Capítulo 4

Victoria no tenía ni idea de a qué hora llegaría el carruaje de los duques a buscarla, así que se encontraba lista para partir desde muy temprano en la mañana. Además, tampoco había podido dormir bien a causa del desasosiego que le provocaba el traslado a Westmount Hall.

Bajó al vestíbulo y suspiró al ver su equipaje preparado que uno de los criados se había encargado de traer. Su padre partiría también ese mismo día, así que se apresuró a dirigirse hacia el comedor para desayunar con él. Lo iba a echar de menos, y esperaba que pronto arreglase los asuntos de la fundación y regresase. Así podrían irse al campo y ella olvidaría a James.

Cuando abrió la puerta del comedor familiar, el conde se hallaba sentado a la mesa leyendo el periódico.

—Buenos días, padre —lo saludó con una sonrisa.

Él levantó la vista de su lectura y la observó con atención.

—No parece que hayas pasado una buena noche —le comentó preocupado cuando se acercó a darle un beso en la mejilla.

—Ha sido culpa del calor —le aseguró Victoria, que procuró enseguida cambiar de tema—. ¿Crees que solucionarás pronto el problema en El hogar de los ángeles?

El conde frunció el ceño.

—Espero que sí. Primero tengo que ir a la casa de Chelmsford. La señora Becher me ha dicho que el pequeño Jimmy ha vuelto a dar problemas. Se escapó de nuevo al pueblo y causó varios desastres en los gallineros de los vecinos. —Se frotó la frente con preocupación—. La gente se ha quejado otra vez. No me importa pagar la multa, pero me inquieta que quieran que se marche.

Victoria extendió su mano y aferró con fuerza la de su padre en un gesto de consuelo. Jimmy era un pequeño de diez años que habían abandonado en la puerta del hogar con apenas unos meses de vida. El conde le profesaba un cariño especial, y el niño lo adoraba. Era un afecto mutuo. Sin embargo, conforme Jimmy había ido creciendo, había comenzado a dar problemas. La señora Becher, la gobernanta, decía que solo trataba de llamar la atención del conde, ya que lo echaba de menos ahora que no viajaba tanto para visitarlos.

—Sería muy cruel que hiciesen eso, solo tiene diez años.

Lord Rothwell sacudió la cabeza con tristeza.

—Hay gente muy cruel, querida, y a la mayoría de ellos no les importan nada los niños abandonados ni los huérfanos.

—Pero ¿y el Parlamento? ¿No puede hacer nada al respecto?

—Habría que reformar la Ley de Pobres, es cierto —admitió el conde—. Apenas ha cambiado desde que se promulgó en tiempos de Isabel, y la situación para los pobres ha ido empeorando cada vez más. Algunos miembros de la Cámara de los Lores estamos presionando para que se revise la ley, pero me parece que no resultará fácil cambiar esa mentalidad de que ser pobre es un delito —comentó con resignación.

—Sin embargo, tú ya estás haciendo algo.

—Sí, cariño, una gota en un océano —repuso con una sonrisa triste—, pero seguiré luchando por ello. En cuanto a Jimmy, hablaré con él. El otro problema es un poco más serio. Uno de los terratenientes del norte nos ha acusado de usurpar parte de sus tierras, donde hemos situado el nuevo molino, lo que me recuerda… —Hizo sonar la campanilla que tenía al lado, y enseguida apareció el mayordomo—. Perkins, ¿sería tan amable de decirle al señor Lipton que venga un momento?

—Por supuesto, milord.

Cuando se cerró la puerta, el conde observó a su hija y frunció el ceño.

—Todavía no has desayunado nada.

Victoria miró su plato, que continuaba vacío.

—La verdad es que no tengo hambre, padre.

—¿No estarás enferma? —le preguntó con inquietud.

—Sabes que casi nunca me enfermo —repuso ella con una sonrisa tranquilizadora.

—¿Entonces? ¿Se trata de tu estancia en Westmount Hall?

