Cuando descendió las escaleras de camino al comedor del desayuno, Victoria se sentía cansada y bastante confusa.
Había dormido mal debido a los acontecimientos y emociones de la noche anterior, pero especialmente a causa del extraño beso de James, tras el cual se había marchado dejándola perpleja y sorprendida en medio del vestíbulo. Supuso que había sido una forma de pedirle disculpas, pero lo cierto es que no había podido quitárselo de la cabeza. ¿Por qué lo había hecho?
Después de un sueño inquieto y agitado, se había levantado temprano y había salido a cabalgar con Robert. Agradeció que él prefiriese el silencio, porque ella no se sentía capaz de pronunciar palabra alguna.
Al llegar al comedor, un criado le abrió la puerta. Se detuvo de golpe en el umbral al ver que, además de los duques, el motivo de sus desvelos se encontraba allí sentado y desayunaba tranquilamente. Aunque eso no era extraño, puesto que se trataba del comedor familiar, hasta ese momento nunca habían coincidido. Cuando levantó la vista del periódico que ojeaba y la miró, Victoria sintió que se sonrojaba y desvió la mirada.
Por suerte los duques también se hallaban presentes, y no tendría que quedarse a solas con James.
—Buenos días, querida —la saludó lady Eloise con una sonrisa mientras señalaba la silla vacía a su lado—. Ven, siéntate y cuéntame qué tal estuvo la velada anoche. Sentí mucho habérmela perdido, pero lady Gabriella no se encontraba bien y preferí acompañarla.
—Espero que ya se haya recuperado —respondió con cierta preocupación, al tiempo que se acomodaba junto a la duquesa y un criado le servía una taza de té.
—Sí, sí, por supuesto, fue solo una ligera indisposición. ¿Qué tal estuvo la velada? Espero que te divirtieses.
—Sí, claro. Fue…
—Entretenida —acotó James.
Victoria le dirigió una mirada de disgusto.
—Creo que bailó con demasiados caballeros —añadió antes de tomar un bocado de su pastel de carne.
—No es cierto —gruñó molesta—. Bailé con un número adecuado de caballeros —señaló poniendo énfasis en la palabra.
James levantó la vista de su periódico y arqueó las cejas.
—¿Hay algo como eso? ¿Un número adecuado de parejas en un baile?
—Quiero decir que…
La duquesa, que había seguido la conversación con interés, se apresuró a intervenir.
—¿Qué vas a hacer hoy, querida? Había pensado que tal vez podríamos salir de compras.
Por algún motivo, incomprensible para Victoria, ante esta afirmación el duque gruñó tras su periódico. Lady Eloise sacudió la cabeza y la invitó con una sonrisa a ignorarlo.
La idea de salir le resultó atractiva. En aquel preciso momento un par de sombreros más le vendrían de perlas para apaciguar su ánimo, aunque sabía que la duquesa no alabaría sus gustos y, lo más probable es que se horrorizase si la acompañaba.
—Pues…
—Quizás podemos dar un paseo por el lago Serpentine y alquilar un bote de remos —intervino de repente James—, o visitar el Museo Británico.
Las dos mujeres se volvieron hacia él con idénticas expresiones de sorpresa. El marqués les dirigió una beatífica sonrisa.
Victoria tragó saliva, nerviosa. No comprendía qué le sucedía a James, ni qué estaba tramando, pero fuera lo que fuese estar a solas con él en esas circunstancias le pareció peligroso. El hombre se había recostado lánguidamente contra el respaldo de la silla y entrelazado las manos sobre su estómago firme y plano. Le recordó a su padre. El conde adoptaba siempre esa posición cuando jugaban una partida de ajedrez y efectuaba algún movimiento en el tablero con el que estaba convencido de ganar el juego, aunque la realidad era que Victoria siempre ganaba las partidas.
«Y en esta ocasión no va a ser diferente», pensó ella decidida.
—Me temo que tendremos que dejarlo para otra ocasión —le respondió en un tono que derramaba dulzura y satisfacción en cada palabra—, Robert me prometió esta mañana que me llevaría a ver la casa de fieras de la Torre.
—Y yo me temo que Robert no podrá acompañarte —repuso él esbozando una sonrisa aún más amplia—. Creo que le han surgido unos asuntos en el ministerio.
—Ah, ¿sí? —inquirió la duquesa perpleja mientras fruncía el ceño—. No me ha comentado nada.
James se encogió de hombros con displicencia.
—No habrá tenido tiempo de decirte, madre, me parece que se trataba de algo urgente.
Por supuesto, él se había encargado de que así fuera. Se había tropezado con su hermano cuando este había regresado de su cabalgata con Victoria. Cuando le había comentado sus planes para la mañana, James le había pedido —de forma poco diplomática— que se buscase fuera alguna ocupación para todo el día. Quizás podría ir a visitar el club y saludar a sus conocidos, a los que hacía tiempo que no veía.
