Capítulo 16

Westmount Hall parecía estar de luto.

El silencio que reinaba en el interior de la mansión era denso y asfixiante, a pesar de que el médico de la familia había informado a los duques de que James no sufría lesiones internas y que se recuperaría poco a poco. Habían transcurrido tres días, sin embargo, y aunque el enfermo había recobrado la conciencia, dormitaba durante largos periodos de tiempo. Nadie deseaba disturbar su descanso.

Robert se había presentado en la casa de forma sorpresiva al día siguiente del suceso. Nadie preguntó cómo había podido enterarse tan rápido de la noticia, pero la duquesa agradeció su presencia. Le dijo que él se encargaría de averiguar quién le había hecho eso a James, y ella lo creyó.

La promesa la tranquilizó. No era una mujer vengativa, pero era madre, y ninguna madre estaba dispuesta a ver sufrir a su hijo sin que el causante de su dolor pagase por sus culpas. Además, era de gran ayuda con Jimmy, a quien solía llevarse casi todo el día fuera de casa. Era un niño inquieto, y no resultaba fácil mantenerlo en silencio, o alejado de la habitación de James, de quien se había encariñado.

Victoria también solía frecuentar aquel dormitorio, especialmente ahora que pronto se iría. Se sentía bien y más tranquila cuando podía cuidar de James, limpiando sus heridas o refrescando su frente. Además, era también la única que había podido lograr que el marqués aceptase tomar láudano para el dolor. A pesar de todo, se sentía culpable. Nada de eso le habría sucedido si no le hubiese contado su problema. Por eso, alejarse de él constituía la mejor opción en esos momentos, puesto que no podría ni seguirla ni detenerla. Creía firmemente que, si abandonaba Londres, todos sus problemas se resolverían.

Además, le rondaba la mente la idea de que conocía al chantajista mucho más de lo que creía. Su voz le resultaba familiar, y aquel recuerdo la perturbaba constantemente, como si solo esperase el momento adecuado para revelarse ante ella.

Bajó por la escalera principal mientras se ponía los guantes.

—Buenos días, milady. ¿Va a salir?

—Buenos días, Thompson —saludó al mayordomo que la había interceptado en el vestíbulo—. Sí, voy a ir a Rothwell House. Necesito coger unos papeles.

En realidad, iba a buscar dinero. Su padre solía tener fondos en la caja fuerte. Tomaría lo necesario para que Jimmy y ella pudiesen viajar en una diligencia. Había pensado en ir hacia el sur, a Buckinghamshire, donde se encontraba Bulstrode Park, la residencia de la duquesa de Portland. Margaret Cavendish Bentinck era pariente de su padre y la madrina de Arabella, y siempre se había portado muy bien con ella. Además, era una mujer muy inteligente y adelantada a su tiempo. Estaba segura de que si le confiaba su problema, ella la ayudaría. Interesada desde niña en la botánica y convertida en una gran coleccionista, mantenía contacto frecuente con grandes personalidades del mundo científico. Victoria había decidido huir al continente, tal vez a Francia, y esperaba que la duquesa pudiese facilitarle una recomendación para que alguno de sus conocidos allí la ayudase hasta que pudiese instalarse de forma independiente. La corte de Francia era un poco más liberal que la rígida sociedad inglesa, pero, de cualquier forma, se presentaría como una viuda con su hijo.

—¿Quiere que pida que le preparen un coche o prefiere caminar?

—Preferiría ir en coche —repuso. Lo cierto es que le encantaba caminar y hubiese preferido hacer el recorrido acompañada por una doncella, pero no se sentiría segura mientras no se hubiese alejado de la ciudad—. Se lo agradezco mucho, Thompson. Si la duquesa pregunta por mí, dígale que estaré de vuelta para el almuerzo.

—Por supuesto, milady. Por cierto, lord James ha preguntado esta mañana por usted.

A Victoria se le aceleró el corazón al escuchar sus palabras.

—Ah, ¿sí? Entonces iré a visitarlo cuando regrese.

El mayordomo asintió. Era perro viejo, y conocía demasiado bien a su señor como para no darse cuenta de lo que sucedía entre los dos jóvenes.