Victoria conocía bien a su padre. Sabía que, si le decía que no quería trasladarse a la mansión, él no la obligaría. Estaba tentada de hacerlo, pero el conde tenía ya suficientes problemas como para añadirle la preocupación por ella. Iba a responderle cuando una llamada a la puerta los interrumpió.

—Buenos días, milord…, lady Victoria. —El secretario efectuó una leve reverencia dirigida principalmente a su padre, pues evitó la mirada de ella. Victoria volvió a sentirse mal por él, pero supuso que con el tiempo se le pasaría—. ¿Necesitaba algo, milord?

—Sí, Thomas. ¿Podrías buscar entre los documentos de la caja fuerte la escritura de propiedad de la casa de Yorkshire?

—¿La de El hogar de los ángeles?

—Sí, esa misma.

—Enseguida, milord.

El conde observó a su secretario mientras se marchaba.

—A lo mejor estoy exigiéndole demasiado a Thomas —murmuró pensativo—. Estos últimos días lo he notado más serio que de costumbre.

Victoria esbozó una mueca de culpabilidad ante el comentario, pero no dijo nada.

Cuando la puerta volvió a sonar, entró el señor Lipton, seguido de Perkins.

—Aquí tiene, milord —le dijo el secretario al tiempo que le tendía unos papeles.

—Muchas gracias, Thomas, espero que ahora que estaré fuera unos días, pueda usted descansar algo.

El hombre asintió.

—Gracias, milord. Le deseo buen viaje.

El secretario se marchó sin dirigirle siquiera una mirada a Victoria y esta suspiró con pesar.

—Milord, ha llegado el carruaje de su Excelencia para llevar a milady a Westmount Hall —le anunció el mayordomo.

El estómago de Victoria se encogió de aprensión, pero se esforzó por pintar una sonrisa en el rostro.

—Gracias, Perkins. ¿Estás segura de que quieres ir? —le preguntó su padre una vez que el mayordomo se hubo retirado—. Puedo decirle a lady Eloise…

—No te preocupes, padre —lo interrumpió ella—, me encantará poder ayudar a tía Eloise; además, lady Gabriella es una dama encantadora. La conociste durante la boda, ¿no es cierto?

El rostro del conde se torció en una mueca de contrariedad.

—Sí, nos presentaron, pero creo que no empecé con muy buen pie.

Victoria arqueó las cejas sorprendida.

—¿Por qué?

—Derramé sin querer mi copa de champán sobre su vestido.

—¡Oh, Dios mío! —Se cubrió la boca con la mano para evitar soltar una carcajada. Por lo general, su padre no era un hombre torpe.

—Bueno, no esperaba encontrarme con una dama así —se defendió. Victoria se sorprendió aún más cuando vio el ligero sonrojo que cubría las mejillas del conde—. Me tomó por sorpresa.

—¡Padre, eso es…!

—…imperdonable, cariño, lo sé —la atajó él.

Victoria dejó escapar una risa alegre y sacudió la cabeza. Le emocionaba saber que por fin su padre se había fijado en una mujer. Hacía ya muchos años de la muerte de su madre, y el conde era todavía un hombre joven, y merecía ser feliz. Aunque no conocía mucho a lady Gabriella, le había parecido una mujer encantadora y muy hermosa.

—Tal vez, cuando vuelvas, podrías invitarla un día a pasear —le sugirió con picardía—. Tú conoces muy bien Londres y podrías contarle muchas anécdotas; además, te serviría de disculpa.

—Bueno, ya veremos —le dijo sin querer comprometerse—. Ahora lo importante es que el carruaje te espera.

El conde se levantó y acompañó a su hija hasta el vestíbulo, de donde los criados ya se habían llevado el equipaje para cargarlo en el coche. Su doncella Ellie la esperaba con los guantes y el sombrero.

Lord Rothwell la abrazó y la besó en ambas mejillas. A los dos se les humedecieron los ojos por culpa de las lágrimas.

