Tres días más tarde, el humor de James había empeorado considerablemente.
Todos en la casa huían de su presencia. Su madre, la duquesa, incluso le había insinuado con más entusiasmo que diplomacia, que por qué no se trasladaba a su piso de soltero y acudía a la mansión solo cuando fuese necesario recoger a su prima Victoria para acompañarla a algún evento.
«Pero el problema es precisamente ese», pensó James, mientras tomaba un sorbo de la copa que uno de los sirvientes de la fiesta de lady Bradsbury le había entregado. Quería pasar más tiempo con Victoria, necesitaba saber quién la cortejaba, con quién salía a pasear o de quién recibía notas o invitaciones; pero su prima no había hecho sino esconderse y esquivarlo desde que la había traído a Westmount Hall y, además, le había cerrado la puerta en las narices cuando la había acompañado al dormitorio de invitados. Si llegaba temprano al comedor familiar para desayunar, Victoria había salido a cabalgar; si al día siguiente, él decidía cabalgar antes del desayuno, a su regreso se encontraba con que ella ya había desayunado porque no le había apetecido montar a caballo ese día.
Habían jugado al gato y al ratón durante tres días, pero aquella noche a Victoria no le había quedado más remedio que aceptar su compañía, pues su madre había declinado la invitación a la fiesta y habían acudido los dos solos. Sin embargo, apenas habían saludado en la entrada a los anfitriones, Victoria se había mezclado entre las damas y los caballeros para conversar, mientras él permanecía en un rincón, apoyado contra una de las magníficas columnas de mármol que adornaban el salón de baile, rumiando su malhumor.
El tema del misterioso pretendiente lo traía loco. Si su prima pensaba casarse el siguiente año, eso debía significar que alguien la estaba cortejando en esos momentos. Él nunca había cortejado a ninguna dama, puesto que nunca había tenido intenciones de casarse, pero suponía que ese paso previo al compromiso matrimonial debía de durar algo más que un par de días. ¿Acaso Victoria y su pretendiente llevaban el cortejo en secreto? Lord Rothwell había asegurado que su hija estaba enamorada, pero no sabía de quién, y James tampoco había podido descubrirlo. Cada vez que trataba de sacar el tema, su prima le lanzaba una mirada gélida con la que le indicaba que el asunto no era de su incumbencia. Y aquello, más que nada, lo molestaba.
Frunció el ceño cuando vio que un grupo de caballeros la rodeaba mientras ella tenía una espléndida sonrisa para cada uno de ellos. Sonrisas verdaderas, no como la última que le había dedicado a él en el reducido espacio del carruaje ducal, tan carente de emoción. James quería que Victoria le volviese a sonreír con esa sonrisa especial en la que parecía brillar el universo entero.
Dejó escapar un gruñido de frustración. No comprendía su propia actitud ni aquella sensación extraña que parecía corroerlo por dentro y lo dejaba inquieto y malhumorado. Quizás se debía a su afán de querer controlarlo todo. Sabía que ese pensamiento no era más que una tentativa de querer encontrar una razón que explicase su comportamiento, pero, como bien le había dicho Victoria, él no era ni su padre ni su hermano —«¡gracias a Dios!», añadió para sí mismo— y no tenía por qué controlarla. Así que decidió que ya no se molestaría más en indagar sobre el supuesto prometido.
Cabeceó con seriedad para sellar aquel acuerdo consigo mismo. Sin embargo, las buenas intenciones le duraron apenas dos segundos, el tiempo que tardó en ver cómo Andrew Burrow, vizconde de Manbroke, se acercaba a Victoria. El hombre estaba obsesionado con su prima, y ya en más de una ocasión había tenido problemas con él para hacerle entender que no se acercase más a ella.
—¿Qué crees que vas a hacer?
La voz lo detuvo cuando ya se había adelantado unos pasos hacia el grupo de admiradores de Victoria. Se volvió hacia su hermano Robert con el rostro tenso.
—Voy a apartar a unos cuantos moscones y, con toda seguridad —añadió cuando se giró y vio que el vizconde le susurraba algo al oído a su prima—, a partirle la cara a Manbroke.
