Capítulo 11

Victoria cerró los ojos.

No quería ver el rechazo en los de él. Cuando notó cómo sus manos la soltaban, el corazón se le desgarró por la pérdida, pero ya no había marcha atrás. Ahora ya no tenía nada ni a nadie, más que a sí misma. Jamás se casaría, no si existía el riesgo de que algún día sus orígenes saliesen a la luz. No abandonaría al conde, le debía mucho; más bien, dedicaría su vida al proyecto de caridad que él había fundado, y cuyo primer miembro, aun sin saberlo, había sido ella misma.

—¿Puedes explicarme lo que has dicho? —La voz de James sonó tensa.

Si ella le contaba lo que sabía, probablemente no volvería a verlo o, al menos, él no querría volver a hablar con ella. ¿No era eso mismo lo que había pretendido cuando le aseguró a Arabella que quería olvidarse de James? Sin embargo, qué difícil resultaba aceptarlo cuando todavía tenía en su boca el sabor de sus besos. Un recuerdo exiguo para una condena tan larga a la soledad.

A pesar de todo, debía hacerlo. Tenía que contárselo, no podía ni quería engañarlo. Respiró profundamente y abrió los ojos para clavarlos en él. Una vez más, quedó sobrecogida por su belleza. Era hermoso, aunque quizás a él no le gustaría oír esa palabra aplicada a su persona, pero lo era. Asemejaba a un dios nórdico, con su fuerza vital contenida en un cuerpo atlético de músculos perfilados, su destacada altura, el cabello rubio, sus ojos aguamarina y una sonrisa devastadora que, en ese momento, permanecía ausente de su rostro. Se grabó la imagen para tenerla siempre en la mente y en el corazón, sobre todo, cuando la soledad le pesase.

—No soy la hija del conde de Rothwell —repitió, esa vez con voz más firme. Las lágrimas de nada le servirían—. Anoche, durante el baile de máscaras, un caballero me entregó una nota. En ella me desveló el secreto de mis orígenes. Nací… —Hizo una pausa y tragó saliva junto con la amargura que destilaban sus propias palabras—. Nací en un orfanato. El conde me compró por una suma de dinero y me crio como hija suya.

James contempló a su prima por un largo instante. Con la barbilla elevada, su elegante vestido de muselina y sus manos blancas y delicadas cruzadas sobre el regazo, ofrecía la perfecta estampa de una dama de buena cuna. Sin embargo, no lo era. Y James sabía que, en la alta sociedad londinense, la sangre pesaba mucho. Si se llegaban a descubrir los orígenes de Victoria, se vería condenada al ostracismo. Se convertiría en una paria social.

—Alguien te está chantajeando —supuso—, por eso vendiste tus joyas.

Victoria asintió. No le extrañó que él no le preguntase al respecto de su nacimiento, sabía lo importante que era para James el honor de su familia, el respeto por el apellido que llevaba con tanto orgullo y que jamás sería capaz de traicionar. Pero le sorprendió su rostro inescrutable en el que parecía imposible leer cualquier emoción. Si había sentido algo al escuchar sus palabras, no lo manifestó.

—El hombre me pidió una suma de dinero a cambio de su silencio —admitió.

—Lo primero que vamos a hacer es comprobar la veracidad de la información que aparecía en la nota.

—¿Vamos? —inquirió ella con tono de incredulidad. No podía permitir que se involucrase en el asunto. Quizás el chantajista era un hombre peligroso—. No, milord, puedo librar mis batallas yo sola.

—No dudo de que puedas hacerlo, pero yo pienso ayudarte, te guste o no. Y haz el favor de dejar de llamarme milord —replicó molesto.

Victoria dejó escapar un resoplido de exasperación que él ignoró ampliamente.

—No sé quién te has creído que eres…

—Sencillamente, el marqués de Blackbourne, querida —contestó mientras retiraba una pelusa imaginaria de su chaqueta.

