La primera vez que bajé al jardín iba con Gaby, una auxiliar más joven, Clara, Domi y dos chicas que parecían mellizas y que no le quitaban los ojos de encima a Domi, como si se tratara de Britney Spears o Emma Watson. Una de ellas, a pesar de sus esfuerzos por emular el aire desafiante de Domi, tenía la mirada reconcentrada de quien padece un dolor crónico. Ya en el almuerzo las había oído hablar de Gabriel. Lo llamaban «el mino» y cuando lo nombraban, las «mellizas» no podían evitar soltar unas risitas histéricas que Domi, desde su fulgurante altura pasarelesca, escuchaba con desprecio.
Domi era la que llevaba más tiempo en Las Flores, nueve meses. Tenía una belleza provocadora, como una modelo, pero después de haber pasado una temporada en el infierno. Daba la impresión de que sus ojos habían visto cosas que no debían. Llevaba siempre una falda corta de cuerina negra y medias de pescador que dejaban al descubierto sus piernas bien torneadas. Pintaba sus uñas de algún color oscuro, sobre el cual dibujaba mariposas de colores. Su expresión era intensa y cruel, y resultaba difícil mirarla a los ojos sin sentir inquietud y a la vez entusiasmo. Era como si en ellos estuvieran encapsulados al mismo tiempo la pasión y los riesgos que depara la vida. Clara me había contado que su madre había muerto y que su padre prefería tenerla encerrada porque ya no sabía cómo lidiar con ella. Domi era drogadicta y todos sus amigos afuera eran adictos a alguna cosa, desde el crack y la metanfetamina hasta la pasta base, pasando por los diuréticos y los laxantes.
Para ganarte el derecho a bajar al jardín, necesitabas haber pasado en Las Flores al menos un par de semanas y mostrar buen comportamiento. Esto significaba tomarte las pastillas sin reclamar, no agredir a tus compañeras, no ocultarte entre los sillones y los muros sollozando, no tener ataques de histeria que obligaran a llevarte al Cuarto de Reclusión, no masturbarte en público y no gritarle a las enfermeras ni auxiliares.
Gaby sacó una llave del manojo que tenía colgado a la cintura, abrió la primera puerta, pasamos y luego la cerró. Hizo lo mismo con la segunda. Bajamos por las escaleras enrejadas corriendo. Cuando llegamos al primer piso, nos internamos en un pasillo flanqueado por puertas cerradas. Había un fuerte olor a excrementos. No se oían voces, tan solo un grave zumbido.
—Al otro lado está el ala de seguridad —informó la auxiliar al notar mi expresión de repugnancia. Sentí náuseas.
—¿De qué está hablando? —le pregunté a Clara al oído.
—Alguien debió llenar de mierda las paredes.
—¡Qué! —exclamé incrédula.
—Es un intento desesperado de sacar el yo enfermo de uno mismo —comentó con un aire doctoral.
No supe si esa teoría provenía de su propia cosecha o era un comportamiento definido así por la siquiatría. Al fondo del pasillo, la auxiliar empujó una puerta verde y salimos al jardín. Aire. No más paredes ni pasillos ni olor a mierda ni Catatónicas, aire. Respiré hondo una y otra vez, todo lo profundo que podía. Miré hacia el cielo. Necesitaba los árboles, las Sirrostratus y las Stratocumulus sobre mi cabeza.
También Gaby y la auxiliar parecían tener su propia metamorfosis, porque nada más sentarse en una banqueta, comenzaron a parlotear entre ellas, sin alejar, eso sí, los ojos de nosotras, que permanecimos pegadas a Domi como corderos. Era una cálida tarde de comienzos de septiembre, y reconfortaba sentir al fin la tibieza del sol. Clara, sin embargo, no notaba la diferencia. Ella siempre tenía frío. Llevaba varios suéteres y al menos dos chaquetas, lo que la hacía poseedora de una apariencia que fluctuaba entre oso panda y mendiga.