—No tardes mucho en volver a Londres, sabes que no soporto estar mucho tiempo separada de ti —comentó Victoria apretando con cariño la mano de su padre.

—Recuerda que te quiero más que a nada, cariño, y que solo deseo que seas feliz —le aseguró—. Eres joven, disfruta de las fiestas y de los bailes.

Victoria tragó el nudo que se le había formado en la garganta.

—Así lo haré. —Se volvió hacia el mayordomo, que aguardaba allí, y le sonrió—. A usted también lo voy a echar de menos, Perkins.

—Muchas gracias, milady. Esperaremos ansiosos su regreso.

Ella asintió y se dio la vuelta para encaminarse hacia la puerta. Nunca como en ese momento le había costado tanto avanzar aquellos pocos pasos que la separaban de la calle. Se detuvo en la escalinata de la entrada mientras observaba el lujoso carruaje cubierto que portaba el escudo de los duques de Westmount. Tomó una profunda bocanada de aire, enderezó la columna y bajó los escalones con el mismo ánimo con el que una doncella virginal se dejaría conducir al altar del sacrificio.

Desde una de las ventanas laterales de la mansión, Thomas observaba a lady Victoria con semblante grave y taciturno. La dama lo había rechazado porque consideraba que un simple secretario no era suficiente para la hija de un conde y, sin embargo, los papeles que había hallado mientras buscaba las escrituras de propiedad que le había pedido el conde demostraban que la dama no era tal. Tendría que planear muy bien cómo hacer uso de aquella información para obtener lo que deseaba.

Había sido una suerte que entrase en el despacho del conde justo en el momento en que este releía el documento de la compra de la niña, y que el hombre, llevado de un nerviosismo que lo delató, se apresurase a ocultarlo. Cuando el conde le entregó los papeles que debían ir en la caja fuerte, vio cómo, sin querer, incluía el otro documento. A él le había vencido la curiosidad, pues lord Rothwell no parecía hombre de guardar secretos, y había rebuscado la hoja. Cuando la leyó, supo inmediatamente lo que debía hacer. Copió todas las referencias y luego colocó el documento en la caja fuerte, junto a los demás papeles.

Sí, la fortuna estaba de su parte.

Una sonrisa triunfante se insinuó en su rostro mientras observaba cómo la joven se perdía en el interior del carruaje ducal.

***

Victoria sonrió agradecida al lacayo que la ayudó a subir al carruaje y cerró los ojos cuando se dejó caer sobre el mullido asiento, al mismo tiempo que el vehículo comenzaba a moverse.

—Ya era hora, pensé que no ibas a venir.

Soltó un pequeño chillido al escuchar la voz grave que provenía del rincón opuesto.

—¡Maldita sea, James, casi me matas del susto!

—¿Pero qué modales son esos, querida prima? —inquirió burlón. Sus labios se curvaron en una media sonrisa.

Victoria apartó la mirada de aquella boca tentadora de labios carnosos y la concentró en sus propios guantes que, por algún motivo, parecían no querer abandonar sus manos.

—Tú me enseñaste a maldecir —refunfuñó al tiempo que daba un tirón a la prenda.

—Sí, y veo que aprendiste muy bien —le dijo. Se movió de su lugar, hasta quedar sentado frente a ella, y le apartó las manos con suavidad.

—Vas a romper los guantes si sigues tirando de ese modo de ellos —la reprendió.

Su tono dulce y el toque delicado de sus manos grandes sobre su piel desnuda al retirarle las prendas hicieron que Victoria gimiese en su interior. Sintió ganas de volver a maldecir y de seguir dando tirones para evitar aquel roce. Pero no pudo. Él la hacía sentir así, demasiado débil y estremecida. Sus ojos se llenaron de lágrimas y bajó la cabeza para ocultar su pena. ¿Cómo iba a poder olvidarlo si lo veía todos los días?, ¿cómo podría escapar de ese deseo que le quemaba las entrañas cada vez que admiraba su rostro y su cuerpo atlético?

