Capítulo 17

Victoria tuvo que refrenarse para no salir corriendo hacia su dormitorio, pero apenas entró en aquel santuario de intimidad y cerró la puerta, se derrumbó sobre la cama para llorar.

Hubiese querido que la despedida fuese de otra forma, poder guardar un buen recuerdo de su separación. Pero probablemente así había sido mejor, porque los dos se habían comportado como de costumbre: ella sermoneándolo y él con sus respuestas burlonas. ¡Cuánto le hubiese gustado, por el contrario, que la abrazara!

—¿Por qué lloras?

Victoria se sobresaltó al escuchar la vocecilla y se limpió las lágrimas antes de girarse hacia Jimmy. Miró a su alrededor, hasta que lo localizó en uno de los rincones, hecho un ovillo, sujetando con sus delgados brazos las piernas dobladas.

—Jimmy, cielo, ¿qué haces ahí?

—Nadie me cuenta lo que pasa, y no me dejan ver a James —le explicó balbuciente—. ¿Se está… se está muriendo?

El temor del pequeño le partió el corazón. ¿Por qué se tendía siempre a pensar que los niños no se daban cuenta de nada? No era cierto. La sensibilidad de Jimmy le había hecho percibir la extraña situación que se vivía en la mansión, y seguramente se habría sentido solo y abandonado. Una sensación que ella misma comprendía muy bien, porque la había experimentado con mucha fuerza en los últimos días.

—Ven aquí.

El niño la miró con los ojos brillantes, pero no se movió de aquel triste rincón hasta que ella abrió los brazos. Entonces, con un sollozo desgarrador, se puso de pie y corrió hasta arrojarse en ellos. Ocultó el rostro en su pecho y se dejó llevar por las lágrimas. Victoria dejó que las suyas también fluyeran libremente mientras abrazaba el cálido cuerpo de Jimmy con ternura.

—No quiero que se mu… muera —le dijo entre sollozos, con la voz amortiguada por el vestido de ella—. No qui… quiero quedarme so… solo.

—¡Chis! Tranquilo. James no se va a morir —le explicó con la voz más firme que pudo para que no creyese que le mentía—. Tuvo un… accidente, y se hirió, pero ya se encuentra bien. De hecho, Thompson me ha dicho que ya está gruñendo como siempre —le confesó con una sonrisa, esperando que el niño comprendiera que todo estaba bien.

Jimmy asintió, pero sus ojos azules la miraban con inusitada seriedad. A pesar de encontrarse acurrucado entre sus brazos, como un niño pequeño y desvalido, su rostro poseía ese viso de madurez de quien se ha enfrentado en su vida al dolor y al sufrimiento.

—Entonces, ¿por qué llorabas tú?

Victoria lo contempló durante un instante. Sabía que si pronunciaba las palabras, ya no habría vuelta atrás; nunca defraudaría a Jimmy. Las manos le temblaron cuando apartó un mechón rubio de su frente. Sí, decir las cosas en voz alta lo volvería todo más real, pero estaba decidida a hacer lo correcto.

—Jimmy, ¿te gustaría que yo fuese tu mamá?

Los ojos del niño se agrandaron de tal modo que parecieron dos esferas celestes. Parpadeó un par de veces antes de poder hablar.

—¿De… verdad? —le preguntó con manifiesta incredulidad—. ¿Vas a ser mi mamá?

Victoria sonrió.

—Solo si tú quieres.

—Sí, ¡oh sí! —exclamó emocionado, y se abrazó con fuerza a su cintura—. ¿Y James va a ser mi papá?

La pregunta, dicha con tanta naturalidad e inocencia, la conmovió, pero también le causó dolor. No todos los deseos podían cumplirse, y tanto Jimmy como ella tendrían que prescindir de ese.

—No, cariño, eso no puede ser.

La tristeza se hizo visible en el pequeño, en su postura decaída, en el brillo opaco de sus ojos y en la desaparición de su sonrisa.

—¿Es que tú no lo quieres?

Victoria dejó escapar un suspiro mitad cansancio, mitad resignación. Los niños veían todas las cosas con sencillez.

