James maldijo para sus adentros cuando vio que el cabriolé aceleraba la marcha tambaleándose precariamente sobre las débiles ruedas.
Clavó los talones en los ijares del caballo para aumentar la velocidad. Si lograba alcanzar el carruaje, tal vez podría hacerse con las riendas y tratar de frenarlo. El ominoso crujir de la madera hizo que el corazón se le detuviese en el pecho. «¡No, no, no!». Su grito silencioso y desesperado no logró detener la angustiosa escena que tuvo lugar poco después. Horrorizado, vio cómo el eje de la rueda se partía en dos y saltaba en pedazos. El coche se inclinó de forma peligrosa hasta casi tocar el suelo, mientras el caballo proseguía su temeraria carrera piafando nervioso.
—¡Victoria!
La llamada agónica le quemó la garganta reseca. El dolor que sentía en esos momentos en las costillas, incluso al respirar, no fue nada en comparación con lo que experimentó cuando el peso de la caja del cabriolé hizo que se partieran las varas fijas que la sujetaban al caballo, que siguió corriendo, liberado ya de su carga. Gritos de angustia hendieron el aire cuando el coche cayó con fuerza contra la carretera y giró sobre sí mismo hasta detenerse al chocar con uno de los árboles que flanqueaban el camino. Luego todo pareció detenerse, como si alguien hubiese pintado un macabro cuadro, y el silencio se extendió a toda la naturaleza que lo rodeaba. Solo escuchaba el latir de su corazón, golpeando como el martillo sobre un yunque.
Frenó su montura con brusquedad y descendió de un salto para correr hacia el carruaje que yacía de lado, inerme sobre la tierra húmeda y verde. Oía la voz de su hermano como un zumbido lejano y molesto, respiraba con dificultad y las manos le temblaron cuando se aferró a la cabina del cabriolé. No notó el dolor cuando se clavó una astilla de madera, puesto que el costado del coche se había resquebrajado con los golpes, ni tampoco notó la sangre que manaba de su palma.
Se asomó al interior. La figura desmadejada de un hombre, a quien reconoció como el secretario del conde, yacía en el fondo de la cabina con el cuerpo atravesado por una de las varillas de sujeción del caballo. Una muerte horrible, pero su mirada pasó por encima mientras sus ojos buscaban inquietos entre el amasijo de madera y cuero. Victoria no se encontraba dentro, y un estremecimiento le recorrió el cuerpo al pensar que podía haber quedado atrapada bajo el carruaje. Con la fuerza de la locura y la desesperación, aferró el coche e intentó levantarlo inútilmente, hasta que sintió que alguien lo cogía del brazo.
Se revolvió contra el agarre hasta que reconoció a su hermano Robert. Su rostro lucía una gran palidez, y lo miraba con consternación.
—¡Ayúdame a levantarlo! —le rogó—. Hay que sacar a Victoria.
—James…
—¡Date prisa, maldita sea!
—¡James!
La voz fuerte y grave de su hermano lo detuvo y, como si sospechara lo que este iba a decir, comenzó a negar con la cabeza.
Robert tiró de su brazo con decisión y señaló un lugar más allá del carruaje. James contempló con fijeza la masa informe de seda verde que yacía sobre la tierra.
—¿Victoria?
El susurro, preñado de dolor e incredulidad, conmovió profundamente a Robert. Se le cerró la garganta cuando sobre el rostro de su hermano, demudado por el sufrimiento, se deslizaron unas gruesas lágrimas. No lo había visto llorar desde que era un niño. Se estremeció cuando su grito agónico atravesó el aire cálido de la tarde y lo vio correr hacia el cuerpo de su prima.
—¡Victoria! —Cayó a su lado de rodillas y, con mano temblorosa, le retiró el cabello alborotado del rostro. Tenía la piel pálida y fría, y su hermoso rostro, salpicado con esas pequeñas pecas que tanto lo atraían, bañado en sangre que manaba de una herida en la cabeza. Dejó escapar un gemido profundo, como el de un animal herido. Con el cuidado de una madre con una criatura de pecho, la tomó en sus brazos y la estrechó contra sí—. ¡No, Vic! No me dejes… por favor. Te necesito, porque te amo… te amo demasiado, y sin ti mi vida no… no tiene sentido, mi amor.
