El resto de la mañana, James se mantuvo encerrado en su despacho con lord Rothwell discutiendo los pormenores del compromiso mientras Victoria acompañaba a lady Eloise en la salita.
Escuchaba a medias la charla entusiasmada de la mujer. Su mente viajaba inquieta por el laberinto de recuerdos entre lo que había descubierto sobre su nacimiento, el chantaje del secretario de su padre y la situación de Jimmy. Había demasiadas cosas por resolver y no sabía bien cómo enfrentarse a ellas. ¿Debía contarle a su padre la verdad? Le dolía que él se la hubiese ocultado durante tanto tiempo, aunque comprendía por qué lo había hecho. Sin embargo…
—¿Qué te parece, Victoria?
Se volvió hacia la duquesa y se sonrojó incómoda.
—Discúlpeme, lady Eloise, estaba un poco distraída.
Ella le palmeó una mano con cariño.
—No te preocupes, querida, lo comprendo. Te preguntaba qué te parecía que la boda se celebrase en el mes de octubre.
Victoria abrió los ojos sorprendida.
—¿Tan pronto?
—Bueno, habida cuenta de las circunstancias… —Las mejillas de la duquesa adquirieron un suave tono rosado y desvió la mirada. Victoria se debatió entre la vergüenza y la risa—. Creo que octubre es un buen mes, que, además, trae suerte. Puede ser a finales, así tendremos casi dos meses para prepararlo todo.
—Me parece bien, lady Eloise.
—¿Hay algo que te preocupe? —le preguntó de repente.
Su mirada estaba llena de cariño. Había sido para ella como una madre, y Victoria se dio cuenta de que le gustaría poder confiarle todo lo que llevaba dentro y pedirle su consejo. Pero no se sintió capaz.
—Solo me preguntaba si Arabella habría vuelto para entonces —respondió.
La duquesa no quedó muy convencida, pero aceptó la respuesta.
—Hace unos días recibí una carta suya —le reveló con una sonrisa—. Me aseguró que estarían de regreso a primeros de septiembre. Estoy segura de que cuando se entere de tu compromiso con James, se alegrará mucho con la noticia. Siempre habéis sido más hermanas que primas. —Victoria sonrió ante aquella verdad. ¡Cómo la echaba de menos!—. Robert podrá asistir, y Edward, aunque le ha surgido un viaje imprevisto, no creo que falte.
—¿Quién va a faltar y a qué? —Quiso saber James, que acababa de entrar en la sala.
Se dirigió hacia su prometida y la besó en la mejilla por el puro placer de hacerlo, lo que consiguió que su futura marquesa se sonrojase, y que a su madre le brillasen los ojos.
—Le comentaba a Victoria que puede que Edward falte a vuestra boda en el mes de octubre, aunque espero que sus asuntos hayan quedado arreglados para ese entonces. —Vio que su hijo alzaba una ceja arrogante y supo que se trataba del tema de la boda, pero decidió malinterpretarlo a su conveniencia—. Es cierto, no he tenido tiempo de contaros. Edward ha recibido una herencia.
El comentario detuvo a James, que se había inclinado para tomar uno de los rizos de Victoria que se había desprendido del precario recogido. Se enderezó y miró a su madre con sorpresa.
—¿Edward?
Lady Eloise asintió con una sonrisa satisfecha, y James se preguntó si su madre no habría tenido algo que ver en el asunto. Mientras hablaba con lord Rothwell, se había enterado del plan que la duquesa había urdido para juntarlos a Victoria y a él, y aunque no tenía ahora ninguna queja al respecto, no le agradaba la idea de que su madre se metiese a casamentera.
—Una tía lejana de tu padre, que nunca se casó, lo nombró heredero en su testamento —le explicó—. Hace unos días vino un abogado para informarle de la situación y de sus nuevas responsabilidades, pues la dama había fallecido. Así que Edward se ha convertido en el heredero de unos cuantos miles de libras y una mansión en un pequeño pueblo de Hertfordshire.
La sonrisa de su madre se amplió y James frunció el ceño.
