Capítulo 2

Victoria descendió las escaleras y se dirigió por el corredor hacia el despacho de su padre. La había mandado llamar, y suponía que se debía al hecho de que pronto se trasladarían al campo para pasar el verano. Londres se volvía insoportable durante los meses de calor y, además, una vez terminadas las sesiones en el Parlamento, la ciudad prácticamente se vaciaba.

Suspiró aliviada. Deseaba marcharse cuanto antes, pues, aunque desde la boda de Arabella no había vuelto a ver a James, sabía que un encuentro con él sería inevitable en alguna de las fiestas o veladas a las que asistía, y mientras continuase viéndolo no podría olvidarse de él.

Llamó con suavidad a la puerta y esperó a entrar hasta oír la voz desde el interior. Le encantaba aquel despacho tan masculino, con sus muebles de madera oscura y aquel olor a madera y cuero con el que asociaba a su padre. De niña, sobre todo después de la muerte de su madre, solía ir muchas veces allí. Se sentaba en las rodillas del conde y él le daba caramelos que tenía guardados en un cajón; luego, se acurrucaba contra su pecho hasta que el dolor por la ausencia de su madre desaparecía. La verdad era que casi no la recordaba ya, ni su voz, ni ese olor especial que solo tienen las madres.

«El tiempo cura un corazón roto», pensó con tristeza.

Contempló a su padre, sentado tras el enorme escritorio de nogal, enfrascado en unos documentos, y la sonrisa volvió a su rostro. Seguía siendo un hombre apuesto, aunque las arrugas de su rostro y algunas canas blancas en el cabello delataban el paso de los años. Pero sus ojos azules, cuando alzó la mirada hacia ella, mostraban todavía la viveza de la juventud.

—Buenos días, padre. —Se acercó y le dio un beso en la mejilla, luego saludó al secretario del conde—. Buenos días, señor Lipton.

El joven, que debía rondar los treinta años, era hijo de un caballero, y llevaba casi cuatro trabajando para su padre. Se trataba de un hombre muy eficiente, serio y responsable, al que su padre tenía en gran consideración. También era bastante tímido, pues solía sonrojarse cuando Victoria lo saludaba, y en esa ocasión no fue diferente.

Hizo una torpe reverencia y le devolvió un educado saludo apenas audible.

—Buenos días, milady.

La voz fuerte del conde, en cambio, llenó la estancia.

—Buenos días, preciosa. Permíteme un momento, que enseguida termino con estos asuntos —le aseguró mientras terminaba de revisar los papeles. Luego se volvió hacia el secretario—. Thomas, estos documentos ponlos en la caja fuerte, por favor, y ocúpate de enviar respuesta al señor Fisher según lo acordado. Eso es todo por ahora. Muchas gracias, Thomas.

El joven tomó los documentos y asintió con la cabeza.

—Enseguida, milord.

Se giró para salir y su mirada se posó sobre Victoria. Abrió la boca como si fuese a decir algo, pero al final la cerró y se marchó sin una palabra. El conde suspiró. Había visto ese mismo comportamiento en otros caballeros cada vez que se hallaban en presencia de su hija. Victoria parecía hechizar a los hombres sin proponérselo, y lo peor era que ella parecía no darse cuenta de ello o, simplemente, no le importaba. Frunció el ceño, pensativo. «Tal vez lady Eloise tiene razón», pensó mientras observaba a su hija que, en ese momento, contemplaba el retrato de Diana que había sobre la chimenea.

—Era tan hermosa —suspiró.

El conde dirigió su mirada al retrato y el corazón se le embriagó de nostalgia, aunque ya no había dolor.

Se sobresaltó un momento al darse cuenta de que segundos antes había estado mirando los papeles del orfanato de Saint Michael, que solía guardar en un cajón de su despacho, y que los había mezclado con los documentos que le había entregado a Thomas. Supuso que en la caja fuerte estarían tan seguros como en su despacho, pero cuando regresase de su viaje, los quemaría. Victoria era, a todos los efectos, su hija legítima. Se volvió hacia ella con cariño.

