James soltó una sonora maldición cuando escuchó el silbido.
Se había olvidado por completo de que a las nueve de la noche los encargados de las luces prendían todas las lámparas a la vez. Un entretenimiento que los visitantes esperaban con entusiasmo, y que ocasionaba que todo el mundo se moviera, concentrándose en la plaza, para poder gozar mejor del espectáculo.
El corazón comenzó a latirle con fuerza, y un estremecimiento lo recorrió. Abandonó su puesto tras los árboles sin importarle el chantajista. Solo quería asegurarse de que Victoria se encontraba bien.
Cuando vio que no se hallaba junto a la estatua, el estómago se le encogió de aprensión. Desesperado, comenzó a mirar por todas partes buscándola. Había demasiada gente en el lugar y muchas damas usaban antifaz para evitar ser reconocidas, sobre todo si iban acompañadas de sus amantes. Un sudor frío le recorrió la espalda. Tenía que encontrarla.
Comenzó a avanzar entre los concurrentes que se quejaban por sus empujones, pero no les prestó atención. Buscaba cualquier destello de seda verde, el color del vestido que llevaba, o de su cabello rojizo. Supuso que el hombre aprovecharía la confusión creada por el servicio de la cena —pues los criados, en un constante ir y venir, solían servir más de quinientas— para retirarse hacia una parte menos concurrida.
Pensar en Victoria sola con aquel hombre en alguno de los senderos oscuros de Vauxhall le hizo hervir la sangre.
«¡Dios, que no llegue tarde!».
Los vio justo cuando enfilaban una de las avenidas laterales. Se abrió paso a empellones entre la gente mientras trataba de cruzar la plaza, y tuvo que tumbar de un puñetazo a un borracho que se empeñaba en no dejarle pasar. Con el camino más despejado, arrojó al suelo el antifaz que le estorbaba y corrió hacia el sendero. Si se internaban demasiado y los perdía de vista podría no encontrarlos, pues las arboledas constituían verdaderos laberintos en los que perderse.
Iba atento a todos los sonidos, de vez en cuando llegaban a sus oídos algunas carcajadas y otros ruidos que reconocía muy bien. Se detuvo en medio de un cruce sin saber qué dirección tomar. El pulso se le aceleró cuando escuchó la voz de Victoria.
Giró hacia la derecha y corrió por el sendero. Al fondo del mismo descubrió a una pareja abrazándose. Cuando temió haberse equivocado, la luz de una lámpara cercana arrancó un reflejo rojizo al cabello de la mujer. Victoria.
James pareció perder todos los sentidos de golpe, excepto la vista, que la tenía fijamente clavada en el hombre que sujetaba a su prima. No escuchaba ya las risas ni el rumor de las hojas de los árboles, solo el continuo zumbido de su sangre al pasar por sus oídos. No supo en qué momento se había puesto en movimiento, pero poco después descubrió que se dirigía hacia ellos mientras su garganta bramaba un nombre.
—¡Vic!
Thomas se sobresaltó al escuchar aquel grito gutural y, con un movimiento brusco, puso a su dama detrás para protegerla. Cuando fue capaz de discernir lo que gritaba el individuo que se acercaba, su rostro se ensombreció y un brillo de odio refulgió en su mirada oscura al reconocerlo. El marqués.
Victoria se asustó cuando el hombre se volvió hacia ella con violencia. Sus ojos se veían enfebrecidos y su semblante parecía una máscara de granito, con la mandíbula tensa y los dientes apretados.
—Deshazte de él, o lo haré yo.
La animadversión que destilaban sus palabras la asustó. Quiso advertir a James, pero no pudo. Su captor saltó sobre unos arbustos y se internó en la arboleda perdiéndose en la oscuridad de la noche.
James trató de seguirlo. No iba a dejar escapar a aquel bastardo que se había atrevido a tocar a Victoria y a amenazarla, pero la voz temblorosa de ella al pronunciar su nombre, lo detuvo.
Se giró despacio, con el corazón retumbando en su pecho por las ansias de venganza; pero al verla allí, pálida y desvalida, temblorosa, sintió que el alma se le escapaba del cuerpo. Clavó en ella su mirada, como si la viese por primera vez, y comprendió en ese momento que no era nada sin ella. La necesitaba en su vida, no solo en su cama. Victoria, con sus reproches y reprimendas, con sus sonrisas pícaras y sus consejos a veces absurdos, le daba sentido a su existencia. Sabía ya que la amaba, pero no había comprendido que ese amor era todo lo que necesitaba y lo que lo había sostenido, día tras día, desde hacía años.
