Capítulo 21

El cojín de seda golpeó la pared y cayó al suelo con un suspiro silencioso.

—Te juro, James, que como no salgas ahora mismo de aquí, lo próximo que te arrojaré será la tetera —le espetó con fiereza.

—Tienes muy mala puntería.

Victoria lo observó con los ojos entrecerrados.

—La práctica hace al maestro. ¿Quieres que probemos? —insinuó con una sonrisa burlona.

James frunció el ceño y contempló a su prima. Tenía los brazos en jarras, las mejillas ruborizadas y el cabello algo despeinado. Estaba preciosa.

«¡Dios! ¡Cuánto la amo!», pensó. Y, a pesar de todo, aún no se lo había dicho. Había sido por falta de tiempo y de un momento oportuno, pues cada vez que comenzaban una conversación, terminaban discutiendo. Y a él le encantaba ver sus ojos como esmeraldas brillantes, y el arrebol de sus mejillas.

En esa ocasión la discusión había comenzado porque detestaba verla de pie, como en ese momento, mientras hacía esfuerzos por caminar sola. Temía que pudiera caerse, aun cuando ya habían pasado casi tres semanas desde que habían regresado y el médico de la familia le había dicho que podía empezar a andar apoyada en un bastón. Victoria había rehusado por completo a usarlo y, en aquel momento, se agarraba precariamente de uno de los postes que conformaban el dosel de la cama.

—No quiero que te…

—Voy a empezar a contar. Uno… Dos…

Vio cómo se recostaba contra la puerta cerrada y cruzaba los brazos sobre el pecho. Esbozó una media sonrisa y la desafió con la mirada.

Un exquisito estremecimiento le recorrió el vientre. «¡Dios! ¡Qué guapo es!», pensó. Su corazón comenzó a latir con fuerza. Desde que habían regresado a Londres, la relación entre ellos había vuelto a ser tan familiar como antes. Pero, aunque ella lo agradecía, le pesaba un poco el corazón. Era como si nada hubiese sucedido, ni los besos, ni las palabras tiernas, ni siquiera su gran error.

—Quizás lo que necesitas es un sombrero nuevo —se burló él.

—¡Oh, sí! Estoy convencida de ello —repuso al tiempo que cogía la tetera que había sobre la mesilla y le devolvía una sonrisa rígida—. Me sucede a menudo cuando estoy contigo. Creo que iré hoy mismo a comprar uno.

James atravesó en tres largas zancadas la habitación y envolvió a Victoria entre sus brazos, mientras retiraba el arma arrojadiza de su mano.

—No.

A ella no le gustó la contundente negativa ni el tono firme en que la había pronunciado.

—Ah, ¿no?

El tono cantarín que usó Victoria no presagiaba nada bueno para él, así que se dispuso a distraerla de la mejor manera que sabía. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano, y luego la deslizó por la piel sedosa de su cuello.

—La señora Becher me contó lo que haces con los sombreros. Eres muy generosa, Victoria. —Notó cómo se estremecía bajo sus caricias. Cuando se humedeció los labios, su propio cuerpo reaccionó y la pegó aún más a él con un gemido ronco—. Y eres hermosa, divertida, valiente, y muy, muy peligrosa.

—James…

El aliento de su boca le rozó los labios, y él cruzó el tímido espacio que los separaba para besarla como llevaba deseando hacer desde que había entrado en la habitación. Sabía a té de menta, a dulzura y a mujer. Se estremeció cuando ella le acarició la nuca y enredó los dedos en su cabello. Profundizó el beso hasta fundirse ambos en una misma respiración y un mismo latido.

Con el corazón agitado, se separó de Victoria e hizo que reposase la cabeza sobre su pecho mientras la mantenía entre sus brazos. Se abandonaron al silencio mientras recuperaban la calma.

—Creí morir cuando vi el carruaje volcarse —le confesó de pronto—. ¿Por qué no me contaste lo que sucedía, Vic?

