Epílogo

Londres, octubre de 1769

El duque contemplaba, con el ceño fruncido, la puerta que daba acceso al dormitorio de su esposa.

Thompson, su fiel mayordomo, carraspeó a su lado. Lord Westmount se volvió hacia él.

—¿Lo ha traído todo?

—Sí, milord, las sales y el coñac, tal como me pidió.

El hombre soltó un suspiro pesaroso.

—No hay más remedio, ¿verdad?

La esperanza que velaba su tono murió con el asentimiento que recibió por parte de su sirviente.

—Así es, milord.

—Pero seguro que todo va a ir bien —se animó—. Al fin y al cabo, hoy es la boda de James.

—Sin duda su Excelencia estará bastante ocupada y no prestará tanta atención a la noticia.

—Sí, cierto —convino. Ninguno de los dos hombres creyó esas palabras. El duque volvió a suspirar y luego cuadró los hombros—. Deséeme suerte, Thompson.

—Que tenga suerte, milord.

Llamó con suavidad a la puerta y entró en el dormitorio cuando escuchó la voz de su esposa.

La habitación de la duquesa era una estancia amplia y espaciosa, decorada con un gusto exquisito y bien iluminada por los grandes ventanales que daban al jardín. A pesar de eso y contrario a las costumbres de la mayoría de los nobles, lady Eloise prefería compartir cama con el duque, y solo usaba su dormitorio como vestidor.

En aquel momento, sentada frente a la coqueta, vestida con una negligé azul celeste que delataba su esbelta figura y contrastaba con sus cabellos dorados, estaba buscando algo en su joyero.

Se giró cuando percibió los pasos sobre la alfombra, y sus ojos brillaron con apreciación cuando contempló al duque enfundado en un traje gris perla que le sentaba de maravilla.

—El día en que nos conocimos también vestías de gris —recordó con una pizca de nostalgia.

Lord Westmount sonrió. Se acercó y la besó en los labios.

—Y tú lucías un vestido de seda verde con bordados dorados que reflejaban la luz del sol. Recuerdo que pensé que parecías una ninfa del bosque, una diosa en medio de los pobres mortales.

Un bonito rubor coloreó las mejillas de su esposa y pensó que su belleza no había disminuido ni un ápice desde que la conocía, mientras que su amor se había acrecentado con el tiempo.

—Hemos envejecido, ¿verdad?

El duque tomó galante su mano y la besó.

—Tú, querida, sigues siendo la mujer más hermosa de todo Londres.

La risa cristalina de su esposa todavía tenía el poder de acelerar su corazón.

—Eres un adulador, Charles, pero no hace falta mentir. El tiempo pasa. Ya se casó Arabella y, en unas horas, se casará James.

El duque tragó saliva. Quizás era el momento de darle la noticia. Sabía que Eloise se enfadaría pero, como le había dicho a Thompson, esperaba que con las obligaciones y responsabilidades que asumiría como madre del novio y anfitriona, la situación no tomaría un cariz dramático.

—Bueno, debes de estar contenta. Querías que tus hijos se casaran.

—Quería, quiero —rectificó— que nuestros hijos sean felices, Charles. No es lo mismo. —Tomó el cepillo con mango de marfil y comenzó a pasarlo lentamente por el cabello. El duque se lo quitó de las manos y continuó él con la tarea—. Nosotros hemos sido muy felices, y todavía lo somos. Solo deseo que mis hijos encuentren el amor. No comprendo esa necia costumbre que tiene la sociedad de concertar matrimonios —espetó con tono seco—. ¿Cómo puedes vivir luego toda la vida con alguien a quien no amas o a quien incluso odias?

—Entonces, tú estás de acuerdo en que nuestros hijos escojan —tanteó el duque.

—Por supuesto —aseguró con firmeza. Lo miró a través del espejo y notó su sonrisa burlona. Lady Eloise supo en qué pensaba su marido y se apresuró a aclarar las cosas—. Lo que sucede es que a veces necesitan un empujoncito, como en el caso de James.

Lord Charles inspiró hondo.

—Pues con Edward no va a ser necesario.

La duquesa se volvió hacia él y alzó una ceja con incredulidad.

—¿Tú crees? Amo a nuestros hijos, pero soy su madre y conozco sus virtudes y defectos —manifestó—. Edward tiene un corazón tierno y generoso, y es alegre por naturaleza, pero a veces me pregunto si tiene un cerebro dentro de su bonita cabeza. Es demasiado fácil de embaucar y manipular, porque parece que nada le importa de verdad. Pensé que este viaje le ayudaría, pero no comprendo por qué ahora que ha regresado de Hertfordshire ha tenido que quedarse en su piso de soltero. —Frunció el ceño como si la cuestión le resultase del todo incomprensible—. Siempre se ha quedado con nosotros. Además, ni siquiera ha venido a visitarnos.

El duque interrumpió la diatriba de su esposa antes de que se pusiese a divagar por otros derroteros. Cuanto antes se librase de la carga que llevaba, mejor.

—No ha venido solo.

Lady Eloise parpadeó ante las palabras de su esposo.

—¿Cómo dices?

«Bueno, ha llegado el momento. ¡Que el cielo nos asista!», se dijo el duque.

—Edward se ha casado.

La sutil agitación del pecho de su esposa al respirar fue el único indicio de que seguía viva. Se había quedado inmóvil, con los ojos clavados en él de una forma inquietante. Por prudencia, el duque dio un paso atrás.

—¿Casado? —repitió cuando se le soltó el nudo que se le había formado en la garganta y que le había impedido pronunciar palabra tras la sorprendente noticia revelada por su esposo.

