CINCO

El hombre de la puerta era Stuyvesant, sin duda. Reacher lo reconoció por el vídeo. Era alto, ancho de hombros, pasaba de los cincuenta y todavía estaba razonablemente en forma. Rostro atractivo, ojos cansados. Iba vestido de traje y corbata, un domingo. Froelich lo miraba preocupada. Pero él miraba fijamente a Neagley.

—Usted es la mujer de la grabación —le dijo—. En el salón de baile, el jueves por la noche.

Era evidente que pensaba a toda velocidad. Sacaba conclusiones mentales y después asentía imperceptiblemente para sí mismo cuando cada cosa iba teniendo sentido. Un momento después trasladó su mirada de Neagley a Reacher y entró en la oficina.

—Y usted es el hermano de Joe Reacher —dijo—. Es igual a él.

Reacher asintió:

—Jack Reacher —dijo, y le ofreció la mano.

Stuyvesant se la estrechó:

—Lo lamento mucho —dijo—. Cinco años tarde, lo sé, pero el Departamento del Tesoro aún recuerda a su hermano con mucho aprecio.

Reacher asintió otra vez:

—Ella es Frances Neagley —dijo.

—Reacher la trajo para que ayudara con la auditoría —apuntó Froelich.

Stuyvesant sonrió muy brevemente:

—Eso fue lo que deduje —dijo—. Una jugada inteligente. ¿Cuáles fueron los resultados?

La oficina quedó en silencio.

—Le pido disculpas si le he ofendido, señor —dijo Froelich—. Hace un momento. Hablando del vídeo así. Solo estaba explicando la situación.

—¿Cuáles fueron los resultados de la auditoría? —preguntó Stuyvesant otra vez.

Ella no respondió.

—¿Tan malos? —le preguntó Stuyvesant—. Bueno, definitivamente eso espero. Yo también conocí a Joe Reacher. No tanto como usted, pero estuvimos en contacto, de vez en cuando. Era muy impresionante. Asumo que su hermano es por lo menos la mitad de inteligente. La señorita Neagley, probablemente más inteligente aún. En cuyo caso deben haber encontrado maneras de burlar los controles de seguridad. ¿Estoy en lo cierto?

—Tres muy rotundas —respondió Froelich.

Stuyvesant asintió:

—El salón de baile, obviamente —dijo—. Probablemente la casa familiar y también ese maldito evento al aire libre en Bismarck. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí —dijo Froelich.

—Niveles extremos de rendimiento —apuntó Neagley—. Es muy poco probable que se puedan repetir.

Stuyvesant levantó la mano para interrumpirla:

—Vayamos a la sala de reuniones —dijo—. Quiero hablar de béisbol.

 

Los llevó por unos pasillos estrechos y serpenteantes hasta una sala relativamente espaciosa en el centro del complejo. En ella había una larga mesa con diez sillas, cinco a cada lado. Sin ventanas. La misma moqueta gris sintética en el suelo y los mismos paneles acústicos en el techo. Las mismas luces halógenas brillantes. En una pared había un mueble bajo. Tenía las puertas cerradas y tres teléfonos encima. Dos eran blancos y uno rojo. Stuyvesant se sentó y señaló las sillas al otro lado de la mesa. Reacher echó un vistazo a un enorme tablón de anuncios en la pared, lleno de notas etiquetadas como confidenciales.

—Voy a ser inusualmente franco —dijo Stuyvesant—. Solo temporalmente, ya me entienden, porque creo que les debemos una explicación, porque Froelich los involucró en esto con mi aprobación inicial y porque el hermano de Joe Reacher es parte de la familia, por así decir, y por lo tanto su colega también.

—Trabajamos juntos en las fuerzas armadas —dijo Neagley.

Stuyvesant asintió, como si esa fuera una conclusión que había sacado ya hacía tiempo:

—Hablemos de béisbol —dijo—. ¿Siguen ese deporte?

Todos esperaron.

—Los Washington Senators ya se habían ido cuando yo llegué a la ciudad —dijo—. Por lo que me tuve que conformar con los Baltimore Orioles, que han traído de todo en términos de diversión. ¿Pero entienden lo singular de este deporte?

—La duración de la temporada —dijo Reacher—. Los porcentajes de partidos ganados.

Stuyvesant sonrió, como si les estuviera haciendo un elogio.

—Quizás usted sea más que la mitad de inteligente —dijo—. La cuestión con el béisbol es que la temporada regular dura ciento sesenta y dos partidos. Mucho, mucho más larga que la de cualquier otro deporte, que tiene quince, veinte o treinta y pico partidos. Básquet, hockey, fútbol, fútbol americano, el que sea. En cualquier otro deporte, los jugadores pueden arrancar pensando que pueden ganar todos los partidos de la temporada. Es una meta motivacional más o menos realista. Algunos incluso lo han logrado, aquí y allá, de vez en cuando. Pero en béisbol es imposible. Los mejores equipos, los grandes campeones, todos pierden alrededor de un tercio de los partidos. Pierden al menos cincuenta o sesenta veces al año. Imagínense lo que se debe sentir, desde el punto de vista psicológico. Puedes ser un deportista excelente, extremadamente competitivo, pero sabes con certeza que vas a perder reiteradamente. Hay que hacer algunos ajustes mentales, si no es imposible de soportar. La seguridad presidencial es exactamente lo mismo. Ese es mi punto. No podemos ganar todos los días. Así que nos acostumbramos.

—Solo perdieron una vez —dijo Neagley—. En 1963.

—No —replicó Stuyvesant—. Perdemos reiteradamente. Pero no todas las derrotas son significativas. Igual que en el béisbol. No todas las bolas que te batean te marcan una carrera, no en todas las derrotas pierdes la Serie Mundial. Y en nuestro caso, no todos los errores matan a la persona que nos toca proteger.

—¿Entonces qué es lo que está queriendo decir? —preguntó Neagley.

Stuyvesant se inclinó hacia delante:

—Estoy queriendo decir que a pesar de lo que su auditoría pueda haber demostrado, deberían tener una considerable confianza en nosotros. No todas las equivocaciones nos cuestan una carrera. Ahora bien, entiendo perfectamente que esta clase de confianza en uno mismo le pueda parecer muy descuidada a alguien externo. Pero ustedes deben entender que estamos obligados a pensar así. Su auditoría evidenció unos cuantos agujeros, y lo que nosotros tenemos que hacer ahora es considerar si es posible taparlos. Si es razonable. Eso lo voy a dejar a criterio de Froelich. Es su función. Pero lo que sugiero es que se deshagan de cualquier sensación de duda que tengan con respecto a nosotros. Como ciudadanos particulares. Cualquier sensación de que estamos fallando. Porque no estamos fallando. Siempre va a haber agujeros. Es parte del trabajo. Esto es una democracia. Acostúmbrense.