—Eres un hombre arrogante y prepotente, James Marston —le espetó con las manos apretadas en puños.

—¿No eras tú la que siempre me estaba molestando para que no me acomodase en la vida? —la provocó—. Y ahora que se me ofrece la oportunidad de una aventura, de hacer algo bueno, ¿tú quieres que me retire como un cobarde?

—No se trata de eso —lo corrigió con impaciencia—, pero esto no es un juego. Tú… tú no lo entiendes.

Él se acercó y tomó con suavidad su rostro entre sus manos.

—¿Crees que no es importante para mí? —la interrogó en un tono cargado de dulzura mientras sus pulgares le acariciaban las mejillas—. Victoria, eres parte de mi familia, y me preocupa todo lo que te suceda. Déjame protegerte.

—Pero es que eso ya no es cierto —musitó—. Yo ya no soy…

—¿Qué es lo que ha cambiado, Vic? —la interrumpió—. Has vivido toda tu vida en Rothwell House y has sido criada como una dama. A los ojos de la sociedad eres la hija del conde, no importa la sangre que corra por tus venas. Y sigues siendo la misma mujer, dulce e impetuosa. —«La misma mujer que amo», añadió para sí mismo.

James no pudo resistirse a probar de nuevo el sabor de sus labios y la besó como si tuviera todo el tiempo del mundo, con tanta ternura y delicadeza que los límites del espacio parecieron difuminarse a su alrededor en el pequeño cenador.

Victoria apoyó las palmas de sus manos sobre el torso masculino para apartarlo, pero se dio cuenta de que había cometido un error. El rítmico golpeteo de aquel corazón que parecía acelerarse conforme profundizaba el beso, la envolvió en su hechizo. En aquel firme latido no había títulos, ni posiciones sociales ni riquezas. Había un hombre que la deseaba y que hacía latir su corazón femenino al unísono.

Cuando se separó de ella, James la miró largamente. Sabía que sus palabras no habían convencido a Victoria. Había sido educada como una dama, sí, pero también con todo lo que eso significaba de conciencia de su lugar en la sociedad, de orgullo por el propio apellido que engendraba una fiera lealtad. Comprendía que ahora su prima se sintiese perdida, pero él se encargaría de que todo retornase a su sitio de nuevo. Haría que volviese a sonreír.

—Enséñame la nota que te enviaron, Victoria —le pidió—. Averiguaremos quién se encuentra detrás de todo esto.

Tomó las joyas que había depositado sobre uno de los bancos y se las entregó. Ella las miró resignada y las apretó contra su pecho. Se alegraba de recuperarlas. No importaba que no fuese la verdadera hija del conde, ni por qué motivo la había acogido en su casa; para ella, lord Rothwell era y sería siempre su padre. No podía dudar del amor que le había entregado sin reservas.

Asintió con la cabeza y siguió a James hacia el interior de la casa.

—Está en mi dormitorio —le dijo cuando entraron por las puertas afrancesadas de la biblioteca.

El marqués gimió para sus adentros. En aquellos momentos tener a Victoria y una cama en el mismo espacio no le pareció conveniente. Su cuerpo dolorido la deseaba con silenciosos gritos. Anhelaba despertarla a la pasión y reclamarla como suya; quería amarla sin reservas hasta que la verdad de su amor quedase tatuada en sus corazones en un para siempre infinito. Pero sabía que aquel no era el momento. Si le decía que la amaba, Victoria creería que sus palabras estaban motivadas por un sentido del deber familiar, que se casaría con ella solo por una cuestión de honor. Sin embargo, tarde o temprano, encontraría el momento oportuno para expresarle lo que sentía.

A su mente acudió la advertencia de Robert: «No tardes en decirle a Victoria lo que sientes.». Un escalofrío de aprensión le recorrió la columna, pero no se dejó arrastrar por el mal presagio. No permitiría que nada ni nadie lo separase de ella.