—¿Y no habrás tenido algo que ver con ello?
La duquesa lo miró con disgusto.
—¡No seas absurdo, James! —lo reprendió—. Ni siquiera conocía a lady Belinda. Tal vez la vi el día de mi boda, pero no lo recuerdo.
Él no se mostró muy convencido.
—Y entonces, madre, ¿por qué luces esa sonrisa tan satisfecha?
Lady Eloise no pudo evitar una carcajada.
—¡Ah, querido!, por lo visto lady Belinda era una mujer astuta. No se conformó solo con nombrar un heredero al azar. Como no deseaba que su fortuna fuese derrochada, pidió informes del estilo de vida de su heredero, y puso una serie de condiciones para poder recibir la herencia. En caso de no cumplirlas, tanto el dinero como la mansión irán a parar a una institución de caridad. Tu hermano puso el grito en el cielo cuando se enteró —le contó con una sonrisa divertida—, pero como siempre anda escaso de dinero, al final terminó por aceptar. Y yo creo que le va a ayudar mucho. Estaba desperdiciando su vida aquí en Londres.
James pensaba lo mismo. Su hermano no se tomaba nada en serio y dejaba que sus supuestos amigos lo manejasen a su antojo. Tener que luchar por algo, seguramente le haría madurar.
—¿Cuáles son las condiciones? —preguntó Victoria intrigada. Conocía bien a Edward y lo mucho que le gustaba gozar de la vida sin preocupaciones.
Los ojos de la duquesa brillaron maliciosos cuando respondió.
—Si quiere recibir la herencia, no podrá abandonar la mansión en el espacio de treinta días…
James dejó escapar un silbido de admiración. Un mes no era demasiado tiempo, pero Edward se había vuelto demasiado capitalino, y parecía incapaz de vivir lejos de Londres, de sus fiestas nocturnas y de sus clubes de juego, ni siquiera un día.
—Apuesto lo que quieras a que no dura ni dos días en el campo.
—Yo no estaría tan segura —repuso la duquesa.
Las rubias cejas de James se alzaron en un gesto de incredulidad.
—¿Hay algo más?
—Tal vez… ¡Oh, William, bienvenido! —Se volvió hacia el conde que se había detenido en el umbral de la puerta. El estómago de Victoria dio un vuelco. Ni siquiera había tenido tiempo de preguntarle a James cómo le había ido—. ¿Te apetece unirte a nosotros?
Lord Rothwell negó con la cabeza.
—Muchas gracias, milady, pero desearía dar un paseo con mi hija.
La duquesa asintió conforme.
—Por supuesto, el jardín está muy agradable para un paseo.
Victoria se disculpó con la duquesa y se levantó. Notó la leve caricia de James en su mano cuando pasó a su lado, pero no lo miró. Sabía que trataba de reconfortarla, pero cientos de mariposas parecían empeñadas en aletear en el interior de su estómago. Su padre se acercó y le ofreció el brazo con galantería. Ella lo aceptó y salieron por las puertas afrancesadas de la salita.
***
En el exterior, el aire estaba impregnado de una suave fragancia a lirios, rosas y madreselvas. Los coloridos parterres situados bajo las ventanas y al pie de la inmensa terraza que cubría casi toda la parte central de la fachada trasera de Westmount Hall, siempre alegraban la vista de los visitantes y huéspedes, especialmente el jardín de los rosales que podía verse desde la sala azul. A partir de las escaleras que conducían a la terraza, se extendía una amplia franja de césped en la que se solían celebrar picnics y otros eventos, incluidos juegos. Más allá, los setos de tejo separaban el jardín formal del informal, en el que la naturaleza parecía desarrollarse a su antojo.
Sin embargo, también el jardín informal había sido diseñado para que se pudiese disfrutar de agradables paseos. Había varios senderos que lo recorrían, con bancos de piedra para poder descansar bajo la amplia sombra de los árboles.
