Capítulo 8

Abrió los ojos despacio. La habitación se hallaba en penumbras, pero se dio cuenta enseguida de que se encontraba sola.

¿Habría soñado con la presencia de James en ese cuarto? Aquel beso que recordaba, ¿no había sido real?

Se había metido en el lecho con una gran congoja en el corazón. No dejaba de darle vueltas a lo que podría haberle sucedido a Jimmy, pero el cansancio y la pena la vencieron y se quedó dormida. Creyó haberse despertado al escuchar la voz de James que la llamaba; luego él la había abrazado, y había sentido la calidez de sus labios sobre su boca. ¿Lo había deseado tanto que había creído que era realidad?

Sacudió la cabeza con pesar y, aunque todavía era temprano, decidió levantarse. Quería volver a emprender cuanto antes la búsqueda del niño. Se aseó con el agua que alguna de las criadas había debido de traer mientras ella dormía, y se vistió con otro de sus vestidos más sencillos, los que solía usar cuando visitaba los hogares. Eran cómodos y mucho más fáciles de manejar, ya que se abrochaban por delante y no usaban tantas crinolinas y enaguas. Una vez que estuvo lista, bajó al comedor para desayunar.

***

James escuchó el sonido de la puerta y los pasos de Victoria cuando salió de la habitación. Había pasado gran parte de la noche despierto mientras la acunaba entre sus brazos y reflexionaba sobre el nuevo rumbo que debía dar a su vida… sin Victoria. Luego había regresado a su propio lecho, pero solo había dormitado un poco.

Abandonó la cama y se dirigió al lavamanos. Lo mejor sería afrontar cuanto antes el encuentro con ella. No creía que fuese a echarle en cara el beso que le había dado, pero si comentaba algo, le diría que se había tratado tan solo de un beso de consuelo. Consuelo que a él le había sabido dulce y amargo al mismo tiempo.

Se tomó su tiempo para vestirse, a pesar de que sabía que Victoria tendría prisa por comenzar la búsqueda. Si él bajaba en aquel momento al comedor, probablemente ella ni siquiera tomaría su desayuno con tal de partir inmediatamente. Cuando llegó al vestíbulo, se detuvo sin saber bien a dónde ir. Probablemente habría una biblioteca en la mansión; podía intentar encontrarla y pasar allí un rato.

Un suspiro quedo lo sacó de sus cavilaciones. Miró alrededor, pero no vio a nadie, o eso creía hasta que divisó en un rincón, junto a unos inmensos cortinajes, casi escondida entre sus pliegues, la figura de una niña que lo miraba con unos inmensos ojos negros en su pequeña carita blanca. Tenía el cabello oscuro recogido en dos trenzas que le caían sobre los hombros y apretaba contra su pecho una muñeca de trapo.

—Hola —la saludó James con tono suave para no asustarla, aunque la niña no parecía cohibida, a pesar de que debía tener alrededor de unos cuatro o cinco años, según creyó.

—¿Dónde están tus alas? —Su vocecita sonó dulce y musical, como el sonido de unos cascabeles.

—¿Perdón?

La niña ladeó la cabeza y lo observó con curiosidad.

—Eres un ángel, ¿no? —le dijo—. Entonces, ¿dónde están tus alas?

Aquella inocencia infantil provocó en James una sonrisa. Avanzó unos pasos y se acuclilló ante la pequeña.

—¡Chis! Es un secreto —le comentó al tiempo que le guiñaba un ojo—. Nadie puede saber que soy un ángel ni que mis alas las tengo escondidas bajo la chaqueta.

La niña asintió con seriedad.

—¿Has venido a por Jimmy? —le preguntó—. Porque él se ha marchado a buscarte.

James se puso alerta.

—Ah, ¿sí? ¿Y tú cómo lo sabes?

—Me lo dijo cuando se enfadó. —Frunció el ceño y puso los brazos en jarras como si fuera a reprenderlo—. Pero está mal enfadarse, ¿sabes? Bueno, tú nunca te enfadas porque eres un ángel, pero la señora Becher dice que es mejor ser un niño alegre que uno gruñón.

