Supieron de él en julio y estuvieron enfadados todo agosto. Trataron de matarlo en septiembre. Era demasiado pronto. No estaban preparados. El atentado fue un fracaso. Podría haber sido un desastre, pero de hecho fue un milagro. Porque nadie se dio cuenta.
Usaron su método habitual para burlar el control de seguridad y se instalaron a treinta metros de donde él daba su discurso. Usaron silenciador y no le dieron por dos centímetros. La bala debió de pasar justo por encima de su cabeza. Quizás incluso le rozó el pelo, porque inmediatamente levantó la mano y se lo arregló como si una corriente de aire se lo hubiese despeinado. Lo vieron una y otra vez, después, por la televisión. Levantaba la mano y se arreglaba el pelo. Nada más. Seguía con su discurso, como si nada, porque una bala disparada con silenciador es por definición demasiado rápida para la vista y demasiado silenciosa para el oído. Así que no le dio y siguió adelante. No dio a nadie de los que estaban detrás de él. No encontró ningún obstáculo, no impactó contra ningún edificio. Voló limpia hasta que se quedó sin energía y la gravedad la arrastró hacia el suelo, a lo lejos, donde no había nada más que un pastizal vacío. No hubo ninguna respuesta. Ninguna reacción. Nadie se dio cuenta. Fue como si esa bala nunca hubiera sido disparada. No dispararon de nuevo. Estaban demasiado conmocionados.
Así que fue un fracaso, pero un milagro. Y una lección. Pasaron todo el mes de octubre actuando como los profesionales que eran, empezando de nuevo, tranquilizándose, pensando, aprendiendo, preparándose para el segundo atentado. Sería un atentado mejor, cuidadosamente planificado y ejecutado correctamente, elaborado con técnica, matices y sofisticación, y mejorado por un miedo impío. Un atentado digno. Un atentado creativo. Sobre todo, un atentado que no iba a fallar.
Entonces llegó noviembre, y las reglas cambiaron por completo.
La taza de Reacher estaba vacía, pero seguía caliente. La levantó del plato, la inclinó y observó cómo la borra del fondo fluía hacia él, lenta y marrón, como el lodo de un río.
—¿Cuándo hay que hacerlo? —preguntó.
—Lo antes posible —dijo ella.
Él asintió. Se deslizó de lado por el banco de la cabina y se puso de pie.
—Te llamo en diez días —dijo.
—¿Con una decisión tomada?
Él negó con la cabeza:
—Para decirte cómo salió.
—Voy a saber cómo salió.
—Vale, para decirte adónde mandarme el dinero.
Ella cerró los ojos y sonrió. Él bajó la vista hacia ella.
—¿Pensabas que no iba a aceptar? —dijo.
Ella abrió los ojos:
—Pensé que serías un poco más difícil de convencer.
Él se encogió de hombros:
—Como te dijo Joe, me encantan los desafíos. Joe solía acertar en cosas como estas. Solía acertar en muchas cosas.
—Ahora no sé qué decir, además de gracias.
Él no respondió. Pero apenas empezó a alejarse, ella se plantó a su lado y lo retuvo donde estaba. Hubo una pausa incómoda. Por un segundo se quedaron cara a cara, atrapados por la mesa. Ella le dio la mano y él se la estrechó. Ella la sostuvo un poco más, y después se estiró y lo besó en la mejilla. Tenía los labios suaves. El contacto le quemó como una pequeña descarga eléctrica.
—Con darte la mano no basta —dijo ella—. Lo vas a hacer por nosotros. —Luego hizo una pausa—. Y estuviste a punto de ser mi cuñado.
Él no dijo nada. Solo asintió, esquivó la mesa y volvió la vista atrás una vez. Después subió las escaleras y salió a la calle. Tenía el perfume de ella en la mano. Fue paseando hasta el cabaret y les dejó una nota a sus amigos en el camerino. Después se dirigió hacia la autopista, con diez días por delante para resolver cómo matar a la cuarta persona mejor protegida del planeta.
Todo había empezado ocho horas antes, así: la líder del equipo M. E. Froelich llegó a trabajar ese lunes por la mañana, trece días después de las elecciones, una hora antes de la segunda reunión estratégica, siete días después de que se hubiera utilizado por primera vez la palabra asesinato, y tomó su decisión final. Fue en busca de su superior inmediato y lo encontró en la secretaría, delante de su oficina, claramente de camino hacia otro lado, claramente apurado. Tenía una carpeta bajo el brazo y una indudable expresión de no se acerque en el rostro. Pero ella respiró hondo y dejó claro que necesitaba hablar en ese mismo momento. Con urgencia. Y de manera extraoficial y en privado, obviamente. Por lo que él hizo una pausa, se dio la vuelta de manera abrupta y volvió a su oficina. La hizo pasar detrás de él y cerró la puerta a sus espaldas, con la suavidad suficiente como para que la reunión no programada pareciera un poco conspiratoria, pero con la firmeza suficiente como para que no le quedaran dudas de que estaba molesto por la interrupción de su rutina. Fue simplemente el ruido del pestillo al cerrarse, pero fue también un mensaje inconfundible, comunicado de manera exacta en el lenguaje de las jerarquías de toda oficina: espero que no me esté haciendo perder el tiempo con esto.
Era un veterano con veinticinco años de experiencia, bien entrado en la última vuelta antes de jubilarse y bien entrado en los cincuenta, el último eco de los viejos tiempos. Todavía era alto y se conservaba esbelto y atlético, pero estaba encaneciendo rápido y ablandándose en los sitios equivocados. Se llamaba Stuyvesant. Como el último director general de Nueva Ámsterdam, decía cuando le preguntaban cómo se escribía. Después, reconociendo el mundo moderno, decía: como la marca de cigarrillos. Se vestía con ropa de Brooks Brothers todos los días de su vida, sin excepción, pero se le consideraba flexible en sus tácticas. Lo mejor: nunca había fallado. Ni una sola vez, y llevaba largo rato en el mercado, con no pocas dificultades. Pero no había habido fallos, ni tampoco mala suerte. Por lo tanto, según el cálculo despiadado propio de toda organización, se le consideraba una buena persona para la que trabajar.
