Le dolía la cabeza por la resaca.
Edward había llegado la noche anterior a Westmount Hall después de haber pasado una semana de caza con sus amigos, aunque, en honor a la verdad, habían dedicado más tiempo a beber y a divertirse que a cazar. Lo cual le había parecido bien, pues no le gustaba ese deporte. El problema era que estaba pagando ahora el precio de sus excesos, y ese dolor pulsante que latía en sus sienes lo ponía de mal humor.
Había dormido prácticamente toda la mañana y se había perdido la hora del almuerzo, pero no le importaba demasiado, ya tendría tiempo de escuchar los reproches de la duquesa. La sonrisa que esbozó se transformó pronto en una mueca cuando un golpe estruendoso sacudió sus oídos y reverberó en su cabeza doliente. Se la sujetó con ambas manos, como si así pudiera evitar que estallase, y se dirigió hacia la biblioteca.
La amplia estancia, con su olor a libros viejos y a cuero, era un refugio tranquilo en el que podría cerrar los ojos hasta la hora de la cena. Los grandes cortinajes se hallaban descorridos, y los ventanales, abiertos. La brisa de la tarde le refrescó el rostro y suspiró satisfecho cuando se acomodó en su sillón favorito. Cruzó las manos sobre el regazo y descansó la cabeza contra el respaldo mientras los recuerdos lo asaltaban.
La biblioteca había sido el lugar favorito de los trillizos. Allí se recluían para urdir sus travesuras y para realizar los cónclaves en los que tomaban decisiones tan importantes como si les gustaba el preceptor de turno o se deshacían de él. También se había convertido en un mar bravío en el que las olas se alzaban peligrosamente contra su embarcación; una isla poblada de caníbales, pero en la cual se hallaba oculto un tesoro pirata; y el escenario de muchas batallas que acababan salpicando de sangre imaginaria todo el mobiliario, convertido en ese momento en el enemigo. James siempre había sido el cabecilla, pues tenía dotes de mando y le gustaba imponerse, y Robert y él lo seguían a todas partes.
En realidad, el único al que verdaderamente le gustaba leer era a su hermano menor, quizás porque era el más tímido y silencioso; y James se había aficionado a la lectura con el paso de los años. A él, en cambio, lo único que le gustaba de la biblioteca era el brandy que había en el decantador y que uno de los criados se encargaba de reponer con frecuencia, puesto que al duque le gustaba acompañar su lectura con una copa.
Estaba pensando si tomar una copa haría que le disminuyese un poco el dolor de cabeza, cuando el sonido de unos pies a la carrera, que repiqueteó en el interior de su cabeza, le hizo abrir los ojos. Se sorprendió al encontrarse de frente con un niño que lo miraba con fijeza. El pequeño le recordaba vagamente a alguien, aunque no podía recordar a quién.
—Tú eres el tío Edward —declaró el muchacho cuando terminó el examen al que lo había sometido.
El vizconde alzó una ceja rubia mientras trataba de reflexionar con rapidez, tarea casi sobrehumana en las condiciones en las que se hallaba. Arabella era la única casada de entre sus hermanos, pero había sido recientemente, con lo que resultaba imposible que tuviese un vástago de unos nueve o diez años. ¿Sería hijo de algún primo lejano? Lo cierto era que él nunca había prestado demasiada atención a los niños, le resultaban seres curiosos e incomprensibles, a pesar de que, en algún momento de su vida, él también había sido niño.
—¿Y tú quién eres?
—Soy James, pero todos me llaman Jimmy —respondió mientras se balanceaba sobre sus pequeños pies, lo que provocó que Edward se marease como si él mismo estuviese sometido a ese movimiento—. Me gusta más.
Edward lo miró estupefacto, como si se tratase de un extraño fenómeno de la naturaleza. ¿Aquel muchacho era el hijo bastardo de James?
—¡Jimmy!