Se apoyó otra vez en el respaldo, como si hubiera terminado.

—¿Qué hay de esta amenaza específica? —le preguntó Reacher.

Stuyvesant hizo una pausa, y después negó con la cabeza. Le había cambiado la cara. El humor de toda la sala había cambiado.

—Precisamente ahí es donde dejo de ser franco —respondió—. Les dije que era una indulgencia temporal. Y fue un serio descuido por parte de Froelich revelar la existencia de una amenaza. Lo único que puedo decir es que interceptamos muchas amenazas. Después nos ocupamos de solucionarlas. Cómo nos ocupamos de solucionarlas es totalmente confidencial. Así que les voy a pedir que comprendan que están bajo la absoluta obligación de no mencionar esta circunstancia a nadie, nunca, una vez salgan de aquí esta noche. Ni ningún otro aspecto de nuestros procedimientos. Esa obligación está escrita en el estatuto federal. Hay sanciones a mi disposición.

Permanecieron en silencio. Reacher no dijo nada. Neagley se quedó quieta. Froelich parecía molesta. Stuyvesant la ignoró por completo y miró a Reacher y a Neagley, primero de manera hostil, y luego repentinamente pensativo. Empezó a pensar a toda velocidad de nuevo. Se puso de pie y se dirigió al mueble en el que estaban los tres teléfonos. Se agachó. Abrió las puertas y sacó dos blocs de notas amarillos y dos bolígrafos. Regresó a la mesa y soltó uno de cada frente a Reacher y otro de cada frente a Neagley. Volvió a rodear la cabecera de la mesa y se sentó en su silla.

—Escriban sus nombres completos —dijo—. Todos ellos, y cualquier seudónimo que tengan, fecha de nacimiento, número de la seguridad social, número de documento militar y domicilio actual.

—¿Para qué? —preguntó Reacher.

—Solo háganlo —respondió Stuyvesant.

Reacher hizo una pausa y cogió el bolígrafo. Froelich lo miró, ansiosa. Neagley lo miró de reojo, se encogió de hombros y comenzó a escribir en su bloc. Reacher esperó un segundo y después siguió con el ejemplo. Él terminó mucho antes que ella. No tenía segundo nombre ni domicilio actual. Stuyvesant dio la vuelta por detrás de ellos y recogió los blocs de notas de la mesa. No dijo nada y siguió caminando hacia fuera de la sala con los blocs apretados bajo del brazo. La puerta se cerró con un golpe a sus espaldas.

—Me he metido en problemas —dijo Froelich—. Y también os he metido a vosotros.

—No te preocupes por eso —dijo Reacher—. Nos va a hacer firmar algún tipo de acuerdo de confidencialidad, eso es todo. Supongo que estará ordenando que los escriban.

—¿Y qué me va a hacer a mí?

—Nada, probablemente.

—¿Me va a relegar? ¿A despedir?

—Él autorizó la auditoría. La auditoría era necesaria debido a las amenazas. Las dos cosas estaban conectadas. Le diremos que te presionamos con preguntas.

—Me relegará —dijo Froelich—. La idea de hacer una auditoría ya no le gustaba de entrada. Me dijo que mostraba falta de confianza en uno mismo.

—Tonterías —dijo Reacher—. Hacíamos cosas así todo el tiempo.

—Las auditorías son las que generan la confianza en uno mismo —dijo Neagley—. Esa fue nuestra experiencia. Más vale saber algo con certeza que solo esperar que pase lo mejor.

Froelich miró hacia otro lado. No respondió. La sala se quedó en silencio. Los tres se quedaron esperando, cinco minutos, después diez, después quince. Reacher se levantó y se estiró. Se acercó al mueble y miró el teléfono rojo. Lo descolgó y se lo acercó a la oreja. No daba tono. Lo colgó de nuevo y echó un vistazo a las notas confidenciales del tablón de anuncios. El techo era bajo y podía sentir el calor de los halógenos en la cabeza. Se sentó otra vez, giró la silla, la inclinó hacia atrás y apoyó los pies encima de la que tenía al lado. Miró el reloj. Stuyvesant se había ido hacía veinte minutos.

—¿Qué está haciendo? —dijo—. ¿Los está escribiendo él?

—Quizás está llamando a sus agentes —propuso Neagley—. Quizás nos meta a todos en la cárcel para garantizar nuestro eterno silencio para siempre.

Reacher bostezó y sonrió:

—Le daremos diez minutos más. Después nos vamos. Saldremos todos de aquí y nos iremos a comer algo.

Stuyvesant tardó cinco minutos. Entró en la sala y cerró la puerta. No llevaba ningún papel. Se dirigió a su silla inicial, se sentó y apoyó las manos sobre la mesa. Tocó un breve ritmo staccato con la punta de los dedos.

—Vale —dijo—. ¿Dónde estábamos? Reacher tenía una pregunta, creo.

Reacher bajó los pies de la silla y se giró para quedar frente a frente.

—¿Sí? —dijo.

Stuyvesant asintió:

—Me preguntó acerca de esta amenaza específica. Bueno, o viene de dentro o viene de fuera. Tiene que ser una cosa o la otra, obviamente.

—¿Vamos a hablar de esto ahora?

—Sí —dijo Stuyvesant.

—¿Por qué? ¿Qué ha cambiado?

Stuyvesant ignoró la pregunta:

—Si viene de fuera, ¿deberíamos preocuparnos? Tal vez no, porque es como el béisbol, otra vez. Si los Yankees vienen a la ciudad diciendo que van a ganar a los Orioles, ¿significa que es verdad? Alardear de algo no es lo mismo que hacerlo.

Nadie dijo nada.

—Les estoy pidiendo su opinión —insistió Stuyvesant.

Reacher se encogió de hombros:

—Vale —dijo—. ¿Usted piensa que es una amenaza externa?

—No, yo creo que es una intimidación interna con la intención de perjudicar la carrera de Froelich. Ahora pregúnteme qué voy a hacer al respecto.

Reacher lo miró. Miró su reloj. Miró la pared. Veinticinco minutos, un domingo por la noche, en lo profundo del triángulo D.C.-Maryland-Virginia.

—Ya sé lo que va a hacer al respecto —dijo.

—¿Lo sabe?

—Nos va a contratar a Neagley y a mí para que llevemos a cabo una investigación interna.

—¿Ah sí?

