Capítulo 19

Ella.

No había duda sobre a quién se refería Jimmy, y James se estremeció con tal violencia que su cuerpo herido protestó. ¿Qué significaba que se había ido? ¿A dónde? Probablemente el niño se equivocaba. Tenía que estar equivocado.

Sacó un pañuelo que llevaba en el bolsillo de su batín de seda y limpió las lágrimas del niño.

—¿Victoria se ha ido? —Quiso confirmar que se refería a ella.

Jimmy asintió.

—Yo la he visto —respondió lloroso.

—Bueno, seguramente habrá salido a hacer algún recado, o de compras —le dijo con la esperanza de tranquilizarlo, a pesar de que él mismo comenzaba a ponerse nervioso.

El niño negó enérgicamente con la cabeza y se agarró con fuerza a su batín con las manos apretadas en puños.

—No puedes dejar que se casen —le suplicó lloroso—. Me dijo que te quería a ti, y yo quiero que tú seas mi papá, no él.

James lo miró fijamente. En su cabeza bullían confusos pensamientos como si de una tetera se tratase, pero había unas palabras que le habían llamado poderosamente la atención y que no dejaban de sorprenderlo y alarmarlo. Victoria lo amaba… pero se iba a casar con otro.

Maldijo para sus adentros con violencia. ¿La había perdido por no haberle hablado de sus sentimientos? Le había dicho que tenía un pretendiente y que en el arco de un año estaría casada. Pero, si lo amaba a él, ¿cómo podía casarse con otro? Victoria era suya. Estaba destinada a él, porque solo ella podía convertirlo en un hombre mejor, en alguien que valiese la pena, y no ser un simple lord acomodado en la rutina de una vida rica y llena de privilegios.

—James…

La llamada de su hermano penetró en su mente nublada, y sintió el apretón en su hombro. Lo miró confuso y se dio cuenta de que señalaba a Jimmy que lo miraba con los ojos agrandados. Lo había cogido de los hombros y se los apretaba con fuerza, de un modo inconsciente. Lo soltó como si quemara y se pasó la mano por la cara con gesto nervioso.

—Lo siento, Jimmy —se disculpó. Respiró hondo para tranquilizarse. Necesitaba estar sereno para poder pensar. No importaba que el corazón le doliese como si se le hubiese roto en mil pedazos—. Cuéntanos todo, por favor, desde el principio.

No fue mucho lo que pudo contarles, excepto que Victoria se había encontrado con un hombre en Hyde Park y que habían hablado de casarse. James dio gracias al cielo porque se hubiese escapado en esta ocasión para seguir al carruaje.

—¿Recuerdas si hablaron de algún lugar en concreto? —intervino Robert, aunque él ya había hecho sus propias deducciones. Sin embargo, prefería asegurarse.

Jimmy frunció el ceño pensativo. Normalmente tenía buena memoria, pero se había puesto tan nervioso con lo que había oído, que apenas se acordaba de nada. La ansiedad hizo presa en él, y comenzó a retorcer las mangas de su chaqueta.

—No pasa nada si no lo recuerdas —lo tranquilizó con tono suave—. A veces sucede. Tú solo respira profundo, y luego suelta el aire despacio por la nariz. Eso es. Lo estás haciendo muy bien.

Jimmy cerró los ojos y se concentró en la respiración. Luego sacudió la cabeza, pesaroso.

—Era algo como Gleta…

—¿Gretna Green? —sugirió James.

—¡Sí! —exclamó exaltado—. ¡Eso era!

James y Robert intercambiaron una mirada de entendimiento. Luego, el marqués se agachó hasta quedar a la altura de Jimmy y lo miró. Los ojos del pequeño, como dos azulados estanques de agua cristalina, le devolvieron una mirada entre esperanzada y temerosa.

—Escúchame bien, Jimmy, te prometo que voy a traer a Victoria de vuelta. No tienes de qué preocuparte —le aseguró con un suave apretón en los hombros—. Pero necesito que no te muevas de casa, no puedo concentrarme si estoy preocupado por ti. ¿Lo comprendes? —El niño asintió con solemnidad—. Bien. Vas a ir a la cocina y te vas a tomar un buen desayuno, y luego buscarás a Martin y te quedarás junto a él todo el tiempo.

