Londres, junio de 1769
El conde de Rothwell desvió la mirada hacia su hija, Victoria. Estaba preciosa, con aquel vestido de seda verde que destacaba la blancura de su piel sin mancha y el llamativo color cobrizo de su abundante cabello, que llevaba recogido en un elaborado peinado entrelazado con diminutas esmeraldas. De su cuello esbelto pendía un collar con una única esmeralda que rivalizaba en belleza con sus imponentes ojos verdes.
Era, sin duda, la mujer más hermosa de todas las que había allí reunidas, con excepción de la novia, por supuesto.
Arabella había lucido radiante ese día mientras se aproximaba al altar del brazo del orgulloso duque de Westmount. Para desesperación del nerviosísimo novio, había avanzado despacio por el largo pasillo mientras saludaba a los presentes con una cálida sonrisa. Rothwell la había mirado con cariño al llegar junto a él, y Arabella se había desprendido del brazo de su padre para besar a su tío, que había suspirado con una mezcla de satisfacción y tristeza, porque algún día sería él quien acompañaría hacia ese mismo altar a su hija. Claro, que él no tenía ninguna prisa y, al parecer, Victoria tampoco.
Al verla conversar con los invitados en la recepción de bodas, pensó, no sin cierta sorpresa, que ya habían transcurrido veintidós años desde que la había tenido por primera vez en sus brazos. Recordó perfectamente aquella noche en la que el carruaje avanzaba por las oscuras calles de Londres de regreso a Rothwell House. La señora MacIntyre acunaba en sus brazos aquel bulto deforme que él ni siquiera había podido mirar. Dentro de su corazón se amalgamaban el dolor y la rabia por la pérdida de su inocente niña, por el sufrimiento de su esposa, y aunque sabía que la pequeña que dormía en brazos del ama de llaves no tenía la culpa, no podía evitar que le royese las entrañas el hecho de que fuese a disfrutar de lo que hubiese debido pertenecer a su propia hija, carne de su carne.
Cuando entraron en el vestíbulo de la mansión, el conde se detuvo y apretó los puños. «Lo hago por Diana», se dijo. Sin mediar palabra, extendió los brazos y la mujer depositó en ellos al bebé. Inhaló una profunda bocanada de aire y retiró la burda tela que cubría el rostro de la niña. Apretó con fuerza la mandíbula al contemplar aquel rostro rojizo y arrugado de nariz respingona. La pequeña tenía los puños apretados, como si estuviera dispuesta a pelearse con el mundo y con la vida misma. Incapaz de contener su curiosidad, alargó un dedo y lo pasó por la pelusilla rala que cubría aquella cabecita. Le sorprendió la suavidad y el calor que desprendía su piel. La niña se removió y abrió los ojos con un repetido parpadeo. Algo se quebró en el interior del conde cuando recibió el impacto de aquellos enormes ojos de un color indefinido, y un sollozo trepó por su pecho. Tragó saliva y buscó la mirada del ama de llaves.
—Esta es mi hija —declaró con firmeza—. Ha nacido hoy en Rothwell House, y todos en esta casa lo jurarán, si es necesario.
La mujer asintió con gesto serio.
—¿Qué nombre le pondrá a la pequeña, milord?
El conde volvió a mirar a la niña, pero esa vez había en sus ojos un brillo de ternura.
—Se llamará Victoria —respondió. «Porque le ha ganado la batalla a mi corazón», añadió para sí mismo.
Abandonó sus recuerdos cuando un aplauso, al entrar los recién casados en el jardín, barrió los murmullos de las conversaciones de los presentes.
Sí, su pequeña Victoria se había transformado en una hermosa mujer, decidida y tenaz, pensó mientras la miraba con orgullo. Ella se giró y le sonrió. Era una pena que Diana no hubiese vivido lo suficiente para verla crecer. La recuperación del parto había sido lenta, y a pesar del empeño que puso en vivir, falleció cuando la niña contaba tan solo tres años. Una nube de tristeza ensombreció su semblante. Diana había sido el gran amor de su vida, pero, tras su muerte, Victoria había llenado sus días de alegría, convirtiéndose en el centro de su existencia.
—¿No es una novia preciosa? —le comentó su hija acercándose y entrelazando su brazo con el de él.
—Algún día tú también lo serás —respondió palmeando su mano con cariño—, y yo me sentiré orgulloso de acompañarte al altar.