—Es cierto —admitió—, y tú te pareces mucho a ella.

Victoria se giró hacia él.

—En los ojos —convino—, y quizás en la figura, pero creo que en el carácter me parezco más a ti.

Lord Rothwell se llevó una mano al pecho en actitud teatral, y compuso una mueca mezcla de dolor y ofensa.

—¿Quieres decir que soy terco, obstinado y algo distraído?

La carcajada de Victoria caldeó el corazón del hombre y se esforzó por mantenerse serio cuando ella le rodeó el cuello con sus brazos y depositó un beso en su mejilla.

—Quiero decir que somos encantadores, inteligentes y leales, y…

—… y tenemos un gusto exquisito para elegir sombreros —la interrumpió él con una marcada sonrisa en el rostro.

Victoria no pudo evitar volver a reír. Su padre siempre bromeaba con ella diciéndole que la causa de su ruina iban a ser los horrendos sombreros que Victoria adquiría de vez en cuando. Lo cierto era que solo los compraba cuando se hallaba de mal humor, y en ese caso, cuanto peor era el humor, más feo era el sombrero. Por suerte para el conde, Victoria poseía un carácter alegre.

—Eres un cielo, papá.

—Y tú la niña de mis ojos —replicó con una amplia sonrisa—, y bien que te aprovechas de ello.

—Eso es solo porque te quiero y sé que me quieres.

—Pues entonces, compadezco a tu futuro esposo —comentó con alegre despreocupación—; más vale que sea rico para que pueda surtirte de sombreros cada vez que lo necesites.

Al conde no le pasó desapercibida la sombra de tristeza que nubló los límpidos ojos verdes de su hija. Así que la duquesa tenía razón. Bueno, él estaba de acuerdo con el plan de lady Eloise, siempre y cuando la decisión final fuese única y exclusivamente de Victoria.

—Claro —respondió esta al tiempo que le daba la espalda para rodear el escritorio y, supuso el conde, para evitar que él se diese cuenta de su desasosiego.

Aquella sola palabra carecía de la vivacidad y el entusiasmo que caracterizaban a su hija. Le dolió el corazón por ella, por eso deseó con sinceridad que todo saliese bien.

—Necesitaba hablar contigo, Victoria —le dijo aprovechando el momento para cambiar de tema—. Tengo unos negocios en el norte que requieren mi atención.

—Muy bien —aceptó ella—. ¿Cuándo partiremos?

Lord Rothwell negó con la cabeza.

—Yo partiré, tú te quedarás aquí.

Victoria arqueó las cejas, sorprendida. Su padre no solía viajar mucho, pero cuando lo hacía, ella siempre lo acompañaba.

—¿Por qué? ¿Y cuánto tiempo será? —La perspectiva de pasar sola el verano en la enorme y solitaria casa de campo, no la entusiasmaba en absoluto.

—Esta vez no se trata de un problema en alguna de mis propiedades, más bien estaré moviéndome de un lado a otro —le explicó—, y no deseo que tu verano transcurra de posada en posada. Hay un problema con algunas casas de El hogar de los ángeles.

—¡Oh!

El ceño de Victoria reflejó su preocupación. Sabía cuánto amaba su padre aquella fundación y deseaba, de todo corazón, que los problemas se pudieran solucionar. Desde que ella tenía memoria, el conde había dedicado parte de su dinero a la fundación de hospicios para niños huérfanos y abandonados. Su abogado se ocupaba de las cuestiones legales, y había contratado gobernantas adecuadas para el manejo de las casas. En ellas, los niños, aquellos pequeños ángeles, como su padre los llamaba, recibían educación y aprendían un oficio que pudiera servirles luego en la vida.

Victoria solo había visitado uno de los hogares, el más cercano a Londres, en diversas ocasiones, pero admiraba profundamente a su padre por ese gesto de amor para con los más desfavorecidos. Recordaba haberle preguntado por qué lo hacía, qué lo había movido a fundar El hogar de los ángeles; pero él siempre la había mirado con una expresión de infinita ternura antes de responderle que todos los niños merecían tener una oportunidad de alcanzar la felicidad.

