LA puerta de la cabaña de Joe estaba abierta, y Taylor entró en el salón. Se lo encontró allí, con una caja en las manos rodeado de maletas y bolsas. Él la miró y la saludó suavemente.
—Hola.
Ella sonrió.
—¿Está Seth? —le preguntó, tendiéndole un libro—. Se ha dejado esto en mi casa.
—Ah, no. Está en casa de Sam Frazier. Mmm... déjalo en esa bolsa de ahí.
Taylor metió el libro en la bolsa y se alisó la falda del vestido. Se había dejado el pelo suelto, porque sabía que a él le gustaba.
—No me había dado cuenta de que os marchabais tan pronto.
—Mitch quiere que empiece enseguida, así que tengo que encontrar una casa en Tulsa rápidamente — respondió él, y miró a su alrededor—. Lo que no entiendo es cómo hemos podido almacenar tantas cosas en un par de meses.
—No creo que ni Seth ni tú queráis marcharos de Haven, Joe. Quizá haya sido por eso.
—Taylor...
—Creo que, verdaderamente, quieres aceptar ese trabajo que Hank te ha propuesto. Y también pienso que quieres quedarte conmigo. Pero no lo harás hasta que no te convenzas de que hacer lo que quieres no tiene por qué ir contra las reglas, obligatoriamente.
—No me hagas esto —le pidió él—. Sabes que no puedo quedarme. Y sabes por qué.
—¿Porque no puedes permitirte el lujo de correr un riesgo?
—Exacto.
Sus miradas se quedaron atrapadas durante un segundo, y ella se acercó a él.
—Tú no eres como tu padre, Joe. Que consigas la vida que quieres no va a convertirte en él.
—Mi vida no va a ser estable, Taylor. Ni ahora, ni quizá en el futuro. Tú te mereces algo más que eso.
—Eso es una excusa.
—No. Es la verdad. Te mereces alguien que no tenga cientos de responsabilidades más, alguien que esté ahí cuando lo necesites. Alguien que no te haga promesas que no pueda cumplir. Alguien que no se parezca a tu padre.
—Podría haber sido peor. Al menos, siempre supe que mi padre me quería.
—Pero nunca has podido perdonarle que os dejara de lado.
—Y me ha costado mucho tiempo darme cuenta de lo horriblemente equivocada que estaba. Él sólo estaba haciendo lo que era mejor para su familia, como tú haces por la tuya. Pero yo era una niña. Una niña que no conectaba con el resto de su familia, quizá por razones que nunca llegaré a entender. Por supuesto que yo quería que mi padre estuviera conmigo todo el tiempo, porque era la única persona a la que parecía que le importaba. Cuando murió, me sentí traicionada y enfadada, pero sólo era una niña que había perdido a su mejor amigo. Sin embargo, ya soy adulta. Ahora tengo una vida que adoro, un trabajo y unos buenos amigos. Sólo necesito alguien con quien compartir todo eso, alguien que me necesite. No hay nada más precioso que saber que eres el santuario de alguien.
Entonces, él susurró:
—Pero yo no puedo ser eso para ti.
Ella dio dos pasos más hacia Joe, y se quedó lo suficientemente cerca de él como para tocarle la mejilla con la mano, y como para ver que tenía los ojos llenos de lágrimas. Vio en ellos la determinación brutal de no permitir que ella lo hiciera cambiar de opinión.
—¿Sabes cuál es tu problema?
—¿Cuál?
—Para empezar, necesitas ser más flexible, y dejar de pensar que vas a ser un fracasado si no consigues arreglarlo todo. Y además, tienes que dejar de verme como la mujer desesperada que era tu madre cuando tu padre os abandonó —le acarició la mejilla—. Y también, por supuesto, dejar de verte a ti mismo como ese idiota que se llamaba a sí mismo tu padre.
Taylor se puso de puntillas y le dio un beso. Después se encaminó a la puerta, se dio la vuelta y le dijo:
—Ya eres el héroe de todo el mundo. No tienes por qué ser también el mío.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echar a correr hacia la camioneta. Y, cuando llegó allí, tenía un dolor que le atenazaba el corazón y un peso en los hombros que la aplastaba.