—Por supuesto que lo quiero. Lo quiero mucho —agregó con completa sinceridad—, pero no puede ser.

—¿Por qué no? —insistió frunciendo los labios en un mohín de disgusto.

—Es difícil de explicar —le dijo. Para prevenir que hiciese más preguntas para las cuales no tenía respuesta, añadió—: ¿Por qué no vas a la habitación de James y lo saludas?

El niño se bajó de su regazo y comenzó a brincar saltando de un pie al otro.

—¿Puedo, puedo?

—Claro que sí, pero vas a llamar a la puerta con educación y a esperar a que te respondan para entrar. Y no vas a decirle a James, ni a nadie, lo que hemos hablado; será nuestro secreto. —El pequeño asintió con seriedad—. Además, vas a quedarte poquito tiempo en su habitación, porque James tiene que descansar, ¿me lo prometes?

Jimmy volvió a asentir de nuevo, con vigor, y cuando vio que Victoria no añadiría nada más, esbozó una sonrisa feliz y salió corriendo de la habitación.

Victoria sacudió la cabeza y se preguntó cuánto en realidad cumpliría el niño de lo que le había prometido.

Cuando se quedó sola, pensó que era el momento de actuar. No permitiría que Lipton le escribiese a su padre, puesto que era imposible que el conde le concediese el permiso para casarse, no tanto a causa de las diferencias sociales cuanto porque la conocía bien y sabría que no estaba enamorada. No podía fingir lo que no sentía. Y si el conde se negaba al matrimonio, ¿quién sabía de lo que sería capaz el secretario? Podría dañar también a su padre, porque estaba completamente obsesionado con ella, hasta el punto de no razonar.

Por eso, después de reflexionar sobre el asunto, había decidido que lo mejor sería aprovechar que su padre se encontraba fuera de Londres para ir a Gretna Green, en Escocia, y casarse allí. En aquel lugar no hacía falta leer las amonestaciones ni tampoco tener una licencia especial, bastaba con el deseo de los contrayentes de unirse en matrimonio. Victoria se preguntó cuál sería el castigo por mentirle a un hombre de Dios. Apretó los labios con firmeza. No importaba. Lo único verdaderamente importante eran las vidas de James y de su padre.

No tenía mucho tiempo para actuar. Sabía que podría encontrar a Thomas Lipton en Rothwell House a esas horas; de cualquier forma, sería mejor asegurarse. Llamó a la doncella y le pidió que alguno de los criados enviase recado a Perkins, el mayordomo de Rothwell House, para averiguar si el secretario se encontraba ya en la mansión o continuaba fuera. Mientras llegaba la respuesta, que no tardaría, se cambiaría de vestido y luego, «tal vez pueda ir preparando una pequeña bolsa de viaje», pensó con desolación.

Mientras guardaba la última prenda en el bolso de viaje que había traído consigo desde su casa, uno de los criados llamó a la puerta y le entregó una nota de parte de Perkins. El señor Thomas Lipton se hallaba, efectivamente, trabajando en su despacho. Una hora después, Victoria llamaba a su puerta.

Nunca había entrado en el despacho del secretario, aunque era muy semejante al del conde, pero mucho más pequeño. Había un orden riguroso en todos los documentos, papeles y libros que yacían en las estanterías de los armarios y en el escritorio de madera oscura situado a un lado de los grandes ventanales. La luz del sol entraba radiante a través de los cristales, iluminando la figura que se inclinaba sobre la mesa.

Thomas terminó de comprobar los datos y estampó su firma sobre el documento que estaba leyendo. Entonces alzó la vista y se sorprendió al encontrarse con Victoria, en lugar de con el criado que esperaba. Se levantó de inmediato para recibirla.

Victoria se encontraba nerviosa. Miró al hombre con atención. Se le veía serio y circunspecto, como de costumbre, y se preguntó si no se habría equivocado en sus conclusiones. Las palabras que resonaron en el despacho a continuación fueron la confirmación que necesitaba sobre el fundamento de sus sospechas.