Jimmy volvió a asentir mientras lo miraba fijamente. En ese momento, James lo vio como realmente era, un niño pequeño y asustado, y lo abrazó con fuerza. Lo acunó en sus brazos y le besó la cabecita mientras el niño temblaba y se acurrucaba contra él.

—Quiero que vuelva mamá —musitó entre sollozos contra el cuello de James.

—¿Ella te dijo que iba a ser tu mamá?

Jimmy asintió.

—Y yo le dije que quería que tú fueras mi papá. Pero me dijo que, aunque te quería mucho, no podía ser. —Se separó un poco de James y lo miró a los ojos, con los suyos llenos de lágrimas—. ¿Por qué no? Yo quiero que estemos juntos los tres. ¿Tú no la quieres?

James borró las lágrimas que descendían por las mejillas infantiles, y esbozó una sonrisa triste.

—Más que a nada —respondió. Luego añadió con voz más firme—. La quiero mucho, y no vamos a perderla. Te lo prometo. Y ahora, ve a la cocina.

Cuando Jimmy se marchó, arrastrando los pies con aire triste, James se levantó despacio y se giró hacia su hermano.

—¿Qué quieres que hagamos? —le preguntó Robert.

—Vamos a traerla de vuelta.

Robert asintió con gravedad, y James se alegró de tenerlo a su lado. La serenidad y la confianza en sí mismo que poseía, lo reconfortaban y le daban la tranquilidad que necesitaba para no desesperarse.

—Tardarán al menos cuatro días en llegar a Escocia por la carretera del norte —señaló mientras acompañaba a James hacia su dormitorio—. Si cambian de caballos cada seis horas, quizás podamos alcanzarlos antes del anochecer. ¿Estás seguro de que vas a poder cabalgar? —inquirió con una mirada de preocupación al ver cómo se sujetaba las costillas mientras subía las escaleras.

James apretó las mandíbulas con fuerza.

—No te preocupes por mí. Me las arreglaré. —No iba a sentarse cómodamente a esperar que su hermano le trajese a Victoria sana y salva. Lucharía él mismo por lo que quería—. Me pregunto por qué se habrá marchado a Gretna Green…

Robert miró con seriedad a su hermano mientras le ayudaba a vestirse.

—Creo que se trata del chantajista.

El marqués se detuvo con la camisa a medio abotonar. La suposición de su hermano lo había sobresaltado, pero lo conocía bien, y sabía que pocas veces se equivocaba. ¿La había secuestrado el hombre? Sin embargo, Jimmy había dicho que Victoria había subido al carruaje voluntariamente, y que parecía conocer al hombre.

—¿Por qué dices eso? —Quiso saber—. Puede ser su pretendiente, ese que me aseguró que tenía —añadió con tono amargo mientras terminaba de vestirse.

Robert sacudió la cabeza con cierta exasperación. Esperaba que, si algún día se enamoraba, no fuese tan obtuso y ciego como James.

—Victoria no tiene ningún pretendiente. —Alzó la mano para detener la protesta de su hermano—. Al menos ninguno fuera de los que ya conocemos y que ella rechazó. Si te dijo eso fue simplemente porque lleva enamorada de ti desde que era una niña, y seguramente pensó que nunca le corresponderías.

—Por supuesto que la amo —le espetó molesto—. Si no, no hubiera…

Se detuvo antes de concluir la frase y, con el ceño fruncido, desvió la mirada hacia otro lado. Robert alzó una ceja arrogante, pero no dijo nada.

—Será mejor que la encontremos cuanto antes.

James asintió en silencio.

El proceso de vestirse fue molesto, pero subirse a la montura le hizo tomar conciencia de que no se había recuperado todavía de sus heridas. Se esforzó por no manifestar el dolor que le provocaba cada movimiento sobre la silla, pero no pudo evitar la palidez que bañó su rostro.