La había perdido para siempre, por su culpa, por su maldita cobardía. La vida no traía instrucciones para vivirla, y uno tenía que aprender de sus propios errores. Pero ¿qué pasaba cuando el error era irreparable? Daría lo que fuese por volver atrás el tiempo, por tener una segunda oportunidad. Entonces, le ofrecería a Victoria su amor y lo que él era como hombre, despojado de sus títulos y sus riquezas. Simplemente James, con sus defectos, sus anhelos, sus deseos e inseguridades. Sabiendo que quizás no era el mejor hombre del mundo, y que ella se merecía mucho más, pero también que nadie la amaría más de lo que la amaba él.
Robert, de pie detrás de James, contemplaba al orgulloso marqués de Blackbourne llorar estremecido, con lamentos desgarradores, la pérdida de la única mujer a la que había amado de verdad. En ese instante se juró a sí mismo que nunca se enamoraría. Había mirado cara a cara a la muerte en demasiadas ocasiones, y siempre, invariablemente, había visto dolor y lágrimas. Pensó que, con el tiempo, quizás se acostumbraría, pero no. Tal vez era hora de dejar su trabajo a las órdenes del Primer Ministro.
Alargó su brazo para apoyar la mano sobre el hombro de su hermano, en un gesto de conforto, por más que él pareciese ajeno a cuanto lo rodeaba mientras acunaba el cuerpo flácido de Victoria.
Tal vez, si no hubiese estado tan cerca, o si no hubiese estado acostumbrado a la visión de la muerte, le hubiese pasado desapercibido. Pero lo vio. Vio el ligero movimiento de los dedos femeninos, y la esperanza aleteó en su interior.
—¡James! —No hubo respuesta. Si no fuese porque lo veía moverse, hubiera pensado que su hermano había muerto junto con Victoria. Lo sacudió del hombro con fuerza—. ¡James, está viva!
Se arrodilló a su lado y buscó el pulso en el cuello de la mujer. Ahí, débilmente, latía la vida. Asintió con firmeza cuando su hermano lo miró con ojos suplicantes, y esbozó una sonrisa alentadora. Hacía poco que habían pasado el desvío a un pueblo. Quizás ahí habría un médico que pudiese atender a Victoria.
James pareció intuir lo que estaba pensando.
—Ve, date prisa.
No supo cuánto tiempo transcurrió hasta que fue consciente del ruido que lo rodeaba, el relincho de caballos, el sonido de las ruedas de un carruaje, las voces masculinas… Solo percibía el cuerpo inmóvil entre sus brazos y la piel fría que acariciaba constantemente mientras le susurraba palabras llenas de ternura.
Tenía recuerdos confusos de lo que sucedió después. El médico examinó a Victoria con gesto grave mientras algunos hombres del pueblo sacaban del destrozado carruaje el cuerpo sin vida del secretario y lo cargaban sobre una carreta. Él no pudo retirar su mirada del rostro pálido de Victoria mientras rogaba que abriese los ojos, sus preciosos ojos verdes, y que lo mirara una vez más. Y así siguió todo el camino, encaramado en la carreta donde la colocaron, con su pequeña mano sujeta entre las suyas.
Robert fue quien respondió a todas las preguntas del galeno y quien tomó las decisiones, ya que James era incapaz.
Fue una noche larga, la más larga de toda su vida, mientras el médico atendía las heridas de Victoria, especialmente la de la cabeza, y colocaba en su lugar el hueso fracturado de la pierna. Estuvo a su lado, vigilando que la fiebre no subiese, sin importarle las advertencias de su hermano sobre que necesitaba descansar. Su único descanso y alivio era el leve sonido de la respiración acompasada de Victoria.
El agotamiento físico y emocional pronto le pasó factura, y no tuvo más remedio que dejar que la mujer del dueño de la posada en la que se alojaban, y una de las doncellas, se ocupasen de Victoria. Apenas pudo conciliar el sueño, tuvo una pesadilla y se despertó bañado en sudor y gritando. Robert intentó calmarlo asegurándole que ella se encontraba bien, aunque aún no había recuperado la conciencia, pero solo hasta que pudo verla, regresó a su habitación.