Carraspeó para deshacer el nudo de deseo que cerraba su garganta.

—Creo… que será mejor que la veamos en mi despacho. Allí nadie nos molestará —le aseguró.

—La traeré, entonces.

Subió pensativa las escaleras que conducían hasta su dormitorio. Se sentía extraña y confusa por la reacción de James. No sabía qué pensar al respecto. ¿Por qué le había dado aquel último beso? Había sido muy distinto del anterior, lleno de dulzura y de algo más que no podía reconocer, pero que la había dejado temblando y llena de anhelo.

Comprendió que aquello no podía volver a repetirse, o correría el riesgo de ilusionarse y creer que los sueños podían hacerse realidad. Ya estaba viviendo una vida prestada, una de cuento de hadas, como el del señor Charles Perrault que solía contarle su padre. Cuando tenía siete años, le había preguntado a su padre por qué no se volvía a casar, para que ella pudiera tener una madre y hermanitos; el conde le había contado entonces un cuento titulado La Cenicienta, para explicarle por qué no quería casarse. Él había amado mucho a su madre, lady Diana, y no quería que nadie le quitara el cariño de su hija. A ella la explicación no le había servido de mucho, pero la historia le había encantado.

En ese momento, Victoria se sentía como Cenicienta. Vestida con un hermoso vestido digno de una princesa, había besado al príncipe de sus sueños y se preguntaba cuándo sonarían las doce campanadas del reloj y aquel hechizo maravilloso se desharía despojándola de todo y transformándola en lo que de verdad era: una joven huérfana.

Tomó la nota del cajón de su cómoda y bajó de nuevo al piso inferior para encontrarse con James en su despacho. La habitación no era demasiado amplia —supuso que porque se trataba de un espacio que no usaba con frecuencia, ya que James tenía su propio piso de soltero en el que vivía la mayor parte del tiempo—; sin embargo, era muy funcional. El mueblaje, de líneas sobrias y aspecto masculino, consistía en un escritorio grande tras el que había dispuesto un sillón de cuero de respaldo alto, un par de butacas en un rincón, alrededor de una mesita baja, y varios armarios con algunos volúmenes que Victoria estaba segura que James no había leído.

Le entregó la nota y este la leyó en silencio.

—Supongo que no reconociste a quien te la entregó —señaló apenas hubo terminado de leer el papel.

Victoria negó con la cabeza, aunque se preguntó si debería comentarle que la voz del hombre le había resultado familiar, por lo que debía tratarse de alguien conocido. Sin embargo, al no tener la seguridad de quién podía ser, declinó la idea.

—Iba disfrazado y portaba un antifaz que le cubría medio rostro.

James asintió. Recordó al hombre hablando con Victoria y cómo le había acariciado la mejilla. Tenía que ser alguien de su círculo inmediato, quizás algún pretendiente, porque no cabía duda de que aquel caballero deseaba a su prima. Frunció el ceño un momento mientras pensaba al respecto. Victoria tenía un nutrido grupo de pretendientes y admiradores, pero no podía vigilarlos a todos. Necesitaba más información para reducir el círculo y centrar su búsqueda en unos pocos.

—¿Hay algún lugar en Rothwell House en el que tu padre guarde documentos importantes?

—Imagino que en la caja fuerte —repuso, encogiéndose de hombros.

—Pues miraremos allí primero, aunque supongo que necesitaremos la clave —comentó pensativo.

—Yo conozco esa clave.

James arqueó las cejas sorprendido.

—¿El conde te permite el acceso a su caja fuerte?

—¿Por qué no iba a hacerlo? —le preguntó frunciendo el ceño, confundida—. Soy su única hija, si algo le sucede, tengo que poder acceder a todos los documentos y al dinero.