Pequeños grupos de adolescentes como el nuestro poblaban el jardín. Nadie llevaba cordones en los zapatos ni cinturones, y no era raro ver a un chico sujetándose los pantalones con una mano, o tropezándose con sus zapatos. Algunos iban por los senderos acompañados de sus chaperones en silencio, otros jugaban a la pelota sobre el césped estropeado. También los había que, solitarios y encorvados, miraban hacia un punto en lontananza, detenidos en medio de alguno de los caminos, como perdidos.
—¡Ahí está! —oí que exclamaba una de las «mellizas».
A unos metros, Gabriel removía la tierra con una pala. A su lado, un chico sentado en una raída silla de playa fumaba un cigarrillo y leía un libro. Gabriel iba con el torso desnudo y un pantalón de piyama. Su cabello castaño caía sobre su frente, ocultando su rostro. Levantaba los brazos y luego dejaba caer la pala con fuerza contra los amasijos de tierra. En cada movimiento, los músculos de sus antebrazos se abultaban. El piyama, sujeto en las caderas, dejaba entrever la musculatura de su estómago y los dos estilizados surcos a ambos costados. En una de sus caderas alcancé a ver un pequeño tatuaje azul con la fórmula de Einstein: E=mc2.
Me era difícil seguir mirándolo y no sentirme atraída por él. Pero a la vez, su perfección me hacía tomar conciencia de mi aspecto miserable. Había perdido tanto peso desde la muerte de papá, que la ropa me colgaba, tenía ojeras que no me preocupaba de disimular y llevaba el pelo sucio atado en una cola de caballo, dejando al descubierto mis orejas, que según decía Tommy para consolarme, a pesar de su tamaño desproporcionado tenían la gracia de ser redondas.
¿Cómo podría haber imaginado que en ese basural donde me habían arrojado, encontraría a un chico así?
Domi tomó del brazo a las dos chicas de su séquito y con gestos propios de una pasarelesca echó a andar hacia ellos. Clara y yo las seguimos unos pasos más atrás.
—¿Qué onda? —preguntó Domi dirigiendo su mirada hacia Gabriel.
Él continuó su labor. Parecía no habernos visto ni oído. El otro chico se levantó de un salto y se acercó a nosotras con alegría. Parecía darnos la bienvenida a su mansión. Tenía los pómulos altos y unos dientes diminutos y blancos, como los de un bebé. Había algo levemente maltrecho en su rostro y en su cuerpo. Era bajo y delgado y se movía de a pasos muy cortos, con una gracia que hacía pensar en un joven ciervo que aún no aprende bien a caminar. Bajo su chasquilla, distinguí una gruesa cicatriz que cruzaba su frente. Parecía que alguien lo hubiese marcado a cuchillo.
—Hola, Hugo —lo saludó Domi—. ¿Pretenden revivir la huerta? Misión imposible. He visto a muchos intentarlo. — Le hablaba a Hugo con una sonrisita cínica, pero sin despegar sus ojos de Gabriel.
—Pero nosotros lo lograremos —replicó Hugo—. ¿Verdad, Gabriel? —le preguntó, y aplastó su cigarrillo contra la tierra—. You never know who you are inspiring —agregó en un inglés deficiente, pero que en él sonaba como si lo estuviera diciendo así a propósito.
—¿Otra de tus frases memorables? —preguntó Domi, con uno de sus gestos de echarse el pelo hacia un costado, enrollarlo y luego desenrollarlo.
¿Quién podía entender tanto movimiento inútil?
De pronto, Gabriel levantó el rostro y vi sus ojos grisáceos por primera vez. Percibí su mirada intensa y a la vez interrogante sobre mí. Las comisuras de sus labios eran profundas, como las de un hombre mayor, y le daban a sus facciones, recias y a la vez finas, una expresión triste. Proyectaba una imagen de dominio e indiferencia. Cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí por primera vez en mi vida esa debilidad en las rodillas y esa opresión en el pecho de las cuales había leído en las novelas románticas.
—Ok, si están tan seguros, le voy a pedir a mi papá que les traiga semillas atómicas, de esas que crecen en cualquier parte, hasta en Las Flores —dijo Domi—. Él viene todos los días —agregó.