—¿Y por qué se enfadó Jimmy?

La pequeña abandonó su refugio entre los cortinajes y se acercó más a James. Extendió la mano y cogió uno de sus mechones rubios entre los dedos, observándolo con curiosidad. Él le dejó hacer y esperó paciente la respuesta.

—Fue por lo que le dijo Peter de que su mamá estaba muerta —le confesó después de un rato—. Pero es verdad, nosotros no tenemos mamá, ni papá, ¿sabes? Pero Jimmy se enfadó mucho, y dijo que se iba a conseguir una mamá para él solo. Entonces Peter se burló y le dijo que eso no podía hacerlo, y Jimmy dijo que sí, que iba a buscar a un ángel para pedirle el deseo. ¿Tú concedes deseos?

—Puede ser —repuso con una sonrisa tierna—. ¿Qué te gustaría?

La niña soltó el mechón que había estado frotando y bajó la mirada hacia su muñeca a la que abrazó con fuerza. Luego extendió sus bracitos y se la mostró. Le faltaba uno de sus ojitos de botón, tenía una de sus piernas más corta que la otra, y su vestido, a retales, llevaba varios remiendos.

—Sally necesita un vestido nuevo, ¿sabes?, así no puede ir a tomar el té.

James notó que los ojos se le humedecían y tuvo que tragar saliva para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta.

—Te prometo que Sally tendrá su vestido nuevo —le aseguró—, el más hermoso que puedas imaginar.

La pequeña esbozó una sonrisa emocionada a la que le faltaba un diente, y se abrazó con fuerza al cuello del marqués.

—¡Gracias!

Él rodeó con sus brazos el cálido y delgado cuerpo, y besó su cabecita enternecido.

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Mary, y tengo casi cinco años —repuso con seriedad, mientras le mostraba con los deditos extendidos su edad.

—Tienes un nombre precioso —le contestó. Se puso de pie y la tomó de la mano—. Ven, Mary. Quiero que conozcas a alguien.

***

Victoria sonrió de nuevo a la señora Becher mientras esta continuaba hablando acerca de su hija mayor, que acababa de dar a luz a su tercer hijo, otro varón; sin embargo, le prestaba poca atención, nerviosa como se encontraba por la ausencia de James. Se preguntó qué estaría haciendo y por qué tardaba tanto en bajar a desayunar. ¿Debería ir a buscarlo?

En ese momento se abrió la puerta, y el objeto de sus pensamientos entró en la estancia junto con una niña que parecía muy pequeña a su lado.

—¡Mary! —exclamó la gobernanta poniéndose de pie—. No debes molestar a milord.

—No es tulor —repuso la pequeña con seriedad—. Es un ángel, pero no te lo puedo contar porque es un secreto.

James contuvo una sonrisa cuando vio que Victoria ponía los ojos en blanco y musitaba unas palabras por lo bajo.

Mary volvió la cabeza hacia ella y se quedó quieta, con la mirada fija en Victoria y los labios rosados abiertos. Dio un tirón a la mano de James y este se agachó para escucharla.

—¿Ella es también un ángel? —le preguntó en un sonoro susurro que hizo sonreír a Victoria.

Vio que James la miraba con un brillo divertido en los ojos.

—Sí, lo es.

—Es muuuy guapa —dijo con tono de admiración y sus ojos negros como carbones, abiertos de par en par. Luego movió la cabeza en un enérgico asentimiento para enfatizar sus palabras—. Es más guapa que Sally.

—Tienes razón —convino James sin apartar la mirada de su prima—, es preciosa.

Victoria se ruborizó por la intensidad con que la contemplaban sus ojos, y se removió inquieta.

—¿Y quién es esta preciosa niña? —interrogó para aliviar su turbación.

—Me llamo Mary. —La pequeña estaba encantada con la atención recibida y contestó antes de que pudiera hacerlo la señora Becher—. Tengo casi cinco años y sé dónde está Jimmy.