A ella le dolió el tono de tristeza y decepción que arrastraba su reproche, pero ¿cómo podía explicarle sus motivos? Decirle la verdad solo sería una carga para él.

—No podía —murmuró contra su pecho.

—¿Por qué? —insistió. Cuando intentó alejarse, la estrechó con más fuerza. No pensaba separarse de ella. Había llegado el momento de las explicaciones… y de las confesiones—. ¿Por qué, Victoria?

—Porque Lipton había amenazado tu vida y la de mi padre —repuso con tono cansado—. Tú estabas herido y yo… Si nos casábamos, todo estaría bien.

La separó un poco de sí y la miró a los ojos. El dolor que Victoria vio en ellos hizo que a los suyos acudiesen las lágrimas.

—No, nada hubiera estado bien —le reprochó dolido—. ¿Cómo podías casarte con un chantajista? ¡Ni siquiera sabías quién era!

—Sí lo sabía.

El susurro de su voz se magnificó flotando como un eco furtivo en el silencio que siguió a su declaración. Notó la tensión que invadió el cuerpo de James. Sus manos le apretaron con firmeza los hombros.

—¿Lo sabías?

Victoria asintió. Ya no valía la pena seguir ocultando la verdad.

—La primera vez que escuché su voz en el baile de máscaras, me resultó familiar, igual que en Vauxhall —le explicó, aunque no fue capaz de mirarlo a los ojos—. Luego, cuando me envió el último mensaje escrito, vi su letra y la reconocí.

—Y no me dijiste nada. —Vio que negaba con la cabeza—. ¿Por qué, en nombre de Dios? ¿Acaso me crees tan inútil como para no poder enfrentarme a un problema así? —le reclamó dolido.

—¡No es por eso! —exclamó con vehemencia.

—Entonces ¿por qué, Victoria?

—¡Porque te amo demasiado, pedazo de asno!

Aturdido, James dejó caer los brazos a los costados y clavó sus ojos asombrados en los de ella.

—¿Tú me… me amas?

Victoria se asustó cuando él cayó de rodillas a sus pies y se abrazó a sus piernas con la cabeza apoyada en su regazo.

—¿James? —musitó intranquila.

El quedo sollozo que brotó de sus labios la perturbó.

—Perdóname, Victoria. —Su voz sonaba rota, y a ella se le puso un nudo en la garganta—. Perdóname. ¡Te amo tanto, tanto! Pero no fui capaz de decírtelo. Tenía miedo; miedo de que tú no sintieras lo mismo por mí y te perdiese para siempre. Y no podía perderte, porque sin ti no soy nada. Tú me completas, Victoria; me haces ser mejor persona. Te necesito, ¡Dios es testigo de cuánto te necesito!

Victoria apoyó su mano temblorosa sobre aquel cabello besado por los rayos del sol y le acarició la cabeza mientras lágrimas de felicidad se deslizaban por su rostro. La amaba.

—James…

Él levantó la cabeza y la miró. Desde el aguamarina de sus ojos, claros y transparentes, se asomó a las profundidades de su alma, y su propio corazón comenzó una carrera hacia la felicidad. James tomó su mano y se la besó.

—Victoria, no tengo mucho que ofrecerte. Me conoces bien; conoces todos mis defectos. No soy… no soy un hombre perfecto, y sé que tú te mereces algo mejor, pero mi corazón es tuyo, y siempre lo será, si me aceptas.

Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar. Sentía la garganta cerrada a causa de las fuertes emociones que la arropaban en aquel momento. Su sueño, el deseo más precioso de su corazón, se había hecho realidad.

—Nunca he querido nada más, James. Siempre has sido tú, mi amor —le confesó con los ojos brillantes de felicidad y una luminosa sonrisa que caldeó el corazón de James—. Te amo tal y como eres, James Marston, y te amaré toda la vida. Y ahora, bésame como se debe.

Él dejó escapar una carcajada gozosa y se levantó con presteza para cumplir aquella orden. Fue un beso dulce y tierno, el más maravilloso de cuantos le había dado, porque en él iba incluido su corazón.