—Será lo mejor. Me temo que la echa de menos —señaló, y esbozó una sonrisa cuando vio el ligero rubor en el rostro de la dama—. Esta mañana se ha quejado porque no la ha visto, y el pobre señor Langston, su ayuda de cámara, ha tenido que soportar su mal humor, aunque lo ha hecho de buen grado, porque decía que ese era un indicador de que milord ya se encontraba mucho mejor.

Victoria sacudió la cabeza y sonrió. Sí, era una buena señal, pero también un aviso de que debía actuar con rapidez o James se recuperaría del todo, y le sería imposible llevar a cabo sus planes. De cualquier forma, contaba con la ayuda de lady Eloise, que mantendría a su hijo en cama todo el tiempo que pudiera.

—Esa es una buena noticia, Thompson.

El mayordomo asintió y se marchó a dar recado para que preparasen el vehículo. Victoria no tuvo que esperar demasiado antes de que uno de los lacayos le anunciase que el carruaje se encontraba ya en la puerta.

El trayecto le pareció demasiado breve, pero cuando entró en su casa la invadió una sensación profunda de nostalgia, como si hiciese mucho tiempo que no pasaba por allí. Perkins, el mayordomo, la recibió con una pompa y un entusiasmo que casi la hicieron reír, pero que también provocó que su corazón se estremeciese. ¡Cuánto le iba a costar abandonar su hogar! Porque, aunque no fuese realmente la hija del conde, toda su vida había transcurrido entre aquellas paredes. Todo le era dolorosamente familiar y querido.

—¿Necesita algo, milady? —le preguntó el mayordomo deseoso de ayudar. Probablemente también sentía la ausencia del conde.

—No se preocupe, Perkins, solo vine a recoger unas cosas del despacho de mi padre. ¿Se encuentra el señor Lipton?

Preferiría no coincidir de nuevo con el secretario del conde, tanto porque no deseaba que se enterase de lo que iba a hacer, ya que podría avisar a su padre, como porque no se sentía cómoda en su presencia después de haberlo rechazado, aunque esperaba de corazón que el hombre hubiese aceptado ya la situación.

—No, milady. El señor Lipton salió a hacer unos recados —repuso.

El ceño fruncido del mayordomo llamó la atención de Victoria.

—¿Sucede algo?

—No, milady, supongo que no es nada —la tranquilizó—. Es que últimamente el señor Lipton parecía más serio que de costumbre y actuaba de forma un tanto… extraña. Y me preguntaba si tendría algo que ver con los asuntos que fue a resolver lord Rothwell.

El mayordomo llevaba varios años con ellos y conocía la labor social que su padre desarrollaba. De hecho, en alguna ocasión le había entregado información al conde sobre algún niño huérfano, para que pudiese ser recibido en El hogar de los ángeles.

—No sabría decirle, Perkins, aunque no lo creo. —Más bien estaba casi segura de que esa actitud del secretario se debía a su rechazo. Suspiró al pensar que cargaba ya con demasiadas culpas—. Mi padre no me ha comentado que hayan surgido nuevos problemas. De hecho, creo que no tardará en regresar.

Y ese era otro de los motivos por el que ella debía actuar con prontitud. No deseaba afrontar al conde hasta que no se encontrase preparada para ello. Lo amaba y estaba convencida de que, si le hacía partícipe de lo que estaba sucediendo, él le diría que lo resolverían juntos, pero ¿cómo pedirle más a alguien que ya le había dado demasiado? La voz de Perkins la sacó de sus reflexiones.

—Me alegro de saberlo —contestó el mayordomo con evidente alivio.

—Estoy segura de ello. —Se quedó pensativa antes de añadir—: ¿Sabe si se encuentra en Londres lady Margaret?

Por lo general, la duquesa pasaba más tiempo en Bulstrode Park que en la ciudad, pero no podía ir sin estar segura de que la encontraría en la mansión, o el viaje habría resultado inútil.

—Sí, milady. Su Excelencia dejó dicho que permanecería en casa hasta inicios de la próxima semana, en caso de que lord Rothwell regresase antes de ese tiempo. Deseaba hablar con él.

—Muchas gracias, Perkins.

La idea de que la duquesa se encontrase en su mansión de Londres no le agradó. Quedaban cuatro días por delante para que finalizase la semana, tiempo suficiente para que James se recuperase, si no totalmente, al menos lo suficiente para impedirle llevar a cabo sus planes. Bueno, tendría que ir a hablar con lady Margaret.