La gobernanta dejó escapar una exclamación ahogada ante la afirmación de la niña. Victoria abrió los ojos sorprendida y miró a James, que le dedicó un asentimiento de cabeza mientras le sonreía.

—¿Y dónde está Jimmy, Mary? —le preguntó.

—Se fue a la iglesia —repuso con sencillez.

—¿A la iglesia?

No podría haberse sorprendido más si le hubiera dicho que se había marchado con algún circo itinerante. Mary asintió varias veces.

—Fue a buscar un ángel para pedirle un deseo. —Frunció el ceño tras pronunciar estas palabras—. A lo mejor se va a enfadar cuando se entere de que habéis venido aquí.

—No te preocupes, preciosa —le dijo James—. Vamos a ir a buscarlo ahora mismo y lo traeremos de vuelta.

—Espero que así sea, milord —comentó la señora Becher, que mostraba ahora un rostro más animado. Se acercó a la niña y la tomó de la mano—. Vamos, Mary. Estoy segura de que todavía no has comido.

—Es que a Sally no le gustan las verduras —respondió con solemnidad.

Los tres adultos sonrieron.

—¿Crees que a Sally le gustaría comer un poco de queso y pollo? —inquirió la señora Becher.

Mary miró a su muñeca y luego sonrió.

—Sí, yo creo que sí.

—Me lo suponía —comentó sonriente la gobernanta.

—También le gusta el dulce —añadió cuando ya se hallaban en el umbral de la puerta. Entonces se detuvo y se volvió hacia James—. Por favor, ángel, no te olvides de mi deseo.

—No me olvidaré, Mary.

—¿Qué deseo te ha pedido? —le preguntó curiosa Victoria cuando se marcharon.

—Los deseos no pueden decirse, o no se cumplirán —señaló él.

Se echó a reír cuando la oyó murmurar por lo bajo.

***

La iglesia no quedaba demasiado lejos de la mansión. Se trataba de un edificio antiguo con sólidos muros de piedra y una torre. En la fachada, sobre las grandes puertas de madera, había un rosetón. Cuando penetraron en el interior, un silencio sagrado los envolvió. La suave luz de colores que producía la vidriera otorgaba al lugar una atmósfera casi mística. Victoria tuvo la sensación de que las figuras que descansaban en sus pedestales podrían ponerse a hablar.

Miró alrededor, pero los bancos ordenados en hileras se hallaban vacíos. Se volvió hacia James, que había fruncido el ceño y parecía estudiar el lugar, como si intentase ponerse en el lugar de Jimmy. Habían convenido antes de entrar que sería mejor no llamarlo en voz alta, no fuese que el niño se asustase y huyese.

James llamó la atención de Victoria y le señaló un lugar. En el lado izquierdo de la nave se abría una pequeña capilla que quedaba escondida tras una columna. Ella no comprendió lo que le señalaba, hasta que vio la escultura que presidía el estrecho espacio. Era una figura del arcángel san Miguel. Sujetaba en la mano una espada de fuego y, debajo de él, con forma de enorme serpiente, yacía el demonio derrotado.

Victoria se adelantó, pasando entre los bancos, hasta llegar al lugar que permanecía casi a oscuras, iluminado tan solo por la tenue luz de una lámpara de aceite. Acurrucado a los pies de la imagen, Jimmy dormía. Se acercó hasta él y lo sacudió con suavidad.

—Jimmy…

El niño parpadeó somnoliento y se frotó los ojos. Luego la miró confuso, hasta que en sus ojos hubo un brillo de reconocimiento.

—Jimmy, ¿qué haces aquí, cariño? La señora Becher está muy preocupada por ti.

Él encogió las piernas y se abrazó las rodillas.

—No voy a volver —comentó enfurruñado.

Victoria le acarició el suave cabello apartando un mechón de su frente.

—¿Por qué no quieres volver al hogar?

Una lágrima rodó por la mejilla del pequeño.

