James llevaba varios días de un humor de perros.
El licor que caía ardiente por su garganta no hizo gran cosa por aliviar su estado de ánimo, pero era lo único que podía hacer en aquel momento. En honor a la verdad, no comprendía qué le sucedía ni por qué motivo se hallaba sumido en aquella negra oscuridad.
Cerró los ojos y dejó caer la cabeza sobre el respaldo del sillón de cuero marrón. Quizás el problema provenía de su conciencia. La boda de su hermana Arabella le había hecho reflexionar sobre la cuestión de que tenía casi treinta años y no había hecho nada con su vida, aparte de disfrutarla, claro. Como heredero del ducado de Westmount, le habían dado todo desde la cuna, y no había tenido que preocuparse por nada. Su padre atendía todo lo referente al cuidado de las propiedades, y él no había considerado necesario involucrarse. Ciertamente no despilfarraba el dinero, aunque le gustaba apostar en juegos de vez en cuando, adquirir caballos nuevos y disfrutar de la buena compañía femenina.
Esa palabra le evocó el recuerdo de su prima, y frunció el ceño. Llevaba varios días sin verla. Victoria siempre lo había acicateado con el absurdo convencimiento de que podía convertirse en un hombre mejor, y quizás tanta insistencia, por fin, había dado fruto. ¿Era aquella idea lo que le hacía sentirse así?
La puerta de la biblioteca de Westmount Hall se abrió y entraron sus dos hermanos. A ojos de alguien que no los conociese, podrían parecer iguales, pero en realidad Robert y Edward diferían en muchos aspectos. Edward tenía una sonrisa burlona perpetuamente estampada en su rostro, mientras que Robert era más serio y reflexivo.
—Así que, ¿aquí era donde te escondías, James? —comentó Edward, mientras servía una copa para Robert y otra para sí mismo antes de acomodarse en otro sillón junto a James.
Robert también se sentó. Tomó un sorbo de su coñac y observó a su hermano mayor.
—¿Te encuentras bien?
James asintió.
De los tres, Robert siempre había sido el más perceptivo. Sus ojos de color aguamarina lo estudiaban y lo analizaban todo, con una mezcla de inteligencia e intuición que lo habían convertido en un valioso elemento para el gobierno inglés. Aunque no sabía con exactitud a qué se dedicaba, James tenía una ligera idea de lo que podía ser, y admiraba a su hermano por ello. Al menos él sí tenía un sentido en su vida.
—Debe ser que no ha visitado últimamente a Theresa —terció Edward, con la intención de procurar una explicación para el estado de ánimo del marqués.
James esbozó una mueca de disgusto al oír mentar a su última amante. Se trataba de una hermosa viuda de cabello como la medianoche, ojos oscuros y misteriosos, y unos generosos senos.
—Theresa y yo lo hemos dejado —aclaró.
Habían disfrutado mucho juntos y habían compartido buenos momentos, hasta que a la mujer se le había metido en la cabeza la idea de que, tal vez, podía convertirse en marquesa. Entonces James había considerado que era hora de dejar la relación. Le había regalado un hermoso collar de rubíes y se había marchado haciendo oídos sordos a las súplicas y a las falsas lágrimas de la mujer.
—Vaya, entonces eso lo explica todo —sentenció Edward—. Lo que tú necesitas es otra amante, alguien que te mantenga contento, y así los demás no sufriremos tus gruñidos ni tu mal humor. Si quieres, puedo ayudarte a buscar alguna. Solo necesito que me digas cuáles son los requisitos. —Se rascó la barbilla y frunció el ceño como si la idea le resultase curiosa—. Ahora que lo pienso, hermano, no conozco tus gustos; lo único que sé es que no te gustan las mujeres pelirrojas.
James tensó la mandíbula y dejó escapar un gruñido desde el fondo de su garganta.
—Nunca he dicho que no me gusten las pelirrojas —le espetó con sequedad.
—Puede ser —convino Edward, que escondió el brillo burlón de su mirada tras un sorbo de su copa de coñac—, pero nunca has tenido una amante con ese color de pelo.
El marqués tuvo que admitir para sus adentros que aquella declaración era cierta. La verdad era que cada vez que conocía a una mujer atractiva con ese color de pelo, no podía evitar compararla con su prima Victoria, y, por algún motivo, terminaba rechazando las invitaciones para pasar un buen rato. No, nunca había tenido una amante pelirroja. ¿Sería cierto lo que comentaban de que en la cama se volvían todo fuego y pasión? En su mente se insinuó una imagen de su prima, con la cabellera suelta cayéndole por la espalda en espesos bucles, y vestida con una ligera negligé que revelaba cada una de sus abundantes curvas. La reacción que experimentó su cuerpo lo sobresaltó y se quedó horrorizado. ¡Por Dios, era su prima! Y, además, la conocía desde niña. Sin embargo, tal parecía que la parte inferior de su cuerpo no entendía de parentescos. Se removió incómodo en el asiento y casi se acabó la copa de un trago.