Cuando volvió a despertar, se sentía más descansado. Se pasó la mano por la mandíbula y se sorprendió al descubrir una barba de varios días.
—Necesitas un buen afeitado. —James se giró y se encontró con la clara mirada aguamarina de su hermano que lo observaba con el ceño fruncido—. ¿Cómo estás?
—¿Y Victoria?
—El día de ayer ya no tuvo fiebre, y ha pasado tranquila la noche, pero aún no ha recuperado la conciencia —le explicó—. El médico asegura que va mejor. La inconsciencia puede ser un mecanismo de defensa del organismo contra el dolor.
—¿Y si no despierta? —inquirió angustiado.
—Lo hará.
James se levantó de la cama, pero se tambaleó y tuvo que agarrarse al poste del baldaquino que cubría la que seguramente era la mejor habitación de la posada.
—Voy a ir…
—No vas a ir a ninguna parte —lo interrumpió Robert con voz firme, la que solía emplear cuando daba órdenes indiscutibles a su peculiar equipo de trabajo—. Vas a sentarte y a esperar a que te traigan el agua para darte un baño y afeitarte; después vas a almorzar bien, y entonces, podrás ir a ver a Victoria.
James gruñó por lo bajo, pero no se opuso.
Cuando hubo cumplido con los mandatos de su hermano, se sintió mucho mejor.
—Antes has dicho que ayer no tuvo fiebre, ¿cuánto tiempo he dormido? —le preguntó mientras intentaba hacerse el nudo de la corbata con poco éxito. Robert le retiró las manos y comenzó a hacer la lazada.
—Casi tres días.
James asintió. Le perturbaba el hecho de que Victoria no despertase, pero quería creer a su hermano.
—Vaya, eres un experto —comentó admirado cuando Robert terminó de atar el lazo.
—He tenido práctica —repuso con un encogimiento de hombros. Las misiones a las que había sido enviado por el gobierno de Inglaterra no incluían un ayuda de cámara junto al escaso equipaje—. Tengo que salir. Me costó convencer a la duquesa de que no viniese hasta aquí junto con el mensajero que le envié para avisarle del accidente, pero tengo que informarla cada día. Sabes que después tendremos que dar explicaciones, ¿verdad?
—Ya pensaremos en ello. —Robert asintió y se giró para marcharse. Se detuvo en la puerta, cuando su hermano lo llamó. Lo miró a la espera de que dijese algo, pero James se acercó a él y lo abrazó con fuerza—. ¡Gracias!
Esa sola palabra lo conmovió, y la calidez de su abrazo le puso un nudo en la garganta. No era ningún sentimental, su trabajo lo había endurecido; sin embargo, en ese momento se dio cuenta de cuánto habían necesitado los dos ese gesto. Él, porque llevaba mucho tiempo sintiéndose solo; James, porque, quizás por primera vez, había aceptado su vulnerabilidad. Al fin y al cabo, ser marqués era solo un título, pero a veces resultaba difícil ver al hombre detrás del aristócrata.
Se separaron en silencio. Sobraban las palabras entre hermanos. Luego salieron del dormitorio al mismo tiempo. Mientras Robert descendía las escaleras que conducían al comedor y al salón central, James se detenía ante la puerta de la habitación de Victoria. Se quedó allí, indeciso, con la frente y las palmas apoyadas contra la puerta, y el corazón latiendo errático. Inspiró hondo para calmarse y abrió con cuidado.
En el interior de la estancia la luz entraba con timidez por entre los cortinajes echados de las ventanas. La criada que había permanecido sentada en una butaca junto al cabezal del lecho, se levantó cuando lo vio entrar. Le dirigió una leve reverencia y se marchó discretamente.
Se acercó a la cama y contempló a Victoria. La palidez de su rostro acentuaba las líneas afiladas de sus pómulos y de su barbilla. Había perdido peso. Llevaba la cabeza vendada con un lienzo blanco para proteger la herida que el médico había tenido que coser desde la sien izquierda hasta casi la mitad de la frente. Su rojizo cabello contrastaba con el blanco níveo de las sábanas y de la venda.
Se la veía tan frágil e indefensa… Y, sin embargo, ella era toda su fuerza, la que lo impulsaba a seguir viviendo, a luchar por convertirse en alguien mejor. Ella era su corazón y sus pulmones. Respiraba por Victoria.