Reacher asintió:

—Si le preocupa una intimidación interna, necesita una investigación interna. Está claro. Y no puede acudir a uno de los suyos, porque podría tocarle el malo. Y no quiere traer al FBI, porque no es así como funciona Washington. La ropa sucia se lava en casa. Así que necesita una persona externa. Y tiene a dos sentadas justo enfrente de usted. Ya están implicadas, porque Froelich lo acaba de hacer. Así que, o le pone fin a esa implicación, u opta por expandirla. Y prefiere expandirla, porque así no tiene que censurar el comportamiento de una agente excelente a la que acaba de ascender. ¿Puede contar con nosotros? Por supuesto que sí. ¿Quién mejor que el hermano pequeño de Joe Reacher? En el Tesoro, Joe Reacher es prácticamente un santo. Así que tiene cubiertas las espaldas. Y yo también. Porque gracias a Joe tendré credibilidad automáticamente, desde el principio. Yo fui un buen investigador en las fuerzas armadas. Y Neagley también. Usted lo sabe, porque lo acaba de verificar. Supongo que acaba de pasar veinticinco minutos hablando con el Pentágono y con la Agencia de Seguridad Nacional. Por eso quería esa información. Introdujeron los datos en sus sistemas y salimos limpios. Mucho más que eso, probablemente, porque estoy seguro de que nuestras autorizaciones de acceso a información clasificada siguen estando en los expedientes, y estoy seguro de que llegan mucho más lejos de lo que usted de hecho necesita.

Stuyvesant asintió. Parecía satisfecho.

—Excelente análisis —dijo—. El trabajo será suyo en cuanto reciba las copias impresas de esas autorizaciones. Deberían llegar en una o dos horas.

—¿Puede hacer eso? —preguntó Neagley.

—Puedo hacer lo que quiera —respondió Stuyvesant—. Los presidentes tienden a dar mucha autoridad a las personas que esperan que los mantengan con vida.

Silencio en la sala.

—¿Yo seré uno de los sospechosos? —preguntó Stuyvesant.

—No —respondió Reacher.

—Quizás debería. Quizás yo debería ser su principal sospechoso. Tal vez me sentí forzado a ascender a una mujer por la presión social contemporánea, pero en secreto estoy molesto, por lo que estoy trabajando a sus espaldas para aterrorizarla y así desacreditarla.

Reacher no dijo nada.

—Podría haber encontrado a un amigo o a un pariente al que nunca le hubieran tomado las huellas dactilares. Podría haber dejado el papel en mi escritorio a las siete y media el miércoles por la noche y haberle dado instrucciones a mi secretaria para que no dijera nada. Ella habría cumplido mis órdenes. O podría haber instruido al personal de limpieza para que lo metiera a escondidas esa noche. Ellos también habrían cumplido mis órdenes. Pero del mismo modo habrían cumplido las órdenes de Froelich. Ella debería ser su sospechosa número dos, probablemente. Quizás tiene un amigo o un pariente sin huellas registradas, y quizás está montando todo esto para resolver el caso de manera espectacular y ganar un poco más de credibilidad.

—Solo que no estoy montado nada —dijo Froelich.

—Ninguno de ustedes está entre los sospechosos —dijo Reacher.

—¿Por qué no? —preguntó Stuyvesant.

—Porque Froelich me vino a buscar por su propia voluntad, y ella sabía un poco de mí a través de mi hermano. Y usted nos contrató inmediatamente después de haber visto nuestros expedientes. Ninguno de ustedes lo habría hecho si tuviera algo que ocultar. Demasiado riesgo.

—Quizás nos creemos más inteligentes que ustedes. Una investigación interna que nos pasara por alto sería la mejor coartada.

Reacher negó con la cabeza:

—Ninguno de ustedes es tan estúpido.

—Bien —respondió Stuyvesant. Parecía satisfecho—. Convengamos entonces que es un rival celoso en algún otro sector del departamento.

—O una rival —apuntó Froelich.

—Asumamos que él o ella está conspirando con el personal de limpieza.

—¿Dónde están esos tres ahora? —preguntó Reacher.

—Suspendidos —dijo Stuyvesant—. En casa, con salario completo. Viven juntos. Una de las mujeres es la esposa del hombre y la otra mujer es su cuñada. El otro equipo está haciendo horas extras para reemplazarlos, y me están costando una fortuna.

—¿Qué dicen ellos?

—Que no saben nada. Que no trajeron ninguna hoja de papel, que nunca la vieron, que no estaba allí cuando ellos estaban.

—Pero usted no les cree.

Stuyvesant se quedó callado durante un rato largo. Jugueteó con los puños de la camisa y después apoyó las manos sobre la mesa otra vez.

—Son empleados de confianza —dijo—. Estar bajo sospecha los pone muy nerviosos. Están dolidos. Asustados, incluso. Pero también están tranquilos. Como si no pudiéramos demostrar nada, porque no hicieron nada. Están un poco desconcertados. Pasaron el detector de mentiras. Los tres.

—Entonces sí les cree.

Stuyvesant negó con la cabeza:

—No les puedo creer. ¿Cómo podría hacerlo? Usted vio los vídeos. ¿Quién más puede haber dejado esa maldita cosa allí? ¿Un fantasma?

—¿Y cuál es su opinión?

—Yo creo que alguien que conocían dentro del edificio les pidió que lo hicieran, que les dijo que era un procedimiento de evaluación rutinario, como un juego de guerra o una misión secreta, que no tenía nada de malo, y les indicó lo que iba a suceder y lo que tendrían que hacer después en relación con los vídeos, las preguntas y el detector de mentiras. Creo que eso le podría dar a una persona suficientes tablas para pasar el polígrafo. Estar convencidos de que no habían cometido ningún error y de que no habría consecuencias adversas. Estar convencidos de que estaban ayudando realmente, de algún modo, al departamento.

—¿Ya lo ha hablado con ellos?

Stuyvesant negó con la cabeza:

—Ese será su trabajo —dijo—. No se me dan bien los interrogatorios.

 

Se fue tan repentinamente como había llegado. Se levantó y salió de la sala. La puerta se cerró a sus espaldas y dejó a Reacher, a Neagley y a Froelich sentados juntos en la mesa en medio de la luz brillante y el silencio.

—No vais a ser muy populares —advirtió Froelich—. Los investigadores internos nunca lo son.

—No me interesa ser popular —respondió Reacher.

—Ya tengo un trabajo —dijo Neagley.

—Tómate unas vacaciones —dijo Reacher—. Quédate conmigo, seamos impopulares.

—¿Me pagarán?

—Estoy segura de que habrá unos honorarios —respondió Froelich.

