Capítulo 7

Victoria se detuvo frente a la puerta y la abrió. Enseguida la envolvió el aroma de su padre, a bergamota y cuero, y a pesar de que todo en aquella habitación le recordaba a él, notó su ausencia. Lo echaba de menos.

James la siguió al interior de la estancia. Era una habitación espaciosa, con el amplio lecho en el centro, flanqueado por unas mesitas de madera oscura. En la pared frontal se abrían unos grandes ventanales que daban luminosidad al interior, y por los que se accedía a una terraza. En un rincón había un aguamanil y, justo al lado, una puerta que debía dar a una estancia contigua, probablemente la habitación de la condesa. En la otra pared había un secreter y un armario con algunos libros. Se trataba de una habitación muy masculina, y a James le encantó.

—¿Dónde dormirás tú?

Victoria señaló la puerta que accedía al dormitorio de la condesa y se sonrojó.

—Si quieres, te espero fuera para acompañarte al comedor —le dijo antes de escapar casi corriendo de la habitación.

James se quedó mirando la puerta por la que su prima había desaparecido, y luego se giró hacia la que comunicaba los dos dormitorios. La miró como si esta pudiera revelarle algún secreto. Avanzó unos pasos y extendió la mano. La retiró enseguida, convertida en un puño, mientras maldecía por lo bajo. No iba a dejarse llevar por la tentación de probar si la puerta se encontraba cerrada o no. Si seguía por esos derroteros, iba a volverse loco. Tenía que sacarse a Victoria de la cabeza.

Parpadeó algo confuso. ¿En qué momento se había adueñado ella de sus pensamientos? Soltó un bufido molesto y se dirigió hacia el aguamanil. Echó agua y se enjuagó la cara y la nuca. Resolvería el asunto de Jimmy, regresaría a Londres y pondría la mayor distancia posible entre él y su prima, decidió.

Cuando salió de la habitación, Victoria lo estaba esperando. Se había cambiado el vestido por uno más sencillo de color crema que resaltaba la tonalidad cobriza de su cabello. Se veía preciosa, y tuvo que hacer un esfuerzo para no decírselo. Entrelazó las manos a su espalda, como si temiera que estas pudieran moverse por su cuenta buscando algún roce ocasional, y la siguió en silencio.

El comedor privado se encontraba en la planta baja, en el pasillo del ala familiar. Cuando llegaron, la señora Becher los estaba esperando.

—La comida es sencilla, milord, pero espero que le guste —comentó con una sonrisa de disculpa.

—Estoy seguro de que me gustará, señora Becher —replicó.

La mujer asintió satisfecha. Con su rostro redondo y sonrojado, su baja estatura, y esos mechones blancos que escapaban de su cofia, ofrecía tal aspecto maternal que daban ganas de abrazarla. James supuso que los niños debían de adorarla.

—Señora Becher —la llamó Victoria intentando atraer la atención de la gobernanta, que se había quedado abstraída en la contemplación del marqués—, ¿por qué no se sienta y nos cuenta qué es lo que pasó con Jimmy?

—Sí, sí, claro, por supuesto —repuso algo azorada. Se sentó a la mesa y frunció el ceño, pensativa—. Bueno, el niño siempre ha sido muy inquieto, pero nunca había dado problemas. Sin embargo, hace como unas dos semanas comenzó a escaparse. Al principio fue algo esporádico; solía esconderse en el terreno de la propiedad y nos obligaba a pasar horas buscándolo. Después comenzó a salir a las granjas vecinas, y soltaba a los animales. La gente comenzó a quejarse, y por eso tuve que escribirle a lord Rothwell.

—¿Habló mi padre con Jimmy?

—Sí, milady, lo hizo, y el niño pareció tranquilizarse —le respondió. Luego sacudió la cabeza—, pero no le dijo por qué había actuado así. No le sacó ni una palabra. Luego milord se marchó y, al día siguiente, Jimmy desapareció. Lo buscamos durante horas, en la propiedad y fuera de ella, y cuando cayó la noche y no lo encontramos, decidí escribirle a usted.

Los ojillos grisáceos de la mujer reflejaban su preocupación.