Avanzó unos pasos, hasta que sus muslos tocaron el borde de la gran estructura de madera que constituía el lecho, y se inclinó para retirar un mechón rebelde de su frente. Lo frotó entre sus dedos, percibiendo su suavidad. Luego le acarició la mejilla en una caricia tierna y delicada. Victoria suspiró quedamente. James se detuvo y la miró con fijeza, a la espera de que abriese los ojos, pero fue una espera inútil. Ella continuó sumida en la inconsciencia, donde él no podía entrar en sus sueños.
Se dejó caer sobre la butaca bajo el peso de la decepción. Apoyó los codos sobre sus rodillas y se sujetó la cabeza entre las manos. Luego la alzó despacio, y tomando la mano tibia y pequeña entre las suyas, comenzó a hablarle de los recuerdos comunes de su infancia.
***
Había un zumbido continuo, un murmullo ininteligible que perturbaba su sueño. Además, le dolía la cabeza. La sentía espesa, como si la tuviese formada de algodón. Quizás era porque había dormido demasiado. Fuese por lo que fuese, no importaba, quería silencio. Si se trataba de Ellie, su doncella personal, la reprendería. La muchacha sabía que no le gustaba que entrase a su dormitorio cuando todavía dormía. Despertarse con ruidos la ponía de mal humor.
Intentó abrir los ojos, pero sus párpados se negaban a obedecer. Cuando trató de darse la vuelta para ocultar el rostro en la almohada, gimió a causa del dolor que se extendió por su pierna. Apretó los dientes hasta que cedió. ¿Por qué le dolía la pierna? ¿Acaso se había caído del caballo?
—¿Victoria?
Quien había susurrado su nombre lo había hecho con suavidad, como si lo acunase entre sus labios, pero también con un inconfundible tono de ansiedad. Se esforzó de nuevo por abrir los ojos, y esa vez lo logró. Parpadeó para adaptarse a la luz que había en la habitación y frunció el ceño cuando una sombra se cernió sobre ella.
James tenía la mirada clavada en Victoria. Había escuchado el gemido cuando había intentado moverse, y había visto el delicado aleteo de sus párpados. Su corazón latía desbocado mientras se preguntaba si ella lo reconocería. El doctor había dicho que, en ocasiones, y tras un fuerte golpe en la cabeza, las personas olvidaban quiénes eran. Por eso esperaba con ansiedad que ella lo viese. Cuando Victoria lo miró con el ceño fruncido, como si no lo conociese, sintió que el alma se le partía en dos.
—Victoria…
Entonces, los labios femeninos dibujaron una amplia sonrisa que le caldeó el corazón.
—James… creo que necesito comprarme un sombrero nuevo —le dijo con voz somnolienta y la mirada un tanto vidriosa y desenfocada.
Casi se echó a reír, si no fuera porque tenía un nudo en la garganta. Se llevó su mano a los labios y depositó un beso cálido en su palma.
—Te compraré todos los que quieras, cariño —repuso con la voz ronca.
—¿Estás… llorando?
Había notado la humedad en su mano. Nunca había visto llorar a James. Quiso incorporarse para acercarse a él, pero el dolor la atravesó como una cuchilla. Entonces recordó todo. El señor Lipton conduciendo a gran velocidad mientras el cabriolé se tambaleaba, el chasquido de la madera al romperse, los gritos, el accidente y la oscuridad. Cerró los ojos con fuerza, como si así pudiese evitar los recuerdos.
—Tranquila, mi amor, todo ha pasado ya.
Notó la caricia suave de sus manos ásperas sobre la mejilla, y el tierno acento de su voz que la acunó mientras el sueño volvía a hacer presa de ella; aunque en esa ocasión se sumió en uno tranquilo y confiado, porque sabía que James estaba a su lado.
***
Después de una semana más, para desesperación de Victoria, el médico dio su autorización para que pudiera viajar a Londres. La herida de la cabeza cicatrizaba bien, y la fractura, aunque todavía requería tiempo para curarse del todo, parecía estar soldando adecuadamente.