Lord Rothwell tomó una de las sendas al azar y caminaron en silencio. Pasaron junto a una de las fuentes ornamentales en la que algún caprichoso dios del mar hacía brotar el agua de una caracola, y siguieron avanzando hasta que llegaron al cenador. El conde subió los escalones de acceso al templete e invitó a Victoria a sentarse antes de hacerlo él a su lado.
En el silencio que los rodeaba, la asaltaron los recuerdos del día en que James la había besado allí, bajo el techo abovedado y las hermosas columnas de mármol.
Qué lejano le pareció ese momento. El tiempo no perdonaba a nadie, seguía incansable su camino, ajeno a las preocupaciones de los hombres. El pasado siempre quedaba atrás. No había forma de recuperarlo, ni de cambiarlo, solo se podía vivir con las consecuencias. Hacía años, su padre había tomado una decisión, y había vivido aceptando todo lo que implicaba; ella también hizo su elección, pero había cometido un terrible error que casi le había costado la vida y perder el amor. Ahora ella debía afrontar también sus propias consecuencias.
Se retorció las manos, nerviosa por el silencio. No sabía por dónde comenzar. Ni siquiera sabía si debía decirle algo o si era mejor mantenerse en silencio. A veces había heridas que, si se abrían, resultaban muy difíciles de cerrar. Quizás el pasado debía quedarse en el pasado. Pero ¿y si le había contado algo James?
La voz suave y serena de su padre deshizo el nudo que sentía en el estómago, y volvió a respirar.
—Amé muchísimo a tu madre. Era la luz de mis ojos. Nos conocíamos desde niños, y me enamoré de ella con diecisiete años; Diana tenía quince. Supe enseguida que deseaba pasar mi vida entera a su lado —comentó con la voz preñada de melancolía; un recuerdo que se presentía agridulce. A Victoria le recordó su propia historia con James—. Cuando aceptó ser mi esposa, me sentí el hombre más afortunado de la tierra. Creí que, a partir de ese momento, nos esperaba una vida repleta de felicidad; pero la felicidad a veces se vuelve esquiva.
»Durante su embarazo, Diana comenzó a sentirse mal, y el médico la obligó a guardar cama durante casi seis meses. A pesar de todo, el parto se adelantó con graves complicaciones. El bebé murió al poco de nacer, y el doctor Garrod temió que, al saberlo, Diana dejase de luchar. Yo habría hecho cualquier cosa por ella, y no me arrepiento de la decisión que tomé en aquel momento. —Se veía derrotado. Tenía la espalda encorvada y los hombros hundidos, como si cargase un gran peso. Victoria tomó su mano y entrelazó sus dedos con los de él. El conde se la apretó con suavidad. Un silencio sereno los envolvió, roto tan solo por el piar hambriento de alguna cría de ave y el canto de un jilguero. Al cabo de un rato, su padre prosiguió—. Te amé desde el primer momento en que te tuve en mis brazos, Victoria, te convertiste en la alegría de mi vida; y cuando tu madre nos dejó unos años después, solo me quedabas tú.
—¿Por qué no me lo contaste? —Quiso saber. No había reproche en su voz, solo tristeza.
El conde se volvió hacia ella y la miró largamente. Luego le acarició con ternura la mejilla.
—¿De qué hubiera servido que lo supieras, Victoria? No todas las verdades construyen ni tienen por qué conocerse; hay palabras capaces de destruir vidas y de romper a las personas por dentro y por fuera —reflexionó—. Saberlo no te convierte en alguien diferente, sigues siendo tú. Por eso, no creí necesario que lo supieras. A efectos de la alta sociedad, tú eres y siempre serás mi hija, lady Victoria Cavendish. Y no podría quererte más de lo que ya te quiero.
Un sollozo ahogado brotó de su garganta.
—Lo siento…
Su padre la atrajo hacia sí y la arropó entre sus brazos con cariño.
—Mi niña, mi princesa —susurró mientras le acariciaba el cabello.
Las lágrimas se deslizaron por el rostro de Victoria y se abrazó con fuerza a su padre.
—Tuve tanto miedo… —le confesó—, y me siento culpable por el señor Lipton.
