AL día siguiente, Joe fue a cobrar su cheque mensual a la oficina de Wes. Mary Jo, la secretaria, lo saludó afectuosamente, como siempre, y le preguntó por su hermana y por su madre. Sacó un sobre de uno de los cajones de su escritorio y se lo entregó.
Después comenzó a preguntarle por Wes.
—¿Has hablado con él últimamente?
—En realidad, iba a preguntarte si estaba en la oficina.
—No. Mary Jo le explicó que apenas aparecía por allí, y que rara vez respondía a las llamadas de teléfono. Además, la secretaria estaba inquieta porque Wes le había retirado los libros de contabilidad unas semanas atrás con la excusa de que su mujer quería volver a ocuparse de una parte del trabajo, una vez que sus hijas ya eran mayores y no la necesitaban tanto.
—No sé, Joe, no sé. Tengo un mal presentimiento... Y yo no puedo quedarme sin trabajo. Apenas me llega el sueldo para pagar los cuidados de mi madre, médicos y hospitales... y ya sabes lo difícil que es para una mujer de mi edad encontrar un trabajo. Si me quedara en paro, las cosas se pondrían muy difíciles para mí.
Entonces, Mary Jo recibió una llamada telefónica y Joe aprovechó para despedirse y salir de la oficina. La secretaria estaba esperando, claramente, algunas palabras que pudieran darle seguridad, y en aquel momento, él era incapaz de pronunciarlas.
Cuando terminó de ingresar el cheque en el banco y de hacer algunas gestiones más, salió de la sucursal y oyó que alguien lo saludaba.
—¿Joe Salazar? ¿Eres tú?
Mientras se metía la cartera en el bolsillo de los vaqueros, miró hacia arriba, y cuando vio a Mitch Carlson, sonrió ampliamente. Aquel hombre, un constructor que había trabajado en varias ocasiones con Wes, siempre le había caído bien. Al poco tiempo de estar charlando, Mitch le dijo:
—Entonces, veo que sigues trabajando para Wes.
—Sí.
—¿Y estás contento?
—No puedo quejarme. ¿Por qué?
—Pues... últimamente he estado pensando en llamarte. No sé si te habías enterado, pero me he asociado con un arquitecto de esta zona para construir una urbanización al sur de la ciudad... Y, como los dos nos entendemos bien, supongo que esto es sólo el comienzo —entonces, una sonrisa astuta le iluminó el rostro—. Conozco tu trabajo, Joe. Todavía no me he encontrado a nadie que te conozca y que no hable maravillas de ti. Así que, ya sabes, si quieres un cambio... —se encogió de hombros y lo miró a los ojos—. Te pagaré lo que te esté pagando Wes, más el diez por ciento.
Joe arqueó las cejas y notó que se le cortaba la respiración durante unos segundos.
—Vaya, Mitch, me siento realmente halagado...
—Está bien, el quince por ciento.
Sonriendo, Joe se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón.
—Como ya te he dicho, me siento halagado. Pero Wes siempre ha estado ahí cuando yo realmente lo necesitaba, y no me parece justo marcharme así de su lado.
—Entonces, el veinte por ciento —dijo Mitch, y Joe soltó una carcajada.
—Me lo estás poniendo muy difícil.
—Ésa es la idea. Joe... conozco la situación de tu familia. No me digas que no te vendría bien el dinero.
—Por supuesto que sí. Pero, algunas veces, el dinero no es lo único importante.
Después de un momento, el otro hombre asintió, y le dio a Joe unos golpecitos en la espalda.
—Admiro tu lealtad, hijo. Y ésa es, irónicamente, una de las razones por las que quiero tenerte a toda costa trabajando para mí. No te diré nada más, sólo que... —se sacó la cartera del bolsillo y le dio una tarjeta—. Si alguna vez cambias de opinión, llámame. Te lo digo en serio. Si alguna vez quieres trabajar para mí, sólo tienes que avisarme —le dijo. Después se despidió y se dirigió hacia el coche cuatro por cuatro más grande que Joe hubiera visto en su vida.
Joe se metió en su furgoneta, pero en vez de arrancar el motor, se quedó allí inmóvil, con la cabeza anegada por las conversaciones que acababa de tener con Mary Jo y con Mitch Carlson. Y, precisamente, fue aquél el momento que su jefe eligió para llamarlo.
—¿Qué tal, Joe? —la voz de Wes le retumbó al oído—. Me apuesto algo a que te creías que había desaparecido de la faz de la tierra.