Neagley se encogió de hombros:

—Vale. Supongo que mis socios pueden considerar que esto nos da prestigio. Ya sabéis, ¿trabajar para el gobierno? Puedo regresar al hotel, hacer algunas llamadas, ver si pueden arreglárselas un rato sin mí.

—¿No quieres que vayamos a cenar algo primero, como dijo Reacher? —preguntó Froelich.

Neagley negó con la cabeza:

—No, yo comeré algo en mi habitación. Id vosotros a cenar.

Recorrieron otra vez los pasillos hasta la oficina de Froelich y ella pidió un coche para Neagley. Después la acompañó al garaje y cuando regresó se encontró a Reacher sentado tranquilamente en su escritorio.

—¿Estáis juntos? —preguntó.

—¿Quiénes?

—Neagley y tú.

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—La noté rara con lo de la cena.

Él negó con la cabeza:

—No, no estamos juntos.

—¿Tuvisteis algo alguna vez? Parecéis muy unidos.

—¿Sí?

—Es obvio que tú le gustas, y es obvio a ti que te gusta ella. Y es guapa.

Él asintió:

—Sí me gusta. Y es guapa. Pero nunca tuvimos nada.

—¿Por qué no?

—¿Por qué no? Sencillamente nunca ocurrió. ¿Sabes a qué me refiero?

—Supongo.

—No entiendo muy bien qué tiene que ver contigo, de todos modos. Eres la ex de mi hermano, no mi ex. Ni siquiera sé cómo te llamas.

—M. E. —dijo ella.

—¿Martha Enid? —dijo él—. ¿Mildred Eliza?

—Vamos —respondió ella—. Cena, en mi casa.

—¿En tu casa?

—Es imposible ir a un restaurante aquí el domingo por la noche. Y además son muy caros para mí. Y todavía tengo algunas cosas de Joe. Quizás deberías quedártelas.

 

Froelich vivía en una casa adosada pequeña y acogedora, en un barrio poco atractivo al otro lado del río Anacostia, cerca de la Base Bolling de la Fuerza Aérea. Era una de esas casas urbanas en las que cierras las cortinas y te concentras solo en el interior. Tenía un aparcamiento en la calle y una puerta principal de madera con un pequeño vestíbulo detrás que daba directamente a una sala de estar. Era un espacio cómodo. Suelos de madera, una alfombra, muebles antiguos. Un televisor pequeño conectado a un gran conversor de TV por cable. Algunos libros en un estante, un pequeño equipo de música con un montón de CDs apoyados al lado. La calefacción estaba alta, así que Reacher se sacó la chaqueta negra y la colgó en el respaldo de una silla.

—No quiero que sea alguien de dentro —dijo Froelich.

—Mejor eso que una verdadera amenaza externa.

Ella asintió y fue hacia el fondo de la habitación, donde un arco se abría a una cocina-comedor. Miró a su alrededor, un poco perdida, como si se preguntara para qué servían todas esas máquinas y armarios.

—Podemos pedir comida china —dijo Reacher en voz alta.

Ella se sacó la chaqueta, la dobló por la mitad y la apoyó sobre un taburete.

—Quizás deberíamos hacer eso, sí —dijo ella.

Llevaba una blusa blanca y sin la sudadera parecía más suave y femenina. La cocina estaba iluminada con bombillas a baja intensidad, que eran más amables con su piel que el halógeno brillante de la oficina. La miró y vio lo que Joe debía de haber visto ocho años antes. Ella encontró la carta de comida para llevar en un cajón, marcó un número e hizo un pedido. Sopa agridulce y pollo General Tso, dos porciones de cada cosa.

—¿Está bien? —preguntó.

—No me lo digas —respondió él—. Es lo que le gustaba a Joe.

—Todavía tengo algunas cosas suyas —dijo ella—. Deberías venir a verlas.

Caminó delante de él pasando otra vez por el vestíbulo, escaleras arriba. Había un cuarto para invitados en la parte delantera de la casa. Tenía un profundo armario con una sola puerta. Al abrirlo se encendió automáticamente una lamparita. Dentro había todo tipo de cosas, pero de la barra colgaba una fila larga de trajes y camisas todavía envueltos en el plástico de la tintorería. El plástico había amarilleado y se había secado un poco con los años.

—Son suyos —dijo Froelich.

—¿Los dejó aquí? —preguntó Reacher.

Ella tocó el hombro de uno de los trajes a través del plástico.

—Me imaginé que iba a volver a buscarlos —dijo—. Pero no volvió en todo el año. Supongo que no los necesitaba.

—Debe de haber tenido un montón de trajes.

—Un par de docenas, supongo —dijo ella.

—¿Cómo hace una persona para tener veinticuatro trajes?

—Le gustaba vestir bien —respondió ella—. Debes recordarlo.

Se quedó quieto. Por lo que él recordaba, Joe había vivido siempre con un pantalón corto y una camiseta. En invierno usaba pantalones caqui. Cuando hacía mucho frío, añadía una cazadora de cuero de aviador gastada. Y eso era todo. En el funeral de su madre llevaba un traje negro muy formal, que Reacher asumió que era alquilado. Pero quizás no lo era. Quizás trabajar en Washington había cambiado su manera de ver las cosas.

—Deberías quedártelos —dijo Froelich—. Son tuyos, de todos modos. Eras su familiar más cercano, supongo.

—Supongo que sí —dijo él.

—Hay una caja también —añadió—. Cosas que se dejó y que nunca vino a buscar.

Siguió su mirada hacia la parte inferior del armario y vio una caja de cartón justo debajo de la barra. Las solapas estaban enganchadas entre sí.

—Cuéntame de Molly Beth Gordon —le pidió él.

—¿Qué pasa con ella?

—Después de sus muertes deduje que habían tenido algo.

Ella negó con la cabeza:

—Estaban muy unidos. Sin duda. Pero trabajaban juntos. Ella era su asistente. No salía con gente de la oficina.

—¿Por qué os separasteis? —le preguntó.

Abajo sonó el timbre. Se escuchó muy fuerte en el silencio del domingo.

—La comida —dijo Froelich.

Bajaron y comieron juntos en la mesa de la cocina, en silencio. El ambiente se volvió curiosamente íntimo, pero también distante. Como cuando te sientas al lado de un extraño en un largo viaje en avión. Te sientes conectado y desconectado a la vez.

—Te puedes quedar aquí esta noche —dijo ella—. Si quieres.

—No he dejado el hotel.

Ella asintió:

—Déjalo mañana. Y puedes hacer base aquí.

—¿Y Neagley?

Silencio por un segundo.