—Eh, sí. Así es —confirmó el duque con cierta precaución—. Envió una carta informando al respecto. —Las cejas de la duquesa se alzaron y se apresuró a rectificar—. En realidad, no eran más que unas pocas líneas en las que decía que había tenido que casarse. No explicaba el por qué ni con quién. Supongo que conoceremos hoy a la dama.

—Casado —repitió.

Lord Charles se preguntó si en realidad su esposa había escuchado algo de lo que él había dicho después de esa palabra. Se temía que no, y suponía que cuando su cerebro registrase la conversación, estallaría el caos. Por fortuna, Thompson se hallaba detrás de la puerta a la espera de una señal suya para entrar con las sales y el coñac.

El duque se preocupó cuando, después de unos minutos, no hubo ninguna reacción.

—¿Te… encuentras bien, querida?

La duquesa volvió a parpadear y miró a su esposo como si lo viera por primera vez. Observó que tenía el cepillo en la mano y se lo cogió. Luego, volviéndose de nuevo hacia el espejo, comenzó a peinarse.

—Sí, por supuesto —respondió con tono inseguro—. Es solo que me resulta… curioso. Casado, dices…

El duque le quitó con suavidad el cepillo y se arrodilló ante ella. La tomó de las manos y se las besó.

—Eloise, me estás preocupando.

Ella lo miró desconcertada.

—¿Por qué?

—No sé, me esperaba otra reacción ante la noticia —le confesó—. No has dicho nada al respecto y pareces conforme con lo sucedido, a pesar de que ha sido todo demasiado repentino y Edward no nos había informado.

Lady Eloise se encogió de hombros con delicadeza. Luego, acarició la mejilla de su esposo y lo miró con amor. Lord Charles la conocía bien, y vio el velo de tristeza que cubría sus preciosos ojos.

—Son mayores y no necesitan nuestro consentimiento, por más que nos duela reconocerlo. Supongo que ya no… nos necesitan.

—Por supuesto que te necesitan, Eloise —le aseguró—. No importa cuánto tiempo pase ni cuánto envejezca, un hijo siempre necesitará a su madre.

Ella le dedicó una sonrisa temblorosa y una lágrima furtiva se deslizó por su mejilla.

—Me basta con que sea feliz. Y ahora, más vale que me dé prisa en vestirme o llegaremos tarde a la boda de James.

***

La boda del marqués de Blackbourne fue todo un acontecimiento. Si alguien consideró inadecuada la presencia del pequeño Jimmy, nadie tuvo la osadía de comentárselo a los duques de Westmount o a los marqueses de Blackbourne, y mucho menos a la duquesa de Portland quien pareció haber tomado al niño bajo sus alas.

La novia lucía radiante y enamorada, a decir de la multitud de invitados que invadieron los jardines de Westmount Hall tras la ceremonia nupcial en la iglesia de Saint James, en la que solo participó la familia más cercana y pocas personas más.

Lady Eloise, satisfecha por cómo se había desarrollado todo y, sobre todo por la felicidad de su hijo y de la nueva marquesa, observaba la gran explanada en los jardines traseros en la que los sonrientes invitados esperaban su turno para saludar a la feliz pareja mientras conversaban alegres en pequeños grupos.

Victoria y Arabella se encontraban juntas en ese momento, y charlaban animadamente. Había sido bonito ver el abrazo en el que ambas se fundieron cuando su hija regresó de su viaje. Las dos habían comenzado a llorar, y lady Eloise también había tenido que recurrir al pañuelo que le había ofrecido el duque con una sonrisa.

Miró hacia la rosaleda y vio a lady Gabriella junto a lord Rothwell. Tenían las cabezas juntas y susurraban con complicidad. Sonrió satisfecha. Hacían una bonita pareja, y ambos se merecían ser felices.

Notó que alguien la tomaba discretamente por la cintura y se giró para encontrarse con la mirada de su esposo.

—Has hecho un trabajo espléndido —la felicitó este—. Eres una anfitriona maravillosa.

—Muchas gracias, querido.

El duque dejó pasar un cómodo silencio, aunque lo que iba a preguntar no era sencillo.

—¿Has podido hablar con Edward?

Sabía que Eloise andaba algo inquieta con el asunto, y esperaba que la conversación con su hijo la hubiese serenado. Vio cómo la duquesa asentía.

—Sí, pero no quiso explicarme nada.

No había enojo en sus palabras, solo tristeza.

Oteó los alrededores para buscar entre los presentes la figura alta de Edward, que vestía de verde. Lo encontró en un rincón del jardín, conversando con dos caballeros, y frunció el ceño al ver la escena. La esposa de Edward, una joven bonita y algo tímida, se encontraba sola detrás de él, y su hijo parecía ignorarla. No sabía por qué razón habían tenido que casarse, pero estaba convencida de que algo andaba mal entre ellos.

Su despreocupado hijo parecía haber perdido la alegría que lo caracterizaba, y aunque le hubiese encantado echarle la culpa a la nueva esposa por ser una embaucadora que lo había engañado con malas artes, mucho se temía que no podía hacerlo después de haber conocido a lady Sara. Se trataba de una dama encantadora que tampoco parecía muy contenta con sus nuevas circunstancias, aunque había visto en sus ojos un brillo especial cada vez que su mirada se desviaba hacia su esposo.

Una idea cruzó por su mente. Una chispa de vitalidad se encendió en su interior y su mirada brilló ilusionada.

«Todavía me necesitan».

La voz del duque interrumpió el devenir de sus pensamientos.

—No te preocupes, mi amor, te lo dirá cuando esté preparado —la reconfortó—, mientras tanto, seguro que hay otras cosas que requieren tu atención.

Lady Eloise esbozó una sonrisa confiada.

—No lo dudes, querido. Todavía tengo mucho trabajo que hacer.

FIN