Los esperaba en el centro de la mesa larga en la sala de reuniones. Un pequeño grupo de gente se había reunido alrededor. Los focos halógenos del techo la iluminaban perfectamente. Había un sobre marrón de veintitrés por treinta centímetros con cierre metálico y con la solapa rasgada. Y una sola hoja de papel blanco tamaño carta. Con diez palabras impresas: El día en el cual morirá Armstrong se avecina deprisa. El mensaje estaba dividido en dos líneas, perfectamente centrado entre los márgenes y un poco por encima de la mitad de la hoja. No se veía nada más. La gente lo miraba en silencio. El hombre de traje de la recepción se abrió paso entre la gente y se dirigió a Froelich.
—Yo he entregado el sobre —dijo—. No he tocado la carta. Solo la di a conocer.
—¿Cómo ha llegado? —preguntó ella.
—El guardia del garaje hizo una pausa para ir al baño. Regresó y la encontró sobre el estante de la cabina. Me la trajo enseguida. Por lo que creo que sus huellas también están en el sobre.
—¿Cuándo exactamente?
—Hace media hora.
—¿Cómo organiza el guardia sus pausas para ir al baño? —preguntó Reacher.
La sala se quedó en silencio. La gente se giró hacia la voz nueva. El tipo de recepción puso una mirada agresiva de quién demonios eres tú. Pero después vio el rostro de Froelich, se encogió de hombros y contestó de manera obediente.
—Baja la barrera —dijo—. Eso es lo que hace. Corre al baño, vuelve corriendo. Quizás dos o tres veces por turno. Pasa ahí ocho horas seguidas.
Froelich asintió:
—Nadie lo está culpando de nada. ¿Han llamado ya a la policía científica?
—La estábamos esperando.
—Vale, déjenla en la mesa, que nadie la toque, y acordonen bien esta sala.
—¿Hay una cámara en el garaje? —preguntó Reacher.
—Sí, hay.
—Haz que Nendick nos traiga la cinta de esta noche, ahora mismo.
Neagley estiró el cuello por encima de la mesa:
—Una redacción un poco rebuscada, ¿no lo crees? Y “deprisa” deja definitivamente fuera la excusa de la predicción, diría yo. Lo transforma todo en una amenaza abierta.
Froelich asintió:
—Tienes razón —dijo lentamente—. Si alguien entendió esto como un juego o una broma, se acaba de transformar en algo muy serio de repente.
Lo dijo alto y claro, y Reacher captó su intención lo bastante rápido como para observar las caras en la gente. No hubo absolutamente ninguna reacción en ninguna. Froelich miró el reloj.
—Armstrong está volando —dijo—. Camino a casa.
Después se quedó callada un momento.
—Reúnan a un equipo extra —dijo—. Que la mitad vaya a Andrews y la otra mitad a casa de Armstrong. Y que el convoy tenga un coche extra también. Y que vuelva por un camino alternativo.
Tras un segundo de duda, todos empezaron a moverse con la eficiencia entrenada de un equipo de élite que se prepara para la acción. Reacher los observó atentamente y le gustó lo que vio. Después él y Neagley siguieron a Froelich a su oficina. Ella llamó a un número del FBI y pidió urgentemente un equipo de policías científicos. Escuchó la respuesta y colgó.
—Aunque ya me imagino lo que encontrarán —le dijo al aire.
Después Nendick llamó a la puerta y entró con dos cintas de vídeo:
—Dos cámaras —dijo—. Una está dentro de la cabina, arriba, mirando hacia abajo y de lado para identificar individualmente a los conductores de los coches. La otra está fuera, mirando hacia el callejón, para ver los vehículos que se aproximan.
Dejó las dos cintas sobre el escritorio y se fue. Froelich cogió la primera y se acercó al televisor con la silla. La puso y le dio a play. Era la cámara que miraba lateralmente desde dentro de la cabina. El ángulo era elevado, pero adecuado para filmar a un conductor enmarcado en la ventanilla del coche. Rebobinó treinta y cinco minutos. Le dio a play otra vez. Se veía al guardia sentado en su taburete con la parte posterior del hombro izquierdo dentro del plano. Sin hacer nada. Adelantó la cinta hasta que se puso de pie. Tocó un par de botones y desapareció. Durante treinta segundos no sucedía nada más. Después aparecía un brazo en el extremo derecho de la imagen. Solo un brazo, enfundado en una manga gruesa y suave. Un abrigo de tweed, quizás. La mano llevaba un guante de cuero. En la mano había un sobre. Lo empujaba por la ventana corrediza medio abierta y lo dejaba caer sobre el estante. Después, el brazo desaparecía.
—Sabía que había una cámara —afirmó Froelich.
—Claramente —dijo Neagley—. Estaba a un metro de la cabina, y estiró el brazo desde ahí.
—¿Pero sabía que había otra? —preguntó Reacher.
Froelich sacó la primera cinta y puso la segunda. Rebobinó treinta y cinco minutos. Le dio a play. Apuntaba al callejón. La calidad era mala. Había charcos de luz de unos focos exteriores y el contraste con las zonas oscuras era muy intenso. Las sombras no tenían detalle. El ángulo era alto y cerrado. La parte superior de la imagen se cortaba mucho antes de que el callejón desembocara en la calle. La parte de abajo del plano terminaba unos dos metros antes de llegar a la cabina. Pero el ancho estaba bien. Muy bien. Las dos paredes del callejón se veían claramente. No había manera de acercarse a la entrada del garaje sin pasar por el campo de visión de la cámara.
