer muchas más cosas que besarte.
Ella bajó la vista y observó la mano y el pecho. Después lo miró a él de nuevo. Salvo por un ligero enrojecimiento de las mejillas, no había nada en su semblante que indicara ninguna reacción.
Aparte, también, de las pupilas totalmente dilatadas.
—Siento decirte esto —dijo Taylor—. Pero si se supone que ahora tengo que darte un bofetón... no voy a hacerlo.
Después se dio la vuelta y salió, dejando a Joe con las manos vacías. Él tomó otro trago de cerveza, y después se preguntó si algo iba a ser otra vez de la forma que él había planeado.
Estupendo. Estaba más excitada que nunca, y Joe le había dejado bien claro que quería asustarla para que se apartara de él, lo cual, quizá, habría podido hacer si no le hubiera acariciado un pecho. Hacía mucho tiempo, lamentablemente, que ningún hombre la acariciaba, y le había gustado de verdad.
Pero aquello iba más allá de una caricia. Era evidente que Joe estaba sufriendo a pesar de que intentara negarlo, y ella no podía quedarse de brazos cruzados mientras veía sufrir a una persona que era buena y generosa, y que no se lo merecía. De hecho, cuanto más lo pensaba, más molesta se sentía. Porque... porque, demonios, allí había alguien que se merecía que lo amaran, y ella tenía todo aquel amor dentro, e iba a malgastarlo, pero intentar conseguir que aquel idiota lo aceptara era como intentar venderle unos esquís a un tahitiano...
Cuando salió al porche, se acercó a la mesa de la comida y tomó un apio. Dawn se acercó a ella a la primera oportunidad que tuvo, y le susurró:
—¿Qué? ¿Qué ha ocurrido?
—Nada —susurró Taylor, a su vez, mientras mojaba el apio en una de las salsas—. ¿Qué? —dijo, mordiéndolo—. ¿Es que te esperabas que nos pusiéramos a hacerlo en la cocina?
Dawn se encogió de hombros y se sirvió tanta ensalada de patata como para tres.
—No sería la primera vez que esa cocina presencia acción.
—¿Sabes? Eres la campeona de la información excesiva.
—Pero es que soy una recién casada. Tengo derecho a ser detestable.
Taylor soltó una carcajada seca.
—¿Y sabes tú? —le preguntó Dawn, a su vez—. Para no haber ocurrido nada, estás un poco... afectada.
—No es ésa la palabra que yo usaría —Taylor le quitó un hilo al apio.
—Oh.
—Sí, oh.
Taylor miró a Joe, que estaba hablando con Cal, y se dio cuenta de que parecía un hombre cuyo cuerpo se movía y actuaba normalmente, pero cuya mente estaba a miles de kilómetros de allí. Y sintió una extraña mezcla de comprensión, de irritación y de pena. Y entonces, como si le hubiera leído el pensamiento, él la miró y Taylor percibió la misma mezcla en sus ojos.
Y pensó que ella no era una masoquista.
—Lo siento —le dijo a Dawn, y le apretó suavemente el brazo—. Pero no me siento bien. Creo que me voy a casa.
—Eres una mentirosa.
—Créeme, cariño, en este momento no me siento bien. Dale un beso a Cal de mi parte, ¿de acuerdo? —le dijo, y después salió por la casa hacia la puerta delantera. Tenía ganas de escapar de allí. Sin embargo, no iba a poder escapar a ningún sitio, porque, la última persona que ella quería ver había aparcado justo detrás de su camioneta.
Profirió un juramento y volvió al porche trasero de la casa para buscar a Joe.
—Perdona, pero has aparcado justo detrás de mi camioneta. Tienes que mover el coche.
—¿Adónde vas, Taylor? —le preguntó Seth.
—Me duele la cabeza, cariño. Me voy a casa para tumbarme un rato.
—Pero entonces, ¡no me vas a ver montando a caballo!
—Otro día, ¿de acuerdo? —dijo ella, con la sonrisa un poco apagada, y miró a Joe—. ¿Te importaría...?
—No, claro que no —respondió Joe—. Espérame un momento, Seth, ahora mismo vuelvo.