—No, Victoria, lo de Thomas fue en parte culpa mía. Nunca debí haber dejado ese documento a su alcance. Fue un descuido imperdonable. Además, había notado últimamente que no parecía encontrarse bien. Culpé de sus reacciones al cansancio, pero nunca pensé que pudiera tener un desequilibrio mental.
Volvieron a quedarse en silencio, abrazados, cada uno reflexionando sobre sus propios pensamientos.
—¿Qué pasó con…?
Su padre la interrumpió.
—Robert se ocupó de todo. No debes pensar más en él, fue un accidente desafortunado —le aseguró. Deshizo su abrazo y la miró—. ¿De verdad quieres casarte con James?
Victoria esbozó una sonrisa radiante.
—Sí, padre. Lo amo.
El conde le devolvió la sonrisa.
—Entonces Eloise tenía razón…
—¿Cómo dices?
—La duquesa vino a verme antes de mi viaje y me dijo que James y tú estabais enamorados, pero que ninguno de los dos erais capaces de reconocerlo —le explicó—, por eso me pidió que te quedases en Westmount Hall. Creía que eso os ayudaría, por eso lo permití. Aunque si llego a saber todo lo que ibas a pasar, me hubiese negado —gruñó.
—¿Pensabas llevarme contigo, pero cambiaste de opinión por la duquesa? —le preguntó con tono de incredulidad.
Lord Rothwell pareció avergonzado.
—Bueno, sí, siempre te llevo conmigo en mis viajes, ¿no? Es solo que la situación…
Victoria se levantó en un remolino de faldas y se detuvo ante él con los brazos en jarras y el ceño fruncido.
—¡Me mentiste!
—Pero fue por una buena causa —se disculpó al tiempo que se ponía también de pie. Luego le sonrió con picardía—. ¿Quieres que te compre un sombrero nuevo?
No pudo evitarlo y dejó escapar una carcajada. Le echó los brazos al cuello y lo abrazó. Su corpulencia, su aroma tan familiar, su tacto… todo le recordó a su infancia y al amor que siempre había recibido de él.
—Te quiero mucho.
—Y yo también, pequeña. Me va a costar mucho dejarte marchar —admitió con un suspiro apenado—, pero sé que James va a cuidar de ti. Espero y deseo que seáis muy felices.
—Lo seremos. Pero tú también tienes derecho a ser feliz, padre. Todavía eres joven. No tienes por qué estar solo.
Sabía que su padre nunca había querido volver a casarse tras la muerte de Diana, ella había sido su gran amor. Por eso le sorprendió ver el rubor en las mejillas del conde.
—Bueno, yo… —titubeó—. Hay una dama que me parece… interesante. Nos presentaron hace tiempo, aunque no la he vuelto a ver, claro que, apenas llevo dos días en Londres…
A Victoria le sorprendió el nerviosismo de su padre. Quien quiera que fuese la dama, debió dejar en él una honda impresión, ya que había pasado bastante tiempo fuera, y si la recordaba, significaba que había pensado en aquella mujer. Lord Rothwell era un hombre atractivo, de cuerpo atlético y una mirada azul intensa que provocaba suspiros en las damas, aunque no solía frecuentar los salones de baile. Se merecía encontrar el amor.
—¿De quién se trata? —inquirió curiosa. Su padre era un hombre de corazón generoso, y había muchas mujeres, sobre todo viudas, decididas a ser condesas a cualquier costo.
El conde se removió inquieto. Ciertamente, no estaba habituado a tratar ese tipo de temas con su hija.
—Es lady Thornway.
—¿Lady Gabriella? ¿La madre de Alex? —Recordó que su padre la había conocido durante la boda, y que le había llamado la atención. Sin embargo, el encuentro no había sido afortunado, ya que el conde había derramado una copa de champán sobre su vestido—. Es una dama encantadora y muy hermosa.
Lord Rothwell asintió con seriedad.
—Eso mismo pienso yo. Aunque después del incidente que tuvimos cuando nos presentaron no sé qué pensará ella de mí —repuso con una mueca de desazón.