La cinta avanzaba. No sucedía nada. Miraron el reloj hasta que llegó a veinte segundos antes de que apareciera el brazo. Después miraron la pantalla. En lo alto apareció una figura. Un hombre, definitivamente. Sin duda. Los hombros y la manera de caminar eran inconfundibles. Llevaba puesto un abrigo gordo de tweed, quizás gris o marrón oscuro. Pantalones oscuros, zapatos grandes, una bufanda alrededor del cuello. Y un sombrero en la cabeza. Un sombrero de ala ancha, oscuro también, bastante inclinado hacia abajo en la parte delantera. Caminaba con la barbilla bien recogida. El vídeo mostraba perfectamente la copa del sombrero, de un extremo al otro del callejón.
—Sabía lo de la segunda cámara —dijo Reacher.
La cinta siguió avanzando. El hombre caminaba rápido pero con decisión, sin apresurarse, sin correr, sin perder la compostura. Tenía el sobre en la mano derecha, lo llevaba pegado al cuerpo. Desaparecía por la parte de abajo del encuadre y reaparecía tres segundos más tarde. Sin el sobre. Caminaba con el mismo paso decidido durante todo el trayecto hasta el final del callejón y salía del encuadre por la parte alta de la pantalla.
Froelich congeló la imagen:
—¿Descripción?
—Es imposible —dijo Neagley—. Hombre, tirando a bajo y rechoncho. Diestro, probablemente. Ningún defecto visible al caminar. Más allá de eso no tenemos la menor idea. No vimos nada.
—Quizás no tan rechoncho —dijo Reacher—. El ángulo achata un poco las cosas.
—Tenía información interna —dijo Froelich—. Estaba al tanto de las cámaras y de las pausas para ir al baño. Por lo que es uno de los nuestros.
—No necesariamente —dijo Reacher—. Podría ser alguien de fuera que os estuvo vigilando. La cámara exterior debe de verse si uno la busca. Y la de dentro se la puede haber imaginado. Casi siempre las hay. Y vigilando un par de noches puede haber aprendido cómo funcionaban las pausas para ir al baño. Pero ¿sabes una cosa? Sea alguien de dentro o de fuera, pasamos junto a él con el coche. Tiene que haber sido así. Cuando salimos para ir a ver al personal de limpieza. Porque incluso si es alguien de dentro, necesitaba medir con total precisión el tiempo de la pausa. Por lo que tenía que estar vigilando. Debe haber estado del otro lado de la calle durante un par de horas, mirando el callejón. Quizás con prismáticos.
La oficina se quedó en silencio.
—Yo no vi a nadie —dijo Froelich.
—Yo tampoco —dijo Neagley.
—Yo tenía los ojos cerrados —dijo Reacher.
—No lo habríamos visto —replicó Froelich—. Seguramente escuchó un vehículo acercarse por la rampa y se escondió.
—Supongo —dijo Reacher—. Pero por un momento estuvimos muy cerca de él.
—Mierda —dijo Froelich.
—Sí, mierda —repitió Neagley.
—¿Y entonces qué hacemos? —preguntó Froelich.
—Nada —respondió Reacher—. No hay nada que podamos hacer. Esto fue hace más de cuarenta minutos. Si es alguien de dentro, ahora estará ya en su casa. Quizás metido en la cama. Si es alguien de fuera, ya estará en la I-95 o por ahí, en dirección al oeste o al norte o al sur, a cincuenta kilómetros de aquí. No podemos llamar a la policía de cuatro estados y pedirle que busque a un hombre diestro que no tiene defectos al caminar y que va en coche, y no tenemos una descripción mejor.
—Podrían buscar un sombrero y un abrigo en el asiento trasero o en el maletero.
—Estamos en noviembre, Froelich. Todo el mundo va con abrigo y sombrero.
—¿Y entonces qué hacemos? —preguntó otra vez.
—Esperar lo mejor, prepararse para lo peor. Concéntrate en Armstrong, solo por si todo esto va en serio. Mantenlo bien vigilado. Como dijo Stuyvesant, amenazar es una cosa y llevarlo a cabo, otra.
—¿Cómo es su agenda? —preguntó Neagley.
—Esta noche su casa, mañana el Capitolio —respondió Froelich.
—Entonces estarás bien. En la zona del Capitolio obtuviste una puntuación perfecta. Si Reacher y yo no pudimos acercarnos a él allí, no va a lograrlo un tipo bajito con abrigo. Asumiendo que eso es lo que quiere hacer el tipo bajito con abrigo, en vez de provocaros solo para divertirse.
—¿Tú crees?
—Como dijo Stuyvesant, respira hondo y aguanta. Ten confianza.
—Esto no me gusta nada. Necesito saber quién es ese tipo.
—Lo sabremos, tarde o temprano. Hasta entonces, si no podemos atacar por un lado tendremos que defender por el otro.
—Tiene razón —dijo Reacher—. Concéntrate en Armstrong, por si acaso.
Froelich asintió vagamente, sacó la cinta de la máquina y puso otra vez la primera. La reinició y miró la pantalla hasta que el guardia del garaje regresaba del baño, veía el sobre, lo cogía y salía de cuadro a toda prisa.
—Esto no me gusta nada —dijo otra vez.