«Todavía estás a tiempo de volver a Rothwell Hall», se dijo.

Entonces él puso su mano cálida bajo su barbilla y le alzó la cabeza para mirarla a los ojos. Los suyos, de un verde azulado tan claro que podía mirarse en ellos como en un espejo, estaban colmados de ternura.

James pensó que su madre tenía razón. Su prima echaba de menos a Arabella.

—Regresará pronto —le aseguró.

Victoria supuso que se refería a su padre, y el detalle la conmovió. Comprendió que habían sido precisamente esos gestos delicados los que habían hecho que se enamorase de él. Recordaba que solía hacer lo mismo cuando, de niña, se caía. Entonces, la ayudaba a ponerse de pie y limpiaba sus rodillas y las lágrimas que rodaban por sus mejillas; la tomaba de la barbilla y le decía que no llorase, que él estaba allí y no dejaría que se volviera a caer; y luego siempre añadía: «además, si sigues llorando se te borrarán las pecas de la cara».

Dejó escapar un suspiro trémulo y asintió despacio.

James no podía dejar de mirar aquellos preciosos ojos verdes que brillaban como esmeraldas a causa de las lágrimas; ni podía apartar tampoco la vista de los tentadores labios rosados que ella se mordía para evitar llorar. Aquel simple gesto le resultó tan seductor que solo podía pensar en inclinarse para lamerlos. Notó el tirón de la excitación y se removió incómodo. Ya no se parecía en nada a aquella niña a la que le gustaba meterse en líos de los que luego él tenía que sacarla con las rodillas raspadas. Se había transformado en una mujer hermosa y muy deseable. Se preguntó cómo sería besarla.

Su cuerpo cobró vida propia y se inclinó hacia delante, de tal manera que sus alientos se mezclaron y sus narices casi llegaron a tocarse. Sin embargo, una luz rojiza pareció encenderse en aquel momento en su neblinoso cerebro, y se dio cuenta, horrorizado, de lo que había estado a punto de hacer. ¡Maldición, era su prima! Además, él no tenía por costumbre seducir a jovencitas. La soltó y se echó hacia atrás con cierta brusquedad.

Victoria parpadeó confusa. Por un momento había tenido la sensación de que James quería besarla. Pero las siguientes palabras que pronunció, acompañadas de una sonrisa pícara que le aceleró el corazón, le hicieron comprender cuán equivocada estaba.

—Las he contado todas, y parece que no se ha borrado ni una sola de tus pecas —le dijo.

Se movió del sitio que ocupaba, con cuidado de no rozarse con Victoria, para acomodarse de nuevo en el rincón, y cruzó las piernas en un intento por disimular la reacción que le había provocado la cercanía de su prima.

Victoria apretó los puños con fuerza.

—Podrías haberte ahorrado el trabajo —le espetó con sequedad—. Yo misma te podría haber dicho que siguen ahí. Conozco todas y cada una de las pecas de mi cuerpo.

Las palabras de Victoria evocaron en la mente de James una imagen muy precisa de aquel cuerpo femenino desnudo, con sus generosos senos, su cintura estrecha y sus caderas redondeadas, y un sinfín de graciosas pecas salpicadas sobre la piel blanca, suave y sedosa, que él podría explorar y lamer a placer. Ahogó un gemido profundo y se sintió tentado a golpear su cabeza contra la madera de la puerta. Estaba claro que necesitaba encontrar una nueva amante con urgencia.

El hecho de que su prima se hubiese molestado con su broma —lo único que se le había ocurrido para salir al paso de la extraña reacción que había sufrido ante su cercanía— y girase la cabeza hacia la ventanilla dispuesta a no volver a intercambiar palabra con él, lo alivió.

No entendía qué demonios le sucedía. Siempre había podido discutir con ella sin que sus palabras le provocasen cualquier otro tipo de pensamientos o sentimientos. En ese momento, en cambio… Sin embargo, tenía que controlarse, no quería echar a perder su amistad haciendo algo que pudiese ofenderla de verdad.