Victoria entrecerró los ojos y le dedicó una mirada cargada de recelo.
—Creo que me está comenzando un dolor de cabeza —murmuró.
Tuvo ganas de gruñir cuando vio que James alzaba una ceja burlona y sonreía de medio lado, como si tuviese claro que mentía.
—Un paseo por el parque te vendría bien. —Tres pares de ojos se volvieron hacia el duque. Lord Charles carraspeó, incómodo por el escrutinio al que lo sometían, y se encogió de hombros—. El ejercicio es bueno para el dolor de cabeza —añadió.
La duquesa le brindó una sonrisa aprobatoria, y el duque, aprovechando que los jóvenes parecían enzarzados en un duelo de miradas, le guiñó un ojo a su esposa con complicidad.
—Entonces, no se diga más. Si su Excelencia dice que es bueno, iremos a pasear —declaró James mientras se frotaba las manos en un gesto de satisfacción.
Victoria sintió el impulso de lanzarle la mantequilla a la cabeza, pero tuvo que contentarse con apretar los puños sobre su vestido de mañana.
Un sombrero naranja con plumas moradas y unas mariposas verdes y amarillas, como el que había visto en alguna de las vitrinas de Bond Street, era lo que necesitaba en aquel momento.
El duque carraspeó otra vez para llamar la atención, y las tres cabezas volvieron a girarse hacia él. El hombre se sonrojó, y sus ojos se volvieron más brillantes, como plata pulida. Excepto por el color de los ojos, los trillizos se parecían mucho al duque, y a Victoria la asaltó el pensamiento de que así sería como luciría James cuando transcurriesen unos años, con esa misma apostura.
Dejó escapar un suspiro quedo. Desde luego, las cosas no estaban saliendo como había pensado.
—Querida —la llamó el duque por segunda vez—, tienes correspondencia.
Victoria abandonó sus reflexiones y tomó la carta que le tendía lord Charles. Le extrañó sobremanera que alguien le hubiese escrito a Westmount Hall, pero cuando vio la dirección de donde provenía, frunció el ceño.
—¿Qué sucede? —le preguntó James que no había dejado de observar su rostro.
Su prima levantó su mirada esmeralda colmada de preocupación.
—La envía la señora Becher desde Chelmsford —le dijo.
—¿De El hogar de los ángeles?
Victoria asintió al tiempo que la abría y leía su contenido. Su rostro fue demudando conforme avanzaba en la lectura. Cuando terminó, se levantó bruscamente.
—¡Tengo que irme!
El duque y James se pusieron de pie también. Este último rodeó la gran mesa de caoba y se acercó a ella.
—¿Qué pasa, Vic?
—Es Jimmy, ¡se ha escapado del hogar!
—¿Quién es Jimmy? —preguntó la duquesa confundida.
—Es uno de los huérfanos de Chelmsford —repuso con tono angustiado—. Solo tiene diez años y estará perdido por las calles de la ciudad. ¡Tengo que ir allí inmediatamente!
—Te acompañaré.
—Sí, será lo mejor —convino la duquesa al tiempo que se ponía de pie—. Con James viajarás más segura.
Victoria asintió distraída. La señora Becher decía en su carta que le había escrito a ella porque sabía que el conde se hallaba de viaje hacia Yorkshire y el mensaje tardaría demasiado tiempo en llegarle. Estaba muy preocupada, pues el niño llevaba un día desaparecido y no sabía dónde había podido pasar la noche ni si le había ocurrido algo.
James le tocó el brazo para llamar su atención.
—Lo encontraremos —le aseguró con voz tranquilizadora—. Recoge lo que necesites; yo pediré el carruaje y partiremos enseguida.
—¡Gracias!
Victoria suspiró aliviada, que James la acompañara significaba mucho para ella. Si hubiese ido sola, ni siquiera sabría por dónde empezar a buscar al niño.
No tardó nada en preparar una pequeña bolsa de viaje y bajar al vestíbulo, donde James la esperaba ya. Uno de los criados tomó su equipaje y lo cargó en el carruaje.
El trayecto hasta Chelmsford se hacía en poco más de dos horas, y la primera la recorrieron prácticamente en silencio. Victoria iba sumida en sus pensamientos y apenas se percató del camino. El marqués la miraba de vez en cuando con el gesto fruncido. No le gustaba verla así, sin esa preciosa sonrisa que iluminaba todo su rostro. Extendió su mano y tomó la de ella entrelazando sus dedos.
—Háblame de Jimmy —le pidió.
Victoria lo miró agradecida.