Una hora más tarde llegó un equipo de policías científicos del FBI y fotografió la hoja de papel en la mesa de la sala de reuniones. Usaron una regla de oficina como referencia de la escala y después unas pinzas de plástico esterilizadas para guardar el papel y el sobre en diferentes bolsas para pruebas. Froelich firmó un formulario para mantener intacta la cadena de pruebas y se llevaron los dos objetos para examinarlos. Después habló por teléfono durante veinte minutos y siguió los movimientos de Armstrong desde que bajó del helicóptero del Cuerpo de Marines en Andrews hasta que llegó a su casa.
—Vale, estamos seguros —dijo—. Por ahora.
Neagley bostezó y se estiró:
—Así que tómate un descanso. Prepárate para una semana difícil.
—Me siento estúpida —dijo Froelich—. No sé si esto es un juego o va en serio.
—Sientes demasiado —dijo Neagley.
Froelich miró el techo:
—¿Qué haría Joe ahora?
Reacher hizo una pausa y sonrió:
—Probablemente iría a una tienda y se compraría un traje.
—No, en serio.
—Cerraría los ojos un minuto y lo solucionaría todo como si fuera un problema de ajedrez. Leía a Karl Marx, ¿sabías? Decía que Marx tenía un truco para explicarlo todo con una sola pregunta, que era: ¿quién se beneficia?
—¿Y?
—Digamos que es alguien de dentro el que lo está haciendo. Karl Marx diría: vale, esta persona planea beneficiarse de esto. Joe preguntaría: vale, ¿cómo planea beneficiarse de esto?
—Haciéndome quedar mal frente a Stuyvesant.
—Y haciendo que te releguen o que te despidan o lo que sea, porque eso lo recompensa de algún modo. Ese sería su objetivo. Pero ese sería su único objetivo. En una situación así, no hay ninguna amenaza seria contra Armstrong. Ese es un punto importante. Y entonces Joe diría: vale, supongamos que no es alguien de dentro, supongamos que es alguien de fuera. ¿Cómo planea beneficiarse esa persona?
—Asesinando a Armstrong.
—Lo que lo gratifica de alguna otra manera. Por lo que Joe diría que lo que tienes que hacer es proceder como si fuera alguien externo, con mucha tranquilidad y sin pánico, y sobre todo tener éxito. Dos pájaros de un tiro. Si estás tranquila, le niegas su beneficio al que actúa desde dentro. Si tienes éxito, le niegas su beneficio al de fuera.
Froelich asintió, frustrada:
—¿Pero cuál es el beneficio? ¿Qué os han dicho los de la limpieza?
—Nada —dijo Reacher—. Mi interpretación es que alguien que conocen los ha persuadido para meter la carta, pero no han admitido nada.
—Le diré a Armstrong que mañana se quede en casa.
Reacher negó con la cabeza:
—No puedes. Si lo haces vas a estar viendo sombras todos los días y él permanecerá escondido durante los próximos cuatro años. Mantén la calma y aguanta.
—Fácil de decir.
—Fácil de hacer. Solo respira hondo.
Froelich se quedó callada y quieta durante un momento. Luego asintió.
—Vale —dijo—. Os conseguiré un coche. Volved aquí a las nueve de la mañana. Habrá otra reunión estratégica. Exactamente una semana después de la última.
La mañana era húmeda y muy fría, como si la naturaleza quisiera deshacerse ya del otoño y empezar el invierno. Por las calles el humo de los escapes circulaba en nubes blancas y los peatones apuraban el paso por las aceras con sus caras escondidas detrás de bufandas. Neagley y Reacher quedaron a las ocho cuarenta en una parada de taxis delante del hotel y se encontraron con un Town Car del Servicio Secreto esperándolos. Estaba aparcado en doble fila con el motor en marcha y el conductor al lado, de pie. Tendría unos treinta años, llevaba abrigo oscuro y guantes, y estaba de puntillas, examinando ansiosamente a todas las personas que pasaban. Respiraba rápido y su aliento formaba volutas de vapor en el aire.
—Parece preocupado —dijo Neagley.
Dentro del coche hacía calor. El conductor no habló ni una sola vez durante todo el recorrido. Ni siquiera dijo su nombre. Simplemente atravesó el tráfico matutino y entró chirriando al garaje subterráneo. Los condujo a paso rápido hasta el vestíbulo y al ascensor. Subieron tres pisos y atravesaron la recepción. Allí había otro hombre. Señaló el pasillo en dirección a la sala de reuniones.
—Empezó sin ustedes —dijo—. Será mejor que se den prisa.
En la sala de reuniones no había nadie más que Stuyvesant y Froelich, que estaban sentados uno frente al otro con la mesa de por medio. Los dos estaban callados y quietos. Los dos pálidos. Sobre la madera pulida entre ellos había dos fotografías. Una era una foto oficial del FBI, de veinte por veinticinco, donde aparecía la escena del crimen con el mensaje de diez palabras del día anterior: El día en el cual morirá Armstrong se avecina deprisa. La otra era una Polaroid de otra hoja de papel. Reacher se acercó y se inclinó para mirarla.
—Mierda —dijo.
En la Polaroid se veía una sola hoja de papel tamaño carta, igual a las tres primeras en todos los detalles. Seguía el mismo formato: un mensaje impreso de dos líneas cuidadosamente centrado cerca de la mitad de la página. Diez palabras: Hoy se llevará a cabo una demostración de su vulnerabilidad.