—Así es, por eso he decidido que puedes quedarte durante el verano aquí, en Londres…

—Pero, padre, sabes que la ciudad…

El conde alzó una mano para detener su respuesta.

—… en Westmount Hall.

Victoria parpadeó y el corazón le dio un desagradable vuelco.

—¿En… Westmount Hall? —repitió balbuceante.

—Sí —convino el conde, que no perdía detalle de las expresiones de su hija—. Tu tía Eloise me ha preguntado si podías quedarte con ella y ayudarla con lady Gabriella. Además, teniéndote a ti a su lado, no echará tanto de menos a Arabella.

Victoria pensó que aquello, probablemente, fuese cierto. Aunque lady Eloise no era en realidad tía directa suya, puesto que era prima de su padre en segundo o tercer grado, Victoria había pasado tanto tiempo de niña con Arabella y la duquesa, que esta la consideraba casi como una hija. A pesar de ello, la perspectiva de tener que vivir en la misma casa con James, donde lo vería todos los días, desbarataba todas sus buenas intenciones de olvidarlo.

—Pe…pero…

El conde alzó una ceja ante aquel ligero titubeo.

—¿No te parece bien? —le preguntó con un estudiado tono neutro—. Hasta ahora nunca te había visto quejarte por tener que ir a la mansión.

—No, claro… quiero decir, sí, me parece bien. Es solo que…

Se interrumpió al no encontrar ninguna excusa lo suficientemente creíble, pues su padre la conocía demasiado bien. Dejó escapar un suspiro de resignación aceptando lo inevitable.

El conde sonrió para sus adentros y se frotó las manos con satisfacción.

—Muy bien.

Victoria miró a su padre con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido.

—Parece que estuvieras deseando que me fuese —manifestó con voz enfurruñada.

Lord Charles tragó saliva, tosió y compuso su mejor semblante de inocencia. Había olvidado que su hija también lo conocía muy bien a él.

—Por supuesto que no es así, querida —le aseguró con firmeza—. Lo que ocurre es que tu tía Eloise parecía bastante, eh… desesperada. Y sabes cómo se pone cuando tiene que organizar algo. Así que, creo que lo mejor sería que te trasladases a la mansión mañana mismo.

—¿Mañana?

El timbre de su voz había sonado tan agudo como el de la más profesional cantante de ópera, y Victoria se sonrojó. «¡Dios mío!», pensó, aquello iba de mal en peor.

—Sí, mañana. Tu tía enviará un carruaje a buscarte.

Al ver el rostro compungido de su hija, el conde sintió pena. Se levantó de su sillón de cuero, rodeó el escritorio y extendió una mano hacia Victoria. Cuando se la tomó, tiró de ella hasta ponerla de pie y la abrazó con cariño.

—Volveré lo antes posible —le aseguró—, y pasaremos juntos el resto del verano. Te voy a echar mucho de menos, mi pequeña.

—Y yo a ti, padre —repuso ella, y se dejó abrazar por él mientras aspiraba el olor a cuero y a madera que lo envolvía.

Cuando Victoria abandonó el despacho del conde, se sentía abatida. El corazón le pesaba como plomo en el pecho. ¿Cómo, en nombre del cielo, iba a aguantar siquiera un día aquella tortura? Ver su rostro, su sonrisa maliciosa, sus hipnotizadores ojos; escuchar su voz ronca cuando pronunciaba su nombre; y contemplar aquellos labios tentadores que deseaba probar. Había recibido besos de otros caballeros, pero estaba convencida de que nada podría compararse a los besos de James, ¡si sus piernas parecían volverse de gelatina cuando la besaba en la mejilla!

Sacudió la cabeza con pesar mientras se decía a sí misma que tendría que hacer un esfuerzo doble para no cruzarse con el marqués de Blackbourne en su propia casa.

La distracción en la que se hallaba inmersa hizo que, al doblar la esquina del corredor, chocase con un cuerpo fornido.