—Ella también, si quiere. Hay otro cuarto en el segundo piso.

—Vale —dijo él.

Terminaron la comida y él tiró los recipientes a la basura y fregó los platos. Ella puso el lavavajillas. Después sonó el teléfono. Fue a la sala de estar para cogerlo. Habló durante un buen rato y después colgó y volvió.

—Era Stuyvesant —dijo—. Para daros el visto bueno formal.

Él asintió:

—Entonces llama a Neagley y dile que mueva el culo.

—¿Ahora?

—¿Tienes un problema? Lo resuelves —dijo—. Así son las cosas para mí. Dile que esté en la puerta del hotel en media hora.

—¿Por dónde vas a empezar?

—Por el vídeo —dijo—. Quiero ver otra vez las cintas. Y quiero hablar con la persona que está a cargo de esa parte del departamento.

 

Treinta minutos después recogieron a Neagley frente a la puerta del hotel. Se había cambiado la ropa y llevaba un traje negro con una chaqueta corta. El pantalón era ajustado. A Reacher le pareció que le quedaba muy bien por detrás. Vio que Froelich llegaba a la misma conclusión. Pero no dijo nada. Solo condujo, cinco minutos, de vuelta otra vez a las oficinas del Servicio Secreto. Froelich fue directamente a su despacho y dejó a Reacher y a Neagley con el agente que se encargaba de las cámaras de seguridad. Era un hombre delgado, bajo y nervioso, vestido con ropa de domingo, que se acercó para reunirse con ellos casi sin previo aviso. Parecía un poco abrumado por eso. Los llevó a una sala de equipos del tamaño de un armario llena de estantes con grabadoras. Una pared entera era una estantería, del suelo al techo, con cientos de cintas de VHS cuidadosamente ordenadas en cajas de plástico negro. Las grabadoras eran productos industriales grises. Todo ese espacio diminuto estaba inundado por un limpio cableado, papeles con instrucciones clavados en la pared, el suave ruido de pequeños motores en marcha, el olor de las placas de circuito calientes y el brillo verde de números LED avanzando de manera implacable.

—El sistema se cuida solo, en realidad —dijo el hombre—. Hay cuatro grabadoras por cada cámara y seis horas por cada cinta, por lo que cambiamos todas las cintas una vez al día, las archivamos, las guardamos tres meses y después las reutilizamos.

—¿Dónde están las originales de la noche en cuestión? —preguntó Reacher.

—Aquí —respondió el hombre. Revolvió en su bolsillo y sacó un montón de pequeñas llaves de latón sujetas con una argolla. Se agachó en lo limitado del espacio y abrió un armario bajo. Sacó tres cajas.

—Estas son las tres que copié para Froelich —dijo, arrodillado.

—¿Hay algún lugar en el que las podamos ver?

—Son iguales que las copias.

—El proceso de copiado hace que se pierda detalle —dijo Reacher—. Regla número uno, empezar por los originales.

—Vale —dijo el hombre—. Supongo que las pueden ver aquí mismo.

Se levantó como pudo, empujó y tiró de algunos equipos que estaban sobre un banquito, colocó un pequeño monitor para que quedara mirando hacia fuera y encendió un reproductor aparte. En la pantalla apareció un cuadrado gris, sin nada.

—Estos trastos no tienen mando —dijo—. Tienen que usar los botones.

Puso las cajas de las tres cintas en el orden cronológico correcto.

—¿Sillas? —preguntó Reacher.

El hombre salió y regresó arrastrando dos sillas de oficina. Se le atascaron en la puerta y le costó colocarlas frente a un banco tan estrecho . Después miró alrededor como si no le gustara meter a extraños en su pequeño territorio.

—Creo que voy a esperar en recepción —dijo—. Avísenme cuando terminen.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Neagley.

—Nendick —dijo el hombre, tímidamente.

—Vale, Nendick —dijo ella—. Nos aseguraremos de avisarte.

Salió de la pequeña sala y Reacher introdujo la tercera cinta en la máquina.

—¿Sabes qué? —dijo Neagley—. El tipo no me ha mirado el culo.

—¿No?

—Normalmente me lo miran cuando llevo este pantalón.

—¿Sí?

—Normalmente.

Reacher mantuvo la mirada firme en la pantalla.

—Quizás es gay —dijo.

—Llevaba un anillo de casado.

—Entonces quizás se esfuerza por evitar sentimientos inapropiados. O quizás está cansado.

—O quizás me estoy haciendo vieja —dijo ella.

Reacher dio al botón de rebobinar. El motor zumbó.

—Tercera cinta —dijo—. Jueves por la mañana. Iremos hacia atrás.

El reproductor rebobinó rápido. Reacher miró el contador, le dio a play y apareció la imagen de la oficina vacía y el reloj, que mostraba la fecha del jueves y la hora: las ocho menos cinco de la mañana. Aceleró la imagen y la congeló cuando la secretaria entraba en escena, exactamente a las ocho de la mañana. Se acomodó en la silla , le dio a play y vio a la secretaria entrar en la sala cuadrada, quitarse el abrigo y colgarlo en el perchero. La vio caminar hasta quedarse a un metro de la oficina de Stuyvesant y agacharse detrás de su escritorio.

—Guarda su cartera —dijo Neagley—. En el suelo, en el espacio para los pies.

La secretaria era una mujer de alrededor de sesenta años. Por un momento quedaba de frente a la cámara. Parecía una matrona. Estricta, pero amable. Se sentaba como con pesadez, arrimaba la silla y abría un libro sobre el escritorio.

—Revisa la agenda —dijo Neagley.

La secretaria se ocupaba su silla firmemente, atareada con la agenda. Después empezaba a ocuparse de una gran montaña de informes. Algunos los archivaba en un cajón y a otros les estampaba el sello de goma y los pasaba del lado derecho al lado izquierdo del escritorio.

—¿Has visto alguna vez tanta documentación? —preguntó Reacher—. Es peor que en el ejército.

La secretaria interrumpió su trabajo con la montaña de informes dos veces para coger el teléfono. Pero no se movía de la silla. Reacher avanzó hasta que apareció Stuyvesant, a las ocho y diez. Llevaba un chubasquero oscuro, quizás negro o color carbón. Y un maletín fino. Se sacaba el abrigo y lo colgaba en el perchero. Avanzaba por la sala cuadrada y la cabeza de la secretaria se movía como si estuviera hablando con él. Apoyaba el maletín sobre el escritorio en un ángulo exacto y después corregía la posición. Se inclinaba para consultarle algo. Asentía una vez, se erguía, avanzaba hacia su puerta sin el maletín y desaparecía dentro de su oficina. En el reloj pasaban cuatro segundos. Después Stuyvesant aparecía otra vez en la puerta, llamando a su secretaria.