—¿Cuándo llegó? —preguntó.
—Esta mañana —dijo Froelich—. Por correo. Dirigida a Armstrong, con la dirección de su oficina. Pero hemos ordenado que toda su correspondencia pase primero por aquí.
—¿De dónde viene?
—De Orlando, Florida, con sello del viernes.
—Otro destino turístico muy concurrido —dijo Stuyvesant.
Reacher asintió:
—¿El informe forense de ayer?
—Solo algunas novedades por teléfono —dijo Froelich—. Es idéntico, la huellas dactilares y todo. Estoy segura de que con esta será igual. La están analizando en este mismo momento.
Reacher miró las fotos. Las huellas del pulgar eran completamente invisibles, pero tuvo la sensación de que podía verlas, como si brillaran en la oscuridad.
—He arrestado al personal de limpieza —dijo Stuyvesant.
Nadie dijo nada.
—¿Intuición? —dijo Stuyvesant—. ¿Es en broma o en serio?
—En serio —dijo Neagley—. Creo yo.
—No importa —dijo Reacher—. Porque todavía no ha pasado nada. Pero vamos a actuar como si fuera en serio hasta que se demuestre lo contrario.
Stuyvesant asintió:
—Eso fue lo que me recomendó Froelich. Citó a Karl Marx. El Manifiesto Comunista.
—Das Kapital, en realidad —dijo Reacher. Levantó la Polaroid y la miró otra vez. El enfoque era un poco flojo y el papel estaba muy blanco por el flash, pero no había duda de lo que significaba el mensaje.
—Dos preguntas —dijo—. Primera, ¿cómo de seguros son hoy sus movimientos?
—Tanto como se puede —respondió Froelich—. Dupliqué la seguridad. Tiene programado salir de su casa a las once. Voy a volver a usar el coche blindado en vez del Town Car. La caravana completa. Vamos a poner túneles de lona a ambos lados de las aceras. No va a quedar al descubierto en ningún momento. Le diremos que es otro ensayo.
—¿Todavía no sabe nada de esto?
—No —respondió Froelich.
—Práctica estándar —dijo Stuyvesant—. No se les dice.
—Miles de amenazas al año —añadió Neagley.
Stuyvesant asintió:
—Exacto. La mayoría son solo ruido de fondo. Esperamos hasta estar completamente seguros. E incluso así, no siempre les damos importancia. Ellos tienen mejores cosas que hacer. Preocuparnos por esto es nuestro trabajo, no el suyo.
—Vale, la segunda pregunta —dijo Reacher—. ¿Dónde está su esposa? Y tiene una hija mayor de edad, ¿no? Tenemos que asumir que meterse con su familia sería una muy buena demostración de su vulnerabilidad.
Froelich asintió:
—Su esposa está aquí en el D. C. Vino de Dakota del Norte ayer. Mientras se quede cerca o dentro de casa va a estar bien. Su hija está haciendo una residencia de posgrado en la Antártida. Meteorología o algo así. Está en una cabaña rodeada de tres mil kilómetros cuadrados de hielo. Mejor protección que la que le podríamos facilitar nosotros.
Reacher dejó la Polaroid otra vez sobre la mesa.
—¿Te sientes segura? —preguntó—. ¿Con respecto a hoy?
—Estoy terriblemente nerviosa.
—¿Pero?
—Estoy todo lo segura que puedo estar.
—Quiero que Neagley y yo estemos en el terreno, observando.
—¿Crees que vamos a cometer errores?
—No, pero creo que vais a estar al límite. Si el tipo está en el barrio, podéis estar demasiado ocupados para localizarlo. Y debe de estar en el barrio si va en serio y quiere demostrar algo.
—Vale —aceptó Stuyvesant—. Usted y la señorita Neagley, en el terreno, observando.
Froelich los llevó hasta Georgetown en su Suburban. Llegaron justo antes de las diez. Bajaron tres manzanas antes de llegar a la casa de Armstrong y Froelich continuó. Era una mañana fría, pero un sol acuoso hacía todo lo que estaba a su alcance. Neagley se detuvo y miró alrededor, en las cuatro direcciones.
—¿Cómo procedemos? —preguntó.
—En círculos, en un radio de tres manzanas. Tú te mueves en el sentido de las agujas del reloj y yo en el sentido contrario. Después te quedas al sur y yo al norte. Nos encontramos de nuevo en la casa cuando él se haya ido.
Neagley asintió y se alejó caminando hacia el oeste. Reacher avanzó hacia el este en dirección al débil sol de la mañana. No estaba especialmente familiarizado con Georgetown. Más allá de los breves ratos que pasó observando la casa de Armstrong la semana anterior, tan solo había explorado el barrio una vez, por poco tiempo, inmediatamente después de abandonar la vida militar. Estaba familiarizado con la energía universitaria, las cafeterías y las casas elegantes. Pero no lo conocía como lo conoce un policía. Un policía depende de un sentido de inadecuación. ¿Qué no encaja? ¿Qué está fuera de lugar? ¿Cuál es la cara equivocada o el coche equivocado para el barrio? Es imposible contestar estas preguntas sin una larga adaptación al entorno. Y quizás son completamente imposibles de contestar en un lugar como Georgetown. Todas las personas que viven allí vienen de otra parte. Fueron por algún motivo concreto, para estudiar en la universidad o para trabajar en el gobierno. Es un lugar transitorio. Tiene una población temporal, cambiante. Te gradúas y te vas. No te votaron de nuevo y te retiras a otro lugar. Te vuelves rico y te mudas a Chevy Chase. Quiebras y te vas a dormir a una plaza.