El dolor de las sienes se acentuó cuando la voz, como un latigazo, alcanzó sus oídos. Soltó un gemido quedo.
—Por favor, nada de gritos —suplicó hundiéndose más en el sillón.
James, que acababa de entrar por una de las puertas acristaladas que daban al jardín, se detuvo al escuchar el susurro.
—¡Ah!, estás aquí, Edward. Bienvenido.
—¿Está enfermo? —preguntó Jimmy preocupado, sin dejar de mirar al vizconde.
—Nada que no pueda curarse con una buena dosis de café —se burló el marqués—, así aprenderá a comportarse.
El niño ladeó la cabeza, pensativo.
—A mí, cuando me castigan porque me he portado mal, me hacen escribir una frase muchas veces en una hoja. ¿Tomar café es mucho peor que escribir con pluma? —le preguntó con sincera curiosidad—. A mí siempre se me sale la tinta y tengo que volver a empezar de nuevo.
James sonrió divertido. Luego frunció el ceño al recordar por qué había seguido al niño.
—Jimmy, hoy te vas a quedar aquí, nada de seguirnos. ¿Lo has comprendido? —le preguntó con tono firme. Aquella noche Victoria y él tenían que acudir a los jardines de Vauxhall, y no podía permitirse estar pendiente del chico.
—Pero me voy a aburrir si me quedo solo —protestó con un mohín.
—No estarás solo, te quedarás con… —Una sonrisa maliciosa se insinuó en sus labios cuando miró a su hermano, que mantenía los ojos cerrados y un rictus de sufrimiento en el rostro— tu tío Edward.
El vizconde abrió los ojos de golpe.
—¡Ay, mi cabeza! —se quejó—. Ten piedad, James.
—Lo siento, hermano, pero a Robert lo han vuelto a reclamar del Ministerio y los duques asisten esta noche al baile de los Rossford. Yo tengo una cita en Vauxhall. Eres el único disponible.
—Pero ¿qué demo…?
Interrumpió la maldición al ver el gesto ceñudo del marqués.
—Veo que tus amigos no han ampliado tu vocabulario —le espetó con sequedad.
Edward esbozó una mueca de fastidio.
—¡Pero yo no tengo ni idea de lo que hacer con un niño!
—Así aprendes. De todas formas, te aseguro que a Jimmy se le ocurrirán muchas cosas que hacer, ¿no es así?
El niño asintió entusiasmado.
—Me puede enseñar a disparar, y…
—Nada de armas —le dijo James con severidad—. Además, Edward tiene una puntería pésima.
—¡Oh, pues vaya! —Jimmy pareció decepcionado.
James sonrió y le revolvió el rubio cabello.
—No te preocupes, seguro que se te ocurrirá otra cosa que hacer.
—Si quieres, puedo enseñarte algunas malas palabras —le dijo Jimmy al vizconde una vez que se quedaron solos.
Edward arqueó las cejas, sorprendido.
—¿Disculpa?
—Como él ha dicho que tus amigos no te enseñaron… —repuso encogiéndose de hombros—. Yo aprendí algunas de los niños del pueblo, y las puedo compartir, pero no puedes decirlas delante de la duquesa, o te lavará la boca con jabón —le advirtió.
A su pesar, Edward se echó a reír al escuchar al niño, lo que le valió un nuevo latigazo en las sienes que acompañó con un largo gemido. Maldijo en silencio a su hermano por dejarlo de niñera mientras él se divertía en Vauxhall.
***
Los jardines de Vauxhall estaban situados en la orilla sur del Támesis. Los Nuevos Jardines de Primavera —como originalmente se los conocía, para distinguirlo de los viejos jardines situados en Charing Cross— eran unos jardines de recreo a los que la gente acudía para comer, beber, bailar, escuchar música o ver los fuegos artificiales. En el terreno, de varias hectáreas, había atractivos paseos flanqueados por majestuosos árboles y pequeños arbustos, parterres con flores y senderos que se internaban en las sombras de la noche, y que eran aprovechados tanto por parejas de enamorados como por seductores libertinos y prostitutas.