—Parece un poco nerviosa —dijo.
—Lo estoy, un poco —respondió Froelich.
La oficina era pequeña, y silenciosa, y poco amueblada, y muy limpia. Las paredes estaban pintadas de blanco brillante e iluminadas con halógenos. Había una ventana, con persianas verticales medio cerradas contra el clima gris de fuera.
—¿Por qué está nerviosa? —preguntó.
—Necesito pedir su autorización.
—¿Para qué?
—Para una cosa que quiero intentar —dijo ella.
Tenía veinte años menos que Stuyvesant: treinta y cinco, para ser exactos. Era más alta que baja, aunque no en exceso. Quizás solo tres o cinco centímetros por encima de la media de las mujeres americanas de su generación, pero la clase de inteligencia, energía y vitalidad que irradiaba dejaban la palabra media fuera de la ecuación. Estaba a medio camino entre ser ágil y ser fuerte, y un resplandor brillante en su piel y en sus ojos hacía que pareciera una atleta. Tenía el pelo corto, rubio e informalmente despeinado. Daba la impresión de haberse puesto la ropa de todos los días a toda prisa, tras haberse duchado corriendo, tras haber ganado un oro en las Olimpiadas por desempeñar un rol crucial en algún deporte en equipo. Como si no fuera nada importante, como si quisiera salir del estadio antes de que los periodistas televisivos terminaran de entrevistar a sus compañeras de equipo y empezaran con ella. Parecía una persona muy competente, pero muy modesta.
—¿Qué clase de cosa? —preguntó Stuyvesant. Se dio la vuelta y apoyó la carpeta en el escritorio. El escritorio era grande, acabado en una placa de laminado gris. Mobiliario de oficina moderno de alta gama, limpiado y pulido obsesivamente, como si fuera una antigüedad. Stuyvesant era famoso por mantener su escritorio siempre despejado de papeles y completamente vacío. Ese hábito creaba una impresión de efectividad extrema.
—Quiero que lo haga una persona externa —dijo Froelich.
Stuyvesant alineó la carpeta en la esquina del escritorio y le pasó los dedos por el lomo y por el borde adyacente, como corroborando que el ángulo fuera exacto.
—¿Cree que es una buena idea? —preguntó.
Froelich no dijo nada.
—¿Supongo que tiene a alguien en mente? —preguntó.
—Un excelente candidato.
—¿Quién?
Froelich negó con la cabeza:
—Usted debería mantenerse al margen —dijo—. Mejor así.
—¿Alguien lo recomendó?
—O la recomendó.
Stuyvesant asintió. El mundo moderno:
—¿Alguien recomendó a la persona que tiene en mente?
—Sí, una fuente excelente.
—¿Interna?
—Sí —dijo otra vez Froelich.
—Por lo que ya no estamos al margen.
—No, la fuente ya no es interna.
Stuyvesant se dio la vuelta otra vez y colocó la carpeta paralela al borde largo del escritorio. Después otra vez paralela al borde corto.
—Déjeme hacer de abogado del diablo —dijo—. La ascendí hace cuatro meses. Cuatro meses es mucho tiempo. Tomar la decisión de traer a alguien de fuera ahora podría ser visto como cierta falta de confianza en uno mismo, ¿no? ¿No le parece?
—No me puedo preocupar por eso.
—Quizás debería —dijo Stuyvesant—. Esto la podría perjudicar. Había seis personas que querían su puesto. Por lo que si lo hace y se filtra, se meterá en problemas de verdad. Tendrá a media docena de buitres murmurando se lo dije el resto de su carrera. Porque empezó a cuestionar sus propias capacidades.
—En algo como esto, tengo que cuestionarme a mí misma. Creo.
—¿Cree?
—No, lo sé. No veo alternativa.
Stuyvesant no dijo nada.
—Esto no me pone contenta —dijo Froelich—. Créame. Pero pienso que hay que hacerlo. Y es la decisión que tengo que tomar.
La oficina se quedó en silencio. Stuyvesant no dijo nada.
—¿Entonces lo autorizará? —preguntó Froelich.
Stuyvesant se encogió de hombros:
—No debería haber preguntado. Debería haber procedido y haberlo hecho sin miramientos.
—No es así como yo hago las cosas —dijo Froelich.
—Entonces no se lo diga a nadie más. Y que no quede nada escrito.
—No iba a hacerlo. Comprometería la eficacia.
Stuyvesant asintió vagamente. Luego, como el buen burócrata en el que se había convertido, llegó a la pregunta más importante de todas.
—¿Cuánto costaría esta persona? —preguntó.
—No mucho —dijo Froelich—. Quizás nada. Quizás solo los gastos. Tenemos cierta historia en común. En teoría. De algún modo.
—Esto podría estancar su carrera. Ni un ascenso más.
—La alternativa acabaría con mi carrera.
—Usted fue mi elección —dijo Stuyvesant—. Yo la seleccioné. Por lo que cualquier cosa que la perjudique a usted me perjudica también a mí.
—Lo comprendo, señor.
—Así que respire hondo y cuente hasta diez. Después dígame que es realmente necesario.
Froelich asintió, respiró y se quedó en silencio, diez u once segundos.
—Es realmente necesario —dijo.
Stuyvesant recogió la carpeta.
—Vale, hágalo —dijo.