—Bueno, ¿qué me dices? —insistió Edward ajeno al estado de su hermano—, ¿te busco a alguien?
—Creo —intervino Robert, que se había mantenido en silencio hasta aquel momento— que deberías casarte.
James se atragantó con el último sorbo del excelente coñac que degustaba y comenzó a toser. Luego miró a su hermano como si le hubiesen brotado dos cabezas, aunque a este no pareció importarle. Mantuvo su rostro serio e imperturbable, como si fuese una poderosa deidad del norte, con aquel cabello rubio recogido en una coleta, la mandíbula firme, y los fuertes músculos que se adivinaban bajo la chaqueta de seda azul de exquisita manufactura.
—¿Por qué demonios piensas eso? —le espetó, molesto, cuando hubo dejado de toser.
Robert se encogió de hombros con displicencia.
—Tal vez porque tienes casi treinta años, eres marqués y heredero de un ducado que algún día tendrás que legar a tus propios hijos, y porque la vida ha comenzado a aburrirte.
Edward dejó escapar un silbido de admiración.
—Si querías una respuesta clarita, ahí la tienes, James. Menos mal que yo solo soy el segundo en la lista de sucesión.
El marqués lo fulminó con la mirada.
—Te recuerdo, hermano, que, a pesar de ser el segundo, ostentas también un título, el de vizconde Leighton, por si lo habías olvidado.
—Cierto —convino, al tiempo que se reclinaba más sobre el asiento como si estuviera relajándose para echar una cabezadita—. Aquí el único que no tiene título es Robert, aunque yo le cedería el mío con gusto.
—Dudo que sin un título pudieras apañártelas tan bien como él —gruñó James.
Edward esbozó una sonrisa impenitente.
—Eso también es cierto —admitió. Volvió su mirada hacia Robert y levantó su copa a modo de brindis.
James observó cómo se elevaba la comisura de la boca de Robert en una media sonrisa, y supo que se estaba divirtiendo. Sacudió la cabeza. Reconocía que era maravilloso tenerlo de regreso en casa, poder encontrarse otra vez los tres juntos. Echaba de menos aquellos tiempos de su adolescencia en que les gustaba meterse en líos y correr aventuras. Estaban muy unidos. Sin embargo, de alguna manera, los tres habían cambiado. Quizás Robert era el que más había madurado, y se preguntó, no por primera vez, qué habría visto o vivido su hermano, o qué se habría visto obligado a hacer, para convertirse en el hombre serio y circunspecto que ahora era. Y, en ese momento, lamentó no haber estado ahí para él, para apoyarlo y ayudarlo. El secuestro que había sufrido Arabella, y el hecho de haber estado a punto de perderla, le había hecho valorar aún más a su familia.
—No creo que esté preparado para eso —le contestó a su hermano Robert.
—A mí me parece que nadie está nunca preparado para asumir semejante compromiso, pero, al fin y al cabo, es lo que se espera de nosotros.
James alzó las cejas y miró a su hermano, sorprendido. Aunque Edward había usado un tono jocoso, sus palabras no dejaban de tener un punto de sabiduría.
—¿Tú te casarías ahora?
Edward se encogió de hombros con indiferencia.
—No veo por qué no, si encuentro a la mujer adecuada…
—Para eso hay que tener bien abiertos los ojos… y el corazón —señaló Robert.
James se quedó pensativo mientras escuchaba a medias la conversación entre sus dos hermanos. Las palabras de su hermano menor le habían recordado a las que le había dirigido lady Margaret en la boda de Arabella. ¿Acaso había perdido él alguna oportunidad por tener cerrado el corazón?
Si quería ser sincero consigo mismo, tenía que reconocer que parte de ese acomodamiento en su vida, que Victoria le reprochaba, provenía de su miedo a mirar en lo profundo de su corazón. Era mucho más cómodo vivir en la superficie.
El sonido de la puerta al abrirse lo sacó de sus pensamientos e interrumpió la conversación de sus hermanos. Su madre entró con un revuelo de seda y dejando tras de sí un delicado aroma a jazmín.
Sonrió sin poder evitarlo. El duque era un hombre tranquilo y sosegado, todo lo contrario que la duquesa, y muchas veces se había preguntado cómo podían congeniar tan bien.
—Qué bien que estéis los tres aquí, queridos, tengo algo que deciros —comentó al tiempo que les hacía un gesto para que se sentasen, pues los tres se habían puesto de pie en cuanto ella había entrado en la estancia.
—Como siempre, madre, estamos a tu entera disposición —replicó Edward, con una sonrisa que acentuó las pequeñas arrugas alrededor de sus ojos.