Robert contuvo una sonrisa. Supuso que su hermano mayor no tomaría a bien que se riese de él.
—No creo que Victoria apreciase tu intervención.
—Me importa un comino si la aprecia o no, la quiero lejos de ese hombre —espetó con sequedad. Una bruma rojiza nubló su visión, y apretó los puños con fuerza cuando vio que Victoria accedía a bailar con Burrow.
—Ya es mayorcita, y sabe tomar sus propias decisiones.
Las palabras de su hermano le supieron amargas. Recordó que él mismo le había dicho al vizconde algo parecido cuando, en una ocasión, había acudido con su amigo Crawford al club para pedirle que intercediese por él ante Victoria. Agarró una copa de una de las bandejas que uno de los sirvientes portaba, y se la bebió de un único trago. Luego se recostó de nuevo contra la columna y se dedicó a vigilar a la pareja que bailaba.
Robert sacudió la cabeza con perplejidad. Siempre había admirado a James, no solo porque era el mayor de los tres, aunque fuese por una diferencia de minutos, sino también por sus cualidades. Era un hombre responsable e inteligente, tenía una cabeza extraordinaria para los negocios —de hecho, había aumentado su fortuna como marqués de Blackbourne gracias a las inversiones que había realizado—, y siempre parecía saber qué se debía hacer en cada ocasión. Por eso no comprendía cómo no se percataba de cuál era en realidad su problema con Victoria. Tal vez el amor era más visible a ojos de los demás que a los del propio enamorado.
—¿Cómo se puede saber si una mujer está enamorada?
Robert se volvió hacia James y lo observó con atención mientras intentaba descifrar sus palabras.
—¿A qué te refieres?
El marqués dejó escapar un suspiro cansado.
—Lord Rothwell me dijo que Victoria está enamorada, y ella misma me confesó que tenía un pretendiente —le explicó.
—Bueno, yo diría que tiene varios, de hecho.
James negó con la cabeza.
—No, me refiero a uno de verdad —repuso—, a alguien que la está cortejando. En la boda de Arabella me comentó que ella misma se casaría el próximo año.
—¿Eso te dijo? —le preguntó con una sonrisa. «Bravo por Victoria», se dijo. Su hermano necesitaba que alguien lo sacudiera de esa cómoda existencia en que se había instalado.
—Sí, y puesto que madre dijo que eres el más observador de los tres, por eso te pregunto, ¿cómo miraría una mujer a alguien de quien estuviese enamorado?
Victoria había terminado de bailar con Manbroke y ahora sonreía afable a otro caballero a quien debía haberle prometido la siguiente pieza. Ella era como una luz brillante, alrededor de la cual se movían constantemente todas las polillas atraídas por su luminosidad. Conforme se deslizaba suavemente por la pista de baile, las miradas de los caballeros la seguían embelesadas. El vestido de raso que llevaba realzaba su cintura estrecha y la generosidad de sus cremosos senos. El corpiño, de un verde oscuro, estaba bordado con hilos de oro, al igual que el bajo de la voluminosa falda de un verde más brillante. Su cabello rojizo, recogido en lo alto de su cabeza excepto por tres tirabuzones que rodeaban su blanco cuello, destacaba como un fuego brillante bajo la luz de las innumerables velas que colgaban de las enormes lámparas del salón.
La voz de su hermano lo distrajo de su contemplación.
—Le prometiste a la duquesa que no interferirías en la vida de Victoria —le recordó con tono burlón.
James gruñó su respuesta.
—Tú solo respóndeme.
Robert se quedó un momento pensativo.
—Creo que te bastaría con ver cómo nuestra madre mira al duque —contestó con sencillez. El marqués se giró y elevó una ceja altiva en un gesto de incredulidad. Robert se encogió de hombros—. Para el amor no hay edad, y la duquesa sigue tan enamorada de nuestro padre como el primer día, o quizás aún más.
—¿No puedes especificar un poco más? —le reprochó de malhumor, viendo cómo su hermano disfrutaba con la situación.
—Bueno, no me considero un experto en esto, hermano, pero te diré lo que he observado —respondió con algo más de seriedad—. Una mujer enamorada no puede evitar buscar con la mirada a la persona que ama; deseará encontrarse con él, poder conversar, y cuando lo haga, entonces su mirada se iluminará y su sonrisa se ensanchará, porque cuando amas, todo el mundo parece desaparecer a tu alrededor.