—Es un niño adorable, pero no hay mucho que contar sobre él. Lo dejaron en la puerta del hogar, metido en una canasta, cuando apenas tenía unos días. Era tan pequeño… —Se mantuvo en silencio durante unos segundos, como si necesitara reponerse, antes de continuar—: No dejaron ninguna nota, solo un pequeño medallón en el que venía escrito su nombre, James, como tú —añadió con una sonrisa triste—, y una fecha que debía ser la de su nacimiento.
—Entonces, ¿no sabéis nada de sus padres?
Vio cómo su prima negaba con la cabeza y luego se mordía el labio inferior pensativa, y sintió un tirón en la ingle que lo hizo removerse inquieto sobre el asiento del coche.
—Yo creo que puede tratarse del… hijo bastardo de algún noble. Venía envuelto en una mantilla elegante y costosa.
—Pero ha crecido en el hogar —señaló, con el ceño levemente fruncido—. Entonces, ¿por qué crees que habrá escapado?
Los hombros de Victoria parecieron hundirse un poco más.
—No lo sé —repuso abatida—. Últimamente solía escaparse al pueblo y causaba problemas entre los granjeros, pero nunca había desaparecido durante tanto tiempo.
James le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia su costado. Victoria recostó la cabeza contra su pecho y cerró los ojos. En aquel momento no le importó que él no la amase, ni aceptar que nunca sería suyo; ahora estaba allí, junto a ella. Podía escuchar el rítmico latido de su corazón y sentir su brazo fuerte rodeándola. Una única lágrima descendió por su rostro, como un mudo testigo del sufrimiento que se derramaba desde su corazón.
La suave fragancia de lavanda que emanaba de la piel de Victoria, junto con la cercanía de su cálido cuerpo, excitó los sentidos de James. Aquel viaje iba a ser más complicado de lo que había imaginado. Oyó la suave respiración de la joven y supuso que se había quedado dormida. Depositó un ligero beso sobre las hebras sedosas de su cabello y cerró también los ojos. Lo asaltó un pensamiento curioso: hacía demasiado tiempo que no se sentía tan en paz teniendo en brazos a una mujer. Era como si hubiese llegado al final de un camino, como si no necesitase buscar más.
Se quedó dormido.
***
El brusco zarandeo del coche al detenerse despertó a ambos. Victoria se sobresaltó al darse cuenta de que seguía reclinada contra el duro pecho de James y se apresuró a enderezarse. Él se giró hacia la ventanilla, ofreciéndole un momento de intimidad para arreglarse.
—Creo que ya hemos llegado —le dijo mientras observaba los diversos edificios que formaban el pueblo.
Victoria se asomó también por la ventanilla y divisó Hylands Park, el inmenso parque y los jardines que constituían la mayor parte de la propiedad de Sir Richard Comyns, junto con Hylands House, la preciosa mansión de estilo Reina Ana. A su padre le encantaba ir a la mansión a charlar y tomar una copa de coñac con el terrateniente.
En realidad, el pueblo de Chelmsford, en el condado de Essex, con sus casitas de techo de paja, el impresionante edificio del juzgado, la antigua iglesia y la verde campiña, resultaba un lugar encantador.
—Sí —convino Victoria cuando reconoció la carretera que conducía hacia la mansión del conde de Rothwell.
Su padre había comprado el terreno poco después de la muerte de su madre, cuando había concebido el proyecto de El hogar de los ángeles. Había mandado construir una mansión enorme, de la que solo el ala oeste quedaba restringida para la familia, el resto pertenecía a los niños. En aquel momento había cerca de veinte, entre los dos y los quince años. Como el lugar quedaba cerca de Londres, ella solía visitarlos con frecuencia, acompañando a su padre siempre que podía.
El carruaje atravesó los portones y se detuvo poco tiempo después frente a la inmensa fachada de mármol blanco de estilo palladiano. Cuando descendieron del coche, la puerta se abrió para dar paso a una mujer bajita, de figura oronda y rostro sonrojado.
—Señora Becher —la saludó Victoria.
—¡Ay, gracias a Dios que ha venido, milady, estoy tan angustiada!
—No se preocupe, señora Becher, lord Blackbourne y yo encontraremos a Jimmy —le aseguró confiada mientras apretaba su mano regordeta en un gesto de consuelo.
La mujer se volvió hacia James y efectuó una pequeña reverencia.
—Discúlpeme, milord, no sé dónde he dejado mis modales. —Se reprendió a sí misma—. Bienvenido a Angels House.
—Muchas gracias, señora Becher.
James sonrió y la gobernanta parpadeó un momento con cierta sorpresa.
—¡Vaya, usted sí que es hermoso como un ángel! —exclamó. Victoria puso los ojos en blanco. Un suave rubor tiñó el rostro de la mujer, y se llevó las manos a sus redondeadas mejillas—. ¡Ay, Señor, a veces hablo demasiado! Además, los tengo aquí de pie. Discúlpenme. Si hacen el favor de seguirme.