Entró en el despacho de su padre y cerró la puerta con suavidad detrás de ella. Todo le recordaba a él, pero también le trajo el desagradable recuerdo de cuando James la acompañó a buscar los documentos sobre el estigma de su nacimiento. Sacudió la cabeza y se obligó a moverse.

Abrió la caja fuerte. Allí, encima de todos los papeles, descansaba el culpable de su desasosiego, unas pocas letras sobre un pergamino que había cambiado su vida. Lo puso a un lado, sin siquiera mirarlo, y buscó el dinero. Encontró varios billetes fajados y los tomó. Sin embargo, no sabía si llevarse todo. La asaltó el pensamiento absurdo de que, actuar así, sería comportarse como una ladrona, puesto que, en realidad, ese dinero no le pertenecía; además, su padre podría necesitarlo. Al final decidió que lo mejor sería echar un vistazo al libro de cuentas, por si acaso el conde tenía pendiente algún pago.

Se fue hasta el escritorio y buscó en el cajón la libreta negra en la que había visto que el señor Lipton iba anotando las transacciones que se efectuaban en la casa. Pasó rápidamente las páginas hasta llegar a las últimas anotaciones. Comenzó a leer lo que estaba escrito. De pronto, la tinta negra se tornó borrosa ante sus ojos cuando su cerebro se activó con una alarma.

—¡No puede ser!

La letra, aquella escritura de trazos elegantes y sobrios realizada por la mano del secretario de su padre, era la misma que había visto en las notas que había recibido por parte del chantajista. No le cabía duda, pues poseía rasgos inconfundibles.

Un temblor se extendió por su cuerpo cuando recordó esa voz que le había sonado tan familiar cada vez que la había escuchado, la misma que la saludaba cada mañana en su propia casa. Ahora, al relacionar las palabras que le había dicho el hombre con su último encuentro con el secretario el día que lo rechazó, todo pareció encajar a la perfección.

Él le había dicho que lo conocía. Y tenía razón. Sin embargo, nunca hubiera imaginado que podría tratarse del señor Lipton. Siempre se había comportado con suma corrección y respeto, más bien con timidez, y ella nunca le había dado pie para creer que pudiese sentir algo más que consideración por su persona, jamás algo que fuese más allá del afecto.

Su cuerpo se agitó por el temor, y se abrazó a sí misma. El nerviosismo y la ansiedad comenzaron a acecharla. Temía que pudiera regresar a la mansión en cualquier momento y tuviese que enfrentarse con él. Guardó deprisa el libro en el cajón, tomó el dinero y se llevó el documento de su nacimiento consigo, esperando que al secretario no se le hubiese ocurrido hacer una copia. Sin el documento original que demostrase la veracidad de los hechos, suponía su palabra contra la del conde. Su corazón se sobresaltó con esperanza. A lo mejor había una posibilidad de que todo el problema se solucionase.

Esa pequeña llama de esperanza murió apenas atravesó la puerta de Westmount Hall, cuando Thompson le entregó una nota que recibió con mano temblorosa ahora que sabía a quién pertenecía. Subió a la intimidad de su dormitorio, y la leyó.

Mi amada Victoria.

Pronto podrán cumplirse nuestros sueños. El marqués no nos molestará más, pues ya ha recibido un aviso. Si persistiera en su empeño en separarnos, solo por ti sería capaz de acabar con él. Tan grande es el amor que te profeso.

Victoria se tapó la boca con la mano para ahogar un grito de espanto. El hombre había perdido la razón, y se había vuelto mucho más peligroso.

Estoy seguro de que me reconociste en los jardines. Ahora que sabes quién soy, y que ya no hay nada que nos impida unirnos en matrimonio, podremos decirle a tu padre lo que deseamos y fijar esa fecha que marcará el inicio de nuestra felicidad.

Escribiré mañana mismo al conde, en cuanto reciba tu confirmación. Si no la recibo, entenderé que tu primo ha vuelto a interponerse entre nosotros, y me ocuparé de él personalmente.

Juro que nada impedirá que se realicen nuestros deseos. Sé que tú quieres esto tanto como yo. Tus sonrisas me revelaron lo que había en tu corazón, aunque tus labios nunca pudieran pronunciarlo. Ahora seremos libres para manifestar nuestro amor ante toda la sociedad.

Tuyo siempre,

Thomas.