Avanzó un paso, y Victoria, que no había apartado la mirada de él ni un solo instante, corrió los pasos que los separaban y se arrojó en sus brazos.
—Lo siento, Vic —musitó contra su cabello mientras la estrechaba con fuerza—. ¡Lo siento tanto!
Sus palabras contenían algo más que un lamento por el presente y por lo que acababa de ocurrir. Encerraban la conciencia de un dolor profundo por el tiempo perdido; por haberse aferrado a un cómodo pasar la vida sin mirar a su alrededor. Tenía que decirle a Victoria lo que sentía, y lo haría, pero no en aquel momento.
Se separó un poco de ella y la observó con atención. Estudió su rostro. ¿Por qué no se había percatado antes de lo expresivos que eran sus ojos? En ese instante, agrandados por el antifaz, reflejaban una gran vulnerabilidad, pero también la seguridad que sentía a su lado, y eso lo llenó de un sentimiento cálido. Confiaba en él.
—¿Estás bien? —le preguntó mientras retiraba un mechón de su frente y se lo colocaba detrás de la oreja.
—Sí, solo algo asustada —respondió con voz trémula.
El rostro de James se contrajo por la pesadumbre.
—Tendría que haber estado ahí, Vic, a tu lado. Yo…
—¡Chis! —Lo silenció con los dedos sobre sus labios—. Lo importante es que has llegado a tiempo. Sé que siempre me has protegido, James, a veces desde lejos; sé que siempre estarás ahí, pero creo que ha llegado el momento de que aprenda a resolver mis propios problemas.
El ceño fruncido de él no la intimidó. Había tomado su decisión y se mantendría firme.
—¿Por qué dices eso? No es necesario…
—Lo es —repuso con firmeza al tiempo que daba un paso atrás. Su proximidad la volvía demasiado vulnerable. Quería aferrarse a él y no soltarlo, pedirle que la besara hasta que todas sus preocupaciones desaparecieran, suplicarle que le hiciese el amor para vivir con ese recuerdo hasta el fin de sus días—. Tú no estarás siempre a mi lado —le dijo con una sonrisa triste.
James quiso decirle que sí, que si ella se lo permitía estarían juntos por el resto de sus vidas, pero apretó los labios en una línea firme y no desveló lo que encerraba su corazón.
Victoria lo vio asentir y sintió que su corazón moría un poco más. Cerró los ojos, agotada.
«¿Por qué el amor duele tanto?», se preguntó. Dolía amar y dolía olvidar. ¿Dónde radicaba toda esa belleza de la que su padre le había hablado cuando se había enamorado?
—Deberíamos irnos. Estás cansada.
La voz de James le sonó forzada y distante, aunque no era capaz de ver su rostro en aquel rincón en penumbras. Se esforzó por sonreír y aceptó que la condujese de la mano a través de los senderos y avenidas hasta llegar de nuevo a la plaza. La música, las risas y las palabras de la gente, todo parecía silenciado a su alrededor. Solo escuchaba los latidos de su corazón que acompasaban sus pasos. Los jardines de Vauxhall se habían convertido en un gran teatro de títeres movidos por una mano misteriosa. Ya no le parecían atrayentes, ni entretenidos. En cada sombra que se movía, tras cada antifaz, creía ver una amenaza. Deshazte de él o lo haré yo.
Tenía que salvar a James, aunque eso supusiese no volver a verlo nunca más.
El trayecto de vuelta a la mansión transcurrió en un silencio reflexivo, a veces incómodo, cada uno sumergido en sus pensamientos. Sin embargo, James no soltó su mano en ningún momento, como si con ello quisiese afirmar que siempre estaría allí, que siempre la protegería.
Cuando llegaron a Westmount Hall, las luces de la casa estaban apagadas. Los duques debían de haber regresado ya de la fiesta a la que habían asistido, y todo el mundo estaría dormido. No obstante, cuando entraron en el vestíbulo, el mayordomo los aguardaba con una vela encendida que apenas iluminaba.