Victoria Cavendish hizo un esfuerzo por sonreír a su padre. No estaba tan segura de que ese día fuese a llegar. Sus ojos volaron hacia la figura de James Marston, marqués de Blackbourne y hermano de Arabella, que saludaba en aquel momento al conde de Thornway, su amigo y ahora también cuñado. Se veía realmente atractivo enfundado en aquel traje de color gris, con su cabello rubio peinado hacia atrás. El corazón se le encogió un poco al contemplarlo, y un dolor profundo la atravesó. ¿Por qué había tenido que enamorarse de él cuando tenía tantos pretendientes deseosos de desposarla? Caballeros nobles y dignos. Podría haber escogido a cualquiera de ellos, pero su corazón no latía al ritmo de la lógica, y solo se aceleraba ante la presencia de su primo.
Cerró los ojos un momento para calmar la opresión que sentía en el pecho, y volvió a decirse, una vez más, que aquel amor era un sinsentido. Había tomado una decisión y la mantendría. Le había dicho a Arabella que iba a olvidarse de James y, aunque le costase la misma vida, cumpliría su palabra. Ya había sufrido demasiado inútilmente esperando que él se fijase en ella como mujer. A partir de ese momento, se esforzaría por prestar más atención a sus pretendientes y aceptaría a alguno de ellos. Tal vez no encontrase el amor, pero quizás sí que podría llegar a ser feliz.
Se limpió con discreción las lágrimas que brotaron de sus ojos y se unió al brindis de los presentes por la feliz pareja que acababa de completar sus esponsales. La mirada de adoración que lord Thornway dirigió a Arabella, su esposa, conmovió a Victoria. Amaba a su prima profundamente, era para ella como una hermana, y solo deseaba que fuese feliz. Quizás, algún día, también ella alcanzaría su propia felicidad.
Su padre tomó una copa de la bandeja y se la ofreció con una sonrisa dichosa. Ella le devolvió el mismo gesto de forzada alegría que había estampado en su rostro desde la mañana. No deseaba entristecer a su padre con su propia pena, nacida no solo de la separación de Arabella —pues estaba convencida de que desde ese momento en adelante se verían menos—, sino también porque ya no tendría tantos motivos para visitar la mansión… «ni para ver a James», pensó al contemplar los hermosos jardines de Westmount Hall.
Lady Eloise Westmount los había mandado engalanar con farolillos de colores y había dispuesto mesas con abundantes viandas. Todo para deleite de los invitados al desayuno de bodas, que reían y bebían a la salud de los recién casados, quienes parecían no poder separarse el uno del otro. Victoria miró a su prima, y esta la saludó desde lejos.
Arabella recibía agradecida las felicitaciones de todos, aunque era consciente de que Alex deseaba marcharse cuanto antes para estar a solas con ella. Sin embargo, no podrían hacerlo antes de las cuatro de la tarde, cuando un carruaje los llevaría a una de las propiedades de su esposo en el norte; además, antes de irse necesitaba hablar con Victoria. Aprovechó que Alex se hallaba inmerso en una conversación con el duque para hacerle un gesto indicándole que no tardaría.
Su prima se hallaba rodeada, como siempre, de galantes caballeros. Se abrió paso como pudo entre aquella muralla de anchas espaldas masculinas.
—Discúlpenme, caballeros, pero puesto que es el día de mi boda, se me permite abusar de mis deseos —les dijo con una sonrisa esplendorosa ante la que más de uno parpadeó, como si solo en aquel momento captasen toda la belleza escondida tras aquel menudo rostro—, y mi deseo ahora es quedarme un momento a solas con mi prima.
Los caballeros se apresuraron a expresar su acuerdo y a efectuar sus reverencias antes de marcharse.
—Desde luego, cuando quieres puedes ser muy convincente —comentó Victoria con una sonrisa maliciosa.
Arabella inclinó ligeramente la cabeza y se quedó un momento pensativa.
—Creo que lo he aprendido de ti —repuso finalmente.
Victoria dejó escapar una carcajada divertida y sacudió la cabeza.
—¡Cuánto te voy a echar de menos, Arabella! —le confesó, al tiempo que enlazaba su brazo con el de su prima y la arrastraba hacia un lugar más apartado del bullicio—. ¿Eres feliz?