—Porque no quiero ser como ellos —sollozó—. Quiero tener un papá y una mamá que me quieran solo a mí, como los demás niños del pueblo. La señora Becher me dijo que… —Se detuvo de repente cuando vio a James, y abrió los ojos asombrado. Giró la cabeza y miró hacia la enorme estatua.

James, que se había acercado, también dirigió su mirada hacia la figura y comprendió lo que el niño veía. El arcángel san Miguel llevaba el cabello largo pintado de rubio, y sus ojos, de color verde, combinaban con la túnica corta que portaba. A los ojos de un niño tan pequeño, la figura debía parecerle enorme, igual que él, que rozaba casi el metro noventa.

Jimmy se quedó quieto, con la mirada de sus preciosos ojos azules clavada sobre el rostro de James.

—Hola, Jimmy —lo saludó.

—Sabes mi nombre —susurró maravillado—. Entonces, ¿has oído mi deseo? ¿Me lo puedes conceder? —Pareció contener la respiración a la espera de una respuesta. Luego, como si hubiese recordado los buenos modales que le inculcaban en el hogar, añadió—: Por favor.

El marqués se acuclilló para quedar a la misma altura que el niño, que seguía sentado. Tenía los ojos brillantes de esperanza y lágrimas sin derramar, y a James le supo mal tener que desilusionarlo.

—En el hogar te quieren mucho, Jimmy, por ejemplo, la señora Becher, o Mary.

El chico sacudió la cabeza.

—Mary es pequeña, ella no cuenta, y la señora Becher no puede abrazar a todos los niños —susurró con tristeza.

El desconsuelo del niño encogió el corazón de Victoria. Cuando perdió a su madre, ella también había experimentado la necesidad de que alguien la abrazara y le hiciese sentirse querida, pero ella tenía al conde, mientras que Jimmy no tenía a nadie.

En el hogar les ofrecían todo, comida, vestidos, educación, y todo el cariño que podían. Muchos de los niños que habían crecido allí, habían encontrado un trabajo y tenían ahora una vida feliz; pero quizás habría otros niños como Jimmy, de corazón más sensible, que necesitasen más demostraciones de afecto… «Y unos padres», se dijo. ¿Por qué no? ¿Acaso no habría entre la gente del pueblo matrimonios sin hijos que deseasen tener uno?

James siempre había actuado movido por la razón. Cada decisión que tomaba, la reflexionaba a fondo. En esta ocasión, sin embargo, conmovido por la tristeza de Victoria y del niño, se dejó llevar por el impulso.

—No puedo concederte tu deseo, Jimmy, al menos por el momento —añadió cuando vio que una lágrima se desprendía de sus ojos azules—. Yo no soy ningún ángel. Me llamo James, igual que tú, y soy primo de lady Victoria —le explicó—. Pero, aunque no puedo darte unos padres, sí que puedo invitarte a pasar un verano divertido en mi casa, con unos abuelos que te mimarán mucho y unos tíos que te enseñarán un montón de cosas. ¿Qué te parece?

—¿De verdad? —le preguntó inseguro, mientras se limpiaba las silenciosas lágrimas que corrían por sus mejillas.

James le sonrió.

—De verdad —le aseguró—. Y ahora, Jimmy, iremos a preparar tu equipaje.

El pequeño se puso de pie tan de repente, que trastabilló y James tuvo que sujetarlo por los hombros para que no cayese al suelo.

—Sí, señor. Gracias, señor —repuso entusiasmado, dirigiéndole una mirada de adoración.

—Bueno, ¿y qué te parece si sellamos nuestro trato con un abrazo?

Jimmy se aferró a su cuello con tanto ímpetu, que a punto estuvieron los dos de rodar por el suelo. Apenas rodeó el delgado cuerpecito, el niño estalló en sollozos incontrolables. James se puso de pie, llevándolo consigo, y lo acunó con ternura. Se giró hacia Victoria y se percató de que también había lágrimas en sus mejillas. Las borró con el pulgar, deleitándose con la suavidad de su piel, y dejó que su palma descansase por un momento contra su rostro.

