DOCE

Era la conocida hoja blanco brillante tamaño carta. Estaba en el piso alineada de manera precisa con los tablones de roble. Estaba en el centro geométrico del recibidor, casi al pie de la escalera, exactamente en el lugar en el que Reacher había dejado la bolsa de basura con su ropa dos noches antes. En ella había una declaración simple, impresa de forma clara, en la conocida tipografía Times New Roman, tamaño 14, en negrita. La declaración tenía cuatro palabras, separadas en dos líneas en el centro de la página: Va a suceder pronto. Las dos palabras Va a constituían la primera línea. La parte de suceder pronto iba sola en la segunda. Parecía un poema o la letra de una canción. Como si estuviese separada así con algún fin dramático, como si tuviese que haber una pausa entre las dos líneas, o una respiración, o un redoble de tambores. Va a… ¡bam!… suceder pronto. Reacher la miró. El efecto era hipnótico. Suceder pronto. Suceder pronto.

—No la toques —dijo Froelich.

—No la iba a tocar —respondió Reacher.

Asomó la cabeza por la puerta y comprobó la calle. Todos los coches cercanos estaban vacíos. Todas las ventanas y cortinas de las casas cercanas estaban cerradas. No había peatones. No había nadie esperando en la oscuridad. Todo estaba tranquilo. Entró de nuevo y cerró la puerta despacio y con cuidado, como para no mover el papel con una corriente de aire.

—¿Cómo entraron aquí? —preguntó Froelich.

—Por la puerta —dijo Reacher—. Probablemente por la parte de atrás.

Froelich desenfundó la SIG-Sauer, cruzaron juntos la sala de estar y entraron en la cocina. La puerta que daba al patio trasero estaba cerrada, pero sin llave. Reacher la abrió unos treinta centímetros. Examinó los alrededores fuera y no vio absolutamente nada. Abrió la puerta de par en par como para que la luz de dentro se desparramara por la superficie exterior. Se agachó y miró de cerca la placa rayada alrededor del ojo de la cerradura.

—Marcas —dijo—. Ínfimas. Lo han hecho muy bien.

—Están aquí en el D. C. —dijo ella—. Ahora mismo. No están en un bar del Medio Oeste.

Miró hacia la sala de estar a través de la cocina.

—El teléfono —dijo.

Estaba en otra posición sobre la mesa junto al sillón de la chimenea.

—Han usado mi teléfono —dijo ella.

—Para llamarme a mí, probablemente —dijo Reacher.

—¿Huellas?

Él negó con la cabeza:

—Guantes.

—Han estado en mi casa —dijo ella.

Se apartó de la puerta trasera y se detuvo junto a la alacena de la cocina. Bajó la vista para mirar algo y abrió rápido un cajón.

—Se han llevado mi pistola —dijo—. Tenía un arma de repuesto aquí.

—Lo sé —dijo Reacher—. Una vieja Beretta.

Froelich abrió el cajón de al lado:

—Los cargadores tampoco están —dijo—. Tenía municiones aquí.

—Lo sé —dijo Reacher de nuevo—. Debajo de un guante de cocina.

—¿Cómo lo sabes?

—Te registré la casa el lunes por la noche.

—¿Por qué lo hiciste?

—Es una costumbre —dijo él—. No te lo tomes como algo personal.

Ella lo miró y después abrió la alacena en la que tenía escondido dinero. Él la vio revisar la olla de barro. No dijo nada, por lo que Reacher asumió que seguía allí. Archivó la información en el rincón profesional de su mente, como confirmación de una creencia que tenía muy arraigada: a la gente no le gusta buscar por encima de la altura de su cabeza.

Después ella se puso tensa. Un nuevo pensamiento.

—Podrían estar todavía en casa —dijo, en voz baja.

Pero no se movió. Era la primera señal de miedo que veía en ella.

—Iré a comprobarlo —dijo él—. A no ser que eso sea una respuesta perjudicial ante un desafío.