Victoria dejó escapar una carcajada y enlazó su brazo con el de su padre.
—Estoy segura de que le parecerás un hombre maravilloso y muy guapo.
Él le dio unas palmaditas cariñosas sobre la mano y echó a andar de vuelta a la mansión.
—Ya veremos. Por lo pronto, tenemos una boda que preparar, ¿no es así?
***
James contempló desde la ventana el regreso de Victoria y el conde. Verla reírse, feliz y despreocupada, lo llenó de una profunda sensación de alegría. Todavía seguía preguntándose cómo era posible que ella lo amase. Fuera como fuese, estaba decidido a luchar porque Victoria no se arrepintiese nunca de haber decidido casarse con él.
Se dirigió hacia la puerta del salón y les salió al encuentro. Los ojos de ella brillaron cuando sus miradas se cruzaron, y él sintió un tirón de excitación por el deseo. Necesitaba besarla en ese momento, porque solo Dios sabía cuándo iba a poder volver a hacerlo. Su madre, con las mejillas sonrosadas, le había advertido de que no habría más «encuentros» antes de la boda; además, Victoria se trasladaría a la mansión Rothwell. En aquel momento, el día de sus esponsales se le antojaba demasiado lejano.
—Imagino que vienes a llevarte a Victoria —le dijo el conde—. En fin, supongo que tendré que acostumbrarme.
Ella se volvió hacia su padre.
—No te librarás de mi tan fácilmente —repuso besándolo en la mejilla.
—Me gustaría llevar a su hija a dar un paseo si me lo permite, señor.
Lord Rothwell asintió y los dejó solos.
—No sé cómo voy a poder resistir sin tocarte ni besarte hasta nuestra boda, Vic. —La mirada ardiente que le dedicó hizo que el corazón de Victoria se acelerase y, de forma inconsciente, avanzó un paso hacia él—. Eres una hechicera irresistible, mi amor, pero ahora quiero llevarte a un lugar. Ve a por tu sombrero y tus guantes. El carruaje nos espera.
***
—¿A dónde vamos? —le preguntó una vez que el coche se puso en marcha. James cerró los ojos y cruzó los brazos sobre el pecho al tiempo que esbozaba una sonrisa traviesa—. ¿James?
—Ya lo verás.
—¿Ni siquiera me vas a dar una pista?
—No.
—Bueno, entonces, conversaremos.
Él negó con la cabeza.
—Se me ocurren cosas más interesantes que hacer que conversar, pero no ahora. Quizás más tarde.
Victoria le lanzó una mirada airada. James ni siquiera se había dignado a abrir los ojos para responderle. Parecía dormitar a gusto, recostado contra el mullido cojín del asiento.
—Odio cuando te pones insoportable, James Marston —le espetó con disgusto. Él tuvo el descaro de sonreír.
Cuando el carruaje se detuvo, Victoria había pasado a su prometido por todos los métodos de tortura que su imaginación le había sugerido. Él le ofreció su mano para ayudarla a bajar del coche, pero Victoria elevó la barbilla, irritada, y declinó su ofrecimiento. A pesar de ello, James la tomó del brazo y lo enlazó con el suyo.
—Me alegro de que estés tan enfadada conmigo.
Victoria alzó las cejas y sus ojos verdes se posaron en él con incredulidad. James casi se echó a reír, pero se contuvo.
—¿De veras? —Su tono destilaba sarcasmo, pero fue seguido de inmediato por una exclamación ahogada cuando la obligó a detenerse frente a una de las muchas tiendas que poblaban la calle. En la vitrina, colocados primorosamente, estaban los sombreros más horribles que Victoria había visto en su vida.
—¡James!
Él sonrió. El amor y la felicidad que vio en sus ojos fueron suficiente recompensa. Sin embargo, no iba a privar a su cuerpo de la necesidad que palpitaba en su interior.
—Quiero que sepas que me voy a desquitar en el camino de vuelta —le susurró al oído.
Victoria se estremeció. Sabía que James siempre cumplía sus promesas.