—Querida mía, nunca he dudado de tu inteligencia, y de que tu corazón no dejaría de reconocerme. Pero debo decir que no te esperaba por aquí. —La saludó mientras besaba el dorso de su mano con una galantería que quizás en otro tiempo le hubiese complacido, pero que en ese momento solo soportó—. Supongo que has venido por mi mensaje, aunque me hubiese bastado con que me enviases una nota.

La sonrisa del hombre era tan amplia y sincera que resultaba desconcertante. ¿Cómo podía no darse cuenta de que aquello estaba mal, de que ella no lo amaba en realidad?

—Sí, he venido por el mensaje, señor Lipton…

—Creo que puedes llamarme Thomas, puesto que estamos prometidos.

Victoria no pudo evitar alzar una ceja con altivez. Aunque sabía que hacía lo correcto, su corazón, su mente y su cuerpo se revelaban ante aquel abuso contra su voluntad y libertad; además, ahora que conocía la identidad del chantajista, se sentía menos intimidada, a pesar de reconocer que el hombre era peligroso.

—Señor Lipton —insistió ella, sin importarle que el hombre suspirase decepcionado—, me casaré con usted, pero con unas condiciones.

Thomas se echó hacia atrás y cruzó las manos detrás de la espalda. Frunció el ceño y la observó con los ojos entrecerrados, como si la estudiase.

—¿Qué clase de condiciones? —preguntó con suspicacia.

Ella asintió con firmeza, aunque por dentro temblaba, y sintió el alivio inmediato que le supuso la reacción tranquila del hombre.

—No le escribirá al conde. Lo conozco y sé que no aceptará el compromiso, así que nos casaremos en Gretna Green y no tendrá más remedio que aceptarlo cuando ya sea un hecho consumado. —Vio cómo Lipton fruncía el ceño disgustado, pero siguió adelante antes de que pudiera interrumpirla—. Dejará en paz al marqués. Mi familia solo busca protegerme.

—Ahora seré yo quien se encargue de hacerlo —repuso con tono afilado.

Un escalofrío recorrió la espalda de Victoria. ¿Cómo podía protegerla alguien con quien ni siquiera se sentía segura?

—Todavía tengo una condición más. Cuando nos… casemos, Jimmy vivirá con nosotros.

—¿Quién es Jimmy?

—Un niño de diez años que…

—No pienso aceptar ningún hijo bastardo tuyo. —La interrumpió con brusquedad. Su voz era apenas un susurro letal y frío, y Victoria dio un paso atrás mientras lo contemplaba entre horrorizada y asustada.

—Jimmy no es ningún bastardo, señor Lipton, y, por supuesto, no es hijo mío —replicó—. Es uno de los huérfanos de El hogar de los ángeles, y pienso adoptarlo.

—¡No puede hacer eso! ¿Se da cuenta de lo que dirá la gente?

—Lo mismo que dirán si usted les revela mis orígenes, pero no importará demasiado, porque no viviremos en Londres, y la gente no tendrá por qué saber que no es hijo nuestro —señaló.

Thomas miró a la mujer entre sorprendido y enfadado. Esa no parecía la misma mujer dulce y tranquila que le sonreía amable cuando se cruzaba con ella por los corredores de la mansión.

—Victoria, no me exijas demasiado, o…

—¿O qué? —Se envalentonó ella. Estaba cansada de todo, y ya nada tenía sentido excepto la lucha que había emprendido por salvar a los suyos—. ¿No habrá boda? Eso es lo que usted desea, ¿o ha cambiado de opinión?

El secretario no percibió el anhelo y la esperanza que vibraban en el timbre de voz de Victoria. Se limitó a mirarla con las pupilas dilatadas mientras intentaba respirar profundamente. De pronto la tomó de los brazos y la acercó a su pecho bruscamente. Victoria jadeó.

—Sabes que te amo, y tú me amas. Estamos destinados el uno al otro, y ¡por Dios que te tendré!

Victoria se preguntó si se escuchaba a sí mismo. Esas eran las palabras de un hombre obsesionado, no de un hombre enamorado.