No podía hacer otra cosa que esperar.
Y rezar.
Dos días más tarde, Joe y Seth acababan de dejar a Danielle y a Kristen en casa, después de que los cuatro hubieran visto varias casas con la agente inmobiliaria.
—Bueno —dijo Joe, con un suspiro—. ¿Te ha gustado alguna?
Seth se encogió de hombros.
—Supongo que estaban bien.
—Seth —dijo Joe, mirándolo de reojo mientras tomaba una curva—. Sé sincero. No me vas a molestar, ni voy a enfadarme.
El niño se lo pensó durante un rato, y después dijo:
—Eran todas horribles.
Estaba claro que habían pasado el estadio de la reticencia.
—Bueno, no te ha costado tanto decirlo, ¿no?
—No —dijo Seth, con una sonrisa—. Me parece que no.
—Ahora, veamos. ¿Por qué no te ha gustado ninguna?
—Porque no están en Haven.
—Eso pienso yo también.
—¿De verdad?
—De verdad.
Por el rabillo del ojo, Joe vio que su hermano lo miraba fijamente.
—¿Puedo decir una cosa?
—Ya te he dicho que puedes decirme lo que quieras.
—¿Y me prometes que no te vas a enfadar?
—Te lo prometo.
Oyó cómo el niño tomaba aire antes de decir:
—Creo que Taylor y tú tenéis que estar juntos. Porque desde que nos marchamos de Haven, no has hecho más que gruñir.
—¡No es cierto!
—¿Y ahora, quién es el que no está siendo sincero?
Joe esbozó una sonrisa.
—Pero yo creía...
—Tú no eres como papá —le dijo Seth, suavemente—. Creo que puedes quererla a ella y a mí también, al mismo tiempo. Porque, bueno, yo... os quiero a los dos.
Joe notó como si la cabeza se le abriera de repente y la luz entrara a raudales. Entonces, comenzó a ver cuál era el serio problema que había tenido durante los quince años siguientes al considerar su vida: sacrificarse por todo el mundo no lo convertía en un hombre mejor.
Responsabilizarse de las cosas nunca había sido un problema para él. Sin embargo, aprovechar las oportunidades era otra cosa. Porque aprovechar una oportunidad significaba perder el control absoluto de la situación y exponerse a sufrir de nuevo, o darle a alguien el poder de romperle el corazón. Si no se permitía desear cosas, nadie podría desilusionarlo cuando no se las concediera. O cuando se las quitara.
Joe siempre había pensado que su padre sólo era un medio hombre porque no había sido capaz de encargarse de sus obligaciones. Pero en aquel momento, se había dado cuenta de que hacía falta mucho más coraje para enfrentarse a los miedos de uno mismo. José Salazar no se había responsabilizado de la felicidad de los demás, pero Joe se había negado a responsabilizarse de la suya. Y aquello podía hacerlo tan poco hombre como lo había sido su padre.
Aquello podía arreglarlo.
Pero no en Tulsa.
Ni tampoco solo.
Con la emoción atenazándole la garganta, Joe alargó un brazo y le revolvió los rizos a Seth.
—Me parece que tienes mucha razón —le dijo, y a Seth se le iluminó el semblante.
—Eh —le preguntó, al ver que Joe giraba el volante y tomaba la salida a la autopista—. ¿Se puede saber adónde vamos?
—¿A ti qué te parece? —le preguntó Joe, y Seth gritó:
—¡Sí!
Taylor estaba sentada en el porche, pensando en cómo iba a continuar con su vida, o al menos, intentando pensar qué iba a cenar, cuando oyó el ruido de un motor. Se puso de pie y, al ver la furgoneta de Joe, pensó: «Oh, Dios mío». Oakley se volvió loco de alegría, y corrió hacia el coche, moviendo la cola y ladrando.
Seth bajó de la furgoneta y en dos saltos se acercó a abrazarla.