—Hizo bien, señora Becher —repuso Victoria tomando su mano para reconfortarla—. Milord y yo traeremos de vuelta al pequeño Jimmy, ya lo verá.

—Dios la oiga, milady.

—¿Pudo haber algo que preocupase o disgustase al niño? —inquirió James. El chico tendría que haber escapado por alguna razón.

—No creo, milord. Aquí los tratamos muy bien, y los niños están contentos.

—Estoy seguro de ello, señora. —Se apresuró a tranquilizarla el marqués al ver la tensión que reflejaba su semblante—. Me refería más bien a algún comentario que haya podido hacer algún vecino.

La mujer frunció el ceño.

—Bueno, el señor Brown es bastante quisquilloso, y se molestó mucho cuando Jimmy dejó abierto el gallinero y perdió algunas de sus gallinas —explicó—, pero el señor conde le pagó bien y ya no volvió a quejarse. Además, no creo que el niño hablase con él después de eso.

—De todas formas, si nos da la dirección del señor Brown —comentó James—, iremos a visitarlo.

—Por supuesto, milord. Confeccionaré una lista de las granjas más cercanas, en caso de que deseen ir a hablar con los dueños.

—Se lo agradecemos mucho, señora Becher —le dijo Victoria—. Lord Blackbourne y yo iremos esta misma tarde a verlos.

***

Después de la comida, comenzaron la búsqueda por la granja del señor Brown, un hombre ciertamente desagradable, quien a pesar de que no tuvo palabras de elogio para Jimmy, declaró que no lo había vuelto a ver desde la última vez que había dejado escapar sus gallinas.

Recorrieron todos los alrededores preguntando a los vecinos por el niño, pero ninguno de ellos lo había visto ni se había cruzado con él. Llegaron incluso hasta la mansión del señor Comyns. El hombre se mostró encantado de recibirlos en su casa y los invitó a pasar al salón donde les ofreció algo de beber. Después de apurar cuanto pudieron los saludos de rigor y la conversación sobre su salud, Victoria le preguntó por Jimmy.

—Pues no recuerdo haber visto al niño —declaró el hombre después de tomar un sorbo del excelente coñac que había servido para él y para James—, aunque lo cierto es que no suelo salir mucho a caminar por el pueblo. De cualquier forma, Hylands Park es un terreno demasiado grande, y el chico bien podría haberse escondido en cualquier rincón.

Victoria miró a James con preocupación. Había transcurrido demasiado tiempo desde que el niño había abandonado el hogar. Quizás no había comido nada desde hacía horas. ¿Y si se había desmayado? ¿Y si se había caído en alguna zanja? ¿Y si había decidido irse a Londres? Las infinitas posibilidades de lo que podía haberle pasado acabaron por angustiarla.

—¿Le importaría si echamos un vistazo por el parque? —preguntó el marqués.

—No tengo inconveniente, milord, pero el parque tiene una extensión de cerca de 232 hectáreas. Sería imposible para ustedes solos recorrerlo —opinó—. Si me lo permiten, llamaré a mis jardineros. Ellos conocen mejor el terreno. Uno podrá ir con ustedes, y los otros se dividirán para ayudarles a buscar, si le parece bien.

—Le estamos muy agradecidos, señor Comyns. Cuanta más ayuda, mejor.

El hombre hizo sonar una campanilla, y enseguida se presentó un mayordomo a quien dio instrucciones.

—Si me acompañan por aquí —les dijo al tiempo que se dirigía hacia las puertas afrancesadas que daban acceso a los jardines traseros de la mansión.

Salieron a la terraza y descendieron por los escalones hasta una amplia extensión de césped. Al fondo se veía un paseo de grava y varias fuentes rodeadas de parterres con flores. Había un camino empedrado que bordeaba la casa, por el que aparecieron varios hombres, que debían de ser los jardineros. El mayor de ellos se acercó el primero y saludó con una reverencia.

—Buenas tardes, milord, ¿nos ha mandado llamar?

—Buenas tardes, Benson. Necesitamos su ayuda. Lady Victoria y lord Blackbourne me han comentado que uno de los niños de Angels House se ha perdido, y piensan que quizás podría haberse escondido en el parque —le explicó—. Ustedes conocen todo el terreno, y sabrán mejor por dónde buscar.