—La encontró —dijo Reacher.

—Lo del maletín es raro —apuntó Neagley—. ¿Por qué lo dejó ahí?

—Quizás tenía una reunión temprano —sugirió Reacher—. Quizás lo dejó fuera porque sabía que se iba a ir enseguida.

La siguiente hora pasó rápido. Entraba y salía gente de la oficina. Froelich aparecía dos veces. Después llegaba un equipo de la policía científica y se iba veinte minutos más tarde con la carta en una bolsa de plástico para pruebas. Reacher rebobinó hacia atrás. Toda la mañana transcurrió de nuevo, en dirección contraria. El equipo de la policía científica se iba y luego llegaba, Froelich salía y entraba dos veces, Stuyvesant llegaba y se iba, y después su secretaria hacía lo mismo.

—Ahora viene la parte aburrida —dijo Reacher—. Horas y horas de nada.

La imagen se congeló en un plano fijo de una sala vacía, con el reloj corriendo deprisa hacia atrás. No sucedía absolutamente nada. El nivel de detalle de la cinta original era mejor que el de la copia, pero no había mucho más que ver. Era gris y blancuzca. Estaba bien para ser una grabación de seguridad, pero no habría ganado ningún premio a la técnica.

—¿Sabes qué? —dijo Reacher—. Fui policía durante trece años, y nunca he encontrado nada significativo en un vídeo de seguridad. Ni siquiera una vez.

—Yo tampoco —dijo Neagley—. Con las horas que he pasado así.

A las seis de la mañana la cinta se detuvo. Reacher la sacó, adelantó la segunda hasta el final y comenzó de nuevo su paciente búsqueda hacia atrás. El reloj pasaba rápido por las cinco en punto y se encaminaba hacia las cuatro. No sucedía nada. La oficina simplemente estaba ahí, quieta, gris y vacía.

—¿Por qué hacemos esto esta misma noche? —preguntó Neagley.

—Porque soy una persona impaciente —dijo Reacher.

—Quieres apuntarte un tanto para los militares, ¿no? Les quieres demostrar a los civiles cómo trabaja un verdadero profesional.

—No hay nada que demostrar —dijo Reacher—. Ya nos hemos apuntado tres tantos y medio.

Se acercó más a la pantalla. Se esforzó por enfocar la mirada. Cuatro en punto de la mañana. No sucedía nada. Nadie entregaba ninguna carta.

—Quizás hay otro motivo por el cual hacemos esto esta noche —dijo Neagley—. Quizás estás tratando de apuntar más tantos que tu hermano.

—No necesito hacer eso. Sé exactamente cómo éramos uno comparado con el otro. Y no me interesa lo que los demás piensen al respecto.

—¿Qué le sucedió?

—Murió.

—Aunque tarde, eso logré deducirlo. ¿Pero cómo?

—Lo mataron. En acto de servicio. Poco después de que yo dejara el ejército. En Georgia, al sur de Atlanta. Una reunión clandestina con un informante en un operativo de falsificación. Les tendieron una emboscada. Le dispararon en la cabeza, dos veces.

—¿Cogieron a quienes lo hicieron?

—No.

—Qué terrible.

—No tanto. Porque los cogí yo.

—¿Y qué hiciste?

—¿Tú qué crees?

—Vale, ¿cómo?

—Eran padre e hijo. Al hijo lo ahogué en una piscina. Al padre le prendí fuego. Después de dispararle en el pecho con una bala calibre 44 de punta hueca.

—Con eso tuvo que haber llegado.

—Moraleja: no te metas conmigo ni con los míos. Solo desearía que lo hubieran sabido antes.

—¿Algún contratiempo?

—Me exfiltré rápido. Me mantuve fuera de circulación. Tuve que perderme el funeral.

—Mal negocio.

—El tipo con el que se iba a reunir también recibió lo suyo. Murió desangrado bajo la rampa de una autopista. Además había una mujer. De la oficina de Joe. Su asistente, Molly Beth Gordon. La apuñalaron en el aeropuerto de Atlanta.

—Vi su nombre. En el cuadro de honor.

Reacher se quedó callado. El vídeo iba rápido hacia atrás. Tres de la mañana, después dos cincuenta y algo. Después dos cuarenta. No sucedía nada.

—El asunto era un gran lío —dijo—. Fue su culpa, en realidad.

—Eso es muy duro.

—Se le fue de las manos. O sea, ¿a ti te podrían tender una trampa en una reunión?

—No.

—A mí tampoco.

—Haría todo lo que se espera —dijo Neagley—. Ya sabes, llegar tres horas antes, analizar la situación, vigilar, bloquear los accesos.

—Pero Joe no hizo nada de eso. Estaba fuera de su alcance. Lo que pasaba con Joe es que parecía un tipo duro. Un metro noventa y ocho, ciento quince kilos, un castillo. Manos como palas, cara como el guante de un catcher. Físicamente éramos clones. Pero teníamos mentes distintas. En el fondo, él era un tipo cerebral. Puro, de algún modo. Incluso inocente. Nunca pensaba mal. Para él todo era como una partida de ajedrez. Recibe una llamada, arregla una reunión, se sube al coche y se dirige al lugar. Como si estuviera moviendo el caballo o el alfil. Sencillamente no esperaba que alguien llegara e hiciera saltar el tablero por los aires.

Neagley no dijo nada. La cinta seguía avanzando hacia atrás. No sucedía nada. La sala cuadrada permanecía allí, estable y oscura.

—Durante un tiempo me enfadó que hubiera sido tan descuidado —continuó Reacher—. Hasta que me di cuenta de que no podía culparlo por eso. Para ser descuidado, primero debes saber con qué tienes que tener cuidado. Y él no lo sabía. Simplemente. No veía ese tipo de cosas. No pensaba así.

—¿Y entonces?

—Entonces supongo que me enfadó no haberlo hecho yo por él.

—¿Podrías haberlo hecho?

Reacher negó con la cabeza:

—Hacía siete años que no lo veía. No tenía idea de dónde estaba. Él no tenía idea de dónde estaba yo. Pero alguien como yo debería haberlo hecho por él. Podía haber pedido ayuda.

—¿Demasiado orgulloso?

—No, demasiado inocente. Esa es la conclusión.

—¿Podía haber reaccionado? ¿En el momento?

Reacher puso una mueca:

—Eran muy buenos, supongo. Semiprofesionales, para nuestros estándares. Tuvo que haber alguna oportunidad. Pero debió de haber sido cosa de un segundo, algo puramente instintivo. Y los instintos de Joe estaban enterrados bajo su manto cerebral. Probablemente dejó de pensar. Siempre lo hacía. Lo suficiente como para resultar tímido.