—¡Ay, Vic!, soy muy feliz. Alex es… —suspiró sin saber cómo poner en palabras todo lo que sentía hacia aquel hombre que se había ganado su corazón.
—Eso me basta por ahora porque, si en algún momento me entero de que te hace infeliz, soy capaz de ir a por él y arrancarle las entrañas —le espetó con una fiereza nacida del amor.
Arabella sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa divertida. Sin embargo, sabía que Victoria lo haría, que sería capaz de batirse en duelo con Alex —a pesar de que este la sobrepasaba en altura por unos quince centímetros y de que ella, aun siendo una excelente tiradora, jamás le dispararía a un hombre—, o con cualquiera que hiciese daño a su familia. Su lealtad no conocía límites, y por eso la quería todavía más.
—¿Tú cómo estás, Vic?
Victoria le devolvió la mirada a su prima. Se conocían demasiado bien como para no saber a qué se refería. Se encogió de hombros en un gesto que pretendía mostrar indiferencia, pero que no engañó a Arabella.
—Pronto terminará la Temporada y quizás nos traslademos al campo —le respondió. Luego titubeó antes de proseguir—: cuando regresemos, voy a aceptar… que me cortejen.
El dolor se reflejó en los ojos dorados de Arabella.
—¡Oh, Vic, no puedes…!
Ella alzó la mano para detener sus palabras.
—¿Rendirme? —preguntó. Una sonrisa triste y resignada se dibujó en sus labios—. Este amor duele demasiado. Tú conoces a James mejor que yo; sabes que nunca me mirará como a las demás mujeres, para él solo soy esa prima fastidiosa que no deja de molestar con la insistencia de que puede transformarse en un hombre mejor —señaló con tono amargo.
Arabella nunca había visto a Victoria tan derrotada, pero, aunque le doliese reconocerlo, tenía que darle la razón. Amaba a James, lo mismo que a sus otros dos hermanos, y sabía que este se había acomodado a su papel de primogénito y heredero, y no veía más allá de su propia comodidad y de la satisfacción del momento. Aunque sería capaz de dar la vida por su familia, como había demostrado cuando ella misma había sido secuestrada, no percibiría el inmenso amor que Victoria sentía por él ni aunque la misma Arabella lo plasmase en un lienzo y se lo pusiera ante los ojos. Dejó escapar un suspiro de desaliento.
—Lo siento, Vic. Me hubiese gustado que…
Victoria la abrazó con fuerza, porque temía que si su prima seguía hablando, se echaría a llorar. Había sido una ilusa al pensar que podría disfrutar de un amor como el que sus padres habían vivido. La realidad era que Cupido había errado al disparar sus flechas, y lo único que le había dejado era un corazón malherido.
—No te preocupes, cariño, voy a estar bien —le aseguró.
—¿No os habéis separado y ya os estáis echando de menos?
La voz burlona de James hizo que todo su cuerpo se tensase. ¡Dios, qué difícil iba a ser aquello! Pero, costara lo que costase, iba a ganar la batalla. Arrancaría a James de su corazón.
—¡James!
—No me regañes, hermanita, vengo a reclamarte en nombre de tu esposo, que está desesperado. —Arabella miró hacia donde se encontraba Alex y vio el gesto de agobio de su rostro. No pudo evitar sonreír—. Más vale que acudas pronto a su lado o será capaz de hacer alguna absurda tontería.
—Eso se llama amor, James, y deberías aprender a reconocerlo o se te escapará de las manos cuando lo tengas delante —le espetó su hermana con cierta acritud.
James alzó las dos manos a modo de defensa.
—Está bien, me rindo —declaró con una sonrisa pícara antes de plantarle un beso en la mejilla—. Sabes que me siento muy feliz por ti. No podrías haber encontrado un hombre mejor.
—Estoy segura de ello —repuso Arabella, a quien le resultaba difícil mantenerse enfadada con sus hermanos durante mucho tiempo—. Me voy con mi esposo. Nos veremos antes de partir.
Victoria y James observaron a la joven mientras se perdía entre los invitados hasta alcanzar al conde. A Victoria no se le escapó que Alex aferraba la mano de su esposa como si no desease soltarla nunca más. Un suspiro melancólico brotó de sus labios. James se volvió a mirarla.
