LA SEGUNDA VEZ QUE NOS BESAMOS

Gabriel y yo nos encontramos de pronto solos en medio de esa masa danzante. Me abrazó fuerte y me levantó del suelo. Así dimos vueltas. La bola de espejos proyectaba sus estrellas sobre ese instante que contenía la vida entera. Cuando me devolvió al suelo estaba mareada.

Me era difícil aceptar que Gabriel estuviera ahí para mí y sonriera para mí y cantara Tell me para mí. Por un instante tuve la sensación de que estábamos en un jardín en el fondo del mar. Acercó su rostro y rozó mis labios con los suyos. Ese contacto tibio y fugaz, como de plumas, hizo que una energía desconocida recorriera mi cuerpo. Necesitaba más. Pero él permanecía quieto, mirándome con una expresión que no lograba descifrar. Pensé que tal vez había hecho algo mal.

Mi experiencia en esas lides era más que escasa. Un solo chico, el que peor jugaba fútbol, el más tímido, el que menos sabía de las «artes amatorias» de todo el curso, de todo el colegio, de toda la tierra, él justamente, me había besado en una fiesta, y había sido tan ridículo, tan poco fluido, que al terminar, ambos enfilamos en direcciones opuestas de la sala de baile. No volvimos a hablarnos.

Pero esa mirada de Gabriel podía significar algo mucho peor. Él tal vez pensaba lo mismo que yo había pensado todo ese tiempo. Quizá él también temía herirme con su historia, con los coletazos de dolor que debía producir en los seres que le rodeaban.

—¿En qué piensas, Gabriel Lemuria? —me animé a preguntarle.

—Que eres lo mejor que me ha pasado. —Me rodeó la cintura y me arrimó hacia él. Estábamos en un rincón de la sala y, sin soltarme, sin despegar sus ojos de los míos, me guio hasta el muro y me apoyó de espaldas a la superficie de cemento. En la oscuridad, su rostro cobró una expresión particular. Se ciñó contra mi cuerpo hasta que fui incapaz de moverme, hasta que me tuvo apresada entre el muro y él. Sus caderas comprimidas contra las mías, su aliento caliente sobre mi rostro. Me besó en los ojos, en la comisura de los labios, en el cuello, introdujo su lengua en mi boca y me besó con una intensidad que hacía que las piernas me flaquearan, que la cabeza me diera vueltas, que perdiera la conciencia del tiempo, del lugar, solo él y yo, su boca en mi boca. Fue un beso profundo, desbocado, impresionante.

Cuando nos desprendimos, ambos reímos, solo reímos, como si no hubiera otro lenguaje que el de besarnos y reírnos. Seguimos bailando pegados a la muralla y luego nos desplazamos hacia el centro de la pista, dando vueltas, mientras desde los parlantes sonaba Five more hours.

—Besas de maravilla, Emilia Agostini— me dijo al oído.

Continuamos bailando. Mientras lo único que yo deseaba era que volviera a llevarme al Rincón de Los Besos y que metiera su lengua en mi garganta. Me abrazó fuerte y murmuró:

—No hay nada que puedas hacer Emilia Agostini, nada, nada.

Y volvió a besarme. Nuestros cuerpos se movían cada vez más armónicos, más acompasados. Parecía que hubieran estado siempre juntos, danzando y deseándose.

No sé cuánto tiempo estuvimos así, hasta que en un momento nos dimos cuenta de que el galpón estaba casi vacío. Unas pocas parejas de hombres se besaban en los rincones.

—¿Dónde está Gogo? —le pregunté.

Miramos a nuestro alrededor y no lo vimos por ningún lado. Comenzamos a recorrer el lugar. El pasillo por donde habíamos entrado, el bar, y luego volvimos al centro de la pista vacía. Le preguntamos a cuanto tipo solitario encontramos si había visto a un chico delgado, bajito, vestido con terno y camisa, y los tipos, desde sus distancias ebrias, nos respondían que no, que no habían visto a nadie. Pronto, Gabriel y yo corríamos de un lado a otro buscando a Gogo en los baños, en las escaleras, en los escondrijos más oscuros, hasta que la música se detuvo. Se encendieron las luces y el galpón emergió en todo su patetismo. Los muros descascarados y húmedos, vasos de cartón, orina, vómitos.

Un hombre con una gran panza, barba, camiseta negra y shorts que le llegaban más abajo de las rodillas salió de la barra y comenzó a expulsar a los últimos solitarios. Le preguntamos por Gogo y se largó a reír.

—Aquí todos los pendejos son iguales. Calientes y borrachos.

—Pero tiene que acordarse, un chico bajito de terno, que tomaba Coca-Cola.

—Les digo que no, y no hueveen más —gritó.

Gabriel lo agarró de la camiseta, y el tipo, aunque era más bajo que él, hizo el amago de pegarle. Yo tomé a Gabriel de un hombro, desesperada.

—Vamos, por favor, vamos.

—¡Fuera! —gritó el tipo propinándonos un último empujón que nos dejó en una calle tan desierta y mugrienta como el galpón.

Amanecía.

En la esquina, nos topamos de bruces con tres sujetos que caminaban a paso rápido, cimbreando el cuerpo con aire de desafío. Ellos y nosotros nos asustamos. El más bajo tenía las piernas arqueadas, ojos de rata y una nariz ganchuda y chueca, como si alguien se la hubiera partido. Sus jeans estaban manchados de sangre. Nuestras miradas se cruzaron y él se detuvo, retador. Los otros continuaron caminando.

—¡Esta mina me miró en mala onda! —gritó con una expresión de desprecio. Intentó pescarme del brazo, pero Gabriel se interpuso. Olía a trago y a mierda.

—No huevís, está tan borracha como tú, apúrate —le gritó uno de sus amigos, y tambaleándose, el sujeto corrió a reunirse con ellos.