—Pues para no ser un experto, lo has descrito muy bien —se burló el marqués.
Su hermano no se molestó.
—¿Acaso tú no te sientes ignorado por la duquesa cuando padre entra en una habitación?
James lo pensó un momento y se dio cuenta de que Robert tenía razón. Cada vez que aparecía el duque, su madre parecía perder el hilo de la conversación, y su mirada se tornaba más luminosa, al igual que su sonrisa.
—Es cierto —convino.
Se giró a mirar a su prima. Victoria repartía su atención entre todos los caballeros, y no daba la sensación de favorecer a ninguno en particular; su sonrisa tenía la misma afabilidad para todos. En aquel momento, ella giró la cabeza y sus miradas se cruzaron a través del espacio del salón. Por un segundo, el mundo pareció detenerse, la música cesó, y solo quedó la intensidad esmeralda de los ojos femeninos. James estaba a punto de sonreír cuando vio que Victoria enarcó con altanería una de sus perfectas cejas, elevó la barbilla y se giró para obsequiar con su sonrisa a otro caballero.
Sintió la tentación de rugir ante aquel desplante que había herido su orgullo. A él nunca lo había rechazado una mujer. Ese pensamiento hizo que se detuviera a reflexionar. ¿En qué momento había dejado de ver en Victoria a su prima para mirarla como a una mujer? Un cosquilleo de excitación lo recorrió cuando lo asaltó otra pregunta: ¿deseaba que ella lo mirase como a un hombre?
Sintió la mano de Robert sobre su hombro, apretándoselo con cariño.
—Acepta mi consejo, hermano, ocúpate primero de tu propio corazón.
Y con esas palabras lo dejó solo con un cúmulo de sensaciones hasta el momento desconocidas para él. Cerró los ojos y recostó la cabeza contra la fría piedra de mármol de la columna. La confusión interior que sentía amenazaba con sobrepasarlo. Necesitaba recuperar el control. Necesitaba tomar aire.
Se dio la vuelta para dirigirse a grandes zancadas hacia las puertas acristaladas que daban acceso a la gran terraza embaldosada. Al fondo de la misma había unas escaleras que descendían a los maravillosos jardines de los Bradsbury, inapreciables en ese momento a causa de la oscuridad que los envolvía. Él los había visto de día. Bajo la radiante luz del sol, los parterres de flores multicolores brillaban a los lados de los senderos de piedra que recorrían la verde extensión. Algunas fuentes con exquisitas esculturas mitológicas barbotaban sus aguas con musicalidad. Había también un precioso cenador de hierro forjado que era el orgullo de lady Bradsbury.
La suave brisa nocturna lo alivió cuando salió a la terraza. Se dirigía ya hacia las escaleras cuando sintió un suave tirón en el brazo.
—James. —Su voz algo ronca, le provocó un estremecimiento—. ¿Te encuentras bien?
A la escasa luz de las lámparas que iluminaban el espacio, pudo ver la preocupación que brillaba en los ojos de Victoria, y eso lo conmovió. El corazón lo golpeó con fuerza en el pecho, haciéndole saber que estaba vivo.
«¡Dios, me muero por besarte!». El pensamiento lo cogió desprevenido por completo y comenzó a sacudir la cabeza como si así pudiera deshacerse de él. ¿Qué demonios le estaba sucediendo?
Victoria había sido consciente de la presencia de James en todo momento. Sus ojos se volvían hacia él continuamente, aunque había logrado esquivar su mirada, salvo en una ocasión. Algo extraño había sucedido en ese momento, cuando sus miradas se entrelazaron. Un estremecimiento la había sacudido de los pies a la cabeza, y había reaccionado como siempre, huyendo de lo que él le hacía sentir.
Poco después se había fijado en que James cerraba los ojos y luego salía al jardín. Y, llena de preocupación, lo había seguido. Se preocupó aún más cuando vio que él respondía a su pregunta con una negativa. ¿Se habría puesto enfermo? Avanzó un paso que la acercó más a su cuerpo. Notó el calor que desprendía. Se quitó rápidamente el guante y puso su mano fresca primero sobre su frente, después la apoyó sobre su mejilla.