—¿Por qué has dicho antes que Victoria está enamorada de mí desde que era una niña? —le preguntó mientras atravesaban las calles de Londres y se dirigían hacia la gran carretera del norte.

—James, todo el mundo se daba cuenta de ello, excepto tú —repuso con un cierto tono de burla.

El marqués sacudió la cabeza.

—Pero si no dejaba de sermonearme para que cambiara —exclamó exasperado.

Las mujeres interesadas en él siempre le dejaban señales, sutiles unas, otras no tanto, para hacerle saber sus deseos. Victoria nunca se había comportado así.

Robert soltó un suspiro de paciencia resignada.

—Solo respóndeme a una pregunta. ¿Quién necesita reformarse más? ¿Edward o tú?

James abrió la boca para responder, pero luego la cerró de golpe. Ciertamente, si alguien necesitaba enderezar su camino, ese era Edward. Poseía un corazón generoso, y por eso algunas veces su círculo de conocidos se aprovechaba de él, pero se tomaba la vida como si fuera un gran juego.

«Al menos yo me preocupo por hacer rendir el marquesado», pensó.

Una sonrisa de satisfacción se instaló en sus labios. Victoria lo amaba. Lo había amado siempre… y ahora podía perderla a causa de su cobardía. Apretó la mandíbula con fuerza y espoleó a su caballo para que se lanzase al galope apenas llegaron a la carretera.

Tenían que alcanzarlos antes de que el sol descendiese. La sola idea de que Victoria pudiese pasar la noche con otro hombre lo atormentaba, y más si, como le había dicho Robert, se trataba del hombre que había intentado chantajearla. Según su hermano, el secretario del conde podría haber tenido acceso a los documentos del orfanato y haber descubierto el secreto. Quizás, en un primer momento, había pedido una cantidad de dinero a cambio de su silencio, pero luego, tal vez había pensado que casándose con la hija del conde obtendría más riquezas aún, además de un lugar en la alta sociedad. Puesto que lord Rothwell se opondría a semejante unión, no le habría quedado más remedio que viajar a Gretna Green.

Desde que en 1754 se había promulgado la ley Hardwicke, que estipulaba que las mujeres menores de edad requerían el consentimiento paterno para el matrimonio, muchas parejas habían realizado el viaje hasta la frontera con Escocia, puesto que allí no se requerían tales formalidades, y el pueblo de Gretna Green se había popularizado.

James aceptaba la teoría de su hermano, pero no alcanzaba a comprender por qué Victoria iba a sacrificar su vida y su felicidad. Pensaba que tenía que haber algo más que el asunto de sus orígenes, puesto que ella misma parecía decidida a adoptar a Jimmy. Pero ¿qué podría ser tan importante como para no confiar en él y haber actuado por su cuenta?

Una aguda punzada en el costado le hizo emitir un quejido. El recuerdo de sus costillas rotas y de la paliza que había recibido le dio la respuesta. Victoria ofrecía su vida a cambio de la de él, y quizás, también, a cambio de la de su padre. Se le estrujó el corazón, sobrepasado por el sentimiento.

—Victoria… —musitó.

Esa misma mañana, su hermano Robert le había preguntado qué sucedería si perdiera a Victoria. No le había respondido, pero solo había una respuesta que podía dar: se moriría. Sin ella no era nada, la vida se transformaría en una sucesión sin sentido de horas y días. ¡Dios, cuánto la necesitaba!

Mantuvo el ritmo de cabalgada cuanto pudo, hasta que su caballo piafó agotado. Robert le hizo una seña para que se detuvieran en la siguiente posada. Aunque deseaba continuar, sabía que sería una locura.

La posada El león rojo era la primera gran parada de las diligencias y carruajes que seguían la carretera del norte hasta Escocia. Solía encontrarse bastante abarrotada, y aquella mañana no era una excepción. Algunas diligencias partían al sonido del cuerno, y otras entraban en el patio, donde los viajeros descendían para comer algo o estirar las piernas.