La misiva se deslizó hasta el suelo desde sus manos temblorosas, su cuerpo se agitó en espasmos de estremecimiento y de rabia. Aquel hombre, aquel loco, estaba dispuesto a matar a James si ella no lo detenía. Podría volver a la mansión y hablar con él, aunque dudaba que pudiese hacerlo entrar en razón cuando su mente parecía perdida en sus propias imaginaciones y fantasías.

Tenía menos de veinticuatro horas para resolver la situación antes de que Lipton decidiese actuar por su cuenta. Respiró hondo y se acercó al ventanal. Contempló absorta los rosales que la duquesa cuidaba con tanto mimo. Su vista se alzó más allá de los rododendros, hacia donde se encontraba el cenador, aunque era imposible verlo desde allí. Recordó los instantes vividos con James en aquel lugar, y todos los maravillosos momentos que vinieron después. Pensó en su mirada, a veces serena, a veces burlona; en su sonrisa clara y diáfana; en su alegría vital y contagiosa, a pesar de que había momentos en que la sacaba de quicio. Y pensó en que había estado a punto de perderlo por culpa suya.

¿Se podía renunciar al amor por amor? La vida de James era para ella más importante que la suya propia. ¿Qué importaba lo que ella tuviera que sufrir con tal de que él viviera?

«Un amor grande exige grandes sacrificios», pensó. Y el suyo era inmenso, aunque él nunca lo sabría.

Lágrimas de impotencia y desesperanza rodaron por su rostro contraído por la pena. Quería revelarse y gritar: ¿por qué yo? ¿Acaso no tenía derecho a un poco de felicidad? Tal parecía que el nacer pobre aparejaba una condena de desamor. Apretó los puños con rabia. Se casaría con Lipton, sí, pero con varias condiciones. No solo no revelaría el secreto de su origen y dejaría en paz a James, sino que tendría que acceder a que Jimmy viviese con ella. No iba a permitir que el niño sufriera más.

Dejó reposar la frente sobre el frío cristal y cerró los ojos. Acababa de tomar la decisión más difícil de su vida. Ahora solo tenía que dar el primer paso, el más doloroso: despedirse de James… para siempre.

***

James estaba desesperado, y su mal humor crecía aparejado con su ansiedad a pasos agigantados. Harto de esperar en el blando lecho de su dormitorio, él mismo habría ido a buscar a Victoria si no le doliesen tanto las costillas. El médico le había dicho que tenía un par de ellas rotas, pero nada que el tiempo y el reposo no curasen. Sin embargo, su madre había convertido en un mandamiento sacrosanto las palabras del doctor, y no había forma humana de que le dejase abandonar la habitación hasta que ella, y no él, decidiese que estaba lo suficientemente repuesto.

Quería a su madre y la respetaba, pero en aquel momento estaba dispuesto a mandar al diablo sus indicaciones con tal de poder ver a Victoria. Ahora que se encontraba lúcido, y no bajo los efectos del láudano, como en las otras ocasiones, necesitaba comprobar que estaba bien.

Retiró las sábanas y se movió hasta el borde para bajar las piernas. Ahogó un gemido y se tragó una maldición cuando los músculos se quejaron, resentidos por el tirón del movimiento. Sin embargo, se dio cuenta de que el dolor ya no era tan agudo, señal de que estaba mejorando. Se agarró al poste de la cama e intentó ponerse de pie. Se sentía débil como un niño de pecho. Respiraba con fatiga y superficialmente, porque le causaba dolor, aunque llevaba el pecho completamente vendado. Apretó los dientes y avanzó unos cuantos pasos antes de detenerse agotado. Esa vez maldijo en voz alta.

Sonaron unos golpes suaves y la puerta se abrió silenciosamente. El corazón se le aceleró, y una sensación de paz lo inundó por dentro cuando vio a Victoria en el umbral.

—¡James!, ¿se puede saber qué haces levantado? —lo regañó.

Él esbozó una sonrisa boba que asemejó más a una mueca grotesca en su deformado rostro. Tenía la nariz hinchada —aunque gracias a Dios no se la habían roto—, al igual que el ojo y el pómulo derecho; la ceja izquierda la tenía partida, y los colores parduzco y verdoso de los cardenales, que ya se iban curando, parcheaban casi toda su cara.

—Iba a buscarte.