La profusa decoración cambiante y los farolillos que iluminaban las áreas principales daban al lugar un toque festivo y exótico que atraía tanto a las clases altas como a las bajas que, de una forma sin precedentes, compartían espacio y diversiones.
Había una gran plaza en la que se colocaba la orquesta, que amenizaba las tardes durante la temporada de verano.
James y Victoria llegaron en barca por el río hasta las escaleras que accedían a los jardines, situadas al sur del Palacio de Lambeth. Victoria se encontraba nerviosa. Solo en una ocasión había estado antes en los jardines, acompañada por su padre y unos amigos de la familia, pero habían alquilado uno de los reservados, desde donde habían podido ver los espectáculos y gozar de la exquisita cena servida por un criado exclusivo para su servicio.
—¿Recuerdas lo que tienes que hacer? —le preguntó James tras ayudarla a descender de la barca.
Victoria asintió.
—Le entrego el dinero y espero a que se marche. Tú lo seguirás y, mientras tanto, yo te esperaré junto a la estatua sin moverme —recitó de memoria, y apretó con fuerza el ridículo en el que había guardado el dinero que James le había entregado aquella misma tarde. Entonces sacudió la cabeza—. No me gusta este plan, James.
La idea de que él se enfrentase solo al chantajista la ponía nerviosa. Había muchas cosas que podían salir mal. ¿Y si tenía un arma? ¿Y si se encontraba acompañado? Tampoco le agradaba el hecho de quedarse sola esperando junto a la figura del compositor Handel, que se erigía en el área central. La zona era un hervidero de gentes, entre los que abundaban vividores y borrachos que no dudaban en tomarse libertades con las jóvenes que andaban solas. Para que no la reconocieran, ya que constituiría un escándalo adentrarse en los jardines sin un acompañante adecuado, llevaba un antifaz que le cubría la parte superior del rostro, desde la nariz.
—Yo estaré cerca, observándote —la tranquilizó—, y acudiré enseguida a tu lado si ocurre algo.
Enfilaron hacia la Arboleda, la plaza de estilo romano que ocupaba el espacio central de los jardines cerca de la entrada a los mismos. La gran área abierta, donde se encontraban las tres principales avenidas arboladas, se hallaba rodeada por una columnata en cuyos espacios habían situado los palcos que la gente podía alquilar para cenar y ver los espectáculos. En medio de la plaza se alzaba el imponente quiosco octogonal conocido como la Orquesta. Inaugurado en 1735, se trataba de un edificio diseñado exclusivamente para la interpretación de música, ya que contaba con un escenario elevado desde el que los músicos hacían sonar sus instrumentos.
Después de pagar el chelín que costaba la entrada, James la tomó de la mano y se dirigió con ella, por una de las avenidas laterales, hacia la parte sur de la plaza donde se alzaba la impresionante estatua del retrato de George Frideric Handel, realizada en mármol blanco de Carrara por el escultor Louise Françoise Roubiliac. La escultura, de tamaño natural, mostraba al compositor sentado y vestido de manera informal mientras trabajaba. Situada frente a la Orquesta, era lo primero que los visitantes veían al entrar a los jardines.
James se detuvo al cobijo de los últimos árboles. Había bastantes personas alrededor de la figura admirando la obra, ya que los jardines abrían alrededor de las siete de la tarde y solían tener una gran afluencia de visitantes. Le fue imposible distinguir si alguno de ellos podía ser el chantajista.
Faltaban cerca de diez minutos para que diesen las nueve de la noche. Se colocó el antifaz de seda negra que había traído, para evitar que el hombre pudiese reconocerle, y tomó a Victoria por los hombros.
