NUNCA OLVIDARNOS

La noche previa a dejar Las Flores, Clara, Domi y yo salimos al jardín. Por la tarde había corrido un viento tibio y ahora el aire estaba quieto, como si una tormenta sostuviera el aliento para echarse sobre nosotras.

Habían ocurrido tantas cosas desde esa primera noche que Clara, Gogo, Gabriel y yo habíamos salido. La Clara que ahora tenía al frente, que miraba hacia el cielo y respiraba hondo, absorbiendo su misterio, no era la misma de ese tiempo. Menos aún, Domi. Ninguna de nosotras lo era. Todas habíamos cambiado. Y ahí estábamos, corriendo hacia Lemuria mientras Clara gritaba:

—¡La que llega primero se queda con la silla de Gogo!

Domi, que nos llevaba varios centímetros de piernas, nos adelantó y con un gesto teatral se dejó caer en la silla. Encendió un cigarrillo y echando el humo hacia arriba, al modo de las estrellas de cine antiguas —las modernas no fuman— dijo:

—Señorita Agostini, no sé si usted está consciente de la vida que la espera: fiestas, drogas, sexo… la trilogía que responde a la sigla de FDS. —El extremo de su cigarrillo brilló en la oscuridad con un resplandor naranja.

—La verdad es que no —sonreí—. Me imagino una deliciosa tina caliente, o que por fin voy a poder depilarme sola sin que nadie me mire. Esas cosas, ya sabes, tonteras de la vida en libertad.

Por un lado, ansiaba volver a casa, reanudar mi vida junto a Tommy y a mamá, pero por otro, temía encontrarme con los sentimientos que había dejado encerrados entre sus paredes. Me atemorizaba también volver a lidiar con la vida.

Un perro ladró, y sus ladridos se propagaron en oleadas sobre los árboles y los senderos, sobre las grúas de la construcción y los cerros al otro lado del muro.

—Es hora de que lo vayas considerando. Sígueme. —Se levantó de la silla y yo obedecí—. Clara, ¿qué tal uno de tus poemas/rap?

—Por qué no —replicó Clara, y se sentó en la silla de Gogo.

Me haces falta / con mucha premura /

me como una palta / y pierdo la cordura

Domi se sacó las zapatillas y se puso a bailar. Llevaba unos jeans ajustados y una polera que dejaba al descubierto su estómago plano y una argolla en el ombligo.

Te miro al revés / con ojos largos / y pasa todo un mes /

con resultados magros

Domi comenzó a cantar. Volvía cada frase de Clara en canción. Tenía una voz tremenda, brillante y cálida. Toda una revelación.

—Mueve las caderas con actitud —continuaba Domi, mientras yo intentaba seguirla. Domi cimbreaba sus caderas y daba pasos a un lado y al otro, cantando y desplegando los brazos, muy fuera de mi estilo «no-estilo».

No tiene sentido / tanta tontera /

suelto un bramido / sin anteojeras

Poco a poco me fui soltando. Recordé la noche en que Gabriel y yo bailamos hasta la madrugada. La noche en que Gogo desapareció, la noche en que hicimos el amor por primera vez. Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero seguí bailando. Seguí, seguí, y mi pequeña vida comenzó a desfilar ante mis ojos. Vi la sonrisa de papá cuando emprendió su último vuelo, vi los aviones temblando en la oscuridad de mi cuarto, vi a Gabriel, sus lágrimas mojando mi cuello, vi el cielo, amplio, infinito, que me aguardaba allá Afuera, todo eso vi.

La oscuridad se iluminó por un rayo tan amarillo como el azufre, y a los pocos segundos un trueno resonó en la distancia. Un aguacero cayó sobre el jardín, sobre sus árboles, sobre lo que había sido mi vida en esos meses. Un aguacero a fines de noviembre.

—¡Esto es increíble! —exclamó Domi, sacándose la camiseta.

Sus gigantescas tetas brillaron en la oscuridad. También Clara y yo nos desprendimos de nuestra ropa y dejamos que el agua nos mojara. Las ramas de los árboles se agitaban en el aire nocturno. Corrimos hacia la casa, empapadas. Cuando estuvimos dentro, nos abrazamos, así, medio desnudas, y nos prometimos nunca olvidar esa noche. Nunca olvidarnos. Nunca.