—Pues entonces, cumpla las condiciones —le exigió.

Él la miró con tanta intensidad, que su mirada parecía rayana en el odio, y tuvo miedo. Por un momento, sintió un miedo racional e inmenso. Quiso cerrar los ojos y dejarse llevar, perder el sentido, pero no se había desmayado en su vida y no iba a comenzar a hacerlo ahora. Su padre, el conde, le había enseñado a luchar, a enfrentar los problemas de la vida. Su padre… Lo hacía por él. Le estaba devolviendo todo lo que había hecho por ella desde que la recogió de Saint Michael. No permitiría que nada manchase su honor.

—Sea pues —convino. Y después la besó.

Los labios masculinos se posaron sobre los suyos saqueando, exigiendo con un reclamo doloroso que hizo que los ojos de Victoria se llenasen de lágrimas. Empezó a empujarlo con fuerza, temiendo que el hombre no supiese controlarse pero, al final, Thomas cedió. La miró con una mezcla de ternura y adoración que la desconcertó y le hizo pensar que quizás, si hablaba con él y le contaba la verdad, la dejaría libre. No era un mal hombre.

—Thomas… —Lo tuteó para facilitar el camino, pero él no escuchaba. Tenía la mirada perdida mientras jugaba distraído con uno de los tirabuzones rojizos de su cabello. Casi daba la sensación de que se trataba de un hombre distinto del que la había abordado antes.

—Vamos a ser felices, te lo prometo —declaró con fervor—. Yo te cuidaré y te protegeré, y nunca te arrepentirás. Si no quieres vivir en Londres, entonces viviremos en otra ciudad, o en el campo. Pero primero nos casaremos. Nos marcharemos mañana temprano. Te esperaré en Hyde Park, mi amor —le dijo mientras acunaba su rostro entre las manos. Victoria solo sentía ganas de llorar—, en la entrada principal, a las siete.

—Allí estaré —contestó ella, puesto que parecía que el hombre necesitaba una confirmación—. Creo que… ahora debería marcharme.

Thomas se inclinó en una reverencia y besó el dorso de su mano, y Victoria agradeció que no hubiese vuelto a besarla en la boca. Sentía los labios magullados por la violencia con que la había asaltado. Ese beso solo había despertado en ella temor. ¡Qué distinto de los de James, que le producían todo un mundo de sensaciones!

Cuando regresó a Westmount Hall, le pareció que llevaba un peso insoportable sobre los hombros, y solo quería meterse en la cama y ocultarse del mundo. ¿Por qué tendría que haberse enamorado de James? ¿Por qué, habiendo tenido tantos pretendientes, no había podido escoger a otro? En ese momento se encontraría casada, y quizás sería madre y acunaría en sus manos un bebé, en lugar de estar planeando una fuga a Gretna Green con un hombre que mostraba signos inequívocos de inestabilidad emocional, que podía volverse peligroso, y al que, por supuesto, no amaba.

Subió a su dormitorio y, después de asegurarse de que Jimmy no se había escondido en ningún rincón, se dejó caer sobre el lecho y cerró los ojos, aunque no derramó ni una sola lágrima. Debía aceptar que la visita que había hecho esa tarde lo había cambiado todo.

***

James recorría con lentitud el perímetro de su habitación. Los primeros pasos le habían molestado bastante, pero ahora ya podía moverse con más facilidad. A pesar de ese gran logro, por alguna razón se sentía inquieto. Notaba un cosquilleo constante en la nuca, como un mal presentimiento. Frunció el ceño y se detuvo un momento para introducir aire en sus doloridos pulmones.

Tenía que volver a ver a Victoria. La necesitaba, como necesitaba el aire para respirar. Sabía que pronto descendería hacia el comedor para asistir a la cena. Que él supiera, su madre no había organizado la asistencia a alguna de las escasas fiestas que daban los más rezagados antes de abandonar definitivamente la ciudad y trasladarse al campo.