No era verdad. Al menos en las tres semanas que yo había estado en Las Flores, Domi no había recibido visitas. Pero todos sabíamos que eso no tenía importancia. Lo real era lo que nosotros hacíamos real. ¿Quién podía decir que no lo fuera? Ahí dentro la línea entre lo imaginado y lo vivido desaparecía, y aunque el encierro tuviera un alto costo, la nuestra era al fin y al cabo una forma de libertad. Podías inventar tu vida.
—¿Semillas atómicas? —preguntó una de las chicas de la corte, abriendo los ojos como si estuviera frente a una aparición de la Virgen María.
—Es un decir… —replicó Domi contrariada.
Clara, desde su tímida distancia, miraba a Gabriel expectante, las mellizas movían las caderas como sirenas y Domi aguardaba a que Gabriel le agradeciera su ofrecimiento. Era evidente que todos estábamos atentos a cada uno de sus gestos y miradas, y nos disputábamos el honor de recibir su atención.
En un momento, Gabriel apoyó la pala en el suelo y volvió a mirarme. Sus ojos poseían una extraña suspicacia que los volvía aún más inquietantes.
—Tú eres la hija de Julián Agostini, el aviador, ¿verdad? —me preguntó.
Sentí un dolor físico, como el de un golpe. ¿Cómo podía saber? ¿Cómo? Yo no había hablado de papá. Mi vida era mía y mientras estuviera resguardada en mi interior nadie podría tocarla. Por eso callaba en mis terapias. Por eso callaba siempre. Intenté abrir la boca, decir algo, pero no pude, mi corazón latía acelerado. Me sentí aturdida, asustada e insignificante. Mi agitación debió ser evidente, porque Gabriel dijo:
—Disculpa, lo siento. Es que te vi en el diario. Lo siento. —Estaba tan perturbado como yo. Avanzó un paso y tropezó con una piedra sobre la cual había una libreta de tapas negras. Recogió la libreta y enterró los ojos en el suelo.
Mi foto había aparecido en los periódicos después de la muerte de papá. Se suponía que a mis diecisiete años yo era su heredera. La depositaria del mito Agostini. El impacto de su accidente en la prensa y redes sociales, más la presión que estas ejercieron sobre mí, habían contribuido —según el siquiatra— a mi desequilibrio. Era probable que tuviera razón, pero él no sabía lo esencial. Nadie sabía que yo era la responsable de su muerte. Eso nadie lo sabía. Nadie.
—Está bien, está todo bien —dijo Hugo, y puso la mano en el hombro de Gabriel.
Yo corrí hacia el lugar donde Gaby y la auxiliar continuaban parloteando. No quería que nadie me viera llorar.
De vuelta en nuestro piso me oculté bajo las sábanas de mi cama. La luz de la tarde me hería. Todo me hería. Me dio rabia pensar que estaba lejos de curarme. Esa noche agradecí la doble ración de somníferos que me dieron en La Fila de las Ilusiones. Necesitaba borrar mi conciencia, olvidar. Después de la muerte de papá, dejé de dormir para no tener que soñar. En los sueños su avión volvía a caer una y otra vez.
Cuando cumplí trece años, papá me enseñó a pilotear su Pitts Special. Nuestro gran anhelo era hacer juntos la ruta de Amelia Earhart, la aviadora estadounidense que en 1937 desapareció en el océano Pacífico. Soñábamos con llegar hasta Howland, la isla donde ella debía cargar combustible para seguir su viaje alrededor del mundo. La isla que nunca alcanzó. Queríamos aterrizar ahí y nombrarnos depositarios del espíritu de la gran Amelia Earhart. Terminaríamos el viaje siguiendo la línea ecuatorial, tal cual ella lo había planificado. Pero papá se había ido antes. Y yo tenía pesadillas. Por eso no podía permitirme dormir. Fue Clara quien me reveló que con Las Pastillas del Sueño Feliz no soñabas. Entonces comencé a aguardar con ansias esas siete horas en que el dolor desaparecía.