—¡Hemos vuelto, hemos vuelto! ¡Y no nos vamos a ir nunca!
En aquel momento, ella no supo qué hacer para contener las lágrimas. Se abrazó con todas sus fuerzas a Seth, para evitar tener que mirar a Joe, pero al rato, Seth se cansó del abrazo y corrió a acariciar a Oakley. Entonces, ella no tuvo otro remedio que enfrentarse a él.
Por su parte, Joe la estaba devorando con los ojos, bebiéndosela como si fuera el agua de un oasis en mitad del desierto.
Parecía que las cosas iban a mejorar.
—¿Sabes si la oferta de Hank todavía sigue en pie? —le preguntó él, con las manos en los bolsillos.
—Que yo sepa, sí —respondió Taylor.
—¿Y la tuya?
Ella se sintió un poco mareada.
—¿Acaso ves alguna fila de hombres esperando turno?
—Sólo quería estar seguro. Con las mujeres nunca se sabe.
Ella se cruzó de brazos.
—Te la vas a ganar por decir eso.
—Ya me lo esperaba —dijo él, riéndose.
—¿Y qué ha pasado con el trabajo de Tulsa?
—Voy a ir y venir desde aquí hasta que Mitch pueda reemplazarme. Pero he llegado a la conclusión de que eso no era lo que yo quería hacer. Quiero estar en Haven.
—Vaya, estoy oyendo muchas veces el verbo «querer».
—Y eso que sólo acabo de empezar. Aunque voy a seguir siendo responsable de mucha gente. Mamá y Kristen van a mudarse aquí, también.
Ella se encogió de hombros.
—A mí me parece muy bien.
—¿Y estás completamente segura de que...?
—Sí.
—Es que... he estado pensando que me vendría bien alguien en quien refugiarme, de vez en cuando.
A Taylor se le hinchó el corazón de alegría y de alivio, porque sabía lo mucho que le había costado admitir aquello.
—Estoy aquí mismo —respondió, y se acercó a él.
—Pero no tan rápido. Hay algunas condiciones.
—¿Qué condiciones?
—Para empezar, quiero una luna de miel. Y quiero tener algunas responsabilidades extra.
A Taylor le tomó unos segundos asimilar aquello. Entonces, se ruborizó de pies a cabeza.
—Mmm... ¿de cuántas responsabilidades estamos hablando?
—Todavía no lo he pensado, pero creo que podríamos probar con uno o dos, y después ya veremos adónde llegamos.
—Pero tu hermano y tu hermana...
—Son mi hermano y mi hermana. Yo quiero una familia propia —dijo, sin dejar de mirarla a los ojos—. Contigo.
—Como ya te he dicho, aquí estoy.
Entonces, Joe sonrió aún más y abrió los brazos de par en par.
—En realidad —le dijo—, preferiría tenerte aquí...
Aquella última palabra acabó en un «ayyyy», porque Oakley se abalanzó sobre Joe y lo tiró al suelo.
—¡Oakley, suéltalo! —gritó Taylor. El perro salió corriendo, y ella se puso rápidamente de rodillas para ayudar a Joe a levantarse, gritando—: ¡Qué Dios te proteja si lo has matado, saco de pulgas!
Pero Joe, que todavía estaba vivo, le pasó un brazo por el cuello y la atrajo hacia sí, riéndose y besándola al mismo tiempo.
Después, se quedó serio, inmóvil, y la miró a la cara.
—¿Tienes idea de cuánto te quiero?
Con el corazón acelerado, ella lo abrazó.
—¿Y tú tienes idea de las ganas que tengo de que me lo demuestres?
—¡Eh! —exclamó Seth, desde el porche, con las manos en las caderas—. ¿Qué estáis haciendo?
—Esperándote —dijo Joe, y el niño echó a correr hacia ellos, tirándose encima con un torrente de risas. Y, sobre la cabeza llena de rizos de Seth, Joe miró a Taylor y le guiñó un ojo, y el amor que ella había tenido en su alma atrapado durante tanto tiempo se derramó, libre al fin.
Ya estaba en casa.