—Discúlpeme, milady —le dijo el secretario visiblemente azorado. La había agarrado con rapidez por los brazos; de otro modo, el empujón la habría enviado al suelo—. No me fijé por dónde andaba.

—No se preocupe, señor Lipton, la culpa ha sido enteramente mía. Andaba distraída —comentó con la voz algo tensa al ver que él no la soltaba inmediatamente, sino que la miraba de un modo especial—. Creo que ya no hay peligro de que me caiga —añadió con una sonrisa educada.

Thomas se ruborizó y enseguida la soltó, dando un paso atrás.

—Lo siento, milady.

Victoria sintió lástima por el hombre. Sabía que había desarrollado alguna clase de afecto por ella —hacía tiempo que había aprendido a leer en las miradas masculinas tanto el cariño sincero como el deseo—, y a pesar de que era un joven atractivo, con su espeso cabello negro y uno preciosos y brillantes ojos marrones, no despertaba en su corazón ningún sentimiento.

—No me ha ofendido —le aseguró, consciente de que el pobre hombre se veía mortificado. Tal vez pensaba que se lo diría al conde y este lo despediría.

El secretario asintió con la cabeza, pero no se movió de su lugar. Parecía pensativo. Victoria se hizo a un lado para pasar y continuar su camino hacia su dormitorio, pero la voz del señor Lipton la detuvo.

—Perdone mi atrevimiento, milady, pero ¿tiene usted algún problema? ¿Puedo ayudarla en algo? Se ve… triste.

Aquellas palabras la sorprendieron, sobre todo por lo que revelaban acerca del joven. Su mente voló, sin quererlo, hacia James. Él, por supuesto, no parecía darse cuenta de sus estados de ánimo, y se burlaba de ella en toda ocasión. De hecho, la culpa de que tuviese tantos sombreros extravagantes era, sobre todo, suya. Resultaba obvio que no le interesaba como mujer, ya que estaba convencida de que no trataba así a sus amantes. Dejó escapar un suspiro de pesadumbre y dedicó al secretario una mirada agradecida.

—No es nada —le aseguró—. Se trata tan solo de un ligero dolor de cabeza.

El hombre titubeó, como si no se decidiera a continuar, pero finalmente volvió a hablar.

—Lady Victoria, sabe bien que haría cualquier cosa por usted. —Aquella declaración, y la intensidad con que la miraba, la asustó un tanto. Hizo ademán de levantar la mano como para acallar sus palabras, pero el secretario parecía decidido a hablar—. Yo… le profeso un gran cariño, lady Victoria. Sé que soy tan solo el hijo de un baronet, pero puedo asegurarle que a mi lado no le faltaría nada, y…

No pudo oír nada más. Los oídos comenzaron a zumbarle y creyó que se desmayaría allí mismo. ¿Thomas Lipton se le estaba declarando? «¡Ay, Dios!», gimió para sus adentros. Siempre había evitado, por todos los medios, que ningún caballero le hablase de amor, pues no era una mujer dada al coqueteo y le costaba mucho rechazar a los pretendientes. Aquellos que habían pedido su mano habían hablado directamente con su padre, y ella no se había visto obligada a intervenir ni a decir que no. En ese momento se encontraba en una posición horrorosa y no sabía muy bien cómo salir de ella.

—Señor Lipton, por favor —le rogó interrumpiendo su perorata—, yo… no puedo.

No estaba segura de si el hombre le había propuesto algo o no, pero, de cualquier forma, aquello era imposible. Hacía tiempo que había perdido la posesión de su corazón y, aunque intentase recuperarla, creía que nunca sería capaz de volver a amar.

Cuando vio la decepción en sus ojos y las líneas duras que se dibujaron en su boca, casi se arrepintió de sus palabras. Le había dicho a Arabella que aceptaría el cortejo de otros hombres, y estaba dispuesta incluso a contraer matrimonio para buscar, si no amor, al menos sí una cierta satisfacción… y también hijos. Quería muchos hijos. Sin embargo, no podía aceptar al secretario de su padre. Si ella hubiese estado realmente enamorada de él, sabía que su padre no se opondría al enlace, pues deseaba ante todo su felicidad y, además, el joven provenía de una buena familia, aunque fuese el hijo segundo. Pero, sin amor…

—Comprendo.