Empezó a encargarse del tema inmediatamente después de la reunión estratégica, consciente de repente de que hacerlo era la parte más dura. Pedir autorización le había parecido un obstáculo tan grande que en su cabeza se lo había representado como la etapa más difícil de todo el proyecto. Pero ahora no le parecía nada comparado con atrapar a su objetivo. Lo único que tenía era un apellido y una biografía esquemática que ya ocho años antes podría haber sido imprecisa y no haber estado actualizada. Eso en el caso de que recordara correctamente los detalles. Los había mencionado su amante de manera casual, medio en broma, tarde una noche, como parte de una conversación en la cama ya medio dormidos. Ni siquiera podía estar segura de haber prestado atención del todo. Así que decidió no confiar en los detalles. Confiaría solo en el nombre.
Lo escribió en mayúsculas grandes en lo alto de una hoja de papel amarillo. Le trajo muchos recuerdos. Algunos malos, la mayoría buenos. Lo miró durante un rato largo, y después lo tachó y en su lugar escribió SUDES. Eso la ayudaría a concentrarse, porque lo volvía todo impersonal. Ponía su mente en marcha, la llevaba directamente al entrenamiento básico. Un sujeto desconocido era alguien a quien había que identificar y localizar. Eso era todo, ni más ni menos.
Su principal ventaja operativa era la potencia informática. Tenía acceso a más bases de datos que el ciudadano medio. El SUDES era militar, eso lo sabía con certeza, por lo que fue a la base de datos del Centro de Registros del Personal de la Nación. Estaba compilado en St. Louis, Missouri, y tenía registrados literalmente a todos los hombres y mujeres que hubieran prestado servicio con el uniforme militar de los Estados Unidos, en cualquier momento y lugar. Introdujo el apellido, esperó y el programa de consulta solo le devolvió tres breves resultados. Uno lo eliminó de inmediato, por el nombre de pila. Sé con seguridad que no es él, ¿no? Otro lo eliminó por la fecha de nacimiento. Una generación completamente distinta, demasiado viejo. Por lo que el tercero tenía que ser el SUDES. No había otra posibilidad. Observó el nombre completo durante un segundo y copió la fecha de nacimiento y el número de la Seguridad Social en su papel amarillo. Después hizo clic en el botón de información e introdujo su contraseña. La pantalla se actualizó y apareció un informe abreviado de su carrera.
Malas noticias. El SUDES ya no era militar. El informe terminaba abruptamente cinco años atrás, con una baja de honor tras trece años de servicio. Se había retirado con el rango de comandante. Se mencionaban varias medallas, incluyendo una Estrella de Plata y un Corazón Púrpura. Leyó las distinciones, anotó la información y partió con una raya el papel amarillo para significar el fin de una era y el inicio de otra. Luego continuó.
El siguiente paso lógico era buscar en el Índice de Defunciones de la Seguridad Social. Entrenamiento básico. No tenía sentido intentar encontrar a alguien que estaba muerto. Introdujo el número y se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Pero la consulta no arrojó ningún resultado. Hasta donde sabía el gobierno, el SUDES estaba vivo. El siguiente paso era consultar el Centro Nacional de Información Criminal. Otra vez parte del entrenamiento básico. No tenía sentido intentar contratar a alguien que estaba cumpliendo condena en la cárcel, por ejemplo, aunque ella no creía que eso fuese remotamente posible, no en el caso del SUDES. Pero nunca se sabía. Con cierto tipo de personalidades, la frontera era muy estrecha. La base de datos del Centro Nacional de Información Criminal iba siempre muy lenta, por lo que aprovechó para meter en los cajones montones de papeles acumulados y después se levantó y se sirvió más café. Volvió caminando despacio y se encontró con un expediente de “arresto o condena” en blanco esperándola en la pantalla, más una nota breve que informaba que el SUDES tenía un expediente abierto por el FBI en algún lugar de sus archivos. Interesante. Cerró la base de datos del Centro Nacional de Información Criminal y fue directo a la del FBI. Encontró el expediente y no pudo abrirlo. Pero conocía lo suficiente el sistema de clasificación del Bureau como para poder interpretar los encabezados. Era un simple expediente de historial, inactivo. Nada más. El SUDES no era un fugitivo, no se le buscaba por nada, no estaba metido en problemas actualmente.
Anotó todo, y después avanzó cliqueando por la base de datos nacional del Registro Automotor. Otra vez malas noticias. El SUDES no tenía carné de conducir. Lo cual era muy raro. Y suponía un gran quebradero de cabeza. Porque sin carné de conducir no había foto actual ni domicilio actual. Siguió cliqueando por el sistema de la Administración de Veteranos que estaba en Chicago. Buscó por nombre, rango y número. Las indagaciones no arrojaron ningún resultado. El SUDES no estaba recibiendo ayuda federal y no había dejado ninguna dirección. ¿Por qué no? ¿Dónde demonios estás? Volvió a la Seguridad Social y pidió el registro de cotizaciones. No existían. El SUDES no había tenido ningún empleo desde que dejó el ejército, al menos no legalmente. Buscó en el Servicio de Impuestos Internos para confirmar. Misma historia. El SUDES no había pagado impuestos ninguno de los cinco años. No estaba ni siquiera registrado.
Vale, ahora vamos en serio. Se irguió sujetándose con fuerza a la silla, dejó atrás las páginas del gobierno y abrió un programa ilegal que la llevó directamente al mundo privado de la industria bancaria. Estrictamente hablando no lo debería haber usado con ese propósito. Ni con ningún propósito. Era una violación evidente del protocolo oficial. Pero no esperaba obtener ninguna represalia. Y sí esperaba obtener un resultado. Si el SUDES tenía alguna cuenta bancaria en alguno de los cincuenta estados, aunque fuera una sola, aparecería. Aunque fuera humilde. Aunque estuviera vacía o abandonada. Muchas personas se las arreglaban sin cuentas bancarias, ella lo sabía, pero tenía el presentimiento de que el SUDES no sería una de ellas. No alguien que había sido comandante del Ejército de los Estados Unidos. Con medallas.
Introdujo el número de la Seguridad Social dos veces, una en la casilla del Número de la Seguridad Social y otra en la casilla del documento del contribuyente. Introdujo el nombre. Le dio a buscar.