Esperó hasta que ya nadie los oía, y le preguntó:
—No tienes dolor de cabeza, ¿verdad?
—Oh, sí lo tengo. Y tu coche está bloqueándome el camino.
—Taylor...
—¿Qué? Esto es lo que querías, ¿no? Asustarme para poner distancia entre tú y yo.
Él la miró, confuso.
—No creía que lo hubiera conseguido. Quiero decir que sí, ésa era mi intención, pero... no creía que hubiera funcionado.
—Si pensabas que ibas a ofenderme haciendo exactamente lo que yo quería que hicieras, estabas equivocado. Es lo que no haces, o no quieres hacer, o no puedes hacer, lo que lo ha provocado.
—¡No lo entiendes, Taylor! —aunque hablaba en voz baja, tenía la voz llena de frustración—. ¡No puedo tener una relación contigo! ¡Ni con nadie!
—¿Por qué?
—Porque... ¿cuándo demonios iba a encontrar el momento?
Ella exhaló un suspiro de frustración. Y, como si tuviera voluntad propia, la mano se le levantó y se posó en su mejilla, acariciándole suavemente el pómulo y la orgullosa línea de la mandíbula. Pero, al mirarlo a los ojos, vio una advertencia en aquellas profundidades oscuras: «No me compadezcas. No me tengas pena».
Y, de repente, entendió algo más: que estaba dispuesta a arriesgarlo todo por intentar cualquier cosa con aquel hombre. Con aquel hombre orgulloso, obstinado, imposible, que amaba con tanta fuerza que se le había olvidado cómo ser amado.
Quizá sí fuera una masoquista. Pero... al menos era una masoquista con un objetivo.
—Seguramente, podrás encontrar una o dos horas para ti —le dijo suavemente, y dejó que la mano se deslizara, lentamente, acariciándole los contornos del pecho, sintiendo cómo se le contraía el estómago bajo la palma y sintiendo por fin el bulto en la parte delantera de sus pantalones.
Con un suspiro entrecortado, él le agarró la mano.
—Yo no sería suficiente para ti —le dijo, y ella se rió.
—Es la primera vez que oigo a un hombre admitir eso. De todas formas, deberías demostrármelo —susurró—. Mi tarjeta de baile está vacía. Y sólo te estoy pidiendo un baile...
—¡Joe! ¿Dónde estás? —Seth apareció en una esquina de la casa, saltando de emoción—. ¡Cal me ha dicho que puedo montar a caballo ahora!
—Voy ahora mismo, peque —le dijo Joe, y después volvió a mirar a Taylor—. ¿Estás segura de que no quieres verlo?
Ella titubeó, y después dijo:
—Me encantaría. Pero ésta es una oportunidad perfecta para que fortalezcas los lazos con tu hermano. Sin mí. Y ahora, mueve el dichoso coche para que yo pueda salir.
Él la miró a los ojos durante unos instantes, y después, finalmente, se subió al coche y puso en marcha el motor. Un minuto después, Taylor estaba de camino a casa, intentando recordar dónde había perdido la cabeza.
Aquella noche, si no hubiera sido por Oakley, Taylor nunca habría oído que llamaban a su puerta. Se levantó de la cama, se colocó el pelo detrás de las orejas y se puso la bata. Aquel dichoso perro estaba olisqueando la puerta, moviendo la cola, hablándole en ladridos a quienquiera que estuviera al otro lado.
—Por Dios... —oyó Taylor a través de la ventana, que estaba entreabierta—. ¡Vas a despertarla, chucho tonto!
A Taylor se le subió el corazón a la garganta. Apartó al perro de la puerta y la abrió, con la sangre latiéndole en los oídos. Entre otras partes.
No estaba segura de si creerse que era Joe. Pero sí lo era. Estaba allí apoyado en el quicio de la puerta, con una mano en el bolsillo de los pantalones, con una mezcla de lujuria y de pena en la mirada.
—Entiendo que no has venido a pedirme una taza de azúcar —le dijo ella.
—Depende de dónde la tengas guardada —respondió él.