En cuanto se detuvieron y descendieron de sus monturas, Robert se acercó a James. El marqués tenía el rostro blanco y perlado de sudor.

—¿Te encuentras bien? —le dijo en tono preocupado.

James gruñó en respuesta. No, no se encontraba bien, pero no quería decírselo a Robert. El costado derecho le palpitaba dolorosamente, como si le clavasen de forma continua la afilada hoja de un cuchillo. Le molestaban también las contusiones del estómago y de la espalda, pero nada de todo eso le importaba sino encontrar a Victoria.

—Cambiemos los caballos y partamos —le dijo.

Robert sacudió la cabeza, pero no le discutió. Llamó a uno de los mozos que atendían las caballerizas, y le pidió caballos de refresco, dándole instrucciones para que enviasen sus monturas a Londres. Aprovechó también para pedir información. La cabellera rojiza de Victoria no pasaba desapercibida, tal vez podía decirles si la habían visto.

—Sí, pasaron por aquí —respondió el mozo mientras sujetaba las riendas del purasangre que se agitaba nervioso—. La dama tenía el cabello como el fuego, como dice usted, y era muy bonita, aunque tenía el semblante un poco triste. El caballero se comportó muy solícito con ella.

—¿Sabe si siguieron por la carretera del norte?

El mozo, un joven de cabello rubio como el trigo y anchas espaldas, asintió con firmeza.

—Lo hicieron, milord, a pesar de que Barry les dijo que no lo hicieran —comentó.

El acento de preocupación que se filtró en su voz llamó la atención de Robert.

—¿Por qué?

—Bueno, el carruaje que llevaban era bastante viejo e inestable —le explicó—. Barry se fijó en las ruedas, y le comentó al caballero que uno de los ejes estaba torcido, y que seguramente no aguantaría el traqueteo del camino. Podría romperse con facilidad. Sin embargo, el hombre no quiso escucharle, y eso que Barry es un perro viejo que se las sabe todas. Fue cochero durante muchos años y nunca falla en sus apreciaciones.

Robert le agradeció su ayuda y le entregó una moneda, que el joven recibió con entusiasmo y la promesa de que cuidaría de sus monturas. Fue a buscar a James, que se había sentado en uno de los bancos de piedra que había a la entrada. Sabía que no se encontraba bien, pero también que sería inútil pedirle que volviese a Londres. Esperaba de corazón no tener que lamentarlo. De cualquier modo, decidió que sería mejor no comentarle nada de lo que el mozo le había dicho sobre el carruaje.

James le ofreció una jarra de cerveza mientras esperaban a que les trajesen las nuevas monturas.

—El mozo me ha dicho que los ha visto, y que han seguido hacia el norte —le dijo.

—No creo que se desvíen de la carretera —señaló James. Su rostro mostraba un rictus de dolor, pero apretó los dientes antes de proseguir—. Es el camino más rápido y seguro, y no se imaginan que alguien pueda seguirlos.

—Probablemente no tardaremos en darles alcance, ya que cabalgando vamos más rápido que ellos.

James asintió en silencio, y con gran esfuerzo se levantó.

—Sigamos entonces.

Robert resopló, pero siguió a su hermano.

Cabalgaron en silencio, James con la mente puesta en Victoria, como si ella fuese el talismán que lo impulsara a seguir avanzando cuando su cuerpo quería rendirse. Ella, con su sonrisa pícara, con ese humor burlón en ocasiones, con su corazón generoso. Ella, tan hermosa como una joya preciosa y pura en medio de un mundo donde solo contaba la apariencia, hasta el punto de llevar al extremo el cumplimiento de las normas sociales. Victoria era un soplo de aire fresco, un soplo de vida. Y eso le diría en cuanto la tuviese delante, que la amaba; y le suplicaría que lo perdonase por no haberse percatado antes de lo que había en su corazón.