A doscientos noventa kilómetros de distancia, Jack Reacher sintió un ligero escalofrío. Atlantic City a mediados de noviembre no era el lugar más cálido del planeta. De ninguna manera. El viento soplaba desde el océano cargado de suficiente sal como para mantenerlo todo permanentemente húmedo y pegajoso. Azotaba, arremetía, hacía volar la basura de acá para allá y le aplastaba los pantalones contra las piernas. Hacía cinco días que había estado en Los Ángeles, y ya entonces estaba seguro de que se tendría que haber quedado allí. Ahora estaba seguro de que tenía que volver. El sur de California era un lugar muy agradable en noviembre. El aire era cálido, y las brisas marinas eran suaves caricias balsámicas en vez de interminables descargas de azotes de punzante frío salado. Tenía que volver. Tenía que ir a algún lado, eso seguro.
O quizás tenía que quedarse ahí, como le habían pedido, y comprar un abrigo.
Había regresado al este con una mujer mayor negra y su hermano. Había hecho autostop hacia el este de Los Ángeles para poder echarle un vistazo al desierto de Mojave durante un día. La pareja de ancianos lo había recogido en un Buick Roadmaster antiguo. En el maletero, entre las maletas, vio un micrófono, un viejo sistema de sonido y un teclado Yamaha en su funda, y la mujer le dijo que era cantante y que se dirigía cruzando todo el país hacia una breve residencia en Atlantic City. Le dijo que su hermano la acompañaba en los teclados y conducía el coche, pero que ya no era un gran conversador ni era ya un gran conductor, y que el Roadmaster tampoco era ya un gran coche. Era todo verdad. El hombre se mantuvo en completo silencio y los tres estuvieron en peligro de muerte varias veces en los primeros diez kilómetros. La mujer empezó a cantar para tranquilizarse. Comenzó con algunos compases de “You Don’t Love Me”, de Dawn Penn, y Reacher decidió inmediatamente hacer todo el viaje al este con ella solo para poder escucharla más. Se ofreció a hacerse cargo de las tareas de conducción. Ella siguió cantando. Tenía esa clase de voz ronca y dulce que la debería haber convertido en una superestrella del blues hacía mucho tiempo, pero probablemente había estado demasiadas veces en el lugar equivocado y por lo tanto nunca le había tocado en suerte. La dirección asistida del viejo coche no funcionaba bien, y por debajo del ritmo martillado del V-8 se escuchaban todo tipo de ruidos, traqueteos y chirridos que a más o menos ochenta kilómetros por hora salían todos a la vez y servían de acompañamiento de fondo. La señal de radio era débil y captaba una sucesión interminable de emisoras AM locales durante más o menos veinte minutos cada una. La mujer cantaba con la radio y el hombre permaneció en silencio y durmió la mayor parte del camino en el asiento trasero. Reacher condujo dieciocho horas al día durante tres días seguidos, y llegó a Nueva Jersey sintiendo que había estado de vacaciones.
La residencia estaba en un bar de quinta categoría a ocho manzanas del paseo marítimo, y el encargado no era el tipo de persona en la que uno necesariamente confiaría para respetar el contrato. Así que Reacher se puso como tarea contar a los clientes y llevar la cuenta del dinero que tenía que aparecer en el sobre de la paga al final de la semana. Lo hizo de manera muy obvia y vio cómo al encargado le iba molestando cada vez más. El tipo se puso a hacer unas llamadas telefónicas breves y crípticas, tapando el auricular con la mano y con los ojos clavados en la cara de Reacher. Reacher se quedó mirándolo fijamente, con una sonrisa fría y sin parpadear, y no se movió de su lugar. Estuvo ahí durante las tres funciones de las dos noches del fin de semana, pero después se empezó a inquietar. Y empezó a tener frío. Así que el lunes por la mañana, cuando estaba a punto de cambiar de opinión y volver a la carretera, el viejo teclista le siguió después del desayuno y rompió finalmente su silencio.
—Quiero pedirle que se quede —dijo. Pronunció quier pirle, y en sus viejos ojos vidriosos había cierta clase de esperanza.
Reacher no contestó.
—Si no se queda, el encargado nos va a robar seguro —continuó, como si ser robados fuese una cosa que a los músicos les sucedía, como un pinchar una rueda o resfriarse—. Pero si nos pagan, tendremos dinero para gasolina hasta Nueva York, quizás B. B. King nos da una fecha en Times Square y resucitamos nuestras carreras. Alguien como usted podría marcar una gran diferencia en ese ámbito, sin duda.
Reacher no dijo nada.
—Por supuesto, veo que está preocupado —dijo el hombre—. Un encargado como ese, seguro que tiene algún personaje indeseable esperando al fondo.
Reacher sonrió ante la sutileza.
—¿Qué es usted, de todos modos? —preguntó el hombre—. ¿Un boxeador o algo así?
—No —dijo Reacher—. No soy boxeador.
—¿Un luchador? —preguntó el viejo. Pronunció lachador—. ¿Como en la televisión por cable?
—No.
—Es lo suficientemente grande, de eso no cabe duda —dijo el hombre—. Lo suficientemente grande como para ayudarnos, si quisiera.
Dijo ayud’nos. No tenía dientes delanteros. Reacher no dijo nada.
—¿Qué es usted, de todos modos? —preguntó otra vez el viejo.
—Fui policía militar —dijo Reacher—. En el ejército, trece años.
—¿Renunció?
—Casi lo mismo.
—¿No hay trabajo para ustedes después?
—Ninguno que yo quiera —dijo Reacher.
—¿Vive en Los Ángeles?
—No vivo en ningún lado —dijo Reacher—. Me voy moviendo.
—Y la gente del camino tiene que mantenerse junta —dijo el hombre—. Tan simple como eso. Ayudarnos. Hacerlo algo mutuo.
Ayud’nos.
—Hace mucho frío aquí —dijo Reacher.