El hombre se rascó la cabeza, coronada por una espesa mata de cabello blanco, en un gesto de preocupación.

—Por supuesto que le ayudaremos, milord, pero hay muchos sitios donde el muchacho ha podido esconderse. Hay varias arboledas, y luego están los lagos…

Victoria palideció al pensar en esa posibilidad. James tomó su mano y se la apretó para reconfortarla.

—No se preocupe, milady —le dijo el señor Comyns al ver su palidez—, seguro que el chico es listo y se ha mantenido alejado del agua.

Ella asintió poco convencida. «¿Dónde estás, Jimmy?», se preguntó.

A pesar de la ayuda ofrecida por los jardineros, tardaron horas en revisar las zonas más importantes del parque, y ya anochecía cuando regresaron a la mansión después de una búsqueda infructuosa. Agradecieron al señor Comyns su ayuda y le prometieron que, en otra ocasión, aceptarían su invitación a cenar en Hylands House.

Cuando llegaron a Angels House, la señora Becher los esperaba ansiosa y la decepción demudó su esperanzado semblante en uno de tristeza al ver que no los acompañaba el pequeño. Al ver el rostro cansado de Victoria, se apresuró a reconfortarla.

—Mañana tendrán más suerte, milady —declaró con una sonrisa un tanto temblorosa—. Jimmy es un chico listo, y seguro que ha encontrado un pajar donde pasar cómodamente la noche. Ahora lo que usted necesita es cenar algo y descansar.

Victoria negó con la cabeza.

—Se lo agradezco mucho, señora Becher, pero no tengo hambre. Si hace el favor de subirme un té a mi habitación, me retiraré.

—Por supuesto, milady.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó James apenas se alejó la mujer.

—Solo estoy cansada.

La sonrisa que esbozó estaba impregnada de tristeza, y sus ojos verdes habían perdido el fulgor que los caracterizaba. Se veía derrotada. James quiso abrazarla, pero sabía que no sería una buena idea. Asintió con la cabeza y se retiró un paso atrás.

—Entonces, descansa —le dijo—. Buenas noches, Vic.

Ella ni siquiera fue capaz de devolverle la mirada. Se dio media vuelta y subió las escaleras que conducían desde el vestíbulo inferior al pasillo de las habitaciones. Los ojos de James la siguieron hasta que desapareció.

A él no le apetecía cenar solo, así que invitó a la señora Becher a que lo acompañase. Ella le aseguró que ya había tomado algo, pero que estaría encantada de darle conversación. Le contó cómo había comenzado a trabajar para el conde de Rothwell y lo duros que habían sido los primeros años en el hogar. También le habló de la pequeña Victoria, que acompañaba a su padre en las visitas y jugaba con los otros niños.

—Solía traerles regalos a todos que ella misma compraba con sus ahorros —recordó la gobernanta con una sonrisa—. Siempre ha sido una joven muy generosa y de buen corazón. ¿Sabía usted que le gusta comprar sombreros espantosos?

James arqueó las cejas, perplejo ante el extraño comentario.

—¿Sombreros? —repitió sin saber qué otra cosa decir.

La gobernanta asintió y dejó escapar una risita juvenil. Sus ojos grises brillaron con picardía.

—Lord Rothwell me contó que cada vez que lady Victoria se encuentra de mal humor, acude a una de las sombrererías más caras de Londres. Entonces, compra el sombrero más extravagante que tienen, por un precio sumamente costoso —le explicó divertida—. La dueña de la tienda nos envía las tres cuartas partes de la suma de cada compra para poder adquirir ropa para los niños, y la otra parte se la queda ella. Es un acuerdo que hicieron hace tiempo, y nunca nos ha faltado ni una prenda para nuestros niños —admitió complacida—. Sí, es una joven muy generosa.

Era tarde cuando James subió a su dormitorio. La señora Becher había resultado ser una gran conversadora, y él había estado encantado de escuchar más anécdotas sobre Victoria. Mientras subía las escaleras, no podía dejar de sonreír recordando lo que le había contado la gobernanta sobre los extravagantes sombreros. Se preguntó cuántas cosas más habría sobre ella que desconocía. Al pensar en ello comprendió que, al verla solo como a su prima, la joven con la que siempre podía bromear y discutir, no había llegado a descubrirla como mujer. Notó un cosquilleo de anticipación en el bajo vientre. Siempre le habían gustado los retos, y ahí tenía uno que le gustaba especialmente.