—Inocente y tímido —dijo Neagley—. Aquí no comparten esa opinión.

—Aquí debe haber parecido un salvaje. Todo es relativo.

Neagley se removió en la silla y miró la pantalla.

—Prepárate —dijo—. Se acerca la hora de las brujas.

El reloj avanzó hacia atrás hasta las doce y media de la noche. La oficina seguía inalterable. Después, a las doce y dieciséis, el equipo de limpieza salió deprisa de la penumbra caminando para atrás por el pasillo de salida. Reacher los observó a alta velocidad hasta que, siete minutos pasada la medianoche, entraron retrocediendo a la oficina de Stuyvesant. Entonces puso la cinta a velocidad normal y los observó salir y limpiar la secretaría.

—¿Qué piensas? —preguntó.

—Parecen bastante normales —dijo Neagley.

—Si acabasen de dejar la carta allí, ¿estarían tan tranquilos?

No se apresuraban. No parecían furtivos ni ansiosos ni preocupados ni agitados. No miraban de reojo la puerta de Stuyvesant. Simplemente limpiaban, de manera eficiente y veloz. Reacher rebobinó de nuevo, retrocedió hasta las doce y siete minutos y avanzó hasta que la cinta dejó de funcionar, a las doce en punto. La sacó y puso la primera. La dejó correr hasta el final y la examinó con cuidado hacia atrás hasta que aparecieron por primera vez en la imagen, justo antes de las once cincuenta y dos. Hizo que la cinta avanzara hacia delante, los observó entrar en el plano y congeló la imagen cuando se les veía a todos con claridad.

—¿Dónde podía estar? —preguntó.

—Como supuso Froelich —respondió Neagley—. Podría estar en cualquier parte.

Él asintió. Tenía razón. Entre los tres limpiadores y el carrito de limpieza, se podrían haber escondido una docena de cartas.

—¿Se los ve preocupados? —preguntó.

Ella se encogió de hombros:

—Deja que avance la cinta. Veamos cómo se mueven.

Los dejó caminar hacia delante. Se dirigieron directamente a la puerta de Stuyvesant y desaparecieron dentro de su oficina, exactamente a las once cincuenta y dos.

—Pónmelo otra vez —dijo Neagley.

Reacher puso otra vez ese fragmento. Neagley se inclinó hacia atrás y entrecerró los ojos.

—El nivel de energía es un poco distinto al de cuando salieron —dijo.

—¿Tú crees?

Ella asintió:

—¿Un poco más lento? ¿Como si estuvieran dudando?

—¿O como si temieran hacer algo malo allí adentro?

Lo puso otra vez.

—No sé —dijo ella—. Es un poco difícil de interpretar. Y por supuesto no es ningún tipo de prueba. Solo una sensación subjetiva.

Lo puso otra vez. No había ninguna diferencia real. Quizás parecían un poco menos tensos al entrar que al salir. O más cansados. Pero habían pasado quince minutos allí dentro. Y era una oficina relativamente pequeña. Ya de por sí bastante limpia y ordenada. Quizás solían tomarse un descanso de quince minutos allí, fuera del alcance de la cámara. El personal de limpieza no es idiota. Quizás apoyaron los pies sobre el escritorio, pero no una carta.

—No sé —repitió Neagley.

—¿No concluyente? —preguntó Reacher.

—Claro que no. ¿Pero quién más tenemos?

—Nadie en absoluto.

Reacher pulsó el rebobinado rápido y se quedó mirando al infinito hasta que llegó a las ocho en punto de la noche. La secretaria se ponía de pie y se alejaba del escritorio, asomaba la cabeza dentro de la oficina de Stuyvesant y se iba a su casa. Retrocedió hasta las siete y media y observó cómo se retiraba Stuyvesant.

—Vale —dijo—. Lo hizo el personal de limpieza. ¿Por iniciativa propia?

—Tengo serias dudas.

—¿Y quién les dijo que lo hicieran?

 

Pasaron por la recepción, encontraron a Nendick y le dijeron que ya podía ir a ordenar la sala de equipos. Fueron en busca de Froelich y la encontraron en su escritorio, en medio de una gran montaña de papeles, al teléfono, coordinando el regreso de Brook Armstrong desde Camp Davis.

—Tenemos que hablar con el personal de limpieza —dijo Reacher.

—¿Ahora? —preguntó Froelich.

—Es un buen momento. Los interrogatorios tarde por la noche siempre funcionan mejor.

Se quedó con la vista en blanco:

—Vale. Os llevo con ellos.

—Será mejor que tú no estés allí —dijo Neagley.

—¿Por qué no?

—Somos militares. Probablemente queramos abofetearlos un poco.

Froelich la miró fijamente:

—No pueden hacer eso. Son miembros del departamento, igual que yo.

—Está bromeando —dijo Reacher—. Pero se van a sentir mejor hablando con nosotros si nadie del departamento está presente.

—Vale, esperaré fuera. Pero voy con vosotros.

Terminó sus llamadas telefónicas, colocó los papeles y los llevó otra vez hasta el ascensor y luego al garaje. Se subieron a la Suburban y Reacher cerró los ojos durante veinte minutos mientras ella conducía. Estaba cansado. Había estado trabajando duro seis días seguidos. Después el coche se detuvo y abrió los ojos en un barrio bastante feo lleno de sedanes de diez años y terrenos alambrados. El brillo naranja de las farolas resplandecía aquí y allá. Asfalto remendado y algunos yerbajos en la acera. Los graves de la radio de un coche sonaban a todo volumen unas manzanas más lejos.

—Es aquí —dijo Froelich—. En el 2301.

El 2301 era la puerta izquierda de una casa con dos entradas independientes. Era una estructura baja de tablones con las dos puertas en el centro y ventanas simétricas a izquierda y derecha. Un alambrado bajo rodeaba el jardín delantero. El césped estaba parcialmente muerto. No había arbustos, ni flores, ni plantas, pero estaba bastante limpio. No había basura. Los escalones que llevaban a la puerta estaban relucientes.

—Os espero aquí —dijo Froelich.