La duquesa lo miró con los ojos entrecerrados, como si sopesase la sinceridad de sus palabras. Al fin y al cabo, había dado a luz a los tres —una hazaña nada desdeñable dado el tamaño de sus tres vástagos—, y se jactaba de conocerlos bien. Cuando hubo considerado que no había burla, asintió a modo de agradecimiento, y prosiguió.
—Veréis, el conde de Rothwell me ha dicho que Victoria se ha quedado muy deprimida tras la partida de Arabella —les explicó mientras observaba la reacción de sus hijos. James frunció el ceño con preocupación, y ella tuvo que contenerse para no esbozar una sonrisa triunfante; Edward asintió, comprensivo; y Robert le dedicó una mirada con los ojos entrecerrados que hizo que se removiese algo incómoda en su asiento—. El caso es que me preguntó si podía quedarse con nosotros algunos días. Para mí será de gran ayuda con lady Gabriella.
—Madre, por supuesto que Victoria puede venir cuando quiera —señaló Edward—, es nuestra prima. Pero, a nosotros ¿qué?
La duquesa pareció molesta con esas palabras. Su menudo cuerpo se tensó, y enderezó la columna de tal manera que parecía que pudiese romperse de un momento al otro.
—Querido, está claro que no os estoy pidiendo permiso. Todavía sigo siendo la señora de esta casa, creo yo.
—Madre, Edward no pretendía ofenderte —intercedió James—, lo que pasa es que es un bocazas —añadió con tono seco mientras miraba al interpelado.
Este tuvo la decencia de bajar la cabeza un tanto abochornado.
—Espero que algún día aprendas a pensar antes de hablar, hijo mío; de lo contrario, estoy convencida de que te meterás en muchos problemas —lo amonestó—. En fin, os he contado esto para que lo supierais, pero también, ciertamente, porque necesitaré la ayuda de uno de vosotros como acompañante para Victoria. —Un silencio solemne se extendió entre los presentes, como el de una víctima que espera su sentencia de la boca de un juez—. Robert, he pensado que podrías ser tú. Te hará bien frecuentar de nuevo la sociedad.
Robert no dijo nada, pero clavó su mirada cristalina en el rostro de su madre, mientras la estudiaba. Se preguntó qué estaría tramando. Ella lo conocía bien y sabía que detestaba asistir a las veladas y a las fiestas; no era hombre dado a conversaciones banales ni a coqueteos vanos. Miró de reojo a sus hermanos. Edward parecía aliviado, pero James mantenía el ceño fruncido y la mandíbula tensa. Su madre también aguardaba su respuesta con cierto nerviosismo que, estaba seguro, no se debía a la posibilidad de una negativa por su parte. Decidió jugar sus cartas.
—Por supuesto, madre, será un placer acompañar a mi bella prima. No tengo duda de que muchos caballeros envidiarán mi suerte —comentó añadiendo leña al fuego en el que veía se estaba cociendo James—. Sin embargo, ¿no crees que sería mejor que la acompañase James? Al fin y al cabo, es el mayor, y con quien tiene mejor relación.
La sonrisa de la duquesa fue tan amplia que casi desbordó su rostro. A Robert le costó un enorme esfuerzo no soltar una carcajada. ¿Así que ella también se había dado cuenta de por dónde iban los sentimientos de la muchacha? Solo esperaba que su hermano no tardase en percatarse de lo que había en su propio corazón.
Lady Eloise desechó con un gesto de la mano su sugerencia.
—James siempre anda ocupado —repuso—. Además, es demasiado exigente.
A Robert le dio la sensación de estar interpretando un papel en una obra de teatro y, como si supiese lo que el guion exigía en aquel momento, preguntó:
—Demasiado exigente, ¿para qué?
—Oh, pues para permitir a los pretendientes de Victoria que la cortejen —respondió su madre con una risilla satisfecha.
James se giró con rapidez hacia su madre.
—¿Qué pretendientes? —espetó con cierta brusquedad.
La duquesa lo ignoró y siguió conversando con su hijo menor.
—¿Ves a lo que me refiero? Es demasiado protector con ella, como lo fue con su hermana. Así será casi imposible lograr que nuestra querida Victoria se case.
—¿Casarse? —repitió el marqués con un tono más elevado que recordó al graznido de un cuervo.
Robert ocultó una sonrisa. Su madre estaba apostando alto, esperaba que no se descubriese pronto su farol.
—Sí, querido, eso he dicho —comentó su madre mirando a James en aquel momento como si fuese algo lento de entendederas—. ¿No pensarás que la muchacha desea permanecer soltera?