—Me quedaré aquí y no te perderé de vista. Bastará con que me hagas una señal y acudiré a ti —le aseguró. Percibió, casi en la penumbra, cómo ella asentía, pero también notó el temblor de su cuerpo bajo sus manos. Las deslizó suavemente hacia arriba, hasta rodear su esbelto cuello y apoyar los pulgares sobre la tersa piel de sus mejillas, medio oculta por la máscara azul adornada con plumas laterales—. Te prometo que no dejaré que te suceda nada. Y ahora, antes de que te vayas, reclamo un beso de buena suerte.
Ejerció una ligera presión sobre su nuca y la atrajo hacia sí hasta fundir sus bocas en una cálida caricia.
—James… —susurró contra sus labios. No sabía si era una súplica para que siguiera o para que se detuviera. En aquellos momentos, todo lo relacionado con el marqués le parecía como una nebulosa que circundaba su mente y su corazón, un camino que parecía no conducir a ninguna parte.
—Ya es hora, preciosa —señaló este. Depositó un beso sobre su frente y la empujó con delicadeza hacia la plaza.
Victoria caminó despacio hacia la escultura, llevada por la inercia, con la mente en blanco. Inhaló aire hasta llenar los pulmones y lo soltó despacio. Se acercó a la figura y se detuvo con la mirada fija en las blancas facciones marmóreas del compositor. Luego, se giró con lentitud y se dedicó a contemplar a los grupos de personas que paseaban por la plaza entre cuchicheos de conversaciones, risas y algunas carcajadas subidas de tono. Una música suave sonaba de fondo. Las notas flotaban en el aire cálido de la noche mientras el sol caía y se ocultaba tras los vetustos árboles que bordeaban los senderos de los jardines.
De pronto los murmullos se acrecentaron y la expectación pareció crecer entre los asistentes. Victoria miró hacia las sombras donde se ocultaba James.
—Buenas noches, lady Victoria.
El susurro quedo la sobresaltó y se giró nerviosa. Un caballero, vestido con un dominó negro con capucha y un antifaz, le dedicó una sonrisa.
Victoria apretó los labios con firmeza. Era la misma voz anterior, con ese timbre de familiaridad que la asaltaba cada vez que la escuchaba.
—He traído el dinero —le espetó con sequedad—. Puede tomarlo y dejarme en paz.
—Eso no me interesa.
El tono burlón la sorprendió y lo miró confundida.
—No comprendo. Usted me pidió…
—Lo sé, pero he cambiado de opinión. Si me permite, milady, iremos a dar un paseo y le explicaré las nuevas condiciones de nuestro trato.
Victoria dio un paso atrás, pero el hombre la cogió por el brazo y tiró de ella suavemente, pero con firmeza. El miedo la embargó y se volvió hacia el lugar desde donde sabía que James la observaba.
En aquel momento resonó en el aire un agudo silbido y pareció desatarse un pandemonio en la plaza. Los cientos de luces de las lámparas de aceite que colgaban de los árboles y de las columnas que flanqueaban la plaza se encendieron al unísono en un impresionante espectáculo que hizo que la gente estallase en aplausos y vivas. Casi al mismo tiempo, una horda de sirvientes cargados con bandejas se dispuso a servir la cena. La multitud se movió como una marea mientras buscaban un lugar donde sentarse o acudían a sus palcos privados para gozar de los sencillos manjares que ofrecían los criados.
En medio de la confusión, Victoria jadeó al sentir un brusco tirón que la obligó a moverse.
—¿Dónde vamos? —lo interrogó mientras intentaba resistirse, con poco éxito.
—A un lugar tranquilo en el que podamos hablar —repuso el hombre elevando el tono para hacerse oír por encima de la música que había comenzado a sonar—. No se preocupe, milady, no corre peligro conmigo. Soy un caballero.
«¿Un caballero?», repitió para sí misma. Hablaba poco en su favor el hecho de que le estuviese chantajeando y, por si eso fuera poco, que la estuviese arrastrando por los jardines de Vauxhall.