—No te preocupes, Vic, la siguiente serás tú —le dijo con cierta galantería a modo de consuelo; sin embargo, ella lo conocía bien y sabía que no se conformaría solo con esas palabras. Inmediatamente lo vio sonreír con esa sonrisa torcida que le hacía parecer un bribón y añadió—: claro que eso solo será si alguno de tus pretendientes logra sobrevivir a tus rechazos.
Se llevó la mano al corazón como si él mismo lo hubiese sufrido en carne propia.
Victoria apretó los labios y se esforzó por recomponer los trocitos rotos de su corazón. Necesitaba alejarse, ya no era inmune a sus bromas, ni a sus palabras, ni siquiera al sonido de su voz. Le dolía demasiado, y no estaba preparada para afrontarlo una vez más. Temía que, de continuar así, explotaría y le contaría lo que sentía por él, y no deseaba ver ni el rechazo ni la compasión pintados en aquel hermoso rostro que poblaba sus sueños.
—No te preocupes por ello, James —repuso con una seriedad poco propia de ella—. Sé cuál es mi deber, y te aseguro que el año que viene, para estas fechas, podrás sentirte orgulloso de mí por haberlo cumplido.
Él frunció el ceño, algo perplejo por sus palabras y por su actitud contenida. Al mirar su rostro de tez marfileña en el que sus ojos brillaban como dos esmeraldas, volvió a maravillarse de la belleza de su prima. Era, sin duda, una de las mujeres más hermosas de la recepción. Aunque siempre había contado con una corte numerosa de pretendientes, por una u otra razón, los había rechazado. Sin embargo, no debía extrañarle que deseara casarse y formar una familia, ni que el hecho de que Arabella hubiese dado ya ese primer paso, la impulsase a ella a imitarla. A pesar de todo, aquella posibilidad no le gustó en absoluto.
—¿Tienes algún pretendiente nuevo del que no me haya enterado? —Trató de hacer el comentario con ligereza, pero en el fondo de sus palabras se apreció un filo de dureza que, por suerte, Victoria no notó.
—No sabía que debía rendirte cuentas de las propuestas que recibo —repuso con sequedad.
James observó cómo ella lo miraba entrecerrando sus preciosos ojos verdes. Le recordó a un felino, uno de esos animales exóticos de piel suave y garras afiladas. Hermoso, pero peligroso al mismo tiempo.
—Victoria… —la amonestó.
—No, James. Tú no eres mi padre, ni siquiera mi hermano. Eres solo mi primo, y no tengo por qué darte explicaciones sobre mi vida y, mucho menos, sobre mi corazón —declaró con tono firme—. Pero, para que te quedes tranquilo, te diré que sí, que tengo un nuevo pretendiente.
Tras esas palabras, su prima se marchó en medio de un remolino de seda verde, dejándolo perplejo y confundido. ¿Qué demonios le pasaba a Victoria? ¿Y quién era ese nuevo pretendiente? Ella tenía razón en que no le correspondía el papel de protector ni de guardián, pero, de alguna forma, se había acostumbrado a ello, igual que lo había hecho con Arabella, y no pensaba mantenerse de brazos cruzados por mucho que ella se lo exigiera.
Desde su altura de casi un metro noventa, oteó los jardines en busca del conde de Rothwell. Lo localizó junto a una de las fuentes charlando con un par de caballeros. Se acercó a ellos justo en el momento en que los hombres se despedían.
—James, muchacho, ¿cómo estás? —lo saludó cariñosamente el conde—. Hace tiempo que no sé nada de ti. ¿Cómo te va?
James le sonrió.
—Hola, tío William. —A pesar de que su primer nombre era Theodore, los trillizos Marston siempre se habían empeñado en llamarlo William, porque de niños les había parecido un nombre más fácil de recordar—. Me encuentro bien y, por lo que puedo ver, usted también.
—Así es, muchacho. Acabo de hablar con tu padre sobre lo feliz que estoy por la boda de Arabella —comentó—. Sé que Victoria la va a echar mucho de menos, pero, al fin y al cabo, ella también se casará pronto.
El estómago le dio un desagradable vuelco al escuchar esas palabras y el nudo que se le hizo en la garganta lo empujó a toser.
—¿Victoria ha recibido alguna propuesta de matrimonio? —le preguntó cuando se le calmó la tos.