Sospechaba que Victoria no acudiría a él. No podía olvidar sus últimas palabras, ni el modo en que se las había transmitido, como si todo hubiese acabado entre ellos. Frunció el ceño pensativo y reanudó el paseo por la habitación, aunque, en esa ocasión, sus pasos se dirigieron hacia la puerta de entrada. El espectáculo del largo pasillo alfombrado lo desanimó un poco al pensar en sus costillas, pero la imagen del rostro de Victoria lo alentó. Echó a andar despacio, respirando en pequeñas dosis, mientras daba un paso tras otro.

Había llegado a la altura de la salita verde, aquella en la que su madre prefería tomar el té, cuando se abrió la puerta del dormitorio de Victoria. La vio salir y caminar pensativa y absorta, como si tuviese algún problema. Frunció el ceño y esperó a que alcanzase el rellano de la escalera, antes de llamarla.

—Victoria.

Ella levantó la vista y agrandó los ojos como platos cuando lo vio apoyado en el marco de la puerta de la sala verde, descansando.

«Me encanta la expresividad de su rostro», pensó James mientras la veía acercarse con las manos convertidas en puños, los labios firmemente apretados y una buena dosis de reproches en el verde de sus ojos que lo observaban como si desearan fulminarlo.

—¡James Marston!, ¿se puede saber qué crees que estás haciendo?

Él sonrió con la felicidad de un borracho al que acaban de invitar a una nueva copa.

—Te estaba esperando. Me aburro.

Victoria contó hasta diez antes de responder con los dientes apretados.

—No soy ningún mono de feria para divertirte —le espetó con sequedad—. Vas a tener que aprender a divertirte tú solito.

Él compuso una mueca de fastidio y decidió cambiar de tema mientras la hacía pasar a la salita para poder hablar. Cualquier tema podía convertirse en una excusa con tal de poder verla, oírla y tocarla.

—Jimmy ha venido a verme hoy —comentó—. Y parecía muy feliz. Me contó que tenía un secreto, pero que no me lo podía compartir porque entonces dejaría de serlo, pero, además, tú te enfadarías. ¿Sabes de qué secreto habla?

¡Qué difícil resultaba comportarse como una dama cuando lo que una quería de verdad era dejar escapar maldiciones como un marinero!

—Los secretos no se pueden revelar o no se cumplirán, creo que esas mismas fueron tus palabras cuando te lo pregunté yo en una ocasión —replicó con cierto retintín que tenía el regusto de la venganza.

La boca de James se contrajo en un gesto de fastidio. La verdad era que lo recordaba bien, puesto que se trataba del secreto de los vestidos de Sally, la muñeca de la pequeña Mary. Dado que ya había cumplido el deseo de la niña, no veía por qué no podía contárselo a Victoria en aquel momento.

—Mary tenía un único deseo, que su muñeca Sally tuviese un vestido nuevo, y yo me encargué de cumplírselo —respondió.

Se encogió de hombros con indiferencia, como si el asunto no fuese importante, aunque se le veía azorado. A Victoria se le llenaron los ojos de lágrimas y tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para no decirle a James lo mucho que lo amaba. En su lugar, se centró en lo que él esperaba que le contase.

—Pues mi secreto seguirá siendo un secreto, James Marston —repuso en un tono burlón que encerraba una gran amargura—. Y ahora, con tu permiso, debo bajar a cenar o llegaré tarde, y ya conoces cómo se ponen los duques cuando alguien se retrasa.

Se dio media vuelta, hacia la puerta, pero James la volvió a interrumpir.

—¿Viene alguien por el pasillo? —Quiso saber.

Victoria frunció el ceño con extrañeza, pero luego miró hacia un lado y hacia el otro del largo corredor y negó con la cabeza.

—No hay nadie, ¿por qué?

—Por esto…

Tiró de su brazo hasta tenerla pegada a su cuerpo, y la besó con una mezcla de ternura y necesidad. El cuerpo de Victoria vibró en respuesta, y supo que estaba perdida. James había impreso en ella su huella, y su cuerpo jamás reaccionaría a otros besos y caricias que no fuesen los de él.

Gimió involuntariamente. Sabía que debía apartarlo, pero no pudo.

«Una vez más», se dijo. «Solo una vez más».