Ella simplemente le dio la pistola. Él apagó la luz de la cocina como para que su silueta no se proyectara sobre los escalones del sótano y comenzó a bajar despacio. Prestó atención a los ruidos más allá de los crujidos y los suspiros de la casa, el zumbido y el goteo de la calefacción. Se quedó quieto en la oscuridad y dejó que se le adaptara la vista. Allí no había nadie. Tampoco en el piso de arriba. Nadie escondido al acecho. La gente al acecho emite vibraciones humanas. Zumbidos minúsculos y movimientos. Y él no sentía nada. La casa estaba vacía y en orden, más allá del teléfono fuera de su lugar, la desaparecida Beretta y el mensaje en el suelo del recibidor. Regresó a la cocina y le alcanzó la SIG, con la culata hacia delante.

—Despejada —dijo.

—Será mejor que haga algunas llamadas —dijo ella.

 

El agente especial Bannon apareció cuarenta minutos más tarde en un sedán del Bureau con tres miembros de su comando especial. Stuyvesant llegó cinco minutos después en una Suburban del departamento. Dejaron los dos vehículos aparcados en doble fila en la calle, con las luces estroboscópicas encendidas. Las casas vecinas quedaron salpicadas por manchas aleatorias de luz, azules, rojas y blancas. Stuyvesant se quedó de pie junto a la puerta abierta.

—Se suponía que no íbamos a recibir más mensajes —dijo.

Bannon estaba arrodillado, mirando la hoja de papel.

—Esto es genérico —dijo—. Nosotros predijimos que no habría especificidad. Y así fue. La palabra pronto no significa nada en cuanto a hora y lugar. Es una provocación. Se supone que nos tiene que impresionar su inteligencia.

—Yo ya estaba impresionado por su inteligencia —dijo Stuyvesant.

Bannon alzó la vista para mirar a Froelich:

—¿Cuánto tiempo ha estado fuera?

—Todo el día —dijo Froelich—. Nos fuimos de aquí esta mañana a las seis y media para reunirnos contigo.

—¿Nos fuimos?

—Reacher se está quedando aquí —aclaró.

—A partir de ahora ya no —dijo Bannon—. Ninguno de los dos. Es demasiado peligroso. Los alojaremos en un lugar seguro.

Froelich no dijo nada.

—Ahora mismo estos tipos están en el D. C. —dijo Bannon—. Probablemente se estén reagrupando en algún lado. Probablemente hayan llegado de Dakota del Norte un par de horas después que ustedes. Saben dónde vive. Y nosotros tenemos trabajo que hacer. Esto es una escena de crimen.

—Esto es mi casa —dijo Froelich.

—Es una escena de crimen —repitió Bannon—. Han estado aquí. Tendremos que revolver un poco todo. Va a ser mejor que esperen en otro sitio hasta que lo volvamos a colocar.

Froelich no dijo nada.

—No discuta —dijo Stuyvesant—. Quiero que estén protegidos. Les buscaremos un motel. Con algunos delegados del Cuerpo de Alguaciles en la puerta, hasta que esto termine.

—A Neagley también —dijo Reacher.

Froelich lo miró. Stuyvesant asintió.

—No se preocupe —dijo—. Ya he enviado a alguien a buscarla.

—¿Vecinos? —preguntó Bannon.

—En realidad no los conozco —contestó Froelich.

—Podrían haber visto algo —dijo Bannon. Miró su reloj—. Podrían seguir levantados. Al menos eso espero. Sacar a los testigos de la cama suele ponerlos de muy mal humor.

—Así que cojan lo que vayan a necesitar —dijo Stuyvesant en voz alta—. Nos vamos ahora mismo.

 

Reacher se quedó de pie en la habitación de invitados de Froelich y tuvo una fuerte sensación de que ya no volvería. Así que cogió sus cosas del baño, la bolsa de basura con su ropa de Atlantic City y todos los trajes y camisas de Joe que todavía estaban limpios. Se guardó calcetines y calzoncillos limpios en los bolsillos. Cargó toda la ropa en una mano y la caja de cartón de Joe debajo del brazo contrario. Bajó la escalera, salió al aire de la noche y se dio cuenta de que por primera vez en más de cinco años se iba de un lugar llevando equipaje. Lo guardó en el maletero de la Suburban y después dio la vuelta y se montó en el asiento trasero. Se quedó quieto ahí sentado y esperó a Froelich. Ella salió de su casa con una maleta pequeña. Stuyvesant la cogió y la guardó, y los dos se subieron juntos delante. Arrancaron y se alejaron por la calle. Froelich no miró hacia atrás.