—Vaya, no es normal que una mujer…

—¿Acaso las mujeres carecemos de cerebro? —le espetó molesta. Cruzó los brazos bajo el pecho y lo miró desafiante—. No hay normal o no normal para las mujeres, solo unas normas absurdas impuestas por hombres. Déjame decirte, James Marston, que hay mujeres mucho más inteligentes que algunos caballeros que alardean de su capacidad. Tu hermana, sin ir más lejos.

—¡Bah!, Arabella es una excepción.

—No lo es —replicó indignada—, simplemente se ha atrevido a demostrar su valía, algo que deberíamos hacer todas las mujeres. ¿Piensas que, porque me gustan los vestidos, los lazos y los sombreros, no sé hacer nada más? Pues te equivocas —le aseguró al tiempo que le daba golpecitos en el pecho con un dedo—. Sé disparar mejor que muchos hombres, y me manejo bien con la espada; poseo una gran facilidad para las matemáticas y superviso las cuentas de las granjas y de los arrendatarios; y soy capaz de resolver mis propios problemas sin que tenga que venir un hombre a sacarme de ellos.

James sonreía y, cuando ella terminó de hablar, no pudo evitar soltar una carcajada. Vio que Victoria se tensaba y apretaba los labios con disgusto.

—Eres magnífica —le dijo con la intención de apaciguarla. Clavó en ella una mirada clara y profunda, y acarició su mejilla antes de añadir en un susurro ronco—: y me alegro mucho de haber recuperado a la antigua Victoria.

El rubor cubrió el rostro femenino. Por un momento había olvidado la situación en la que se encontraba, y supo entonces que James la había provocado a propósito para que reaccionase y abandonase las aguas empantanadas de la autoconmiseración en la que parecía haberse sumergido tras leer la nota.

—Gracias —musitó algo avergonzada.

James sacudió la cabeza con una sonrisa. Estaba a punto de replicar algo cuando la puerta del despacho se abrió de golpe y entró Jimmy corriendo. Llevaba el cabello despeinado y varias manchas de tierra en la cara y en la camisa. Se detuvo sorprendido cuando los vio a los dos en medio de la habitación, y miró a su alrededor percatándose por primera vez de dónde se encontraba.

Posó su mirada primero en uno y luego en el otro y, finalmente, decidió acercarse a James y aferrarse a su chaqueta.

—¿Qué sucede, Jimmy?

—Dígale que no hace falta —le rogó con ojos suplicantes.

—¿El qué no…?

Uno de los sirvientes de la casa, un tanto jadeante, lo interrumpió desde la puerta.

—Discúlpeme, milord. Necesito que el señorito Jimmy me acompañe.

—No quiero —sollozó el niño.

James dirigió una mirada perpleja hacia el criado.

—¿De qué se trata, Rhys?

El joven sirviente enderezó la columna y estiró el chaleco de su librea.

—Es la hora del baño del señorito.

—Pero yo ya me bañé ayer —se quejó Jimmy.

Victoria sonrió ante la sencillez del niño. Ahora comprendía por qué el niño había acudido a James. Probablemente había creído que ella estaría a favor del baño, ya que este había sido idea de la duquesa.

—Bueno, yo me bañé ayer, y lo he hecho también hoy.

Jimmy lo miró con la sorpresa pintada en el rostro.

—¿De verdad?

James asintió.

—Por supuesto. La limpieza es muy importante para un caballero —le explicó con tono serio—. Si tú quieres llegar a serlo algún día, tendrás que aceptar este pequeño sacrificio.

El niño bajó la cabeza y soltó, resignado, la chaqueta del marqués, que había constituido su refugio. Luego arrastró los pies hasta donde se hallaba el criado.

—Jimmy —lo llamó Victoria—, todo sacrificio merece una recompensa. ¿Qué te parece si mañana vamos a ver el Palacio de Buckingham y luego nos comemos un dulce?

Al niño se le iluminaron los ojos y asintió con la cabeza, antes de marcharse parloteando de la mano de Rhys.