Reacher y Neagley bajaron del coche. El aire nocturno era frío y la radio se escuchó más fuerte en la distancia. Cruzaron el portón del alambrado. Fueron hasta la puerta principal por un caminito de hormigón agrietado. Reacher llamó al timbre y lo escuchó sonar dentro de la casa. Esperaron. Escucharon unos pasos sobre lo que sonaba a suelo sin revestir, y después algo metálico que alguien apartaba del camino. La puerta se abrió y vieron a un hombre de pie, con la mano en el picaporte. Era el del vídeo, sin duda. Lo habían observado hacia delante y hacia atrás durante horas. No era joven ni viejo. No era bajo ni alto. Era completamente normal. Tenía puesto un pantalón de algodón y una sudadera de los Redskins. Tenía la piel morena y los pómulos altos y lisos. Su cabello era negro y brillante, con un corte anticuado bastante reciente y cuidado en los bordes.

—¿Sí? —dijo.

—Tenemos que hablar de lo que pasó en la oficina —dijo Reacher.

El tipo no hizo ninguna pregunta. No les pidió sus credenciales. Tan solo miró la cara de Reacher y dio un paso hacia atrás sobre lo que antes había movido para abrir la puerta. Era un balancín para niños hecho de tubos metálicos de colores brillantes. Tenía un pequeño asiento en cada uno de los extremos, como los de los triciclos, y cabezas de caballo de plástico con manillares a los lados, debajo de las orejas.

—No lo puedo dejar fuera de noche —dijo el hombre—. Me lo robarían.

Neagley y Reacher pasaron por encima y entraron en un estrecho recibidor. Había más juguetes ordenadamente colocados en unos estantes. En la puerta de la nevera había dibujos de colegio de colores llamativos. Olía a comida. Tras el recibidor, en una sala de estar, había dos mujeres en silencio y asustadas. Llevaban vestidos de domingo, muy distintos de sus monos de trabajo.

—Necesitamos que nos digan sus nombres —dijo Neagley.

Su voz estaba entre una calidez amigable y las frías campanadas de un entierro. Reacher sonrió para sus adentros. Así lo hacía Neagley. Lo recordaba bien. Nadie discutía nunca con ella. Era uno de sus puntos fuertes.

—Julio —dijo el hombre.

—Anita —dijo la primera mujer.

Reacher asumió que era la esposa de Julio, por cómo lo miró antes de contestar.

—María —dijo la segunda mujer—. Soy la hermana de Anita.

Había un sofá pequeño y dos sillones. Anita y María se apretaron un poco para que Julio se pudiera sentar con ellas. Reacher tomó eso como una invitación y se sentó en uno de los sillones. Neagley ocupó el otro. Eso los dejó a los dos en un ángulo simétrico, como si el sofá fuera una pantalla y ellos se sentaran a ver la tele.

—Creemos que ustedes dejaron la carta en la oficina —dijo Neagley.

No hubo respuesta. Ningún tipo de reacción. Ninguna expresión en ninguno de los tres rostros. Solo una especie de estoicismo inexpresivo y silencioso.

—¿Fue así? —preguntó Neagley.

No hubo respuesta.

—¿Los niños están en la cama? —preguntó Reacher.

—No están aquí —dijo Anita.

—¿Son tuyos o de María?

—Míos.

—¿Niños o niñas?

—Dos niñas.

—¿Dónde están?

Ella hizo una pausa.

—Con unos primos.

—¿Por qué?

—Porque nosotros trabajamos por la noche.

—Eso está a punto de cambiar —dijo Neagley—. No volverán a trabajar si no nos dicen algo.

No hubo respuesta.

—Se acabó el seguro de salud, se acabaron todas las prestaciones.

No hubo respuesta.

—Hasta podrían ir a la cárcel.

Silencio en la sala.

—Lo que nos tenga que pasar, pasará —dijo Julio.

—¿Alguien les pidió que la dejaran allí? ¿Alguien de la oficina?

No hubo ninguna respuesta.

—¿Alguien de fuera de la oficina?

—No hicimos nada con ninguna carta.

—¿Y qué fue lo que hicieron? —preguntó Reacher.

—Limpiamos. Para eso estábamos allí.

—Estuvieron allí dentro demasiado tiempo.

Julio miró a su esposa, como desconcertado.

—Vimos el vídeo —dijo Reacher.

—Sabemos que hay cámaras —dijo Julio.

—¿Siguen la misma rutina todas las noches?

—Tenemos que hacerlo.

—¿Pasan tanto tiempo allí dentro todas las noches?

Julio se encogió de hombros:

—Supongo que sí.

—¿Descansan allí dentro?

—No, limpiamos.

—¿Lo mismo todas las noches?

—Todo es lo mismo todas las noches. A no ser que alguien haya tirado el café o haya dejado mucha basura, algo así. Eso podría retrasarnos un poco.

—¿Había pasado algo así en la oficina de Stuyvesant esa noche?

—No —respondió Julio—. Stuyvesant es una persona limpia.

—Pasaron un buen rato allí dentro.

—No más de lo normal.

—¿Tienen una rutina exacta?

—Supongo que sí. Pasamos la aspiradora, limpiamos, sacamos la basura, ordenamos, vamos a la siguiente oficina.

Silencio en la sala. Solo los tenues bajos de la radio del coche a lo lejos, muy amortiguados por las paredes y las ventanas.

—Vale —dijo Neagley—. Escuchad, chicos. En el vídeo se ve cómo entráis en la oficina. Después hay una carta en el escritorio. Creemos que la dejasteis ahí porque alguien os lo pidió. Quizás os dijeron que era un juego o una broma. Quizás os dijeron que estaba bien hacerlo. Y está bien. No hay ningún problema. Pero necesitamos que nos digáis quién os lo pidió. Porque nosotros tratando de averiguarlo también somos parte del juego. Y ahora nos lo tenéis que decir, porque si no el juego se termina y no nos queda más remedio que deducir que la dejasteis ahí por iniciativa propia. Y eso no está bien. Eso está muy mal. Eso es amenazar al vicepresidente electo de los Estados Unidos. Y por eso pueden ir a la cárcel.

No hubo reacción. Otro largo silencio.

—¿Nos van a despedir? —preguntó María.

—¿No estáis escuchando? —dijo Neagley—. Iréis a la cárcel a no ser que nos digáis quién fue.

El rostro de María se quedó rígido como una piedra. Y el de Anita, y el de Julio. Rostros rígidos, miradas inexpresivas, semblantes estoicos y miserables llegados de mil años de experiencia campesina: tarde o temprano, la cosecha siempre falla.

—Vamos —dijo Reacher.

Se levantaron y atravesaron el recibidor. Pasaron por encima del balancín y salieron a la noche. Llegaron a la Suburban a tiempo para ver a Froelich colgando el teléfono. Tenía pánico en los ojos.

—¿Qué? —preguntó Reacher.

—Recibimos otra —respondió—. Hace diez minutos. Y es peor.