Victoria chasqueó la lengua fastidiada, al tiempo que se acercaba a él y, con suavidad, lo tomaba de la cintura para ayudarlo a volver al lecho.

—Y como no hay una campanilla que puedas hacer sonar para que uno de los sirvientes se encargue de ese cometido, vas y te lanzas tú mismo a realizar la tarea, a medio vestir y casi sin fuerzas —repuso con cierto sarcasmo.

—Me había cansado de esperar —refunfuñó como un niño.

Su prima arqueó una de sus perfiladas cejas y lo miró con altivez.

—Disculpe el señor marqués por no haber atendido antes a sus deseos —contestó burlona—. Subir por la escalera me ha llevado todo un minuto, demasiado tiempo para su Gracia. Quizás podría haber venido volando. ¡Ah, claro!, se me olvidaba que me dejé la escoba en Rothwell House.

James no pudo evitar sonreír cuando Victoria le recordó que, siendo adolescente, solía burlarse de ella diciéndole que con esa mata de pelo rojizo que tenía, parecía una bruja.

—Te echaba de menos —le dijo impulsivamente.

Victoria se tensó al escuchar sus palabras. No pudo evitar sonrojarse, ni que sus manos temblasen. Quiso gritarle que dejara de decir esas cosas, que solo le removían el corazón haciéndole concebir deseos y esperanzas que no eran posibles. Él las decía con tanta ligereza… ¿No se daba cuenta de cómo le afectaban?

James percibió inmediatamente la tristeza que asoló el rostro de Victoria, y deseó preguntarle qué le pasaba. ¿Estaba preocupada por el chantajista?

—Será mejor que te acuestes y descanses.

—¿Has recibido algún mensaje más? —la interpeló él. Victoria no le devolvió la mirada, pero negó con la cabeza. James frunció el ceño y una sensación de inquietud se instaló en su pecho. Se acomodó sobre los almohadones y tiró de la mano de su prima para que no se alejase—. Ven, siéntate a mi lado.

Victoria se acomodó sobre la cama y forzó una sonrisa, a pesar de que el corazón le sangraba. Sabía que James no se dejaría convencer tan fácilmente, pero de ninguna manera podía contarle la verdad. Había ido a decirle adiós, pero ¿cómo se despedía una del amor de su vida? Miró su rostro, atractivo y varonil a pesar de las marcas que le habían dejado, y esos hermosos ojos aguamarina que la miraban preocupados en aquel instante. Lloró interiormente, por ella misma y por él, pero se obligó a ser valiente.

—Tienes que dejar que te cuiden —le dijo con la intención de cambiar de tema— hasta que te repongas del todo. Tu familia está preocupada por ti.

James cerró los ojos con cansancio.

—Lo sé, pero mi madre solo quiere mantenerme aquí encerrado —se quejó—. Pero si vienes a verme a menudo, lo soportaré mejor —agregó con picardía.

—Creo que este tiempo a solas te vendrá muy bien para reflexionar sobre ti mismo y sobre tu actitud, sobre lo que quieres en la vida —lo reprendió.

«Ya sé lo que quiero, te quiero a ti», pensó. Sin embargo, las palabras que surgieron de su boca fueron diferentes.

—Venga, Vic, no me sermonees ahora. Ten piedad de mí, que estoy muy malito.

Se llevó la mano al pecho, fingiendo que sus palabras lo habían herido, y se sorprendió al notar que su corazón latía apresurado. Frunció el ceño y se preguntó de nuevo por qué motivo era incapaz de decirle a Victoria lo que realmente pensaba y sentía. Quiso darse de golpes contra la pared cuando vio la tristeza reflejada en sus ojos verdes.

Ella se levantó y dio un paso atrás mientras entrelazaba las manos con firmeza sobre su regazo.

—¿Sabes, James? No puedes pasar por la vida dejando simplemente que las cosas sucedan, sin tomar decisiones ni hacerte responsable de ellas, porque puede ser que un día la misma vida te imponga cosas que no quieras, pero entonces ya sea demasiado tarde para echar marcha atrás. Eres… —Tragó saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta—. Eres un hombre maravilloso. Yo siempre he creído en ti y seguiré creyendo en ti, pase lo que pase.

La vio marcharse sin que fuese capaz de detenerla, sorprendido como estaba por sus palabras.

¿Por qué, de algún modo, le habían sonado a despedida?