—Thompson, no tenía que habernos esperado —le dijo el marqués preocupado, nada más verle. El hombre ya era mayor, pero había estado con ellos tanto tiempo que lord Charles se resistía a jubilarlo, pues lo consideraban uno más de la familia.
—Ya sabe, milord, que yo duermo poco.
James suspiró resignado.
—Lo sé, pero de todas formas no me gusta que se quede esperándonos hasta tan tarde.
—No me importa. Espero que hayan disfrutado de su salida.
Victoria notó que clavaba en ella una mirada intencionada, y se percató de que todavía llevaba puesta la máscara. Se la retiró y la miró con aprensión. En realidad, y a pesar de lo bella que era, le gustaría quemarla. No volvería a ponérsela, de eso estaba segura.
—Sí —repuso lacónico James—. Gracias, Thompson.
—Puedo servirle de ayuda de cámara si lo necesita, milord —declaró el hombre; luego se volvió hacia Victoria—. Milady, la duquesa mandó a Lucy a dormir, pero puedo despertarla si lo desea.
—No, no se preocupe. Déjela dormir.
—Tampoco yo lo necesitaré, Thompson —agregó James—. Puede retirarse a descansar.
—Muchas gracias, milord. Cerraré entonces la puerta, y me iré. Buenas noches.
—Buenas noches —respondieron los dos al unísono.
Cuando Victoria subía la escalera, acompañada por James que sostenía una vela, se giró de nuevo hacia el mayordomo.
—Thompson, ¿cómo ha pasado Jimmy la tarde?
El hombre pareció rejuvenecer cuando esbozó una sonrisa pícara. Victoria pensó que debía de haber sido un hombre atractivo en su juventud. Era bastante alto, de porte regio, tenía unos brillantes ojos negros y se le formaba un hoyuelo en la mejilla cuando sonreía, como en aquel momento. Aunque pronto recuperó la compostura.
—Debo decir que el señorito Jimmy ha disfrutado enormemente con lord Edward, pero me temo, milady, que para el vizconde haya sido una experiencia demasiado… ¿cómo diría?... intimidante —añadió con un tono de voz risueño que contrastaba con la seriedad de su rostro—. La última vez que lo vi me pidió que le recordara, en un futuro, su decisión de no tener hijos, y si había de tenerlos por fuerza mayor, entonces que le recordara contratar un ejército de niñeras y preceptores… Y creo que lo decía en serio.
Victoria sonrió con verdadero placer por primera vez desde hacía algunos días, y una chispa de humor danzó en sus ojos esmeralda. El niño era un auténtico regalo del cielo, y estaba convencida de que su vida junto a él sería de todo menos aburrida. Sobre todo, tendría a alguien a quien querer.
—Muchas gracias, Thompson. Me alegra saber que se entendieron tan bien.
El mayordomo le dirigió una sonrisa que acentuó las arrugas que rodeaban su boca, y se inclinó en una leve reverencia.
—Buenas noches —repitió.
James y ella continuaron su camino por las escaleras hasta llegar al rellano del segundo piso, donde se localizaban los dormitorios. La habitación de Victoria se hallaba al fondo del ala de invitados, por el pasillo de la derecha.
—Te acompaño —le dijo James, mostrándole la vela para indicarle que era necesario, puesto que solo tenían una.
Victoria asintió. El silencio en el que se habían sumido desde que abandonaran los jardines de Vauxhall le había permitido pensar en la decisión que había tomado de abandonar Londres e instalarse con Jimmy en una casita. Seguramente, el conde no lo comprendería, pero no se negaría a su deseo. También le había dado tiempo para pensar en James y en lo que deseaba. Lo deseaba a él. Quería que le hiciese el amor, porque no estaba dispuesta a envejecer sin que las manos de él la acariciasen dejando su impronta en la piel. Quería tatuarse el cuerpo con los recuerdos de sus besos, de sus caricias, del roce de su cuerpo con el de ella.
Esperaba que James la perdonase algún día por lo que estaba dispuesta a hacer, porque iba a seducirlo.
Cuando llegaron al dormitorio, James le abrió, flanqueándole la entrada para que ella pasara primero, y la siguió al interior. Se acercó a la mesilla donde se encontraba la palmatoria, y encendió la vela. Luego se dirigió de nuevo hacia la puerta y titubeó un momento al pasar junto a ella, pero no se detuvo.