Entró en los aposentos del conde. Algunas velas iluminaban la estancia, y supuso que alguno de los criados las había encendido y había deshecho también su equipaje, puesto que no vio su bolsa de viaje por ninguna parte. Se dirigió hacia el gran ventanal que formaba parte de una de las paredes, y la abrió de par en par. La brisa fresca acarició su rostro y le removió el cabello. Inspiró el aire puro y alzó la cabeza para contemplar las estrellas. El cielo se veía hermoso esa noche con su manto de negrura salpicado de pequeñas luces que titilaban en el firmamento. Una estrella fugaz lo atravesó y James se acordó de su hermana Arabella.

De niños solían pasar el verano en la mansión que los duques tenían en el campo. A su hermana le gustaba salir por la noche a la terraza para contemplar el cielo. Siempre esperaba poder ver alguna estrella fugaz, porque, decía, podría pedir un deseo y este se cumpliría. James no sabía si alguna vez se había cumplido alguno de los que Arabella había pedido, pero cuando vio otro de los pequeños astros luminosos atravesar veloz el firmamento, se atrevió a volver a ser niño, y pidió su propio deseo: encontrar a Jimmy.

Se preguntó dónde pasaría el niño la noche, si tendría un techo o si habría comido. Se preguntó también si no se sentiría demasiado solo. Cerró los ojos un momento mientras pensaba en su propia vida. Tenía unos padres maravillosos, dos hermanos estupendos y una hermana a la que adoraba. Se sabía amado. A los diez años, él ya poseía un título, riquezas y un apellido ilustre, todo ello sin ningún esfuerzo por su parte; ahora vivía sin preocupaciones, con la única ocupación de divertirse. Miró sus manos, grandes y fuertes, que apoyaba sobre el alféizar y, de repente, le parecieron demasiado vacías.

Victoria le había reprochado muchas veces que llevaba una existencia cómoda y lo había instado a hacer algo mejor con su vida. Siempre había creído que su prima lo hacía llevada por un sentido del deber, pero ahora comprendía que no era así. Ella era capaz de ver lo bueno que había en él, aunque estuviese enterrado bajo capas de arrogancia, orgullo y desidia, igual que era capaz de ver lo bueno que había en los niños del hogar.

Sí, podía ser un hombre mejor, decidió. Pero ¿podrás serlo lejos de Victoria?, lo interrogó su conciencia. Se removió inquieto en el sitio. Prefería no responder a esa pregunta.

Se dirigió hacia el interior de la habitación, apagó las velas, dejando solo una encendida sobre la mesilla al lado de la cama. Se despojó de su ropa y la acomodó sobre una de las butacas tapizadas de seda y brocado. Le gustaba dormir desnudo, y aún más durante las noches cálidas como esa. El mullido lecho de plumas lo abrazó como a un amante, y James cerró los ojos con placer. El silencio se extendió a su alrededor, roto de vez en cuando por el ulular de algún búho.

Fue entonces, en medio de esa quietud, cuando percibió un sonido que llamó su atención. Parecía un llanto quedo. Se sentó sobre la cama y escuchó con atención. Descubrió que provenía de la habitación contigua.

Se levantó de inmediato para vestirse con los pantalones y dirigirse hacia la puerta. Volvió a escuchar y no le cupo duda, Victoria estaba llorando. Su mano voló al pomo y lo movió despacio. La puerta no tenía la llave echada. La abrió lentamente, para no asustarla, y entró, deteniéndose en el umbral.

—¿Victoria? —La llamó en un susurro.

Como ella no respondió, se adentró un poco más. Ahora el llanto era más audible, y sonaba angustiado.

—Vic, ¿qué te ocurre? —le preguntó mientras se acercaba a la cama y se sentaba en el borde.

La muchacha le daba la espalda y ahogaba los sonidos de sus sollozos con las sábanas.