Aquella única palabra, pronunciada en tono grave y demasiado serio, parecía condensar un inmenso dolor y algo más que no supo descifrar, pero que le provocó un regusto amargo. Conocía de primera mano el sufrimiento de un amor no correspondido; sin embargo, no podía dejarse llevar por la conmiseración. Ella amaba a James más que a nada en el mundo, pero jamás, jamás se casaría con él si la aceptaba como esposa solo por compasión.

Quiso decir algo más, lo propio de aquellas ocasiones, que se sentía halagada y otras cosas por el estilo, pero le fue imposible. El hombre endureció la mandíbula, le dedicó una escueta inclinación de cabeza y se alejó a grandes zancadas.

Victoria soltó el aire que había estado conteniendo y sacudió la cabeza. El día parecía que iba de mal en peor.

Subió a su dormitorio y cerró la puerta tras ella. Se sorprendió al encontrar en el interior a su doncella, que había sacado ya varios de sus vestidos y preparaba el equipaje. Ellie llevaba con ella unos cinco años. Era una joven de carácter alegre y práctico, con el cabello tan rubio que casi parecía blanco, y unos ojos azules algo saltones, y desde que se había enamorado de Mathew, uno de los lacayos, andaba suspirando por los rincones de la casa.

La muchacha se volvió al oír el ruido.

—Buenos días, milady —la saludó con una sonrisa—. El conde me dijo que mañana se trasladará a la mansión de los duques, y me pidió que le preparase el equipaje.

—Así es, Ellie —repuso con tono resignado. Luego observó la cantidad de vestidos que la muchacha había sacado y frunció el ceño—. ¿Te dijo mi padre cuánto tiempo nos vamos a quedar?

—Oh, no, milady, yo no iré con usted.

Victoria arqueó las cejas sorprendida.

—¿Te dijo el conde que no me acompañarás?

Ellie asintió.

—Su Excelencia, la duquesa, le dijo que no sería necesario, puesto que Lucy, la doncella de lady Arabella, estará disponible para atenderla —le explicó.

—Es cierto —convino—, no había pensado en eso. Seguramente la echará mucho de menos.

—Terriblemente —le aseguró la muchacha, con esa costumbre que tenía de usar palabras grandilocuentes para magnificar las cosas—. De cualquier forma, está contentísima porque podrá seguir sirviendo a su señora, aunque ahora sea condesa.

Victoria sonrió mientras observaba a su doncella sacar más ropa del vestidor, pero enseguida frunció el ceño.

—Ellie, no creo que esos vestidos sean necesarios —musitó al ver cómo tomaba la blanca túnica griega con bordados de oro de su disfraz de Diana cazadora, y algunos otros que había usado en diferentes bailes de máscaras.

La muchacha dirigió una mirada dudosa a los vestidos.

—¿Tal vez milady desea algo más magnificente?

Victoria sacudió la cabeza con una sonrisa.

—Lo que quiero decir es que no tendré oportunidad de participar en ninguna velada de disfraces. La temporada está terminando y… —se interrumpió al ver que Ellie asentía.

—Lady Eloise mandó decir que iba a celebrar un baile de máscaras en los jardines de Westmount Hall.

Se estremeció ligeramente. Había pensado que, como mucho, acompañaría a lady Eloise y a lady Gabriella a algunas veladas musicales, quizás una visita al museo y asistir a alguna de las fiestas más importantes que solían celebrar las matronas más reputadas de Londres. De ese modo se aseguraba de no coincidir con James, quien solo acudía a las recepciones más selectas y a las de aquellas personas con las que tenía un compromiso.

Nunca imaginó que la duquesa desease organizar un baile de máscaras en su propia casa. Gimió para sus adentros y apretó los labios con disgusto. Por lo visto, su día sí podía empeorar.

—Ellie, si el conde te pregunta por mí, dile que he salido a comprarme un nuevo sombrero.