Victoria se retorció las manos con nerviosismo. «¿Cómo demonios se supone que se seduce a un caballero?», se preguntó. Arabella no le había contado gran cosa de su experiencia, y ella no tenía ni idea de qué decir o de cómo empezar.
—Buenas noches, Victoria.
Se asustó cuando vio que se marchaba. Sabía que no tendría otra oportunidad.
—Quédate conmigo.
El ruego, repentino y atolondrado, provocó que James se detuviera de golpe. Percibió la tensión en su cuerpo y temió que él la rechazara.
—Solo abrázame hasta que me duerma —añadió con rapidez.
Quiso llorar apenas terminó de pronunciar esas palabras. Adiós a su inútil plan de seducción. Muchas damas de la alta sociedad, entre las que se contaba su prima, pensaban que ella era hermosa y sofisticada, pero la verdad era que ni siquiera sabía cómo coquetear. Había crecido, hasta transformarse en una mujer, con la mirada y el corazón puestos en James. Jamás le habían interesado otros hombres y, por lo tanto, no se había sentido en la obligación de coquetear con ellos.
Esperó con el aliento contenido hasta que James asintió con un cabeceo seco y cerró la puerta tras de sí. Entonces soltó el aire que había retenido y se preguntó qué debía hacer a continuación. Quizás sonreírle y… ¿y qué? Se mordió el labio inferior dubitativa y decidió que lo mejor sería conducirse como lo hacía habitualmente. Así que, en silencio, se dirigió hacia el vestidor.
James, que había estado observando a su prima, gimió por lo bajo cuando vio que Victoria se retiraba. ¿Cómo diantres iba a aguantar acostado a su lado, abrazándola, si solo ver cómo se mordía el carnoso labio inferior lo había excitado? Sacudió la cabeza, contrariado. Había sido una locura quedarse. Sabía que ella lo necesitaba, que todavía se sentía asustada por la experiencia que había vivido pero, aun así, era preferible abandonarla en ese momento que no ceder a los deseos de su propia carne, y que luego Victoria lo odiase por ello.
—¿James?
Alzó la vista y la vio allí, erguida en medio de la habitación como una orgullosa princesa, pero él alcanzó a ver la vulnerabilidad en sus ojos y el nerviosismo en sus delicadas manos que apretaba de forma compulsiva. Se había soltado el cabello, que caía en salvajes ondas de fuego hasta su cintura.
«¡Dios, es tan hermosa!», pensó. Se le cerró la garganta y no pudo responder. Esperó a que ella continuase.
—Necesito que me ayudes con el vestido y con los lazos del corsé.
El rubor tiñó sus mejillas cuando pronunció esas palabras. Se acordó de aquella tarde en el jardín, cuando él se había dejado llevar por el deseo, descubriendo la piel sensible de sus pechos y besándoselos. Anhelaba que volviese a hacerlo de nuevo.
James se acercó a Victoria arrastrando los pies, como un condenado conducido al cadalso, porque estaba convencido de que ese sería su fin. Si lograba controlarse para no besarla, moriría por una sobredosis de excitación.
Cuando se acercó a tan solo un paso, ella se giró, dándole la espalda, y se retiró a un lado la melena cobriza, dejando al descubierto la suave nuca. Respiró hondo para calmarse, pero fue un error. Sus fosas nasales se llenaron del delicado aroma que emanaba de su piel. El vello del cuerpo se le erizó y la frente se le perló de un sudor frio cuando sintió un latigazo en la parte inferior de su cuerpo, tan tensa como la cuerda de un arpa. Extendió sus dedos temblorosos y comenzó a desabrochar los numerosos botoncillos del vestido. Su cabeza incursionó, por voluntad propia, en la suave curva de su cuello, empapándose de la dulce fragancia a rosas.
Victoria se estremeció cuando notó el leve cosquilleo del roce de su nariz sobre la piel de su cuello. Cerró los ojos e inclinó la cabeza ligeramente para darle más acceso. Por eso se sorprendió cuando notó que James se retiraba hacia atrás con brusquedad, dejando que fuese el aire tibio de la habitación el que le acariciase la espalda desnuda.
—Ya está.
—¿Y el corsé?
Notaba el corpiño del vestido suelto, pero sus pechos todavía estaban confinados en la estrecha celda de su prisión de seda y huesos de ballena.
