Dos semanas después, el doctor Canales me anunció que me daría de alta.
—Desde hace algún tiempo le hemos ido disminuyendo los medicamentos, Emilia —declaró.
No me lo había confesado antes para que no me sintiera indefensa, pero según él yo ya estaba en plena forma para asumir los retos que me esperaban fuera de Las Flores. Yo no estaba en absoluto de acuerdo. Le expliqué que necesitaba mis sesiones de terapia, la mirada atenta de Clara y sus divagaciones por la noche antes de dormirnos, necesitaba ese Adentro que me protegía. Pero por sobre todas las cosas, estaba Gabriel.
—Si salgo de aquí voy a perder toda posibilidad de encontrar a Gabriel. Este es el lugar que nos une. Yo no puedo irme —dije con la voz quebrada.
Era un argumento difícil de sostener, pero sentía que en el mundo vasto de Afuera nos perderíamos para siempre.
—Ya le he dicho. Gabriel no podrá ponerse en contacto con nadie por un buen tiempo. Está bajo estricta vigilancia. Pero él sabe quién es usted y eventualmente podrá encontrarla.
—Tal vez para ese entonces ya sea muy tarde. Y usted lo sabe.
—No debe pensar eso.
—Es que lo pienso. El tiempo es fundamental en esto.
—Le aseguro que los mejores profesionales están ayudándolo. Gabriel va a estar mejor y entonces la buscará. En tanto, usted ya está preparada para salir. ¡No puede quedarse aquí el resto de su vida! —exclamó, moviendo sus largos brazos, al tiempo que un tazón lleno de lápices volaba por el aire.
—Uffff —bufó, y se levantó de su silla giratoria. De rodillas recogió los pedazos del tazón roto y los lápices que habían quedado esparcidos por el suelo. No pude dejar de sonreír.
—¿Y usted?
—Y yo ¿qué?
—¿Cuándo va a salir de aquí?
—Así como me ve, yo creo que nunca.
A pesar de mi tristeza, ambos sonreímos.
Tal vez él tenía razón y ya era hora de salir de ahí. El cambio, pensé, se inicia en el momento que tomamos la decisión.
—¿Cuándo? —le pregunté.
—En tres días —me respondió ya erguido, con los lápices en la mano.
A la hora de almuerzo les conté a Clara y a Domi. Por un buen rato permanecimos en silencio, con los ojos enterrados en el plato y mi partida suspendida sobre nosotras.
Me angustiaba la idea de dejarlas. De iniciar una vida sin ellas, tras las paredes de Las Flores, en ese mundo donde había muerto papá y donde habían asesinado a Gogo. Pero sobre todo me angustiaba la certeza de que Gabriel me había dejado una nota en alguna parte y ya no tendría la oportunidad de encontrarla. Me había dado sus señas y ninguna de ellas había funcionado. Su móvil estaba cortado y su mail había desaparecido en la nube virtual. Él sabía que sus padres tarde o temprano lo sacarían de allí. Debía haber algo más. Gabriel, el genio de las matemáticas, tenía que haberlo previsto. Estaba segura de ello.
Cuando nos encontramos con Roberto esa tarde en el jardín, le pedí que subiera otra vez a su piso, que entrara al cuarto de Gabriel y que buscara hasta hallar algo. Una marca en la pared, un pequeño objeto oculto en algún recóndito sitio de su alcoba. No sabía exactamente qué. La idea era descabellada, pero también me parecía imposible que no me hubiese dejado algo. Algo que me llevara de vuelta a él.
Apenas vimos a Roberto acercarse por el sendero con los hombros encogidos, supimos que no había encontrado nada.