Thomas Lipton se sentía eufórico. Su plan había dado resultado. Se encontraba allí, en aquel espacio tan apropiado para los amantes, donde podría declararle sus intenciones y conminarla a aceptar un matrimonio con él. Ella no se arrepentiría. La haría feliz, haría brillar en su rostro esa sonrisa coqueta y seductora que le había dedicado cada vez que se cruzaban en la mansión Rothwell.
Había pensado mucho en sus palabras. El rechazo del que había sido objeto se había debido seguramente al hecho de que no ocupaban la misma posición social, puesto que ella había respondido con un «no puedo» y no con un «no quiero». Sí, su amada Victoria —porque ya no era lady Victoria para él—, le correspondía. Estaba seguro. Ahora, ya sin los impedimentos sociales que los separaban, puesto que no era hija del conde, podrían casarse y ser felices.
Atravesó la plaza sintiendo a su lado el cálido cuerpo femenino. Quizás podría besarla en uno de esos senderos medio ocultos que surcaban el terreno de los jardines. Un solo beso, porque, como le había asegurado, era un caballero. Sonrió al pensar en la impresión que le causaría ese beso. Tendría que ser muy gentil y delicado, puesto que ella era virgen todavía.
El ruido fue disminuyendo conforme se alejaban del edificio de la Orquesta, sustituido por el rumor de las hojas mecidas por la suave brisa y por los discretos susurros y carcajadas de algunos amantes. Se detuvo en un lugar en penumbras, donde todavía alguna lámpara alcanzaba a iluminar tenuemente las sombras. Quería ver su rostro cuando le dijese quién era.
Victoria estaba asustada. Se encontraban lo bastante lejos de la gente como para que alguien la oyese gritar si necesitaba ayuda. Además, James no sabría dónde encontrarla. Estaba sola con aquel hombre que le apretaba con tanta fuerza la muñeca que, sin duda, le dejaría una marca.
—¿Por qué no toma el dinero y me deja marchar? —le preguntó nerviosa.
—Ya le he dicho que no lo quiero. En realidad, nunca lo he querido. Solo hay una cosa que me interesa, lady Victoria —repuso. Ella soltó una exclamación cuando la tomó de la cintura y la pegó a su cuerpo—. Usted.
Victoria apoyó las manos en su pecho para alejarlo y se revolvió contra él.
—Suélteme ahora mismo —le exigió con voz trémula.
El hombre no pareció escucharla. Estaba absorto en su propia locura, y Victoria se estremeció con temor.
—¿No lo ves? Ahora ya podemos casarnos —declaró, tuteándola por primera vez—. Somos iguales. Tú no eres la hija del conde, así que ya no tienes que renunciar a nuestro amor. Se lo diremos a tu padre y nos casaremos de inmediato.
Victoria no podía creer lo que escuchaba. Realmente aquel hombre estaba loco.
—¡Por supuesto que no me casaré con usted!
Las facciones de su captor se endurecieron, y lamentó su impulsividad. No sabía cómo podía reaccionar si se enfadaba. Vio cómo respiraba hondo para controlarse. «Piensa, piensa», se dijo para sí misma. Tenía que lograr que la soltase para poder escapar.
—No hace falta que te sigas mintiendo, mi amor. Ahora somos solos tú y yo, y sé que me amas.
—Ni… ni siquiera lo conozco.
El hombre esbozó una sonrisa que, en medio de las sombras que los rodeaban, le resultó siniestra.
—Oh, sí que me conoces —le aseguró. Victoria no supo si fueron esas palabras las que provocaron que, por un instante, su voz le resultase demasiado conocida, como si la hubiese escuchado hacía poco en otro contexto, o si fue solo su imaginación—. El destino nos ha unido, y me perteneces.
Victoria ahogó un gemido cuando él la apretó con más fuerza. No podía moverse, ni casi respirar. Sentía el aliento cálido del hombre sobre su rostro, y un aroma a cítricos la envolvía. Temió desmayarse.
—¿Quién es usted?
—Un beso en prenda por la información.