Se movieron en dirección norte, después giraron hacia el oeste, pasaron por todos los lugares turísticos y salieron de nuevo del otro lado. Pararon en un motel de Georgetown a unas diez cuadras de la calle de Armstrong. Había un modelo viejo de Crown Vic aparcado en la puerta, y un Town Car nuevo al lado. En el Town Car estaba sentado el conductor. El Crown Vic estaba vacío. El motel era un lugar pequeño y limpio con madera oscura por todas partes. Un cartel discreto. Lo rodeaban tres embajadas con el terreno vallado. Las embajadas eran de países nuevos que Reacher no había oído mencionar jamás, pero sus vallas estaban bien. Era un enclave muy protegido. Había una sola manera de entrar, y un alguacil en el vestíbulo se ocupaba de ella. Otro alguacil en el pasillo sería la guinda del pastel.

Stuyvesant había reservado tres habitaciones. Neagley ya había llegado. Estaba en el vestíbulo. Comprando un refresco en una máquina expendedora y hablando con un tipo corpulento de traje barato y zapatos de agente de policía. Un delegado del Cuerpo de Alguaciles, sin duda. El conductor del Crown Vic. Su presupuesto para vehículos debe ser menor que el del Servicio Secreto, pensó Reacher. Al igual que la asignación para ropa.

Stuyvesant rellenó todos los papeles en recepción y regresó con tres tarjetas de acceso a las habitaciones. Las repartió en una pequeña ceremonia un poco ridícula. Mencionó tres números de habitación. Eran tres números consecutivos. Después metió la mano en el bolsillo y la sacó con las llaves de la Suburban. Se las dio a Froelich.

—Volveré con el tipo que trajo a Neagley —dijo—. Los veré mañana a las siete en punto en la oficina, con Bannon, todos ustedes.

Después dio la vuelta y se fue. Neagley cogió como pudo la tarjeta, el refresco y la bolsa de ropa y se fue en busca de su habitación. Froelich y Reacher fueron detrás de ella, con una tarjeta cada uno. Había otro alguacil al principio del pasillo de los dormitorios. Estaba torpemente sentado en una silla normal de comedor. Tenía la silla inclinada hacia atrás contra la pared para estar más cómodo. Reacher apretó su desordenado equipaje para poder pasar a su lado y se detuvo en su puerta. Froelich ya estaba dos habitaciones más allá, sin mirar hacia él.

Reacher entró y se encontró con una versión compacta de lo que había visto miles de veces antes. Una sola cama, una silla, una mesa, un teléfono, una televisión pequeña. El resto era genérico. Cortinas floreadas, ya cerradas. Un edredón floreado, almidonado hasta quedar prácticamente rígido. Cosas sin color, de bambú tejido, en las paredes. Una lámina barata sobre la cama, que simulaba ser un plano hecho a mano de alguna parte de algún antiguo templo griego. Guardó su equipaje y colocó sus cosas de baño en el estante encima del lavamanos. Miró la hora en su reloj. Pasaba de medianoche. Ya era el Día de Acción de Gracias. Se quitó la chaqueta de Joe y la tiró encima de la mesa. Se aflojó la corbata y bostezó. Alguien llamó a la puerta. La abrió y vio a Froelich allí de pie.

—Entra —dijo.

—Solo un minuto —dijo ella.

Él volvió a entrar y se sentó en el borde de la cama, para que ella pudiera ocupar la silla. Tenía el pelo despeinado, como si acabara de removérselo con la mano. Le quedaba muy bien. Parecía más joven y, de algún modo, más vulnerable.

que lo he superado —dijo ella.

—Vale —dijo él.

—Pero entiendo por qué podrías pensar que no.

—Vale —repitió.

—Así que creo que esta noche deberíamos estar separados. No querría que te preocuparas por el motivo por el cual estoy aquí. Si estuviese aquí.

—Lo que tú quieras —dijo él.

—Es solo que eres tan parecido a él. Es imposible no recordarlo. Puedes verlo, ¿no? Pero nunca has sido un sustituto. Necesito que sepas eso.

—¿Sigues pensando que hice que lo mataran?

Ella miró hacia otro lado:

—Algo hizo que lo mataran —dijo—. Algo que tenía en la cabeza, en su historia. Algo le hizo creer que podía ganar a alguien a quien no podía ganar. Algo le hizo creer que iba a estar bien cuando no iba a estar bien. Y lo mismo te podría pasar a ti. Eres tonto si no lo ves.