—Ve… vete —balbuceó ella entre hipidos.

James hizo caso omiso de sus palabras, puso la mano en su hombro y la obligó, con suavidad, a girarse hacia él. Sus hermosos ojos estaban arrasados en lágrimas que brillaban con el fulgor de la única vela que había encendida.

—Dime qué te pasa, Vic —le pidió con dulzura.

Lo miró con sus ojos agrandados por la angustia y la tristeza.

—Y si… y si Jimmy…

No pudo terminar, las palabras se perdieron en un sollozo; sin embargo, no hizo falta, James sabía lo que quería decir. Se subió a la cama, apoyando la espalda contra el cabezal, y tiró de ella hasta tenerla envuelta entre sus brazos consoladores. Su corazón se desbordó de ternura por esa mujer que tantas lecciones le estaba dando sobre el amor.

Siempre había pensado que amaba a su familia porque sería capaz de dar la vida por cada uno de ellos; ahora comprendía que el verdadero amor, ese que había entre el duque y la duquesa, no se basaba en actos heroicos, sino en pequeños detalles, a veces invisibles. Y, en aquel momento, sintió celos del hombre al que Victoria había entregado su corazón, porque había obtenido un tesoro que él había tenido al alcance de la mano y no había sabido apreciar.

Le besó el cabello, que todavía sabía a tibieza por las caricias prodigadas por el sol de la tarde, y deseó, como no había deseado nunca, que el corazón de aquella mujer le perteneciera.

Se quedó quieto, con la respiración contenida en un suspiro de anhelo. Y entonces lo comprendió.

Estaba enamorado de Victoria.

El pensamiento no lo sorprendió. Era más bien como si su mente acabase de aceptar algo que su corazón siempre había sabido. ¿Desde cuándo la amaba? Tal vez desde hacía mucho, por eso siempre la buscaba en las fiestas y veladas a la espera de poder cruzar con ella esas palabras que le decían que se preocupaba por él, que le importaba; por eso le gustaba verla sonreír y le parecía que el sol brillaba más cuando esa sonrisa iba dirigida a él; quería que ella confiara en él y, por eso, comprendió también, la deseaba.

Cerró los ojos. Un dolor sordo, profundo, le oprimió el pecho. Había llegado tarde, demasiado tarde.

Dejó escapar el aire que había estado reteniendo y, consciente de que esperaba alguna palabra de él, le contestó.

—No pienses en ello, Victoria. Jimmy está bien —le aseguró.

Ella levantó el rostro hacia él y a James se le encogió el corazón al ver la tristeza que anegaba sus ojos esmeralda.

—¿Me lo prometes?

En ese instante le hubiese prometido cualquier cosa, y así lo hizo.

—Te lo prometo —repuso con voz grave.

La confianza que vio en su mirada lo hizo sentirse humilde e indigno. ¿Era posible ver el cielo en unos ojos? Porque era lo que él veía en aquellos momentos, y quería perderse en ese universo para siempre.

No se dio cuenta de lo que hacía, no pensó que usurpaba el lugar que otro había ya conquistado, simplemente se dejó llevar por el corazón, por lo que llevaba tiempo deseando hacer.

La besó.

Sus labios la buscaron primero con suavidad, con dulzura, pero cuando Victoria gimió y deslizó su mano cálida por la columna de su cuello hasta enredarla en su cabello, algo se encendió dentro de James y la besó con ardor, apretándola contra su cuerpo. El corazón golpeaba con violencia contra su pecho, como si desease escapar de su prisión para fundirse con el de ella, que latía al mismo ritmo.

James oyó la respiración agitada de Victoria y supo que estaba tan excitada como él. La verdad lo sacudió con dureza y maldijo para sus adentros. No podía aprovecharse de la situación. Ella no le pertenecía.

Respiró hondo y se obligó a detenerse. Con suavidad, la instó a apoyar de nuevo la cabeza contra su pecho.

—Duérmete, Vic. Yo velaré tu sueño.

—No puedes tratarme así, James —lo amonestó ella con la voz vencida por el sueño y la tristeza—. No es justo.

«No, no lo es», pensó James.

Y, por primera vez, sintió en su corazón el regusto amargo de la derrota.