Lady Eloise había enviado el carruaje ducal, más amplio y acolchado que cualquier coche alquilado, en el que podría realizar el trayecto con comodidad. Mientras James hablaba con el cochero, Robert la cogió en brazos y la trasladó hasta el asiento aterciopelado del lujoso interior. Cuando la acomodó, colocó su pierna fracturada en el asiento frontal, bajo un mullido cojín. Victoria le agradeció sus cuidados con una sonrisa.
Se dio cuenta de que, al pasar, James le dedicaba una mirada rápida antes de continuar su conversación, y Victoria suspiró. Desde aquella vez que había despertado y se había encontrado a James llorando, apenas habían intercambiado un par de palabras. Casi siempre había sido Robert quien le había hecho compañía, como lo haría en esa ocasión, puesto que James había decidido ir cabalgando.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Robert.
Vio la preocupación en sus ojos y le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—No es nada. Gracias, Robert.
Él asintió con gesto serio y fue a reunirse con su hermano.
Los contempló uno al lado del otro, tan iguales y tan diferentes al mismo tiempo. De hecho, había aprendido a captar los sutiles detalles que los diferenciaban no solo en el carácter, sino también físicamente. James tenía más marcados los surcos alrededor de la boca, ya que tendía más a sonreír de lo que lo hacía Robert; este último poseía unas pestañas más largas y oscuras que James, y era más delgado.
Se preguntó qué guiaba al corazón a escoger enamorarse de una persona y no de otra. ¿Qué influjo ejercía sobre ella James que, a pesar de lo parecidos que eran los dos hermanos, sus ojos volaban siempre hacia el marqués? Cerró los ojos y se recostó contra el asiento. Aunque la amenaza que pendía sobre ella había desaparecido, sus orígenes seguían siendo los mismos. Cuando Robert le anunció la muerte de Thomas Lipton, lo lamentó sinceramente. Era un hombre joven, atractivo y trabajador, y tenía sueños… sueños que se habían truncado. ¿En qué medida aquello había sido culpa suya?
Quizás si no hubiese sido tan amable con él, reconociéndolo tan solo como a un empleado de su padre, el señor Lipton no se hubiese creado ideas falsas; o tal vez no. Bien sabía ella lo difícil que resultaba olvidar a quien se amaba. El amor verdadero era como una planta que echaba raíces profundas en el corazón, de un modo tranquilo y silencioso, casi sin que uno se percatase, por eso costaba tanto desarraigarlo.
—¿En qué piensas?
Abrió los ojos y se encontró a James mirándola. Vestía una chaqueta de seda adamascada en turquesa y oro que combinaba a la perfección con su cabello dorado y sus ojos aguamarina; pantalones gris perla y botas de caña alta. Se había acomodado en el asiento frente a ella y, aunque quería aparentar serenidad, Victoria percibió la tensión que sostenía su cuerpo.
—Creí que querías cabalgar —respondió con tono neutro.
—Robert se empeñó en que viniera en su lugar —repuso encogiéndose de hombros con indiferencia.
Victoria apretó los puños con fuerza, y los ocultó bajo los abundantes pliegues de la falda de su vestido. Afortunadamente, lady Eloise se había encargado de proveerla con todo lo necesario, pues su vestido de viaje había terminado destrozado.
—Lamento que te hayas sentido obligado a acompañarme —replicó con tirantez.
James se pasó la mano entre el cabello, nervioso.
—Sabes que no es así, Vic, yo…
El carruaje arrancó la marcha con un brusco movimiento y Victoria palideció. No pudo evitar un estremecimiento de aprensión cuando las ruedas comenzaron a deslizarse sobre la gravilla del camino, y su respiración se aceleró. Inmediatamente, James se sentó a su lado y la abrazó para reconfortarla. La fortaleza de sus brazos y la calidez de su aliento suave sobre su cabeza, la serenaron. De repente se sintió cansada de luchar contra James y contra sí misma.
—Lo siento —susurró con voz temblorosa.
Él estrechó su abrazo, y aunque a ella la posición le resultaba incómoda a causa de la pierna fracturada, no le importó.
—No, Vic, soy yo quien lo siente. Debería haber permanecido a tu lado todos estos días —manifestó. Su voz se tornó más espesa y grave cuando añadió—: Pero no podía. Era un infierno verte y no poder tocarte como deseo.