Él asintió. No dijo nada. Ella se puso de pie y pasó a su lado. Él llegó a oler su perfume mientras pasaba.

—Llámame si me necesitas —dijo él.

Ella no respondió. Él no se levantó.

 

Media hora más tarde alguien llamó otra vez a la puerta y él abrió esperando encontrarse de nuevo con Froelich. Pero era Neagley. Todavía completamente vestida, un poco cansada, pero tranquila.

—¿Estás solo? —le preguntó.

Él asintió.

—¿Dónde está ella? —volvió a preguntar.

—Se ha ido.

—¿Negocios o falta de placer?

—Confusión —dijo él—. La mitad del tiempo quiere que sea Joe, la otra mitad quiere culparme de que lo mataran.

—Sigue enamorada de él.

—Evidentemente.

—Seis años después de que la relación terminara.

—¿Es normal?

Ella se encogió de hombros:

—¿Me lo preguntas a mí? Supongo que algunas personas siguen enamoradas mucho tiempo. Debe haber sido un gran hombre.

—Realmente no llegué a conocerlo tan bien.

—¿Hiciste que lo mataran?

—Claro que no. Estaba a un millón de kilómetros de distancia. Hacía siete años que no hablaba con él. Te lo he contado.

—¿Y entonces cuál es su punto de vista?

—Dice que fue imprudente porque se comparaba conmigo.

—¿Y era así?

—Lo dudo.

—Tú dijiste que después te sentiste culpable. También me contaste eso cuando estábamos mirando los vídeos de las cámaras de seguridad.

—Creo que dije que me enfadó, no que me sentí culpable.

—Enfadado, culpable, es lo mismo. ¿Por qué ibas a sentirte así si no fue tu culpa?

—¿Ahora estás diciendo que ha sido culpa mía?

—Solo estoy preguntando, ¿a qué se debe la culpa?

—Creció con una impresión errónea.

Reacher se quedó callado y entró en la habitación. Neagley lo siguió. Él se recostó en la cama, con los brazos estirados y las piernas colgando. Ella se sentó en el sillón, donde había estado Froelich.

—Cuéntame lo de la impresión errónea —dijo ella.

—Era corpulento, pero muy estudioso —dijo Reacher—. En los colegios a los que fuimos, ser estudioso era como tener tatuado en la frente dame una paliza. Pero a pesar de ser corpulento, no era agresivo. Por lo que le daban palizas regularmente.

—¿Y?

—Yo era dos años más pequeño, pero era corpulento y agresivo, y no muy estudioso. Así que lo empecé a cuidar. Por lealtad, supongo, y además porque me gustaba pelear. Tenía alrededor de seis años. Me metía en todas partes. Aprendí muchas cosas. Aprendí que lo más importante es el estilo. Si parece que vas en serio, los demás se echan mucho para atrás. Aunque a veces no. El primer año tuve a todos los de ocho años encima de mí. Después mejoré. Me peleé en serio con muchas personas. Estaba loco. Se sabía. Cuando llegábamos a algún lugar nuevo la gente aprendía muy rápido que no tenían que molestar a Joe, o de lo contrario el psicópata se les echaría encima.

—Parece que fuiste un niñito adorable.

—Era el ejército. En cualquier otra parte me hubiesen mandado a un reformatorio.

—Lo que dices es que Joe llegó a un punto en que confiaba que sería siempre así.

Reacher asintió:

—Fue así durante diez años, básicamente. Iba y venía, y fue disminuyendo a medida que nos hacíamos mayores. Pero las veces que pasaba era más grave. Yo creo que lo interiorizó. Diez años es mucho tiempo cuando uno está creciendo, interiorizando cosas. Creo que ignorar el peligro se volvió parte de su carácter porque el psicópata siempre le cubría las espaldas. Así que creo que en cierto sentido Froelich tiene razón. Era un imprudente. No porque estuviese intentando competir, sino porque en el fondo sentía que se lo podía permitir. Porque yo siempre lo había cuidado, como su madre siempre lo había alimentado, como el ejército siempre le había dado cobijo.

—¿Cuántos años tenía Joe cuando murió?

—Treinta y ocho.

—Veinte años, Reacher. Tuvo veinte años para readaptarse. Todos nos readaptamos.