—¿Estás seguro? —le susurró ella.

James asintió. No le importaba lo que pudiera pensar la alta sociedad. Si no podía hacer lo que quisiese, ¿para qué demonios ostentaba el título de marqués?

Salieron de la iglesia. Tras el llanto, Jimmy se había quedado dormido con su cabecita rubia descansando sobre su hombro.

Victoria caminaba silenciosa a su lado. Aunque se alegraba de haber encontrado al niño sano y salvo, el corazón le dolía. Cuando James había abrazado al pequeño, y los había visto juntos —los dos tan rubios, de ojos claros y esa especie de digna arrogancia que imprimían a sus gestos; los dos tan parecidos—, no había podido evitar pensar en lo buen padre que sería y en cuánto querría a sus hijos. Unos hijos que no serían los de ella, sino los de otra mujer.

«¿Cuántas veces puede romperse un corazón?», se preguntó.

La llegada a la mansión causó alboroto entre el personal de servicio y los niños, que en ese momento se encontraban jugando en el jardín. James dejó al niño en el suelo, y la señora Becher se acercó a ellos agitando las manos con grandes aspavientos, como una gallina clueca que reclamaba a su polluelo. Jimmy se dejó abrazar por ella, contento, y saludó a sus compañeros, pero no se separó en ningún momento del marqués, como si temiese que este pudiese desaparecer sin llegar a cumplir su promesa. Supuso un gran esfuerzo convencerlo de que se marchase con uno de los criados para que le diese de comer y lo bañasen, hasta que James le aseguró que él era un caballero, y que los caballeros jamás faltaban a su palabra. Solo entonces se dejó conducir con docilidad hacia el interior de la mansión.

Convencer a la señora Becher de dejarles que se llevasen al niño supuso otra tarea ingente. La mujer aducía que después de vivir una experiencia así, Jimmy no querría volver al hogar. Victoria comprendía que la mujer llevaba bastante razón, pero James se mostró inflexible al respecto y, al final, la gobernanta no tuvo más remedio que ceder y ordenarle a una de las criadas que preparase el equipaje para el niño.

El viaje de regreso a Londres transcurrió con mayor rapidez, amenizado con la charla constante de Jimmy quien, vestido con sus mejores ropas y el cabello peinado hacia atrás, parecía un pequeño lord. Cuando el carruaje se detuvo frente a la entrada de Westmount Hall en Hanover Square, los ojos del pequeño se abrieron sorprendidos, y permaneció inusualmente callado mientras ascendían por los escalones de la entrada. Victoria también se encontraba bastante nerviosa. ¿Qué pensaría la duquesa de que le hubiesen traído a uno de los niños del hogar a su casa?

La puerta se abrió y Thompson, el mayordomo, los saludó con una ligera inclinación.

—Veo, milord, que su viaje ha tenido éxito —le dijo al marqués.

—Así es, Thompson. Este es Jimmy.

—Bienvenido, señorito.

El mayordomo le dedicó una reverencia y el niño lo contempló con los ojos muy abiertos. Luego le devolvió el gesto a la perfección mientras añadía:

—Gracias, señor.

A Thompson se le escapó una sonrisa sincera. La voz de la duquesa irrumpió en el vestíbulo.

—¡Victoria, James! —Los saludó.

Se detuvo de golpe cuando vio a Jimmy. Por un momento tuvo la sensación de haber retrocedido en el tiempo y estar viendo a alguno de los trillizos cuando eran niños. Lady Eloise pensó que, si no fuese porque tendría que haberlo engendrado con dieciocho o diecinueve años —algo difícil, puesto que a esa edad se encontraba estudiando en Eton—, el niño podría haber pasado perfectamente por hijo de James.

Vio que su hijo había apoyado su mano sobre el hombro del pequeño y le hacía avanzar un paso hacia ella. Entonces esbozó una sonrisa pícara.

—Jimmy, te presento a tu abuela.