Prólogo

Londres, 1747

El grito agónico y desgarrador rasgó el aire viciado de la habitación, y sus ecos flotaron hasta la silenciosa biblioteca donde el conde aguardaba nervioso.

Su esposa se encontraba en esos momentos dando a luz a su primogénito, y no había dejado de sudar desde que ella había comenzado con los dolores. De tanto en tanto, alcanzaba a oír los espantosos sonidos que llegaban desde la habitación de la condesa; unos gritos que le helaban la sangre y le hacían repetir en su interior, como una letanía, «nunca más, nunca más», mientras apuraba otra copa de coñac.

Sabía que debía aguardar pacientemente hasta que alguien viniera a avisarle del nacimiento de su hijo pero, tras el último grito, se levantó de nuevo y abrió la puerta de la biblioteca. Una criada atravesó presurosa el vestíbulo y subió la gran escalinata de mármol hasta la primera planta, donde se situaban los aposentos de su esposa. El estómago se le encogió de aprensión. Diana había tenido molestias en la última etapa de su embarazo, por eso el médico de la familia, Sir Joseph Garrod, le había recomendado reposo. A pesar de haber seguido la prescripción pautada, eso no impidió que el nacimiento ocurriese un mes antes de lo previsto.

Sin importarle las convenciones sociales, y preocupado tan solo de la suerte de su esposa y de su hijo, el conde abandonó su refugio. Subió de dos en dos las escaleras y prosiguió por el largo pasillo hasta la habitación que ocupaba la condesa. Un quedo murmullo llegó hasta sus oídos, aunque no alcanzó a distinguir lo que las voces decían. Sin embargo, sí pudo a oír el suave gemido femenino que hizo que el corazón se le encogiera. Apoyó la frente y las palmas de sus manos contra la fría madera de la puerta, y se preguntó cuánto más duraría aquel infierno.

Theodore William Cavendish, conde de Rothwell, se había casado por amor. Conocía a Diana casi desde que eran niños, y siempre había sabido que se casaría con ella. La fortuna había querido que, siendo ambos unos adolescentes, ella le revelase que sus sentimientos eran correspondidos. Después de un casto y dulce beso otorgado tras los grandes rosales del jardín de Rothwell House, se comprometieron en secreto. Él, dos años mayor que Diana, le aseguró que se desposarían apenas ella cumpliera los dieciocho, y después de haber disfrutado de su primera temporada social. Este resultó un periodo duro para Theodore, reconcomido por unos celos negros, pues Diana se había convertido en una mujer muy hermosa. Sus ojos verdes hechizaban a jóvenes, y no tan jóvenes, en cada baile al que asistía, y su espesa cabellera negra que enmarcaba en unos delicados tirabuzones su rostro en forma de corazón, le atraía pretendientes como moscas a la miel. Sin embargo, le bastaba cruzar la mirada con ella para saber que su corazón y su amor por él seguían intactos. No en vano, él se había convertido también en un joven apuesto, de cabello rubio cobrizo que se ondulaba rebelde otorgándole un aire de pillo, y unos ojos de un azul tan claro que evocaban una apacible tarde de verano. Al término de la temporada, y cumpliendo su promesa, se casaron en la iglesia de Saint James rodeados de sus familiares. Desde entonces, hacía ya dos años, habían sido muy felices… hasta ese momento.

Un suave clic le hizo retroceder mientras la puerta se abría apenas para permitir el paso de una joven criada, que dio un respingo al encontrarse a su señor tan cerca. Él no le dijo nada y ella titubeó unos momentos sobre la conveniencia de cerrar o no la puerta. Al final, optó por dejarla entreabierta y realizar una reverencia antes de seguir su camino en busca de más agua caliente.

El murmullo de voces que había escuchado en el interior se volvió más nítido y alcanzó a escuchar la voz de Sir Joseph.

—No lo soportará —susurró con tono grave—. Ha perdido demasiada sangre y se encuentra muy débil.

—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó una voz femenina colmada de ansiedad.

Theodore reconoció el timbre tan particular de su ama de llaves, la señora MacIntyre, una escocesa de carácter decidido y voluntad férrea que había demostrado una gran lealtad y un excelente manejo de la casa en los dos años que llevaba con ellos.

—Habrá que decírselo al conde.

El tono ominoso con el que el galeno pronunció esas palabras le hizo temer lo peor. Diana no podía morir; él no soportaría una vida sin ella. Empujó con suavidad la puerta y avanzó unos pasos hasta situarse bajo el dintel de la misma. La pareja que cuchicheaba se volvió hacia él, sorprendida, pero no les prestó atención. Su mirada se dirigió hacia la gran cama con dosel en la que yacía inmóvil su esposa. Una gran mancha de color rojizo se extendía sobre la blancura de seda de las sábanas mientras una mujer colocaba más paños intentando contener la hemorragia. La habitación olía a sudor, a sangre y a muerte. La palidez en el rostro de Diana hizo que el corazón se le detuviera en el pecho, y se volvió hacia el médico con una muda interrogación en la mirada.