—¡Maldita sea!
La exclamación de James le dolió. Sus palabras le hicieron apretar los labios molesta, para ocultar la tristeza que brotaba de su interior. Por lo visto, era un sacrificio demasiado grande el que le había pedido.
—Puedes mar…
—No te vuelvas —le espetó él con sequedad cuando vio que intentaba girarse. Aún no había terminado de desatar el corsé y, además, no quería que ella viese el estado en que se hallaba, demasiado evidente bajo los ajustados pantalones.
Victoria murmuró unas palabras incoherentes y se dirigió hacia el vestidor con paso firme cuando sintió su cuerpo libre. Detestaba rendirse, nunca se había considerado una mujer pesimista, pero con James parecía ser el sino de su vida. Se vistió el viejo camisón que solía usar en las cálidas noches de verano, y salió dispuesta a decirle que no tenía por qué quedarse.
La respiración se le quedó atascada en la garganta cuando entró en la habitación. James se había despojado de la chaqueta y del chaleco, y llevaba la impoluta camisa blanca abierta, mostrando unos amplios y bien moldeados pectorales, y un estómago plano y firme. Soltó el aire en un jadeo.
James alzó la vista cuando oyó el resuello femenino. Maldijo para sus adentros al ver que Victoria lo miraba con los ojos como platos, pero no había tenido más remedio que quitarse algo de ropa o iba a morir asfixiado. Su temperatura corporal había comenzado a subir desde el momento en que le había rogado que se quedase con ella.
—Acuéstate —le ladró.
Era consciente de que podía ofender a Victoria, pero le resultaba imposible actuar de otra manera. El hilo de control que mantenía sobre sí mismo era demasiado fino en ese momento.
Vio cómo apretaba los labios, pero se dirigió hacia el enorme lecho y apartó las sábanas del lado izquierdo. Se tumbó de costado y le dio la espalda. James gruñó cuando se dejó caer a su lado mientras procuraba que sus botas no estropeasen el delicado tejido de seda. Costaba demasiado quitárselas, y no merecía la pena hacerlo para el poco tiempo que permanecería en aquella habitación… por el bien de su cordura. No apagó la vela. Esperaba, y deseaba fervientemente, que Victoria se durmiese pronto y él pudiera marcharse antes de quedar castrado de por vida.
Cruzó los brazos bajo la cabeza y miró el techo de la cama con dosel, bordado con motivos florales. Rogó al cielo que Victoria no se acordase de que le había pedido que la abrazara porque, si tenía que hacerlo, no respondería de sí mismo.
Victoria lo recordaba a la perfección. Debería estar triste, o definitivamente deprimida, dado cómo se habían desarrollado las cosas; en cambio, estaba muy molesta. Él la había besado ya en otras ocasiones, y el día del jardín, bueno, le había quedado claro que la deseaba; entonces, ¿por qué en ese momento se mostraba tan disgustado con ella, como si le hubiese impuesto una carga pesada? Cierto que ella no era ninguna experta en seducción y que, quizás, su viejo y largo camisón no fuese el más adecuado para despertar el deseo en un hombre, pero ¿tan poco atractiva la encontraba James como para no dejarse seducir ni un poquito?
«O, a lo mejor, es que él es un burro ignorante, incapaz de comprender los sutiles mensajes de una mujer, o un asno arrogante que no tiene la delicadeza de dar cumplimiento a sus deseos».
James había cerrado los ojos, lo que constituyó otro error, porque los demás sentidos se agudizaron y se sintió envuelto por completo en la presencia de Victoria. Podía oler su aroma a rosas silvestres y a mujer; podía percibir el calor que emanaba de su cuerpo, a pocos palmos del suyo; podía escuchar el murmullo de su voz…
Abrió los ojos de golpe y giró la cabeza hacia ella, aunque hablaba tan bajito que no entendió lo que decía.
—Perdona, ¿qué dices? —la interrogó.
Victoria se volvió hacia él, y James se estremeció cuando su rostro quedó a solo unos pocos centímetros del suyo, tan cerca de sus labios que casi podría besarlos… si no los tuviese apretados en una fina línea de mal humor. Bajo la anaranjada luz de la palmatoria, sus ojos refulgieron con un brillo de determinación cuando habló.
—Bueno, James Marston, ¿vas a dejarte seducir o no?