—No cabe la menor duda —dijo el hombre—. Pero podría comprarse un abrigo.
Así que estaba en una esquina ventosa con el ventarrón marino aplastándole los pantalones contra las piernas, tomando una decisión final. ¿La autopista, o una tienda de abrigos? Se imaginó una breve fantasía, La Jolla quizás, una habitación barata, noches cálidas, estrellas brillantes, cerveza fría. Después: la mujer en el nuevo club de B. B. King en Nueva York, un joven cazador de talentos obsesionado con lo retro que pasa y le ofrece un contrato, ella graba un CD, consigue una gira nacional, una columna en la Rolling Stone, fama, dinero, una casa nueva. Un coche nuevo. Le dio la espalda a la autopista, se encorvó contra el viento y caminó hacia el este en busca de una tienda de ropa.
Ese lunes en particular había cerca de doce mil organizaciones bancarias aseguradas por la Corporación Federal de Seguro de Depósitos con licencia y operando en territorio estadounidense, y aunque contaban con más de mil millones de cuentas distintas, solo una estaba registrada bajo el nombre y el número de Seguridad Social del SUDES. Era una simple cuenta corriente de una sucursal de un banco regional que estaba en Arlington, Virginia. M. E. Froelich miró sorprendida la dirección de la sucursal. Eso está a menos de siete kilómetros de donde estoy sentada ahora mismo. Copió los datos en su hoja amarilla. Cogió el teléfono y llamó a un colega de mayor antigüedad y del otro lado de la organización y le pidió que contactara con el banco en cuestión para pedir todos los datos que le pudieran dar. En especial un domicilio. Le pidió que lo hiciera lo más rápido posible, pero también de manera discreta. Y que fuera completamente confidencial. Después colgó y esperó, frustrada y ansiosa por no poder hacer nada por un tiempo. El problema era que el otro lado de la organización les podía hacer preguntas discretas a los bancos de manera bastante sencilla, mientras que si lo hacía ella se vería como algo muy extraño.
Reacher encontró una tienda de descuentos tres manzanas más cerca del mar y entró. Era estrecha pero se metía en el edificio más de cincuenta metros. Había tubos fluorescentes todo a lo largo del techo y percheros con prendas de vestir que se extendían hasta donde llegaba la vista. Las cosas de mujer parecían estar a la izquierda, las de niños en el centro y las de hombres a la derecha. Empezó por el rincón del fondo y fue recorriendo el espacio hacia delante.
Había todos los tipos de abrigos disponibles en el mercado, eso seguro. De los dos primeros percheros colgaban chaquetas cortas acolchadas. No sirven. Se guiaba por lo que le había dicho un viejo compañero del ejército: un buen abrigo es como un buen abogado. Te cubre el culo. El tercer perchero era más prometedor. Tenía abrigos de tela largos hasta los muslos y de colores neutros, que además eran pesados porque tenían forros gruesos de franela. Quizás había algo de lana ahí, en medio de todo eso. Quizás también algo de algún otro material. Sin duda parecían lo suficientemente pesados.
—¿En qué le puedo ayudar?
Se dio la vuelta y vio que había una mujer joven detrás de él.
—¿Estos abrigos son adecuados para el frío de aquí? —preguntó.
—Son perfectos —dijo la mujer. Estaba muy animada. Le contó todo sobre un producto especial con el que estaba rociada la tela para repeler la humedad. Le contó todo sobre el aislamiento térmico interno. Le prometió que lo mantendrían abrigado hasta en temperaturas bajo cero. Él recorrió el perchero con la mano y sacó uno oliva oscuro talla XXL.
—Vale, me llevo este —dijo.
—¿No se lo quiere probar?
Hizo una pausa y se encogió de hombros para meterse en el abrigo. Le quedaba bastante bien. Casi. Quizás era un poco ajustado de espalda. Las mangas quizás le iban tres centímetros cortas.
—Necesita una 3XLT —dijo la mujer—. ¿Qué talla lleva, una cincuenta?
—¿Una cincuenta de qué?
—De pecho.
—No tengo idea. Jamás me lo medí.
—¿Sobre un metro noventa y cinco de altura?
—Supongo —dijo.
—¿Peso?
—Ciento diez kilos —respondió—. Quizás ciento quince.
—Definitivamente necesita tallas grandes —dijo—. Pruébese el 3XLT.
El 3XLT que le alcanzó era del mismo color apagado que el XXL que él había cogido. Le quedaba mucho mejor. Un poco holgado, lo cual le gustaba. Y las mangas le quedaban bien.
—¿Listo para los pantalones? —preguntó la mujer en voz alta. Se había ido hacia otro perchero y estaba haciendo pasar pantalones de trabajo de tela pesada, mirándole la cintura y el largo de sus piernas. Eligió un par que combinaba con uno de los colores del forro de franela del abrigo—. Y pruébese estas camisas —añadió. Saltó hacia otro perchero y le mostró un arcoíris de camisas de franela—. Se pone una camiseta debajo y ya está. ¿Qué color le gusta?
—Nada llamativo —dijo él.
Ella puso todo encima de uno de los percheros. El abrigo, el pantalón, la camisa, una camiseta. Las prendas quedaban bastante bien todas juntas, en tonos verde oliva terroso y caqui.
—¿Vale? —dijo ella alegremente.
—Vale —dijo él—. ¿También tienen ropa interior?
—Por aquí —dijo ella.
Él rebuscó en una cesta llena de calzoncillos con defectos de fábrica y eligió unos blancos. Después un par de calcetines, casi cien por cien algodón, salpicados de todo tipo de colores orgánicos.
—¿Vale? —dijo otra vez la mujer.
Él asintió y ella lo llevó hasta la caja registradora, en la parte delantera de la tienda, y con un bip pasó todas las etiquetas por la luz roja.
—Ciento ochenta y nueve dólares exactos —dijo.
Reacher miró los números rojos en la pantalla de la caja:
—Pensé que era una tienda de descuentos.
