—Gabriel, ¿qué es un algoritmo? —le preguntó Clara una tarde, mientras conversábamos en nuestra Lemuria.
—¿Bromeas?
—Quiero saber. En serio.
—Yo también —señalé.
—Y yo —agregó Gogo.
Gabriel se quedó pensando por un segundo, tal vez en la forma más fácil de explicarle a gente como nosotros, un tema que para él resultaba tan natural como respirar.
—A ver, básicamente un algoritmo es una sucesión de instrucciones que debes seguir para solucionar un problema. Es también una manera de pensar. Todo puede llevarse a la forma de un algoritmo.
—Eso es imposible —dijo Gogo.
—Pero si todos los usamos. Por ejemplo, la multiplicación y la división son algoritmos. Claro, hay otros más complejos. Un buen algoritmo puede valer millones. Yo hice uno para definir las mareas.
—¿Tú? —preguntó Clara, riendo.
—Sí, yo, yo mismito —dijo, y todos reímos.
—¿Y te pagaron por él? —preguntó Gogo.
—Bastante —dijo Gabriel—. De hecho, ¿se acuerdan cuando les hablé de Lemuria?
Todos asentimos.
—Justamente en eso estoy trabajando ahora, en un algoritmo que defina dónde cayó el avión de Amelia.
—¿Y eso se puede calcular?
—Obvio, es cuestión de considerar las variables adecuadas. Según mi algoritmo, Amelia cayó a cuarenta metros de Lemuria.
—Pero, Gabriel, para eso tendrías que estar seguro de que Lemuria existe —dijo Gogo. Se tocó la gruesa cicatriz que cruzaba su frente, como recordando que estaba ahí. Era un gesto frecuente en él.
—Es verdad —declaró Clara—. Hablas de todo esto con una convicción casi sospechosa.
—Llevo años estudiando los lugares legendarios, y Lemuria es uno de los más interesantes —replicó Gabriel con seguridad—. Desarrollé dos algoritmos que están relacionados entre sí. Uno prueba la existencia de Lemuria, y el otro que el avión de Amelia cayó ahí. Combiné el tiempo que Amelia estuvo en el aire, la distancia que recorrió, el momento exacto cuando Betty perdió contacto con ellos, y otras tantas variables. Recuerden que las últimas palabras que alcanzó a escuchar Betty fueron: «Déjate flotar, ya casi llegamos». Esas palabras solo pueden significar una cosa: que Amelia y Noonan estaban a punto de llegar a tierra. Y esa tierra era Lemuria.
—¿Pero cómo durante todos estos años a nadie se le ocurrió? —preguntó Clara—. Es súper raro. De seguro que la marina estadounidense los buscó por todas partes.
—Me encanta que hagas esa pregunta, Clara, porque de eso se trata todo, todo, todo —señaló Gabriel con vehemencia—. La realidad está compuesta por mil dimensiones, y los humanos solo alcanzamos a percibir algunas de ellas.
Yo me había quedado en silencio. Asimilando sus palabras.
—Gabriel, ¿te das cuenta de lo que hiciste? —dije de pronto—. ¡Probaste la existencia de una isla legendaria y, además, resolviste el enigma más grande de toda la historia de la aviación! ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta? —repetí casi gritando—. Vamos a encontrar Lemuria —continué exaltada—. Imagínate, cuatro chicos salen a buscar la tierra perdida donde cayó Amelia Earhart. Será una bomba. Todos querrán ser parte de nuestro proyecto.
—¡Emilia! —me llamó la atención Gabriel—. Cuatro loquitos de Las Flores emprenden un viaje en busca de los restos de Amelia Earhart, que los gobiernos de al menos cinco presidentes de Estados Unidos no pudieron encontrar. —Puso los ojos en blanco y movió la cabeza a un lado y a otro.
—Yo no lo encuentro nada de loco —dijo Clara—. Es increíble. Definitivamente quiero ser parte de este proyecto.
—¡Y yo! —exclamó Gogo.
—Bueno, es cierto que Lemuria existe y probablemente es el único pedazo de tierra donde el ser humano no ha puesto nunca los pies —concedió Gabriel.
—Y nosotros cuatro seremos los primeros en poner nuestros piececitos ahí —señalé.
—Si usted lo dice, señorita Agostini.
Sí. Estaba decidido. Encontraríamos Lemuria y saldríamos todos juntos del cerco de la soledad.