—Sí… quiero decir, no, por supuesto que no, pero…
—Ahora que lo dices, madre —intervino Edward, colaborando, sin saberlo, con el plan de la duquesa—, el otro día escuché decir a lord Meadow que iba a pedir la mano de Victoria.
—Lord Meadow es un redomado idiota —gruñó el marqués.
—¡James! —lo reconvino su madre, aunque, a decir de Robert, se veía encantada.
—La verdad es que, aunque tenga mucho dinero y esté bien considerado en la sociedad, James no deja de tener razón acerca del hombre, madre —lo secundó Edward.
—Sois imposibles —se quejó la duquesa—. Por eso creo que tú, Robert, estás más capacitado para juzgar a las personas.
—Mi hermano no conoce ni a la mitad de los caballeros de la alta sociedad, madre —señaló James, mientras le dedicaba a este una mirada elocuente—. Se ha pasado la mayor parte de su adultez evitando este tipo de eventos, y la otra parte trabajando en Dios sabe dónde para nuestro Gobierno.
Robert, encantado con el giro que estaba tomando la situación, apoyó al marqués.
—En eso debo darle la razón a James, madre.
El semblante de la duquesa cambió para manifestar una profunda decepción, y Robert no pudo dejar de admirar la magistral actuación de su madre. Nunca había visto a nadie que manipulase a otra persona con tanta habilidad como lo hacía ella. Enseguida pareció reponerse, como si acabase de encontrar una solución a un problema difícil.
—Pues entonces, Robert acompañará a Victoria y comentará contigo los posibles candidatos para que tú le aconsejes.
James, cuyo mal humor había empeorado exponencialmente al ritmo de la conversación, decidió atajar el problema de raíz.
—Yo seré su acompañante —sentenció con contundencia.
Una luz de triunfo brilló en los ojos aguamarina de la duquesa, aunque su rostro solo mostró indecisión.
—Pero, no me parece…
El marqués apretó los puños con fuerza, hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y tensó la mandíbula.
—Te prometo, madre, que me esforzaré por no golpear a ninguno de sus pretendientes —declaró, con tan poco convencimiento que lady Eloise se hubiese echado a reír si no hubiese habido tanto en juego.
Dejó escapar un fingido suspiro de resignación y miró a su hijo mayor con su mejor máscara de pena.
—En fin, si no hay más remedio, sea, pero te estaré vigilando, James Marston, y como vea que haces llorar a nuestra pequeña Victoria, te las verás conmigo. —Y esto lo dijo con toda la sinceridad de su corazón.
—Yo nunca he hecho llorar a Victoria —se defendió. Sin embargo, algo en su corazón se removió. ¿Alguna vez sus palabras o su comportamiento habían provocado lágrimas en su prima? Pensar en esa posibilidad le hizo sentirse enfermo.
—Bien. Entonces, todo resuelto —exclamó la duquesa. Se levantó con ímpetu del cómodo asiento que había ocupado en la magnífica biblioteca del duque, en la que descansaban cientos de volúmenes encuadernados, la mayoría desgastados por el uso. Luego se volvió hacia su hijo menor, que se había puesto en pie, al igual que sus hermanos—. Robert, querido, ¿me harías el favor de acompañarme al jardín?
—Será un placer, madre.
Edward aprovechó la marcha de la duquesa y de su hermano menor para despedirse también de James.
—Creo que iré a Tattersall’s y después al club —comentó al tiempo que echaba una ojeada a su reloj de bolsillo—. ¿Quieres venir?
James sacudió la cabeza.
—No tengo ganas. Me quedaré aquí.
Edward se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta. Al llegar, se giró hacia James, que continuaba sentado en el sillón, con semblante pensativo, y alzó una ceja socarrona.
—Es una pena que los planes de madre hayan desbaratado los tuyos de tener una aventura con alguna dama pelirroja. Supongo que tendremos que seguir soportando tu mal humor.
Abandonó la estancia con una sonrisa burlona en los labios de la que James no fue consciente. Las últimas palabras de Edward daban vueltas en su mente. En realidad, la perspectiva de ser el acompañante de su prima, en lugar de empeorar su mal humor, se lo había mejorado. Sí, con toda seguridad, disfrutaría de sus encuentros dialécticos, además de su compañía. En cuanto al asunto de los pretendientes… Era consciente de que había hecho una promesa a la duquesa, pero, ciertamente, no permitiría que cualquier hombre se acercase a Victoria. Se merecía ser feliz, no acabar unida de por vida a un caballero que no valorase el tesoro que ella suponía.
Se reclinó una vez más contra el respaldo del sillón y cerró los ojos. Una sonrisa satisfecha se dibujó en su rostro. Parecía que el día mejoraba por momentos, al igual que su humor. Ahora solo le quedaba por resolver el asunto de su nueva amante.
«Una aventura con una dama pelirroja», le había dicho su hermano.