—Es un precio increíblemente razonable, de verdad —respondió ella.
Él negó con la cabeza y buscó en el bolsillo y sacó un fajo de billetes arrugados. Contó ciento noventa. Con el dólar que ella le dio de vuelto le quedaban tan solo cuatro.
El colega más veterano del otro lado de la organización llamó a Froelich en menos de veinticinco minutos.
—¿Conseguiste un domicilio? —le preguntó.
—Boulevard Washington 100 —respondió él—. Arlington, Virginia. Código postal 20310-1500.
Froelich lo anotó:
—Vale, gracias. Supongo que eso es lo único que necesito.
—Creo que podrías necesitar algo más.
—¿Por qué?
—¿Conoces el boulevard Washington?
Froelich hizo una pausa:
—Va hasta el Memorial Bridge, ¿no?
—Es una autopista.
—¿No hay edificios? Tiene que haber edificios.
—Hay un edificio. Bastante grande. Unos doscientos metros más allá del arcén este.
—¿Qué?
—El Pentágono —dijo el hombre—. Es un domicilio falso, Froelich. A un lado del boulevard Washington está el Cementerio de Arlington y al otro lado está el Pentágono. Eso es todo. No hay nada más. No hay número 100. No hay ningún domicilio privado para recibir el correo. Lo corroboré con el Servicio Postal. Y el código postal es el del Departamento del Ejército, dentro del Pentágono.
—Genial —dijo Froelich—. ¿Se lo dijiste a los del banco?
—Claro que no. Me pediste que fuera discreto.
—Gracias. Aunque estoy otra vez en el punto de partida.
—Quizás no. Es una configuración extraña, Froelich. Un saldo de seis dígitos, pero todo está paralizado en una cuenta corriente, sin ninguna ganancia. Y el cliente solo accede vía Western Union. Nunca entra. Es un acuerdo telefónico. El cliente llama con una contraseña y el banco transfiere efectivo a través Western Union, a donde sea.
—¿No tiene tarjeta de débito?
—No tiene ningún tipo de tarjeta. Tampoco le emitieron un talón de cheques.
—¿Solo Western Union? Nunca había escuchado algo así. ¿Existe algún tipo de registro?
—Geográficamente por todos lados, tal cual. En cuarenta estados y durante cinco años. Algunos ingresos ocasionales y muchas retiradas de cantidades muy bajas, todas a oficinas de Western Union en zonas alejadas, en ciudades, en todas partes.
—Extraño.
—Como te dije.
—¿Hay algo que puedas hacer?
—Ya lo hice. Me van a avisar la próxima vez que el cliente llame.
—¿Y después me vas a llamar a mí?
—Podría ser.
—¿Hay algún patrón de frecuencia?
—Varía. Recientemente, el intervalo máximo fue de unas pocas semanas. A veces es de pocos días. Los lunes son bastante frecuentes. Los bancos cierran el fin de semana.
—Por lo que hoy podría tener suerte.
—Claro que sí —dijo el hombre—. La pregunta es: ¿yo también voy a tener suerte?
—No esa clase de suerte —dijo Froelich.
El encargado del bar vio que Reacher entraba al motel. Después se metió en una calle lateral ventosa y encendió su móvil. Lo cubrió con la mano y habló bajo y de manera urgente, convincente y respetuosa, como era de esperar.
—Porque me está faltando al respeto —dijo el encargado, en respuesta a una pregunta.
—Hoy estaría bien —dijo, en respuesta a otra.
—Dos por lo menos —dijo, en respuesta a la última—. Es un tipo grande.
Reacher cambió uno de sus cuatro dólares por monedas de veinticinco centavos en la recepción del motel y se dirigió hacia el teléfono público. Marcó de memoria el número de su banco, les dio su contraseña y ordenó que le enviaran quinientos dólares al Western Union de Atlantic City ese mismo día antes del cierre. Después fue a su habitación, arrancó todas las etiquetas y se puso su ropa nueva. Trasladó de un lado a otro todas las cosas que tenía en los bolsillos, tiró la indumentaria de verano a la basura y se miró en el espejo alto que había en la parte interna de la puerta del armario. Me dejo crecer la barba, me compro unas gafas de sol y podría ir caminando hasta el Polo Norte, pensó.
Froelich supo de la orden de transferencia once minutos más tarde. Cerró los ojos un segundo y apretó las manos en señal de triunfo, después se estiró hacia atrás y sacó de un estante un mapa de la costa este. Quizás tres horas si el tráfico coopera. Podría conseguirlo. Cogió su chaqueta y su bolso, y bajó corriendo al garaje.
Reacher se quedó una hora en la habitación y después salió para evaluar las propiedades aislantes de su abrigo nuevo. Prueba de campo, solían llamarlo por aquel entonces. Se dirigió hacia el este en dirección al mar, adentrándose en el viento. Más que ver a alguien detrás de él, lo sintió. Apenas el típico cosquilleo en la parte baja de la espalda. Aminoró la marcha y usó la vidriera de una tienda como espejo. Llegó a entrever un movimiento cincuenta metros más atrás. Demasiado lejos como para distinguir los detalles.
Siguió caminando. El abrigo era bastante bueno, pero se tendría que haber comprado también un sombrero. Eso estaba claro. El mismo amigo que opinaba sobre los abrigos solía comentar que la mitad de la pérdida del calor corporal se producía por la parte alta de la cabeza, y ciertamente así lo sentía. El frío le atravesaba el pelo y le hacía llorar los ojos. Un gorro militar de lana habría resultado valioso en noviembre en la costa de Jersey. Tomó nota mentalmente de estar atento a las tiendas de saldos cuando volviera de la oficina de Western Union. Según su experiencia, solían estar en los mismos barrios.