Su inquietud aumentó cuando lo oyó gemir, un gemido profundo y lastimero que parecía surgido de las profundidades mismas de su espíritu.
—¿James? —musitó con voz algo temblorosa.
James se encontraba realmente mal. No podía moverse. Tenía la sensación de que si relajaba la rigidez a la que tenía sometida sus músculos, sus brazos rodearían la esbelta cintura de Victoria y sus labios buscarían los de ella en un beso apasionado hasta que pudiera saciar la sed que sentía. El roce suave y delicado de la mano de Victoria no hizo sino empeorar su situación, pues aquel simple gesto lo excitó más de lo que lo había hecho la caricia de cualquier otra mujer.
—Vete —le ordenó.
Su voz sonó como un graznido y, en cuanto pronunció la palabra, supo que no tendría que haberla dicho. El precioso rostro de su prima se desfiguró por el dolor y sus ojos se anegaron en lágrimas que no vio derramarse, porque Victoria escapó a toda prisa sin que pudiera detenerla. Soltó una colorida maldición, pero se abstuvo de seguirla por el momento, antes tenía que hacer que su cuerpo retornase a la normalidad.
Inspiró aire con fuerza y descendió los escalones de piedra para internarse en la oscuridad del jardín. Cuando sintió que se hallaba preparado, regresó al salón de baile. Las parejas se movían con ligereza ejecutando las complicadas figuras de la contradanza que los músicos interpretaban en ese momento. Buscó con la mirada entre los bailarines, pero no encontró a Victoria. Frunció el ceño con preocupación. Esperaba que no se le hubiese ocurrido marcharse de la mansión por su cuenta.
Se tranquilizó cuando la vio en un rincón del salón al lado de su hermano Robert. Él la estaba haciendo reír, y aquello lo enfureció. Nunca había tenido problemas por parecerse a sus hermanos, más bien, habían sacado provecho de la situación; pero en ese preciso momento, el hecho de ser trillizos lo contrarió. Nada los diferenciaba, excepto la altura y la complexión. Robert, aunque se mantenía en forma, no poseía un cuerpo tan fornido como él. Se preguntó qué sentiría Victoria cuando contemplaba a su hermano, ¿lo mismo que cuando lo miraba a él? Aunque sabía que entre Robert y su prima siempre había habido una cierta complicidad y un mutuo entendimiento, no le gustó verlo ahora que los dos eran adultos.
Rodeó la pista de baile y se acercó a ellos. Percibió la tensión en el cuerpo de Victoria en cuanto se percató de su presencia. Robert le susurró algo al oído y, cuando ella asintió, se marchó.
—Creo que te debo una disculpa.
—No es necesario, James —replicó su prima con un tono tan frío que las entrañas parecieron encogérsele—. Comprendo que no soy quién para inmiscuirme en tus asuntos. Tú querías estar tranquilo y yo te he molestado. En todo caso, la disculpa debería ser mía.
Se pasó la mano por el rubio cabello en un gesto de frustración. No le gustaba que Victoria se comportase así de distante con él.
—No es eso, Vic, no me has molestado. —Le resultaba complicado explicarse sin mencionar la reacción que había experimentado su cuerpo cuando ella lo había tocado—. Es solo que yo… bueno, necesitaba estar solo.
—Nunca se te dio bien disculparte —le comentó con una sonrisa triste que a James le partió el alma.
¿En qué momento se había torcido su relación con Victoria? ¿Por qué no podían volver a comportarse como lo hacían antes?
—¡Demonios!, no me gusta que estemos así, Vic —gruñó—. No quiero perder tu amistad.
El corazón de Victoria dejó de latir por un momento; le pareció que acababa de romperse un poco más. Si continuaba así, no sabría cómo recomponer los pedazos. Miró ese rostro tan querido. Él se había desordenado el cabello, y un mechón le caía sobre la frente. Sintió la tentación de apartárselo, pero entrelazó las manos y las apretó con fuerza para contenerse. Amistad. Eso era todo lo que él le pedía. Creyó que se ahogaría con tantas lágrimas no derramadas, pero se esforzó por sonreír y asintió.