Interrumpió sus pensamientos cuando Robert se puso a la par con él y señaló hacia el camino. Desde donde se hallaban, James alcanzó a ver un carruaje pequeño que traqueteaba por el camino. Frunció el ceño. Dudaba de que ese fuese el vehículo que andaban buscando, pues se trataba de un cabriolé, un coche de dos plazas, con cabina y ruedas grandes, poco adecuado para las largas distancias, ya que era bastante inestable. De cualquier forma, puso el caballo al galope para acortar distancias.

***

Victoria había transcurrido casi todo el viaje en silencio, en una mezcla de preocupación y de nebulosa mental. Le parecía que no era ella quien habitaba aquel cuerpo que iba sentado junto al hombre que había intentado chantajearla, que había mandado dar una paliza a James, y que lo había amenazado a él y a su padre. ¿Había actuado precipitadamente? Una cierta ansiedad había ido creciendo en su corazón, y las dudas le mordisqueaban la conciencia.

De vez en cuando, el señor Lipton se volvía hacia ella y le sonreía, y Victoria se esforzaba por responder, pero se sentía incapaz de fingir por mucho más tiempo. ¿Qué pasaría si la próxima vez que se detuviesen le decía que ya no deseaba aquello? Tenía la sensación de que todo podría acabar mal.

El ruido de unos cascos de caballo moviéndose a gran velocidad le llamó la atención. La carretera se estrechaba en algunos puntos del camino y, aunque el carruaje que conducía Thomas era pequeño, sería necesario apartarse un poco para dejarles paso. Sin embargo, él parecía decidido a no retirarse.

Victoria se asomó por la ventanilla lateral para ver a qué distancia se hallaban los jinetes. Aunque aún se encontraban a cierta distancia, podía distinguir las siluetas de los dos hombres. El corazón le dio un vuelco cuando una de las figuras le resultó conocida. No sabía si la mente le estaba jugando una mala pasada, o si se hallaba en lo cierto, pero no pudo dejar de mirar mientras las monturas acortaban el espacio.

—¡Victoria!

El grito resonó en la carretera, logrando que los pájaros que descansaban en la arboleda cercana levantaran el vuelo.

—James…

Fue un susurro de alivio que hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas. Él había venido a buscarla. No tenía ni idea de cómo había podido averiguarlo, pero su corazón comenzó a latir rápidamente con la perspectiva de volver a verlo. El carruaje dio una brusca sacudida y Victoria se agarró a la barra delantera para no salir despedida. Miró alarmada a su acompañante, y se asustó al ver el gesto de su rostro. Asemejaba a una máscara grotesca deformada por el odio y la rabia. Cuando se volvió hacia ella, con los ojos brillantes, como si tuviese fiebre, Victoria se echó hacia atrás instintivamente.

—No me va a robar mi sueño —declaró con voz acerada—. Eres mía.

Azuzó al caballo y el coche se tambaleó peligrosamente.

—¡Señor Lipton!... ¡Thomas, por favor!

Victoria se agarró con más fuerza y mantuvo como pudo el precario equilibrio al que la sometían los continuos vaivenes del carruaje. El secretario no respondía a sus súplicas, y todo lo que pudo hacer fue rogar para que no volcasen. No se atrevía a mirar hacia atrás por no enfurecer más al hombre, pero deseaba que James los alcanzara cuanto antes, a pesar de que no sabía qué podría hacer cuando lo lograse. El estruendoso ruido de las ruedas sobre la grava de la carretera no le impedía escuchar los latidos de su corazón, que corría desbocado a la par que el animal que tiraba con fuerza descontrolada del cabriolé.

Escuchó un crujido, como el largo lamento de un leño pasado a fuego, y comprendió lo que iba a suceder. Luego todo ocurrió demasiado rápido. Hubo un potente chasquido y el coche comenzó a inclinarse peligrosamente. Cerró los ojos con fuerza, y solo pudo lamentar no haberle dicho a James que lo amaba.

Oyó su voz pronunciando su nombre con angustia. Pero ya era tarde.

—James…

El susurro se perdió entre el nervioso relinchar del caballo, el golpear de la madera contra la dura tierra, y los gritos llenos de espanto de los hombres.

Entonces, todo cuanto la rodeaba se volvió oscuridad.