Escuchó el suave sonido de la puerta al abrirse, y maldijo en su interior por su descuido. Supo enseguida de quién se trataba. Se despegó perezosamente y con renuencia de los labios de Victoria, pero no apartó ni un segundo su mirada de ella cuando habló.

—¿Jimmy?

El niño se había detenido junto a la puerta y los contemplaba con los ojos abiertos cargados de inocencia infantil y asombro.

—¿Sí, señor?

Su voz sonó en un susurro casi reverencial.

—Creo que ya puedes llamarme papá.

Hubo primero un parpadeo, seguido luego por un grito excitado que resonó en la estancia y provocó que la boca de James se frunciese en una mueca. Atrajo a Victoria hacia sí y apoyó su frente en la de ella mientras escuchaba los ligeros pasos del niño perderse escaleras abajo.

—Sabes que se lo contará a todos —señaló ella con una risilla burbujeante. Sus ojos chispearon de felicidad.

—Lo sé —repuso con un suspiro de resignación. La soltó y se acercó a la puerta para cerrarla—, pero así los mantendrá entretenidos mientras yo me ocupo de ti.

Victoria frunció el ceño. Esperaba de todo corazón que no insistiese de nuevo en su empeño por ejercer como su enfermera; de ser así, estaba más que dispuesta a sacudirle. Todos los días revisaba sus heridas, a pesar de que los puntos de la cabeza habían cicatrizado bien y ya no llevaba venda, y de que el médico le había dicho que su pierna estaba en perfectas condiciones, solo necesitaba ejercitarla. Pero James pretendía llevarla en brazos a todas partes y la trataba casi como si fuera una inválida.

Ahora comprendía que todo ello no nacía de un deseo de control, sino de la preocupación y del amor; sin embargo, prefería que no la mimase de esa manera.

—Pero yo no necesito nada —declaró para dejar clara su postura.

Él esbozó una sonrisa pícara que le provocó un cosquilleo en el vientre e hizo que se le encogiesen los dedos de los pies.

—Dame unos minutos y verás —replicó con voz sedosa mientras se afanaba con avidez en desabrochar los corchetes de su vestido.

Un «ohh» fue todo lo que pudo decir antes de perderse en las maravillosas sensaciones que le provocaron sus manos y sus labios hambrientos. Cuando la tomó en brazos, Victoria no se quejó, sino que aprovechó para lamer la fuerte columna de su cuello. El estremecimiento que sacudió el cuerpo masculino le hizo sentirse poderosa.

James se sentía como un muchacho en su primera experiencia sexual, tembloroso, emocionado y muy, muy excitado. La depositó con suavidad en el centro de la cama. Se quedó a un lado y procedió a desvestirse con calma, mientras gozaba del rubor que coloreaba las mejillas de ella y del brillo de deseo en sus ojos esmeralda. Cuando se reunió con ella, a pesar del deseo ardiente que experimentaba, se controló para ir lentamente. La abrazó y le acarició el rostro, pasando con delicadeza un dedo sobre la herida de la frente.

—Casi te pierdo —musitó.

—No pienses más en ello. Ahora estamos juntos. —Depositó un ligero beso sobre su pecho, justo donde latía con fuerza su corazón.

Él asintió despacio. Con calma, casi como si de un ritual se tratase, le quitó las horquillas que sujetaban su cabello y extendió las rojizas guedejas sobre la almohada.

—Te amo, Victoria Cavendish. —Su voz sonaba tan firme y convencida que la sonrisa de Victoria flaqueó por un momento, y sus ojos se velaron de tristeza. James se preocupó—. ¿Qué sucede, Vic?

Las suaves caricias de los dedos masculinos sobre su brazo la relajaron, y aunque sentía el corazón oprimido supo que ya no podía haber entre ellos silencios ni verdades ocultas.

