Gaby me llamó con un gesto de la mano desde la puerta.
—El doctor Canales quiere hablar contigo. —Sacó de su bolsillo una barrita de chocolate y me la extendió—. ¿Quieres?
Los chocolates y cualquier alimento que contuviera un exceso de azúcar no eran bienvenidos en Las Flores. Interferían con los medicamentos. Por eso, que Gaby me ofreciera un chocolate era algo en extremo inusual y solo podía indicar que lo estaba usando como una forma de prepararme para lo que vendría.
—No, gracias —dije. No iba a venderme por tan poco. Quería explicaciones, no «reconfortadores».
Atravesamos las dos puertas de seguridad y bajamos las escaleras enrejadas al primer piso. El corazón me daba tumbos. Me hizo pasar a la consulta del doctor Canales, se quedó fuera y cerró la puerta tras de sí.
—Emilia, ¿cómo se siente? —me preguntó el doctor Canales, al tiempo que se levantaba de su escritorio.
Hice un gesto ambiguo con la cabeza.
—Me imagino que ya intuye que algo le ocurrió a Hugo, ¿verdad? —Los tendones de su cuello revelaban su zozobra.
—Sí —afirmé con un hilo de voz.
—Quiero que se lo tome con calma. Debe saber que ni usted ni Gabriel son responsables de lo que le pasó. Hugo tenía dieciocho años, era mayor de edad, y desde el minuto en que accedió a salir de Las Flores, sabía que corría un riesgo muchísimo mayor que ustedes. —Volvió a sentarse y me miró. Se veía conmocionado.
—Hugo murió. Lo asesinaron.
Eso dijo, y luego calló. Y yo con él. El silencio era tan profundo que podía oír el tic tac del reloj sobre su cabeza.
—Eso es imposible —musité—. Es imposible. Gogo no está muerto, Gogo está en algún lugar, debe ser otro chico, no Gogo, no Gogo, no Gogo.
—Lo siento —dijo el doctor Canales, y emitió un suspiro sofocado.
—Quiero vomitar.
—Venga —me tomó de los hombros y me abrió la puerta del baño de su consulta. Se quedó en el quicio, de pie, mientras yo, de rodillas frente al WC, intentaba que algo saliera de mi garganta. Mi cuerpo convulsionaba, y en cada convulsión, algo dentro de mí se desgarraba. No. Gogo no estaba muerto. Me faltaba el aire. Gogo y sus Primeras Palabras, Gogo y la sonrisa que nos dedicó antes de desaparecer, esa sonrisa que estaba llena de esperanza y a la vez de resignación. ¿Qué quería decirnos? ¿Acaso ya sabía? ¿Sabía que al separarse de nosotros todo se precipitaría hacia el fin? Un líquido amarillento salió de mi garganta, era ácido y de un olor intenso. No parecía provenir de las tripas, sino de algún lugar más recóndito. Me limpié la boca y me levanté apenas. El doctor Canales tiró la cadena del escusado y me ayudó a llegar hasta el asiento frente a su escritorio.
—Yo lo vi, estaba tan feliz —dije.
Sentí cómo las lágrimas resbalaban por mis mejillas, las orejas, la barbilla, empapando mi cuello, pero continué hablando, como si las palabras fueran la única forma de deshacer la realidad.
—Gabriel le compró un traje, porque Gabriel es millonario, ¿sabía? Se veía increíble, sí, estaba tan feliz, hubiera visto qué bien le quedaba, y cómo bailaba, todos lo saludaban, y solo tomaba Coca-Cola, solo Coca-Cola, incluso cuando Gabriel pidió champán, incluso ahí, él no quiso tomar…
Los labios me ardían, salados.
—Lo siento, Emilia —volvió a decir el doctor Canales, interrumpiendo mi palabrería—. Hugo había ingerido grandes cantidades de alcohol y seguramente otras sustancias. En esas condiciones no podía ofrecer resistencia. Lo encontraron a la mañana siguiente en un callejón. Ya estaba muerto.
Mi cabeza, como un globo, gravitaba sobre nosotros, incapaz de asentarse. Y volaba, volaba lejos, donde el aire pesado y las palabras del doctor Canales no la alcanzaban. Volaba por las calles y las plazas, y llegaba a mi pieza, la de mi casa, y se metía bajo las sábanas en cuya oscuridad todo desaparecía.
Sentí que alguien metía su mano a través de mi esófago, cogía mi corazón y mis tripas y los tiraba hacia afuera por mi boca. Grité, grité, perdí la conciencia del espacio, del tiempo, solo mi grito que descargaba ese veneno letal que me comía por dentro.
Gaby entró con uno de los vasitos de plástico de la Fila de las Ilusiones. Imaginé que se trataba de clorpromazina. Nunca antes me la habían dado, pero todos hablaban de ella. Eché la cabeza hacia atrás y me la tomé de un trago. Era amarga y pegajosa. Y luego vino el golpe, como el de una gigantesca ola.