—Solo está inconsciente —respondió este como si le hubiese hecho la pregunta—; el parto ha sido difícil y ha perdido mucha sangre.

El conde asintió con la cabeza al tiempo que el alivio lo inundaba. Tragó saliva para deshacer el nudo que le apretaba la garganta antes de volver a preguntar.

—¿Y el niño?

Sir Joseph intercambió una mirada con el ama de llaves, a la que esta respondió con un casi imperceptible asentimiento. Entonces el hombre le hizo un gesto para que abandonasen la habitación.

—¿Hay algún lugar en el que podamos hablar? —le dijo apenas salieron al corredor—. Necesito explicarle algo.

El conde encabezó la pequeña comitiva hasta una coqueta salita que la condesa solía usar como despacho.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, el conde se giró y clavó sus ojos azules en el médico, con tal expresión de ansiedad que este apartó, incómodo, su mirada. Las oscuras ojeras que rodeaban sus párpados daban fe de la difícil situación a la que llevaba enfrentándose desde hacía varias horas; sin embargo, su preocupación no se debía al duro trabajo, sino a la noticia que estaba a punto de dar.

Sir Joseph se frotó el puente de la nariz con gesto cansado. Tenía cincuenta y seis años, y llevaba la mayor parte de ellos ejerciendo como médico de la familia Rothwell. Había asistido en el parto a la condesa anterior, y había ayudado a traer al mundo al actual conde. Lo había atendido cuando, de niño, se rompió un brazo, y cuando padeció aquellas fiebres malignas que casi lo consumieron. Conocía muy bien a Theodore y lo consideraba casi un hijo, más aún desde que sus padres fallecieron, por eso sabía el dolor que sus palabras le iban a provocar. Prefirió no andarse con rodeos.

—El bebé ha muerto. Era una niña.

Un silencio denso se cernió sobre la lujosa estancia que conservaba un delicado aroma a jazmines, las flores favoritas de la condesa.

El conde no varió la expresión de su rostro, pero apretó los puños con fuerza para controlar sus emociones. Sir Joseph notó el gesto y sintió una pena profunda. Lo peor estaba por venir.

—Comprendo. Podremos… —Hizo una inspiración profunda—. Podremos tener otros.

—Theodore —le dijo, imprimiendo en aquel nombre todo el cariño y la compasión que sentía por él—, Diana no podrá tener más hijos. Era lo único que podíamos hacer para salvarla.

—¡Dios mío! —exclamó con dolor al pensar en su mujer, y su semblante palideció—. Ella está bien, ¿verdad? Va a estar bien, ¿no es así?

—No te voy a mentir, hijo, ha perdido mucha sangre. La recuperación será lenta, pero hay una cosa que me preocupa. —Volvió su mirada hacia el ama de llaves y esta hizo un gesto para animarlo a continuar—. Diana hizo un esfuerzo enorme para traer a su hija al mundo, y creo que ha sido el amor por ella lo que la ha mantenido viva. Se desmayó antes de saber que la pequeña había muerto. Me temo que la condesa morirá de pena si se entera; dejará de luchar por su vida.

El conde cerró los ojos y los apretó con fuerza. Cuando volvió a abrirlos, en el azul intenso de su mirada brillaba una decisión.

—No lo sabrá —sentenció con la voz enronquecida—. Nunca se enterará de que nuestra hija ha muerto.

Sir Joseph parpadeó confuso.

—Pero…

—Usted ocúpese de que mi esposa se recupere. La señora MacIntyre me acompañará a un orfanato.

—¿Qué va a hacer? —le preguntó el médico, algo sorprendido.

—Voy a traerle a Diana una niña, su hija —aseguró con una rotundidad que no admitía réplica—. Este secreto jamás debe salir de estas cuatro paredes, ¿queda claro?

Tanto el ama de llaves como el galeno asintieron. Este último comprendió que no era el joven Theodore el que hablaba, sino el conde de Rothwell, que en el espacio de unos pocos minutos parecía haber envejecido prematuramente.

El médico suspiró con pesar al verlo abandonar la habitación seguido de cerca por la escocesa. Esperaba fervientemente que el conde no tuviese que arrepentirse más tarde de su decisión. Los orfanatos de Londres estaban atestados de huérfanos, en su mayoría hijos de campesinos pobres, soldados, mercaderes, prostitutas e, incluso, de nobles que no aceptaban la bastardía. La vida de esos niños en aquellos establecimientos era un infierno. Maltratados, desnutridos y explotados como mano de obra, no tardaban en morir. No le sería fácil a lord Rothwell conseguir un recién nacido. De cada doce niños que fallecían en aquellos lugares abandonados de la mano de Dios y de los hombres, once eran bebés de pocos días. Sin embargo, por el bien de la condesa, y aun a riesgo de los problemas que podrían derivarse de aquella decisión, sir Joseph deseó de todo corazón que lo consiguiera.