—No importa lo que pase, James, tú y yo siempre seremos amigos.
Debería haberse sentido contento al escuchar sus palabras y, sin embargo, lo único que experimentó fue un inmenso vacío, como si acabase de renunciar a un preciado tesoro.
Ya pensaría en ello más adelante, ahora era el momento de coger la oportunidad.
—¿Bailarás entonces conmigo? —le preguntó al tiempo que extendía su mano.
Victoria hubiese preferido negarse. ¿Por qué habría de sufrir más? A pesar de ello, tomó la mano que le ofrecía y asintió.
—Por supuesto.
Se colocaron en la fila, con el resto de los bailarines, a la espera de que se iniciase la siguiente contradanza. Enseguida comenzó a sonar la música. Unieron sus manos y ejecutaron los primeros pasos.
—¿Has tenido noticias de tu padre? —le preguntó cuando se unieron en el primer giro.
—Pasó dos días en Chelmsford y ahora debe estar camino de Yorkshire.
—Entonces, pronto estará de regreso —comentó tratando de animarla.
—Eso espero.
El fervor con que había expresado su deseo sacudió por dentro a James. Ciertamente, cuando su prima volviese con su padre, él quedaría libre de la responsabilidad de vigilar a sus posibles pretendientes, pues la tarea recaería sobre el conde; pero también implicaría que ya solo la vería de vez en cuando, en alguna fiesta o velada.
No le gustó pensar en esa posibilidad.
Cuando tras unos giros volvieron a unirse, James inició otra conversación.
—¿Te apetecería que mañana fuésemos juntos a cabalgar? —le propuso—. Podríamos pasear por Hyde Park o echar una carrera en Rotten Row, como hacíamos antes.
La sonrisa abierta y sincera que le dedicó James estuvo a punto de derribar el muro de propósitos que había levantado. Gracias al cielo, en esa ocasión tenía una excusa real y no necesitaba inventarse ninguna para negarse.
—Lo siento, Robert me ha invitado a salir a cabalgar con él.
La música terminó y ambos se sumaron al aplauso del resto de los bailarines. James le ofreció la mano a Victoria y la condujo fuera de la pista de baile. Vio que se acercaba un caballero dispuesto a pedir la siguiente pieza, y frunció el ceño. No quería dejar a Victoria, pero sabía que no tenía más remedio que hacerlo. Por eso le sorprendió cuando ella se inclinó hacia él y le susurró.
—No me encuentro demasiado bien, ¿te importaría llevarme a casa, por favor? Puedo pedírselo a Robert si tú…
—Te llevaré yo —la interrumpió con cierta brusquedad.
El marqués se ocupó de despedirse de los anfitriones explicándoles la situación por la que abandonaban la fiesta antes de tiempo, y agradeciéndoles la maravillosa velada; luego, pidió a un lacayo que trajesen su carruaje.
Victoria subió al vehículo y se acomodó en un rincón. Se recostó contra el respaldo y cerró los ojos con la esperanza de que James no le hablase durante el camino. Si lo hacía, sería capaz de echarse a llorar, y aquello sí que sería terrible.
En ese momento sentía más que nunca la ausencia de Arabella. Con ella habría podido hablar y desahogarse, pero su prima se hallaba lejos, y, más que nunca, se sintió sola.
Durante el breve trayecto a Westmount Hall, James respetó el silencio en el que Victoria se había sumido, y se dedicó a observarla, pensativo. Había demasiadas variables en aquella ecuación, y el hecho de no poder controlarlas todas lo ponía nervioso. Sabía que había algo en esa situación que se le escapaba y que, si no daba pronto con ello, el daño sería irreparable.
Cuando llegaron a la mansión, el lacayo de noche les abrió la puerta. En el interior, todo se hallaba en silencio, un silencio que pareció envolverlos en un velo de expectación mientras se miraban uno al otro. Entonces James, como si supiese que aquello era lo correcto, lo que tenía que hacer, se adelantó y posó con suavidad los labios sobre la dulce boca de Victoria.
—Buenas noches, Vic.