Por lo que de algún modo cada persona que veía era sospechosa. Podría haber argumentado en contra de cualquiera. ¿Quién pertenecía y quién no? Un Porsche viejo con el tubo de escape roto pasó retumbando a su lado. Matrícula de Oklahoma. Un conductor sin afeitar. ¿Quién era? Un Mercury Sable nuevo estaba aparcado justo detrás de un Rabbit en pésimo estado. El Sable era rojo y casi con seguridad de alquiler. ¿Quién lo estaba usando? ¿Alguien que había ido a pasar el día por algún motivo en particular? Pasó cerca y él miró por las ventanillas el asiento trasero. No había abrigo, tampoco sombrero. No había un paquete abierto de papel Georgia-Pacific. No había una caja de guantes de látex. ¿Y de quién era el Rabbit? ¿De un estudiante de posgrado? ¿O de algún anarquista rural con una impresora Hewlett-Packard en su casa?
Había gente en las aceras. Quizás cuatro o cinco personas a la vista en cualquier momento y en cualquier dirección. Jóvenes, viejos, blancos, negros, mulatos. Hombres, mujeres, gente joven cargando mochilas llenas de libros. Algunos corriendo, otros paseando. Algunos obviamente yendo al mercado, otros obviamente regresando. Algunos con aspecto de no estar yendo a ningún sitio en particular. Los miraba a todos por el rabillo del ojo, pero nada le llamaba la atención.
De vez en cuando comprobaba las ventanas de los pisos más altos de las casas mientras caminaba. Había muchas. Era un buen territorio para un fusil. Un laberinto de casas, puertas traseras, callejones estrechos. Pero un fusil no serviría contra una limusina blindada. Para eso se necesita un misil antitanque. Entre los que hay muchos para elegir. El AT-4 sería el favorito. Se trata de un tubo de fibra de vidrio de un metro de largo, desechable, que dispara un proyectil de tres kilos que puede atravesar treinta centímetros de blindaje. Después se impone el principio del Efecto del otro lado del Blindaje. Como el orificio de entrada es pequeño y ajustado, la situación explosiva queda confinada al interior del vehículo. Armstrong quedaría reducido a pedacitos flotantes de carbón, no mucho más grandes que confetis de boda quemados. Reacher alzó la vista hacia las ventanas. No estaba seguro de que una limusina tuviera una placa blindada demasiado resistente en el techo, de todos modos. Tomó nota mentalmente para preguntarle a Froelich al respecto. Y para preguntarle si solía viajar en el mismo coche que su protegido.
Giró en una esquina y salió al final de la calle de Armstrong. Miró otra vez las ventanas altas. Una simple demostración no requeriría un misil de verdad. Un fusil sería funcionalmente ineficaz, pero dejaría las cosas claras. Un par de zonas astilladas en el cristal antibalas de la limusina servirían como una especie de aviso. Un arma de paintball cumpliría el cometido. Un par de manchones rojos en la ventanilla trasera sería el mensaje. Pero las ventanas de los pisos de arriba estaban tranquilas hasta donde alcanzaba la vista. Limpias y ordenadas, con las cortinas corridas y cerradas contra el frío. Las propias casas estaban tranquilas y en calma, serenas y prósperas.
Un pequeño grupo de curiosos observaba cómo el Servicio Secreto montaba un túnel de lona entre la casa de Armstrong y el borde de la acera. Era como una carpa blanca, larga y estrecha. Tela blanca gruesa, totalmente opaca. El final del lado de la casa pegaba justo contra el ladrillo de alrededor de la puerta principal. El final del lado de la acera tenía una parte plegable como un puente de embarque. Rodearía el lateral de la limusina. La puerta podría abrirse dentro del túnel. Armstrong pasaría directamente de la seguridad de su casa al coche blindado, sin quedar a la vista de ningún observador en ningún momento.
Reacher dio la vuelta alrededor del grupo de curiosos. Parecían inofensivos. Vecinos en su mayoría, supuso. Vestidos como si no fueran a ir muy lejos. Regresó al final de la calle y continuó su búsqueda de ventanas abiertas en pisos altos. Serían inadecuadas, debido al clima. Pero no había ninguna ventana abierta. Buscó gente que pareciera estar haciendo tiempo. Había mucha. Había una manzana donde uno de cada dos locales era una cafetería, y en todas ellas había gente pasando el rato. Tomaban un espresso, leían el periódico, hablaban por el móvil, escribían en pequeñas libretas, jugaban con agendas electrónicas.