Llegó al paseo marítimo y caminó hacia el sur, con el hormigueo todavía ahí, en la parte baja de la espalda. Se dio la vuelta de repente y no vio nada. Caminó otra vez en dirección al norte, hacia el lugar del que había salido. Las tablas bajo sus pies estaban en buenas condiciones. Había un cartel que decía que eran de una madera dura especial, la madera más resistente que pudiera encontrarse en los bosques de todo el mundo. La sensación seguía allí, en la parte baja de su espalda. Se dio la vuelta y llevó a sus sombras invisibles hacia el muelle central, que conservaba su estructura original. Tenía el aspecto que, supuso, debía haber tenido cuando se construyó. No había nadie, lo cual no era ninguna sorpresa teniendo en cuenta el tiempo que hacía, pero aumentaba la sensación de irrealidad. Era como una fotografía arquitectónica de un libro de historia. Pero algunos de los puestecitos antiguos estaban abiertos y vendían cosas, incluido uno que vendía café moderno en vasos de poliespan. Se compró un solo de medio litro que le costó todo el dinero que le quedaba, pero le calentó el cuerpo. Caminó hasta el final del muelle mientras se lo bebía. Tiró el vaso a la basura y se detuvo a mirar el mar gris durante un rato. Después dio la vuelta, se encaminó hacia la costa y vio a dos hombres que avanzaban hacia él.
Eran dos tipos de tamaño adecuado, bajos pero anchos, vestidos forma similar con abrigos azules y pantalones vaqueros grises. Los dos tenían sombrero. Gorritos de lana gris clavados en sus cabezas carnosas. Estaba claro que sabían cómo vestirse para ese clima. Tenían las manos en los bolsillos, por lo que no podía saber si llevaban unos guantes a juego. Los bolsillos estaban bastante altos en los abrigos, lo que les forzaba los codos hacia fuera. Ambos calzaban botas pesadas, como las que podría elegir un trabajador metalúrgico o un estibador. Ambos tenían las piernas un poco arqueadas, o quizás solo trataban de caminar con arrogancia intimidatoria. Ambos tenían una pequeña cicatriz en la zona de la frente. Parecían luchadores de feria o matones de astillero de hacía cincuenta años. Reacher miró hacia atrás y no vio a nadie, todo despejado hasta Irlanda. Así que detuvo la marcha, sin más. No se preocupó de poner la espalda contra la barandilla.
Los dos hombres siguieron caminando, se detuvieron a dos metros y medio de él y lo miraron frente a frente. Reacher flexionó los dedos al costado de su cuerpo, para comprobar cómo de entumecidos estaban. Dos metros y medio era una distancia interesante. Significaba que iban a hablar antes de enredarse. Movió los dedos de los pies e hizo subir un poco de tensión muscular por los gemelos, los muslos, la espalda, los hombros. Movió la cabeza a un lado y al otro, y después un poco hacia atrás para aflojar el cuello. Respiró por la nariz. El viento le llegaba por la espalda. El tipo de la izquierda sacó las manos de los bolsillos. No llevaba guantes. Y, o bien tenía un grave problema de artritis, o sostenía rollos de monedas de veinticinco céntimos con ambas palmas.
—Tenemos un mensaje para ti —dijo.
Reacher echó un vistazo a la barandilla del muelle y, detrás, al mar. Estaba picado y gris. Probablemente helado. Tirarlos habría sido casi un homicidio.
—¿Del encargado del bar? —preguntó.
—De su banda, sí.
—¿Tiene una banda?
—Esto es Atlantic City —dijo el tipo—. Por su puesto que tiene una banda.
Reacher asintió:
—Entonces déjame adivinar. Tengo que irme de la ciudad, largarme, pirarme de aquí, desaparecer, no volver nunca, no pisar jamás este lugar, olvidarme de que alguna vez estuve aquí.
—Hoy hilas fino.
—Leo la mente —dijo Reacher—. Trabajaba en un puesto de feria. Justo al lado de la mujer barbuda. ¿Ustedes no trabajaban ahí también? ¿Tres puestos más allá? ¿No eran los Gemelos Más Feos del Mundo?
El tipo de la derecha se sacó las manos de los bolsillos. Tenía la misma dolencia neurálgica en los nudillos, o bien otro par de rollos de monedas de veinticinco. Reacher sonrió. Le gustaban esos rollos. Era una tecnología anticuada y noble, e implicaba que no había armas de fuego. Nadie se aferra a un rollo de monedas si tiene una pistola en el bolsillo.
—No queremos hacerte daño —dijo el de la derecha.
—Pero te tienes que ir —dijo el de la izquierda—. No necesitamos que nadie interfiera en los procedimientos económicos de esta ciudad.
—Así que márchate de la manera más fácil —dijo el de la derecha—. Déjanos acompañarte hasta la terminal de autobús. O los viejos también podrían terminar dañados. Y no solo económicamente.
Reacher escuchó una voz absurda en su cabeza: directamente desde su infancia, su madre diciendo por favor, no te pelees cuando lleves puesta ropa nueva. Después escuchó la voz de un instructor militar de lucha cuerpo a cuerpo diciendo pégales rápido, pégales fuerte y pégales mucho. Movió los hombros dentro del abrigo. De repente se sintió agradecido con la mujer de la tienda por haberle hecho comprar la talla más grande. Miró a los dos tipos, sin absolutamente nada en sus ojos excepto algo de diversión y mucha confianza en sí mismo. Se movió un poco hacia la izquierda y ellos giraron con él. Se les acercó un poco, ajustando el triángulo. Levantó la mano y se arregló el pelo donde el viento se lo estaba despeinando.
—Será mejor que se vayan ahora —dijo.
No se fueron. Sabía que no se irían. Respondieron al desafío acercándose entre sí y avanzando hacia él de manera imperceptible, apenas un mínimo movimiento muscular que inclinó su peso corporal hacia delante más que hacia atrás. Los voy a postrar en la cama una semana, pensó. Los pómulos, probablemente. Un golpe afilado, fracturas deprimidas, quizás pérdida temporal de conocimiento, fuertes dolores de cabeza. Nada muy grave. Esperó hasta que el viento sopló de nuevo, levantó la mano derecha y se colocó el pelo detrás de la oreja izquierda. Después dejó la mano ahí, con el codo en alto, como si lo acabara de asaltar un pensamiento.