—De hecho, ha recibido varias y, aunque algunas las ha rechazado, estoy seguro de que pronto se decidirá. En realidad, yo creo que ya se ha decidido —le confesó. Luego bajó la voz a un susurro y prosiguió—: Soy su padre y la conozco. Victoria está enamorada.
La confesión de aquel secreto lo dejó completamente anonadado. Por algún motivo incomprensible, nunca se había imaginado que su prima pudiera enamorarse de alguien. Y aquello le dolió. «Es porque Victoria no ha confiado en mí para contármelo», se dijo. Siempre habían sido muy cercanos y se habían llevado bien, a pesar de que solían discutir a menudo, sobre todo porque a él le encantaba molestarla y ella estaba empeñada en reformarlo. Por eso, la idea de que aquella cercanía y complicidad se acabara, y que Victoria pudiera tenerla con otro hombre que no fuera él, lo sacudió por dentro.
Se removió inquieto en su sitio y buscó con la mirada a su prima. La localizó enseguida, sonriendo con amabilidad a un joven conde a quien escuchaba atentamente.
—¿Usted sabe quién es el… afortunado?
El conde de Rothwell se sorprendió un poco por el tono brusco de James, pero sacudió la cabeza como respuesta.
—No, pero estoy convencido de que, cuando esté preparada, me lo dirá —le aseguró confiado.
«Y yo, ¿cuándo voy a enterarme?», pensó James enfadado. ¿Cuando ya fuese demasiado tarde? Demasiado tarde, ¿para qué?, le susurró una voz interior. No quiso ahondar en la respuesta, así que cambió de tema de conversación y, después de un rato, se despidió de su tío con un sabor amargo en la boca.
Con un gesto un tanto huraño, tomó una de las copas de champán y se retiró a un lado del jardín, bajo uno de los frondosos árboles, desde donde podía observar a los invitados. Su mirada volaba una y otra vez hacia su prima, que esbozaba una sonrisa —aunque él podría jurar que era forzada— cada vez que un caballero le dirigía la palabra. Supuso que estarían regalándole los oídos con galanterías sobre su belleza, y frunció el ceño. Victoria era mucho más que su hermoso rostro y su deliciosa figura; poseía un corazón bondadoso y noble, era inteligente y buena conversadora, y su lealtad era incuestionable. El hombre al que ella amase sería, sin duda, un caballero afortunado.
Agobiado por una presión interior, se bebió la copa de un trago mientras murmuraba palabras sin sentido y clavaba una mirada airada sobre la responsable de su malhumor.
—Me pregunto qué te ha hecho.
La voz lo tomó desprevenido, y se giró hacia ella.
—Discúlpeme, tía Margaret.
—No, muchacho, solo me preguntaba qué te había hecho esa pobre copa para que desees estrangularla. —James parpadeó confundido y bajó la mirada hacia su mano. Apretaba con tanta fuerza el pie de la copa, que sus dedos se habían vuelto blancos. Se esforzó por relajarse—. ¿O tal vez es otra la causa de tu estado de ánimo?
Lady Margaret Cavendish era una mujer inteligente y observadora, con un gran poder entre la sociedad, a la que desafiaba constantemente con sus excentricidades, y era, además, una de las mejores amigas de su madre. Aunque no eran parientes, los conocía desde que eran niños y siempre había insistido en que la llamasen tía.
—Lo siento, tía Margaret, estaba pensando en unos asuntos —respondió con la intención de evadir el tema.
La mujer, ataviada con un elegante vestido gris cuyo corpiño estaba bordado con diminutas perlas, golpeó con su bastón en el suelo, como si no le hubiese gustado la respuesta. Luego, se giró a mirar a los invitados, y James observó que su mirada se detenía en Victoria.
—James, acepta un consejo de una anciana que ha vivido y experimentado mucho en la vida. A veces pensar demasiado sobre un asunto hace que no actuemos, y que, cuando queramos hacerlo, ya hayamos perdido la oportunidad —declaró la mujer mirándolo con una comprensión en sus ojos azules que lo sorprendió—. Y créeme, hay pérdidas de las que el corazón no se recupera.
Diciendo eso, dio media vuelta y se alejó. James se preguntó qué habría querido decir la mujer exactamente. Buscó con la mirada a Victoria, pero no halló a su prima.
Un sentimiento de aprensión estremeció su corazón.