Eligió una cafetería desde la que tenía una buena vista de la calle hacia el sur y una vista limitada hacia el este y el oeste, compró un café solo grande y se sentó en una mesa. A esperar y observar. A las once menos cinco apareció por la calle una Suburban negra y aparcó bien pegada al bordillo, justo pasada la carpa. La siguió un Cadillac negro que aparcó muy pegado a la abertura de la carpa. Detrás iba un Town Car negro. Los tres coches parecían muy pesados. Los tres tenían los marcos de las ventanillas reforzados y cristales de espejo. De la Suburban de delante bajaron cuatro agentes y ocuparon sus puestos en la acera, dos al norte de la casa y dos al sur. Dos coches de la policía de la ciudad se asomaron por la calle, el primero se detuvo en medio del camino, pasado el convoy del Servicio Secreto, y el segundo esperó por detrás. Encendieron las luces para retener el tráfico. No había mucho. Un Chevy Malibu azul y un SUV Lexus dorado esperaban para continuar. Reacher no había visto ninguno de esos dos vehículos antes. Ninguno de los dos había estado recorriendo la zona. Miró la carpa e intentó adivinar el momento en el que Armstrong la cruzaba. Imposible. Todavía estaba mirando el límite de la casa cuando oyó el golpe de una puerta blindada cerrándose a lo lejos. Los cuatro agentes regresaron a la Suburban y todo el convoy partió. El coche de policía que iba a la cabeza abrió la marcha y la Suburban, el Cadillac y el Town Car lo siguieron y avanzaron rápido por la calle. El segundo coche de policía cubrió la retaguardia. Los cinco vehículos giraron hacia el este justo frente a la cafetería en la que estaba Reacher. Los neumáticos chirriaron contra el asfalto. Los coches aceleraron. Vio cómo desaparecían. Después se dio la vuelta y vio cómo se dispersaba por la calle el pequeño grupo de gente. Todo el vecindario se quedó tranquilo y en silencio.
Observaron cómo se alejaba la caravana desde una buena posición, a unos ochenta metros de donde estaba sentado Reacher. Su vigilancia les confirmó lo que ya sabían. El orgullo profesional les impidió descartar el viaje de Armstrong al trabajo como algo completamente imposible, pero como oportunidad viable iba a estar muy abajo en su lista. Muy, muy abajo. Justo ahí, al final. Lo cual hizo que el hecho de que la página web de la transición ofreciera tantas otras opciones tentadoras fuera aún más afortunado.
Recorrieron un camino enrevesado por las calles y regresaron sin ningún incidente a su Sable rojo alquilado.
Reacher terminó el último trago de café y se acercó caminando a la casa de Armstrong. Se bajó de la acera donde la carpa la bloqueaba. Era un túnel de lona blanca que llevaba directamente a la puerta principal. Estaba cerrada. Siguió avanzando, subió otra vez a la acera y se encontró con Neagley, que se acercaba en la dirección contraria.
—¿Y bien? —le preguntó él.
—Oportunidades —dijo ella—. No vi a nadie que estuviera allí para aprovecharlas.
—Yo tampoco.
—Me gustaron la carpa y el coche blindado.
Reacher asintió:
—Deja los fusiles fuera de la ecuación.
—No del todo —dijo Neagley—. Un fusil de francotirador calibre 50 atravesaría el blindaje. Con munición Browning AP o con la API.
Reacher hizo una mueca. Cualquiera de las dos balas era una propuesta formidable. El producto estándar para perforar blindajes atravesaba las placas de acero, y la alternativa incendiaria lo perforaba prendiéndole fuego. Pero al final negó con la cabeza.
—No hay posibilidades de apuntar —dijo—. Primero tendrías que esperar a que el coche se pusiera en marcha, para asegurarte de que está ahí. Después tendrías que disparar a un vehículo grande en movimiento con las ventanillas oscuras. Es prácticamente imposible alcanzar a Armstrong ahí dentro.
—Entonces necesitarías un AT-4.
—Es lo que yo pensé.
—Bien apuntando con el explosivo de alta potencia directamente al coche, o bien usándolo para lanzar una bomba de fósforo a la casa.
—¿Desde dónde?
—Yo usaría la ventana de un piso alto en una casa que estuviera detrás de la de Armstrong. Al otro lado del callejón. Su defensa se concentra sobre todo en el frente.
—¿Cómo entrarías?
—Haciéndome pasar por alguien de una compañía de servicios: agua, electricidad… Cualquiera que pudiese entrar con una gran caja de herramientas.
Reacher asintió. No dijo nada.
—Van a ser cuatro años infernales —dijo Neagley.
—U ocho.
Después oyeron el silbido de unos neumáticos y el sonido de un gran motor a sus espaldas, se dieron la vuelta y vieron a Froelich frenando con su Suburban. Detuvo el coche al lado de ellos, a veinte metros de la casa de Armstrong. Les hizo un gesto para que subieran. Neagley se subió adelante y Reacher atrás.
—¿Habéis visto a alguien? —preguntó Froelich.
—A un montón de gente —dijo Reacher—. Pero nadie que destacara ni siquiera un poco.
Froelich levantó el pie del freno y dejó que el coche avanzara por la calle muy despacio. Lo mantuvo pegado al bordillo y lo detuvo otra vez cuando la puerta trasera del lado de la acera estaba exactamente a la misma altura que el final de la carpa. Sacó la mano del volante y habló por el micrófono que tenía conectado en la muñeca.
—Uno, listo —dijo.
Reacher miró hacia la derecha a través del largo del túnel de lona y vio cómo se abría la puerta principal y a un hombre que salía. Era Brook Armstrong. Sin duda. Su foto había aparecido en todos los periódicos durante cinco meses seguidos, y Reacher se había pasado cuatro días enteros vigilando todos sus movimientos. Llevaba un chubasquero caqui y un maletín de cuero. Avanzó caminando bajo la carpa, ni rápido ni despacio. Un agente de traje lo vigilaba desde la puerta.
—El convoy era un señuelo —dijo Froelich—. De vez en cuando hacemos eso.
—A mí me engañó —admitió Reacher.