—¿Saben nadar? —preguntó.
No mirar hacia el mar habría requerido un autocontrol sobrehumano. Ellos solo eran humanos. Giraron la cabeza como robots. Reacher golpeó en la cara al de la derecha con el codo que tenía levantado, varias veces, y pegó al de la izquierda cuando giró la cabeza ante el ruido de los huesos de su amigo al romperse. Se derrumbaron a la vez sobre las tablas, sus rollos de veinticinco céntimos se abrieron y las monedas rodaron por todas partes, giraron en pequeños círculos plateados, chocaron y cayeron, caras y cruces. Reacher tosió en medio del frío intenso, se quedó quieto y repasó mentalmente: dos tipos, dos segundos, dos golpes, game over. Todavía tienes de lo bueno. Respiró hondo y se secó el sudor frío de la frente. Después se alejó caminando. Bajó del muelle al paseo marítimo y fue en busca del Western Union.
Había buscado la dirección en la guía telefónica del motel, pero no la necesitaba. Una oficina de Western Union se puede encontrar casi sensorialmente. Por intuición. Era un algoritmo sencillo: te paras en una esquina y te preguntas ¿ahora es más probable que esté a la izquierda o a la derecha? Luego giras a la izquierda o a la derecha, según corresponda, y en poco tiempo estás en el barrio indicado y la encuentras. En esta había una Chevy Suburban de dos años aparcada junto a una boca de incendio justo en la puerta. Era una furgoneta con ventanas polarizadas, y estaba inmaculada, limpia y brillante. Tenía en el techo tres antenas cortas de frecuencia ultraalta. Había una mujer sola en el asiento del conductor. La miró una vez y después otra. Tenía el pelo rubio, y parecía relajada y alerta al mismo tiempo. Había algo en la manera en que apoyaba el brazo contra la ventanilla. Y era guapa, sin duda. Tenía una especie de magnetismo. Él miró para otro lado, entró en la sucursal y pidió su dinero. Se lo guardó en el bolsillo, volvió a salir y se encontró con la mujer en la acera, de pie justo en frente, mirándolo directamente. A la cara, como si estuviera comparando los parecidos y las diferencias con una imagen mental. Un proceso que él reconocía. Lo habían mirado así antes, una o dos veces.
—¿Jack Reacher? —dijo ella.
Indagó otra vez en su memoria, porque no quería estar equivocado, aunque no creía estarlo. Pelo rubio corto, ojos hermosos mirándolo directamente, una especie de confianza tranquila en su compostura. Tenía cualidades que habría recordado. Estaba seguro. Pero no las recordaba. Por lo que nunca antes la había visto.
—Conociste a mi hermano —dijo él.
Ella parecía sorprendida y un poco satisfecha. Y temporalmente sin palabras.
—Me doy cuenta —dijo él—. Cuando la gente me mira así, piensa en cuánto nos parecemos, pero también en lo distintos que somos.
Ella no dijo nada.
—Es un placer conocerte —dijo él, y comenzó a alejarse.
—Espera —dijo ella en voz alta.
Él se dio la vuelta.
—¿Podemos hablar? —dijo ella—. Te he estado buscando.
Él asintió:
—Podemos hablar en el coche. Aquí fuera me estoy congelando.
Ella se quedó quieta durante un segundo, con los ojos clavados en la cara de Reacher. Después se movió de repente y abrió la puerta del copiloto.
—Por favor —dijo.
Él se subió y ella dio la vuelta por adelante del capó y subió por su lado. Encendió el motor para prender la calefacción, pero no fue a ninguna parte.
—Conocí muy bien a tu hermano —dijo ella—. Salíamos juntos, Joe y yo. En realidad era algo más que salir. Durante un tiempo fue bastante en serio. Antes de que muriera.
Reacher no dijo nada. Ella se sonrojó.
—Bueno, obviamente antes de que muriera —dijo—. Qué estupidez.
Se quedó callada.
—¿Cuándo? —preguntó Reacher.
—Estuvimos juntos dos años. Nos separamos un año antes de que sucediera.
Reacher asintió.
—Soy M. E. Froelich —dijo ella.
Dejó suspendida en el aire una pregunta no dicha: ¿habló de mí alguna vez? Reacher asintió de nuevo, tratando de que pareciera que el nombre significaba algo. Pero no era así. Nunca oí hablar de ti, pensó. Pero quizás me habría gustado.
—¿Eme? —dijo él—. ¿Cómo la letra M?
—M. E. —dijo ella—. Son mis iniciales.
—¿Y a qué nombres les corresponden?
—Eso no te lo voy a decir.
Él hizo una pausa:
—¿Cómo te llamaba Joe?
—Me llamaba Froelich —dijo ella.
Él asintió:
—Sí, seguro.
—Todavía lo extraño —dijo ella.
—Yo también, supongo —dijo Reacher—. ¿Entonces esto va de Joe o va de alguna otra cosa?
Se quedó quieta de nuevo, un momento más. Después se sacudió un poco, un mínimo temblor subliminal, y volvió al tema.
—De las dos cosas —dijo—. Bueno, sobre todo de otra cosa, en realidad.
—¿Me quieres contar qué es?
—Te quiero contratar para una cosa —dijo ella—. Por una especie de recomendación póstuma de Joe. Por lo que solía decir él acerca de ti. Hablaba de ti, de vez en cuando.
Reacher asintió:
—¿Contratarme para qué?
Froelich hizo otra pausa y le dedicó una media sonrisa:
—Esta frase la he ensayado —dijo—. Un par de veces.
—Déjame oírla, entonces.
—Quiero contratarte para que asesines al vicepresidente de los Estados Unidos.