El rumor constante de las ruedas, provocado por el continuo traqueteo del carruaje mientras avanzaba por las calles empedradas, pareció tranquilizar los ánimos de los dos ocupantes.

Victoria era consciente de que tenía que aprender a controlarse en lo que a James se refería, y tratarlo como trataría a cualquier otro caballero, o, mejor aún, como trataría a Edward o a Robert, y también, en la medida de lo posible, tenía que evitar quedarse a solas con él. Los pensamientos de James podían resumirse prácticamente de la misma forma, pero se preguntaba cómo diantres iba a hacer para evitarla si tenía que acompañarla a las veladas y fiestas, porque quedaba descartado, por supuesto, que tuviese otro acompañante que no fuese él mismo.

James vio por la ventanilla que se acercaban a Hanover Square. Pronto el carruaje se detendría frente a la mansión, y no deseaba separarse de Victoria con esa barrera de silencio de por medio.

—Siento mucho haberte molestado, Victoria. —Se disculpó con sinceridad mientras la observaba. Su prima se veía cansada, y sus ojos tenían un velo de tristeza que los nublaba.

Ella negó con la cabeza y se frotó con suavidad la ceja derecha.

—No tienes por qué disculparte, James. Mi reacción ha sido exagerada. Es este… ligero dolor de cabeza —le aseguró con una sonrisa—. Estoy convencida de que en cuanto descanse un poco, me pondré de mejor humor.

James la miró largamente. Conocía todas las sonrisas de Victoria: aquella que esbozaba cuando se encontraba alegre, la que ponía cuando algo le hacía mucha ilusión, la sonrisa pícara que dibujaban sus labios cuando estaba a punto de gastar una broma, la sonrisa de la mujer soñadora y romántica, la sonrisa de placer con la que disfrutaba de las pequeñas cosas… Por eso no dudó ni un instante de que la que había acompañado a sus palabras era forzada y, en cierto modo, falsa.

—¿Hay algo que te preocupe, Vic? —Quiso saber.

Pensó que podría tratarse de su padre, pero lo descartó al momento. Si estuviese preocupada por él, no lo habría dejado solo. La lealtad de Victoria por los suyos era incuestionable.

Vio cómo negaba con la cabeza y frunció el ceño. ¿Acaso Victoria ya no confiaba en él? Ese solo pensamiento hizo que se le apretase un nudo en el estómago. Se dio cuenta de que no deseaba perder su amistad. Hasta ahora siempre lo había dado por supuesto, que ella estaría allí para aceptar sus bromas, para enzarzarse con él en una batalla dialéctica, o para recordarle que podía convertirse en un hombre mejor. El hecho de que todo eso pudiera desaparecer, le provocó vértigo. Sobre todo, cuando una idea comenzó a insinuarse en su mente. ¿Se debía su tristeza a algún desacuerdo con su pretendiente misterioso?

Pensar en Victoria entregando su amor a otro hombre fue como si acabasen de asestarle un puñetazo en el estómago, privándolo momentáneamente del aire para respirar.

—¿De verdad vas a casarte?

La pregunta brotó de sus labios sin control. Era como si le hubiese estado quemando en el interior desde que ella le había comentado en la boda de Arabella aquellas palabras que se le habían grabado a fuego: «Sé cuál es mi deber, y te aseguro que el año que viene, para estas fechas, podrás sentirte orgulloso de mí por haberlo cumplido.»

Victoria lo miró sin comprender a qué venía aquella pregunta. El carruaje se había detenido, pero daba la sensación de que James no tenía intención de descender del mismo, sino que más bien parecía aguardar una respuesta.

Pero ¿cuál era la respuesta correcta para aquella pregunta? «Me casaría contigo ahora mismo si me lo propusieras». Esa sería la que ella desearía decir, pero, seguramente, no la que a él le gustaría escuchar. Por eso, se limitó a asentir antes de añadir un contundente:

—Por supuesto.