—No le digáis que esto no es un ensayo —dijo Froelich—. No os olvidéis de que todavía no está al tanto de nada.
Reacher se sentó erguido y se movió para dejar espacio. Armstrong abrió la puerta y se subió a su lado.
—Buenos días, M. E. —dijo.
—Buenos días, señor —respondió ella—. Ellos dos son personal adjunto, Jack Reacher y Frances Neagley.
Neagley se dio la vuelta a medias y Armstrong estiró un largo brazo por encima del asiento para estrecharle la mano.
—Yo a usted la conozco —dijo—. La conocí en la fiesta el jueves por la noche. Usted ha hecho una contribución a la campaña, ¿no es así?
—Es personal de seguridad, en realidad —dijo Froelich—. Estuvimos probando algunas cosas en secreto. Un análisis de efectividad.
—Estoy impresionada —dijo Neagley.
—Excelente —le dijo Armstrong—. Créame, señora, me siento muy agradecido por cómo me cuidan todos. Mucho más de lo que me merezco. Realmente.
Era magnífico, pensó Reacher. Su voz, su cara y sus ojos no expresaban más que una ilimitada fascinación por Neagley. Como si hubiese preferido hablar con ella a hacer cualquier otra cosa en el mundo. Y tenía esa impactante memoria visual que le permitía recordar una cara entre las mil de hacía cuatro días. Eso estaba claro. Un político nato. Se dio la vuelta, le estrechó la mano a Reacher e iluminó el coche con una sonrisa de auténtico placer.
—Encantado de conocerle, señor Reacher —dijo.
—El gusto es mío —respondió Reacher. Y se encontró devolviéndole la sonrisa. El hombre le cayó bien de inmediato. Tenía encanto para aburrir. Derrochaba carisma. E incluso si descartabas el noventa y nueve por ciento de eso como pose de político, te podía gustar lo que quedaba. Te podía gustar mucho.
—¿También trabaja en seguridad? —le preguntó Armstrong.
—Soy asesor —respondió Reacher.
—Bueno, hacen realmente un gran trabajo. Me alegra que estén con nosotros.
Del auricular de Froelich salió un sonido minúsculo y ella puso en marcha el coche para dirigirse hacia la avenida Wisconsin. Se incorporó al tráfico y avanzó en dirección sureste hacia el centro. El sol había desaparecido otra vez y la ciudad se veía gris a través del tono oscuro de las ventanillas. Armstrong hizo un pequeño ruido, como un suspiro alegre, y miró hacia afuera, como si la ciudad todavía le resultara emocionante. Por debajo del chubasquero vestía un traje inmaculado con una camisa de paño fino y corbata de seda. No parecía un simple mortal. Reacher tenía cinco años, diez centímetros y veinticinco kilos más que él, pero parecía pequeño, opaco y deteriorado en comparación. Además parecía real. Auténtico. Podías olvidar el traje y la corbata e imaginártelo con una chaqueta de cuadros vieja y rota, al aire libre, cortando leña en el jardín. Tenía pinta de ser un político muy serio, pero también un hombre divertido. Era alto y estaba lleno de energía. Ojos azules, rasgos sencillos, pelo algo revuelto con mechones dorados. Parecía estar en buen estado físico. No con la clase de acabado que proporciona un gimnasio, sino como si simplemente hubiera nacido fuerte. Tenía buenas manos. Una alianza fina de oro y ningún otro anillo. Las uñas rotas, descuidadas.
—Pasado militar, ¿no es así? —preguntó.
—¿Yo? —dijo Neagley.
—Ambos, diría. Están siendo cuidadosos. Él me mira a mí y usted mira por la ventanilla, especialmente en los semáforos. Reconozco las señales. Mi padre era militar.
—¿De carrera?
Armstrong sonrió:
—¿No leyeron mi biografía de campaña? Su plan era hacer carrera, pero lo licenciaron por invalidez antes de mi nacimiento y se dedicó a la industria maderera. Pero nunca perdió la forma. Y siempre hizo lo que predicó, eso seguro.
Froelich salió de la calle M y avanzó en paralelo a la avenida Pennsylvania, pasando por el Edificio de la Oficina Ejecutiva y frente a la Casa Blanca. Armstrong estiró el cuello para mirar. Sonrió y se le marcaron las líneas de expresión alrededor de los ojos.
—Increíble, ¿no? —dijo—. Yo soy el más sorprendido de todos los que se sorprenden de que yo vaya a formar parte de eso, créanme.
Froelich siguió recto pasando por su propia oficina en el Departamento del Tesoro y se dirigió hacia el domo del Capitolio, a lo lejos.
—¿No había un Reacher en el Departamento del Tesoro? —preguntó Armstrong.
Una memoria increíble también para los nombres, pensó Reacher.
—Mi hermano mayor —dijo.
—Qué pequeño es el mundo —contestó Armstrong.
Froelich cogió la avenida Constitution y avanzó por un lado del Capitolio. Giró a la izquierda en la calle Primera y se dirigió hacia una carpa blanca que se conectaba con una de las puertas laterales de las Oficinas del Senado. Junto a la carpa había dos Town Car del Servicio Secreto. Cuatro agentes en la acera, con pinta de estar muy atentos y de tener frío. Froelich condujo directamente hacia la carpa y redujo la velocidad hasta detenerse bien pegada al bordillo. Comprobó su posición y avanzó otros treinta centímetros para dejar la puerta de Armstrong justo dentro de la protección de lona. Reacher vio a un grupo de tres agentes que esperaban dentro del túnel. Uno se acercó y abrió la puerta de la Suburban. Armstrong alzó las cejas, como si toda esa atención le desconcertara un poco.