—Pues algo así —dijo Joe, mientras arrancaba el motor y giraba el volante para salir del aparcamiento. Conduciendo con una sola mano, se metió entre el tráfico—. Mary Jo está muy preocupada porque no ha podido ponerse en contacto contigo.
—Bueno, bueno. He tenido algún problema con el servicio técnico de la compañía telefónica, y además he estado resolviendo algunos asuntos personales inesperados, que me han impedido pasarme por la oficina a menudo. Pero supongo que Madison y tú lo tendréis todo bien organizado, ¿no?
—Mary Jo también me ha comentado que le retiraste la contabilidad hace unas semanas.
Después de un ligero titubeo, Wes dijo:
—Sí, Carmela quería volver a ocuparse de la contabilidad, como hacía cuando empezamos con la empresa, antes de tener a las niñas. Me imagino que Mary Jo no tendrá queja de cobrar el mismo sueldo por hacer menos trabajo, ¿no? De todas formas, he pensado que quizá vaya a Haven dentro de uno o dos días, para ver cómo van las obras. Hank ha estado presionándome y tiene razón, porque probablemente debería vigilar dónde está mi dinero. Me ha contado que tu madre y tu hermana se están quedando en una de las cabañas prefabricadas. ¿Qué tal están?
Joe no pudo detectar nada en la voz del hombre que hiciera saltar las alarmas. Entonces, ¿por qué estaba tan nervioso? Quizá fuera el calor, o la paranoia de Mary Jo, que lo estaba afectando. Cuando colgó, pensó que lo que más lo agobiaba de todo, y lo que menos sentido tenía, era la necesidad que sentía de contárselo todo a Taylor. Quería confiar en ella, saber qué opinaba. Para ser una persona tan emocional, también era una de las mentes más claras que había conocido.
Y, si aquello no era un síntoma bien claro de que estaba perdido, no sabía qué podía ser. De acuerdo, estaba claro que no podían quitarse las manos de encima. Él la deseaba, ella lo deseaba a él, y mantenerse apartados era algo inhumano. Pero compartir los problemas con una mujer... demonios, aquello era un billete hacia el desastre.
Sobre todo, cuando comenzaban a darte consejos que no querías oír.
—¡Hola, señorita Taylor!
En mitad del pasillo de congelados del supermercado, Taylor se dio la vuelta y se encontró con la enorme sonrisa de Kristen Salazar.
—Hola, Kristen —respondió ella—. ¿Qué haces aquí?
—Mamá está allí, comprando leche. Se nos ha terminado. ¿Ha venido andando hasta aquí? Nosotras sí. Mamá dice que andar es muy bueno para mí.
—Es bueno para todo el mundo —le dijo Taylor, con una sonrisa—. Yo también he venido andando.
—¿De verdad? Genial —comentó Kristen, y después señaló con un dedo hacia los helados—. Me gusta el helado. Pero sólo si no tiene cosas.
—¿Ni siquiera trocitos de chocolate?
La niña sonrió.
—Bueno, eso sí —dijo, y Taylor se rió, aunque a ella le sentara tan mal el chocolate.
—Oh, aquí estás —dijo Danielle, con la voz un poco entrecortada, al aparecer a su lado—. Pero claro... debería haberme acordado de tu radar de helados. ¿Por qué no eliges alguno de postre? —le dijo a la niña, y después se volvió hacia Taylor, examinándola con la mirada lo justo como para conseguir que se estremeciera ligeramente—. Quería decirte lo mucho que Kristen ha disfrutado en la escuela. Muchísimas gracias por dejar que asistiera.
—De nada —dijo Taylor, asintiendo—. Ha sido estupendo tenerla con nosotros.
Hubo un silencio algo embarazoso, hasta que Kristen le pidió a Danielle que la ayudara a elegir algún helado y Taylor se quedó allí, preguntándose por dónde seguiría la conversación.
—Es una pena que tengamos que marcharnos tan pronto. La semana ha pasado volando —comentó Danielle cuando iban hacia las cajas.
—Sí, verdaderamente.
Cuando pagaron la compra, las tres salieron del supermercado. Danielle se quedó mirando a Taylor.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Taylor, medio sonriendo—. No, no, es sólo que... —frunció el ceño—. ¿Tienes mucha prisa, o podemos hablar un minuto?
—Claro, por supuesto —respondió Taylor, aunque estaba pensando que aquello no podía ser nada bueno.