Ambos echaron a andar tras ella que, a pesar de ser menuda, avanzaba a grandes zancadas.
—No te lo creas demasiado —le susurró Victoria con cierto retintín mientras se dirigían hacia la mansión—. Ella no te conoce tan bien como yo, James Marston. Puede que lo parezcas, pero desde luego no eres ningún ángel.
James acercó su boca al oído de su prima.
—Puede que no lo sea —admitió—, pero te aseguro que sí puedo llevar a una mujer al cielo.
El cálido aliento del hombre sobre su oreja la estremeció, pero fueron sus palabras las que provocaron que Victoria tropezase y estuviese a punto de caer de rodillas sobre la escalera de mármol. El marqués la aferró por la cintura para sujetarla y la pegó a su costado. La sonrisa impenitente que lucía en su hermoso rostro hizo que la furia prendiese en aquellos esmeralda de su prima. Brillaban de tal manera que, a pesar de la ira que reflejaban, James se sintió atraído hacia ellos. Se inclinó poco a poco hacia su rostro, como si pudiese perderse en el verde de su mirada, hasta que sus bocas quedaron a un suspiro de distancia.
El corazón de Victoria latía con rapidez, hechizada por la forma en que los ojos de James se habían clavado en ella, con una intensidad que nunca había visto. Le dio la sensación de que podía derretirse allí mismo si él cruzaba la delgada línea imaginaria que separaba sus labios, porque estaba segura de que, si esta vez él volvía a besarla, ella no lo soltaría.
La voz de la señora Becher les llegó desde la puerta, rompiendo el hechizo en el que se hallaba sumergida.
—Tengan cuidado con el último escalón —les señaló—, la piedra está un poco suelta y podrían tropezar.
Victoria palmeó la mano que todavía se aferraba a su cintura para que la soltase. Ignorando el rubor que cubría su rostro, y al hombre que se lo había provocado, se adelantó con paso majestuoso hasta el interior de la mansión.
James sacudió la cabeza con desconcierto. Debía estar perdiendo la razón. Otra vez había estado a punto de besar a su prima, y no habría sido, precisamente, un beso fraternal.
Su hermano Edward le había aconsejado que se buscase una nueva amante y, a decir verdad, lo había intentado, pero, por alguna razón, ninguna de las damas que se habían acercado a él le había llamado la atención. También era cierto que ninguna de ellas era pelirroja y, tras las palabras de su hermano, parecía haber desarrollado una extraña afición por ese color de cabello.
No te engañes, deseas a tu prima Victoria.
La inoportuna intervención de su conciencia hizo que tropezase con la piedra suelta del escalón, golpeándose en el proceso de salvaguardar su cráneo y su dignidad al evitar rodar escaleras abajo. Soltó una colorida maldición y se frotó con fuerza la pierna derecha.
Victoria lo vio entrar cojeando y apretó con fuerza los labios para no dejarse llevar por la tentación de preguntarle qué le había sucedido. Cuanta más distancia pusiera entre los dos, mejor; si no, terminaría haciendo algo impulsivo de lo que más tarde se arrepentiría.
—Lo siento, milady, pero no sabía que vendría con milord, y no hay ninguna habitación preparada excepto la del conde —le comentó la señora Becher con aspecto mortificado—. Si no le importa…
Por supuesto que le importaba, el dormitorio que su padre ocupaba habitualmente comunicaba directamente con el suyo. ¿Cómo iba a poder dormir sabiendo que James se hallaba justo al otro lado de la puerta? Pero no le quedaba más remedio. No podía pedirle en ese momento a la mujer que preparase otra habitación, cuando solo iban a quedarse una noche, o menos, si es que encontraban antes a Jimmy.
—No hay ningún problema, señora Becher, lord Blackbourne es primo mío —le contestó, y le pareció que sus palabras contenían un cierto tono de amargura.
—¡Ah!, está bien, entonces —repuso la mujer con marcado alivio—. Pediré que lleven el equipaje a sus habitaciones. La comida estará lista en media hora.
La gobernanta miró a su alrededor, y Victoria comprendió que estaba buscando a alguien que pudiese acompañarlos a los dormitorios, pero el servicio debía de estar ocupado con la comida de los niños.
—No se preocupe por nosotros. Yo misma acompañaré al marqués a su habitación —le aseguró con una sonrisa tranquilizadora.
—Se lo agradezco mucho, milady. Los niños se encuentran en el comedor en este momento, y ya sabe cómo es. A veces parece una auténtica batalla campal —reconoció con un suspiro cansado, luego sacudió la cabeza con pesar—. Entonces, con su permiso.
Cuando la mujer se marchó, Victoria se volvió hacia James, que había permanecido inusualmente callado.
—Ven, te mostraré tu habitación.
Él la siguió en silencio, cojeando.