—Encantado de conocerles a ambos —dijo—. Y gracias, M. E.
Después se bajó dentro de la penumbra del túnel, cerró la puerta y los agentes lo rodearon y avanzaron con él a través de la carpa hacia el edificio. Reacher pudo ver que dentro los esperaba gente uniformada de la seguridad del Capitolio. Armstrong entró y la puerta se cerró firmemente a su espalda. Froelich se alejó del bordillo, esquivó los coches aparcados y se dirigió hacia el norte en dirección a Union Station.
—Vale —dijo, como si sintiera un gran alivio—. Hasta aquí todo va bien.
—Te has arriesgado —dijo Reacher.
—Dos en doscientos ochenta y un millones —dijo Neagley.
—¿De qué estáis hablando?
—El que mandó las cartas podría haber sido uno de nosotros.
Froelich sonrió:
—Mi apuesta es que no. ¿Qué os ha parecido?
—A mí me gustó —dijo Reacher—. Me gustó mucho.
—A mí también —dijo Neagley—. Ya me gustaba desde el jueves. ¿Y ahora qué?
—Va a estar ahí dentro todo el día, con reuniones. Almuerzo en el comedor. Lo llevaremos de vuelta a su casa alrededor de las siete en punto. Su mujer está allí. Así que les alquilaremos una película o algo. Los mantendremos bien encerrados toda la noche.
—Necesitamos información —dijo Reacher—. No sabemos exactamente qué forma podría adoptar esa demostración. O dónde será. Podría ser cualquier cosa, desde un grafiti. No queremos que pase por nuestro lado sin darnos cuenta. Si es que ocurre.
Froelich asintió:
—Lo comprobaremos todo a medianoche. Asumiendo que llegamos a medianoche.
—Y quiero que Neagley interrogue otra vez al personal de limpieza. Si obtenemos lo que necesitamos de ellos, podemos quedarnos tranquilos.
—Me encantaría —dijo Froelich.
Dejaron a Neagley en el centro de detención federal y regresaron a la oficina de Froelich. Habían llegado los informes forenses del FBI relativos a los dos mensajes más recientes. Eran idénticos a los dos primeros en todos los aspectos. Pero había un informe suplementario de un químico del Bureau. Había detectado algo inusual en las huellas dactilares.
—Escualeno —dijo Froelich—. ¿Has oído hablar de eso alguna vez?
Reacher negó con la cabeza.
—Es un hidrocarburo acíclico. Una clase de aceite. Hay rastros en las huellas dactilares. Un poco más en la tercera y en la cuarta que en la primera y en la segunda.
—Las huellas siempre tienen aceites. Así es como se producen.
—Pero por lo general es aceite común del dedo humano. Esto es distinto. C-treinta-H-cincuenta. Es un aceite de pescado. Aceite de hígado de tiburón, básicamente.
Puso el papel al otro lado del escritorio. Estaba lleno de complicadas cuestiones de química orgánica. El escualeno era un aceite natural que se utilizaba como lubricante anticuado para maquinarias delicadas, como los mecanismos de relojería. Había una adenda al final que decía que cuando se lo hidrogenaba, el escualeno con e se convertía en escualano con a.
—¿Qué es hidrogenar? —preguntó Reacher.
—¿Que le añades agua? —dijo Froelich—. ¿Como en la energía hidroeléctrica?
Él se encogió de hombros y ella sacó un diccionario de la estantería y pasó las hojas hasta la H.
—No —dijo—. Significa que se le añaden átomos de hidrógeno a la molécula.
—Bueno, eso no aclara nada. Saqué notas bastante malas en química.
—Significa que el tipo podría ser pescador de tiburones.
—O que se gana la vida destripando peces —dijo Reacher—. O que trabaja en una pescadería. O que es un relojero de antigüedades con las manos manchadas de lubricar algo.
Froelich abrió un cajón, ojeó un expediente y separó una sola hoja. La movió hacia el otro lado. Era una fotografía de fluoroscopio en tamaño real de la huella de un pulgar.
—¿Es de la persona que estamos buscando? —preguntó Reacher.
Froelich asintió. Era una huella muy nítida. Quizás la huella dactilar más nítida que Reacher hubiera visto jamás. Las crestas y los surcos estaban perfectamente delineados. Era clara y asombrosamente provocativa. Y era grande. Muy grande. La yema del pulgar medía cerca de cuatro centímetros de un lado al otro. Reacher apoyó su pulgar al lado. Era más pequeño, y eso que no tenía las manos más delicadas del mundo.
—Ese no es el pulgar de un relojero —dijo Froelich.
Reacher asintió despacio. El tipo debía tener manos como racimos de plátanos. Y la piel curtida como para dejar su huella con ese grado de nitidez.
—Un trabajador manual —dijo.
—Un pescador de tiburones —apuntó Froelich—. ¿Dónde se pescan muchos tiburones?
—En Florida, quizás.
—Orlando está en Florida.
Sonó el teléfono. Cogió la llamada y se le transformó la expresión. Alzó la vista hacia el techo y apretó el teléfono contra el hombro.
—Armstrong tiene que ir al Departamento de Trabajo —dijo—. Y quiere caminar.