James observó la mirada brillante de Victoria a causa de las lágrimas; sabía que Jimmy le recordaba lo que ella misma era. Se prometió a sí mismo que encontraría al bastardo que tanto daño le estaba causando.

***

Thomas Lipton se hallaba cómodamente sentado en la biblioteca de su casa, ubicada en la zona de Tottenham Court, en el Soho, mientras degustaba una copa de brandy.

Se trataba de un hogar modesto en un edificio de ladrillo rojo, adosado a una larga fila de casas idénticas. Contaba con un dormitorio; dos salones, uno para visitas y otro que había adaptado como biblioteca; un cuarto para el sirviente que tenía contratado, y una cocina. Estaba bien para un hombre soltero, aunque tendría que pensar en adquirir algo más grande cuando se casara.

Contempló con los ojos entrecerrados el líquido ambarino mientras pensaba en el siguiente paso que tenía que dar. Sonrió al recordar el momento en que le había entregado la nota a lady Victoria y la conversación que habían tenido. Se había marchado antes de que la leyese, pero luego, oculto tras una de las columnas, la había visto hacerlo.

Por supuesto, no tenía intención de quedarse con el dinero que le había pedido a cambio de su silencio, él no era ningún chantajista. Tan solo había querido que comprendiese la situación en la que se hallaba de cara a esa maldita alta sociedad que miraba por encima del hombro a los que no pertenecían a ella. Quería que tomase conciencia de su estatus social real, y de que no podría casarse con un noble. Así, cuando él le ofreciese matrimonio, aceptaría.

No creía que el conde pusiese ningún impedimento a la unión si lady Victoria le decía que deseaba casarse con él. El conde quería demasiado a la muchacha, reflexionó pensativo. Si no hubiese descubierto el documento, nunca hubiera sospechado que no era hija legítima suya, tal era la adoración que sentía por su hija. Por eso estaba convencido de que, si ella le aseguraba que era feliz con ese matrimonio, lord Rothwell no lo cuestionaría. Y Thomas creía que podía hacerla feliz.

Se había enamorado de ella la primera vez que la había visto y ella le había sonreído. Lady Victoria siempre lo había tratado con deferencia y respeto, y él había llegado a creer que, a pesar de no pertenecer a su misma clase, podía tener una oportunidad. Pero, finalmente, se había demostrado que pensaba como las de su clase, recordó con rencor; buscaba un matrimonio ventajoso con algún rico aristócrata.

No le pesaba usar tretas para conseguir lo que llevaba años anhelando. No se consideraba un hombre codicioso, nunca había querido tener más dinero del que tenía; y tampoco estaba descontento con el puesto que ocupaba. Le gustaba ejercer como secretario y se sentía orgulloso de su trabajo. Era responsable y concienzudo en lo que hacía. No bebía en exceso ni le gustaban las apuestas; era moderado en el comer y en el hablar, y tampoco había tenido amantes fijas, aunque sí relaciones esporádicas. En suma, se consideraba un candidato perfecto como esposo, y la había elegido a ella, a lady Victoria.

Se casarían en una ceremonia discreta, adquirirían una bonita mansión y formarían una familia.

Frunció el ceño cuando le vino a la mente la idea de que lady Victoria podría negarse al matrimonio, a pesar de la amenaza de descubrir su secreto. Llegado el caso, ¿se atrevería él a hacerlo público? No lo sabía, y prefería no pensar en ello. Era mejor ir paso por paso, y el siguiente sería una cita en los Jardines de Primavera, más conocidos como los jardines de Vauxhall. El señor Jonathan Tyers, encargado de gestionar el lugar, había creado un verdadero paraíso para los amantes de la música, del baile y de los diversos entretenimientos por un módico precio.

Seguramente sería una buena oportunidad para conquistar a su amada, a la luz de la luna, rodeados de música y de las luces tenues de los farolillos. Porque si de algo no tenía duda era de que lady Victoria sería suya.