Comenzaron a andar, y Kristen se adelantó un poco.
—Le gusta caminar a solas —le explicó Danielle—. La ayuda a sentirse más independiente.
—Has hecho un trabajo estupendo con ella —le dijo Taylor, y Danielle se rió.
—Créeme, me preocupa menos Kristen que su hermano.
—Lo entiendo —dijo Taylor, suavemente.
Danielle se quedó callada durante un momento, y después le preguntó:
—Joe te importa mucho, ¿verdad?
—Pues... no veo ninguna razón para negarlo.
—¿Pero...?
Ella miró a los ojos amables de la mujer.
—Pero... no es sólo cosa mía.
—Ah. En otras palabras, está siendo terco como una mula.
Taylor se rió.
—Es una forma de decirlo. Él... se toma sus responsabilidades con mucha seriedad.
—¿Quieres decir a Kristen y a mí?
—Sí.
Danielle suspiró.
—Me gustaría que supieras que eso no es cosa mía.
—No he pensado que lo fuera.
Se sonrieron la una a la otra, y entonces la madre de Joe sacudió la cabeza.
—Nosotras no necesitamos el dinero, Taylor. Ya no. Entre lo que yo gano y las ayudas del estado, tenemos más que suficiente. Pero el orgullo es un hábito muy difícil de romper.
Al llegar a la esquina donde tenían que separarse, Danielle le puso a Taylor la mano en el brazo.
—No sé mucho de otras relaciones que Joe haya podido tener, pero me parece que siente algo diferente por ti. Algo real. Y me doy cuenta de por qué —añadió con una sonrisa. Después, frunció el ceño—. No quiero ponerme melodramática, pero puede que tú seas su última oportunidad. La última oportunidad que tiene para quitarse de la cabeza lo que sea que lo tiene completamente convencido de que no puede tener su propia vida. Me gustaría saber que puedo dejarlo en tus manos, que tú estarás ahí para él.
Taylor miró a Kristen, que estaba cantando bajito unos metros más allá.
—Estoy aquí para él, Danielle. Pero él tiene que llegar a una solución conjunta conmigo, también.
—¿Y si eso no es suficiente?
Taylor dejó escapar una carcajada seca.
—Entonces... ¿tendré que ir un poco más allá?
La otra mujer sonrió.
—Exacto —le dijo, y se fue detrás de su hija.
Joe se las arregló para quedarse a solas con Taylor durante unos segundos cuando dejó a Joe en la escuela, el lunes por la mañana. Aunque no podía tocarla ni besarla, al menos podía disfrutar de su sonrisa para él solo durante aquel instante, y aunque no era suficiente, al menos era algo.
—¿Quién es ése? —le preguntó, mientras Seth salía disparado hacia un grupo de niños ruidosos que estaban en el centro de la sala. Allí empezó a hablar con un niño rubio, de enormes orejas y sonrisa aún más grande.
—Oh, ése es Wade Frazier —dijo ella, y sonrió—. Es uno de los hijos de Frazier. Creo que Seth y él se han hecho muy amigos.
Teniendo en cuenta la manera en que los dos niños estaban empujándose y dándose codazos el uno al otro, él no diría lo mismo.
—He oído decir que tu jefe apareció por fin, la semana pasada —le comentó Taylor, capturando su atención de nuevo.
—Sí. Y estaba muy satisfecho.
—¿Así que la vida te sonríe? —le preguntó ella, con los ojos brillantes.
Él notó que, sin poder evitarlo, en los labios se le dibujaba una sonrisa lenta y sexy. Y dijo, sabiendo que sólo ella lo oiría:
—No tan buena como a mí me gustaría.
Algo casi imperceptible le oscureció un poco la expresión a Taylor, pero después sonrió de nuevo y dijo:
—Sí, ya entiendo a qué te refieres.
Entonces, él dijo:
—Bueno, tengo que irme.
—Nos veremos más tarde.
Y él se marchó con la sensación de que, de muchas formas, la vida había mejorado bastante. Seth estaba comenzando a sentirse mejor, parecía que la crisis con Wes se había solucionado, tenía una amante, aunque no podía tenerla tan a menudo como él quisiera... y, sin embargo, no podía desprenderse de aquel extraño sentimiento de que iba a ocurrir algo.
Aquel sentimiento lo acompañó durante todo el trayecto hasta Tulsa, y cuando entró en la oficina de Wes, se encontró a Mary Jo sollozando histéricamente.