—James, yo no soy… —Se detuvo un momento, como si necesitase tomar aire. Luego prosiguió—: ¿No te importan mis orígenes?

Él acunó su rostro entre sus manos cálidas, y su mirada llena de ternura la desarmó.

—Eres lo más bello que me ha dado la vida —respondió con tono ferviente—. Te has adueñado de mi alma, y no pienso renunciar a ti solo a causa del lugar de donde provienes. No se puede juzgar a nadie por su origen de nacimiento, ni tampoco a un caballero por sus títulos. A una persona se la juzga por sus obras. Y tú, mi amada Victoria, eres una dama de los pies a la cabeza. Y, por cierto —añadió mientras se permitía pasear su mirada hambrienta sobre la suave piel de alabastro—, una muy bien hecha.

Victoria sonrió temblorosa y enternecida.

—Yo también te amo, James Marston.

Y en esa ocasión, fue ella quien lo besó.

Se acomodó sobre su cuerpo grande y disfrutó de la sensualidad del roce de sus pieles, de la caricia de sus bocas, de la fuerza contenida en los músculos que sus manos inexpertas recorrían. Se convirtió en exploradora de un terreno desconocido y excitante entre los suspiros y gemidos de él que la alentaban a seguir.

Cuando descendió, curiosa, por el cuerpo de James, este se tensó. Con un movimiento inesperado, giró sobre sí mismo atrapando a Victoria debajo de él.

—Te necesito —le dijo con voz enronquecida.

Su beso ardiente la estremeció, pero fueron sus palabras las que se grabaron a fuego en su corazón, porque sabía que James no se refería solo a una necesidad física, sino a una necesidad del alma. Habían estado girando uno en torno al otro, como satélites en su órbita, sin llegar a acercarse, pero ahora, si uno desapareciera, el otro dejaría de existir, como el brillo de una estrella fugaz en el firmamento.

Inclinó la cabeza hacia atrás mientras gozaba con el toque suave y ligero de sus manos al recorrer su cuerpo. Sus caricias se transformaron en magia, y la magia se convirtió en pasión; una pasión que los hizo volar unidos hasta lo más alto para descender luego vertiginosamente con el sonido de sus nombres en los labios.

—James, deberíamos… bajar. —Un gemido ahogado brotó de su garganta cuando él lamió el lunar que tenía junto al ombligo. Le había prometido que besaría todas sus pecas, una por una. Jadeó cuando siguió descendiendo por su cuerpo, aunque ella habría jurado que, en aquella zona tan íntima no poseía ninguna peca—. Tus padres… Esto… no está… bien...

—Esto es perfecto —la contradijo con una sonrisa traviesa. Luego hizo que se estremeciese una vez más y tocase de nuevo el cielo antes de volver a la realidad.

***

Victoria contempló en el espejo el recogido de su pelo. Era lo mejor que había podido hacer teniendo en cuenta las circunstancias. Se giró nerviosa hacia James, que la miraba con una luz nueva en los ojos. Cuando había recuperado su capacidad para pensar con coherencia, se había horrorizado al darse cuenta de lo que había sucedido: ¡habían hecho el amor en la mansión de los duques, a plena luz del día!

—¿Cómo voy a poder mirar a los duques a la cara? —se lamentó.

James se acercó con una sonrisa y le acarició el rostro.

—No te preocupes, amor —la tranquilizó al tiempo que la ayudaba a ponerse de pie y rodeaba su cintura —. Robert les informó de que pensaba pedirte matrimonio, y como saben lo terca que eres, pensarán que me está costando convencerte.

Ella sacudió la cabeza y le dio un ligero golpecito en el hombro. No estaba tan segura de que la duquesa no supiese lo que habían estado haciendo.

Bajaron la escalera cogidos de la mano, después de asegurarle a James que si la bajaba en brazos no volvería a hablarle en la vida, incluso aunque estuviesen casados. Él solo se había reído y había depositado un beso suave en sus labios. Parecía incapaz de dejar de tocarla, y Victoria se sentía como flotando en un sueño. Temía despertarse en cualquier momento y descubrir que nada era real.