***

Las calles de Londres a aquellas horas de la noche se hallaban prácticamente vacías, salvo por los borrachos y las prostitutas que pululaban como luciérnagas desvaídas por los rincones más oscuros del peor barrio de la ciudad.

El ruido que provocaba el traqueteo del carruaje sobre los sucios adoquines contrastaba de forma ominosa con el silencio que imperaba en el interior del mismo. La señora MacIntyre lanzó una mirada de reojo al conde y sintió una profunda compasión por él al notar la desesperación que lo embargaba. Habían visitado ya más de cinco orfanatos sin resultado. Cuando se detuvieron frente al destartalado edificio de Saint Michael, rogó al cielo para que allí pudiesen encontrar lo que buscaban.

El cochero, un hombre de confianza del conde, descendió del pescante y abrió la portezuela para ayudar a bajar al ama de llaves. La mujer había tenido que insistir mucho para convencer al conde de que no se dejase ver en ninguno de los establecimientos hasta que ella no le hubiese confirmado que tenían una niña para él; de otro modo, los rumores podrían extenderse y sería fatídico para sus propósitos.

Se acercó a la puerta e hizo resonar con fuerza la aldaba. Cuando, transcurridos más de cinco minutos de espera, alguien acudió a su llamada, apareció ante sus ojos una mujer de mediana edad, entrada en carnes y con el rostro avinagrado.

—Vengo en busca de un recién nacido. Una niña.

—Estas no son horas —replicó la gobernanta con dureza al tiempo que se arrebujaba un poco más en el chal que cubría su blanco camisón.

La escocesa no se amilanó por la respuesta cortante. Una esperanza se había encendido en su pecho cuando la mujer no negó que hubiese recién nacidos en la institución.

—Tiene que ser ahora —insistió con determinación mientras ponía una mano sobre la puerta para evitar que la mujer la cerrase. Esta entrecerró los ojos y evaluó al ama de llaves y el carruaje que esperaba detrás de ella. Los ojillos le brillaron con codicia.

—Le costará una buena suma de dinero.

—¿Tiene una niña recién nacida?

—Puede ser —repuso la mujer con expresión taimada.

—¿La tiene o no? —la presionó la señora MacIntyre perdiendo la paciencia.

—Sí, nos ha llegado una hoy —le espetó con acidez—, pero no pensará que le voy a dar a la criatura así como así.

—Prepárela para que me la lleve —le ordenó.

—Tendrá que pagarme mil libras por ella.

Sara MacIntyre hizo un esfuerzo por controlar su genio. De otro modo, habría abofeteado a la mujer.

—Le pagaré —respondió entre dientes—, pero la quiero aquí en cinco minutos.

La gobernanta desapareció en el oscuro interior del edificio y no tardó en reaparecer con un pequeño bulto entre los brazos envuelto en burda tela. Abrió los ojos sorprendida al ver al caballero, bien vestido, que acompañaba a la escocesa. Maldijo para sus adentros al percatarse de que podría haber pedido más dinero. Tal vez todavía pudiera hacerlo. Apretó el bulto contra su pecho, como si temiese que se lo fueran a arrebatar.

—Serán dos mil libras.

El conde dio un paso amenazante en dirección a la mujer, que reculó atemorizada.

—Usted ha dicho mil libras, y eso es todo lo que conseguirá, a menos que prefiera que la acuse ante los jueces de vender a los niños por sumas elevadas.

La gobernanta intentó defenderse.

—Yo no vendo… —Cerró la boca al comprender que sería inútil y, quizás, hasta perjudicial. Aquel hombre era un aristócrata. Tenía poder suficiente como para que la mandara ahorcar. Se tragó el amargo sabor de la bilis y cabeceó para manifestar su acuerdo.

—Deme a la niña —le ordenó el conde.

Ella lo miró con desconfianza.

—¿Y el dinero?

—Tendrá su maldito dinero cuando me haya entregado a la niña y haya firmado este documento —le dijo, mostrándole unos papeles.

De mala gana y murmurando por lo bajo, entregó la niña. El ama de llaves se apresuró a tomarla para que la mujer pudiera firmar el documento que el conde había preparado, en el cual se dejaba constancia de la transacción realizada y del deber de cualquier miembro de la institución de guardar el secreto al respecto. La gobernanta lo firmó, y luego aferró con codiciosa avidez el pagaré que el conde le extendió.

—Si alguna vez me entero de que usted revela algo de lo sucedido aquí esta noche, tenga por seguro que se lo haré pagar de una forma lenta y dolorosa. ¿Me ha comprendido?

El tono calmado en el que el hombre había pronunciado su amenaza imprimió más miedo en su cuerpo que sus palabras. Asintió temblorosa y contempló cómo la pareja subía al carruaje y desaparecía en la mal iluminada noche londinense.