—Milord, milady —los interceptó Thompson al llegar al vestíbulo—. Mi más sincera enhorabuena por su compromiso. Me alegro de tener el honor de ser el primero en felicitarlos.

Victoria notó cómo el rubor cubría sus mejillas, y envidió a James, que se veía exultante de emoción y sin ningún asomo de vergüenza mientras le sonreía feliz al anciano mayordomo.

—Muchas gracias, Thompson. —Palmeó su hombro con tanta fuerza que el hombre casi perdió el equilibrio.

—Esto… Los esperan en el salón azul, milord —les informó mientras enderezaba la espalda y tiraba de las puntas de su chaleco como si estirase de su propia dignidad para devolverla al lugar que le correspondía. Ejecutó una profunda reverencia y se marchó en dirección a la cocina.

—Bien, ¿estás preparada? —le preguntó James cuando se encontraban ante la puerta del saloncito. Del otro lado llegaban los susurros amortiguados de voces. James se llevó su mano a los labios y depositó un beso cálido—. ¿Vamos?

Inspiró hondo y asintió. James abrió la puerta y Victoria penetró en el interior de la estancia. Una brisa fresca sacudía los cortinajes azules de los dos grandes ventanales que permanecían abiertos. La madera oscura del mobiliario contrastaba con la seda azul con bordados de plata que tapizaba los sillones, ocupados en aquel momento por varios miembros de la familia.

Enderezó la columna, como si se enfrentase a un grupo de las más puntillosas matronas de la alta sociedad, y esbozó su mejor sonrisa, esa que, sin saberlo, había conquistado el corazón de James.

—Buenas tar… —Se interrumpió y abrió los ojos sorprendida cuando al mirar a los presentes encontró entre ellos el rostro familiar del conde—. ¿Padre?

Lord Rothwell se puso lentamente de pie, y el corazón de Victoria se encogió cuando observó el semblante grave y la mirada seria con que la contemplaba. Notó que James se colocaba a su lado, brindándole apoyo, pero ella no podía apartar los ojos de aquel rostro tan querido a pesar de saber que no era hija suya. Un nudo le oprimió la garganta cuando vio las sombras que bordeaban sus ojos azules y las pequeñas arrugas alrededor de su boca. Parecía haber envejecido durante el tiempo que había permanecido ausente.

El silencio de él le destrozó el corazón, pero entonces, el conde abrió sus brazos y Victoria se precipitó en ellos ahogando un sollozo.

—Nunca he pasado tanto miedo como cuando me enteré de tu accidente —le susurró mientras la estrechaba entre sus brazos y besaba su cabello con ternura—. No puedo perderte, Victoria, eres todo lo que tengo.

—Estoy bien, padre —repuso con una sonrisa llorosa.

Permanecieron un rato abrazados, ajenos a las miradas incómodas de cuantos los rodeaban. Finalmente, lord Rothwell la soltó y carraspeó para aclararse la garganta.

—Me parece que tienes mucho que explicarme, jovencita.

—Si me permite, milord —intervino James—, me gustaría hablar antes con usted de otro asunto.

El conde le dirigió una mirada penetrante. Luego miró a su hija, que sonreía radiante, y dejó escapar un suspiro resignado.

—Sí, supongo que sí.

—Deseo pedirle formalmente la mano de lady Victoria Cavendish.

La duquesa emitió un gritito de alegría y el resto de los presentes sonrió. Lord Rothwell extendió la mano hacia su hija y Victoria la tomó apretándosela con cariño mientras su sonrisa se ampliaba.

—Supongo que no tengo nada que objetar —admitió—. Solo prométeme, Blackbourne, que vas a hacerla feliz.

James dirigió su mirada a Victoria. Se veía radiante. Ella era la estrella brillante en la oscuridad de su alma; toda belleza, dulzura y pasión. Su respiración y su latido.

—Se lo juro por mi vida.