—¿Sí? Yo a veces me siento exactamente como el niño de seis años que fui. Todos mirando al psicópata de reojo.

—¿Como quién?

—Como Froelich.

—¿Te ha dicho algo?

—La desconcierto, claramente.

—El Servicio Secreto es una organización civil. Paramilitar en el mejor de los casos. Lo cual es casi tan malo como ser un ciudadano normal.

Él sonrió. No dijo nada.

—¿Entonces? ¿Cuál es el veredicto? —preguntó Neagley—. ¿Ahora vas a andar por la vida pensando que mataste a tu hermano?

—Un poco, quizás —dijo él—. Pero lo superaré.

Ella asintió:

—Lo harás. Y así debe ser. No fue tu culpa. Tenía treinta y ocho años. No estaba esperando que apareciera su hermanito a rescatarlo.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—¿Sobre qué?

—Sobre otra cosa que dijo Froelich.

—¿Se pregunta por qué no tenemos relaciones?

—Eres rápida —dijo él.

—Me di cuenta —dijo Neagley—. Parecía un poco preocupada. Un poco celosa. Fría, incluso. Pero bueno, acababa de patearle el culo con lo de la auditoría.

—Es verdad.

—Tú y yo ni siquiera nos hemos tocado, ¿lo sabías? —dijo ella—. Nunca hemos tenido ningún tipo de contacto físico. Nunca me has dado unas palmaditas en la espalda, nunca me has dado la mano.

Él la miró, y repasó mentalmente esos quince años.

—¿No? —dijo—. ¿Y eso es bueno o malo?

—Es bueno —dijo ella—. Pero no preguntes por qué.

—Vale —dijo él.

—Motivos personales. No preguntes cuáles son. Pero no me gusta que me toquen. Y tú nunca me has tocado. Siempre creí que podías darte cuenta. Y siempre lo he apreciado. Es uno de los motivos por los que siempre me has gustado tanto.

Él no dijo nada.

—Aunque deberías haber ido a un reformatorio —añadió ella.

—Probablemente tú deberías haber estado allí conmigo.

—Habríamos hecho un buen equipo —dijo ella—. Somos un buen equipo. Deberías venir a Chicago conmigo.

—Soy un vagabundo —dijo él.

—Vale, no voy a presionar —dijo ella—. Y con Froelich mira el lado positivo. No le hagas caso. Probablemente vale la pena. Es una mujer agradable. Divertíos. Estáis bien juntos.

—Vale —dijo él—. Supongo.

Neagley se levantó y bostezó.

—¿Tú estás bien? —preguntó él.

Ella asintió:

—Sí, estoy bien.

Después se dio un beso en la punta de los dedos y lo sopló hacia él a dos metros de distancia. Salió de la habitación sin decir nada más.

 

Estaba cansado, pero estaba desvelado, la habitación estaba fría, el colchón era incómodo y no podía dormir. Así que se puso de nuevo el pantalón y la camisa, se acercó al armario y sacó la caja de Joe. No esperaba encontrar nada interesante dentro. Serían cosas abandonadas, nada más. Nadie deja cosas importantes en la casa de una novia cuando sabe que en poco tiempo la va a dejar.

Dejó la caja sobre la cama y abrió las solapas. Lo primero que vio fue un par de zapatos. Estaban guardados tacón con punta a uno de los lados de la caja. Eran zapatos formales negros, de cuero bueno, bastante pesados. Tenían los bordes y las punteras bien cosidos. Cordones finos en cinco agujeros. Importados, probablemente. Pero no italianos. Eran demasiado sustanciosos. Ingleses, quizás. Como la corbata de la fuerza aérea.

Los puso sobre el edredón. Apoyó ambos tacones a quince centímetros y las puntas un poco más separadas. El tacón derecho estaba más gastado que el izquierdo. Los zapatos eran bastante viejos, estaban bastante destrozados. Podía ver en ellos la forma completa de los pies de Joe. La forma completa de su cuerpo, alzándose por encima, como si estuviese allí, de pie, con los zapatos puestos, invisible. Eran como una máscara mortuoria.

Había tres libros en la caja, colocados con el lomo hacia arriba. Uno era Du côté de chez Swann, el primer volumen de À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust. Era una edición francesa de bolsillo con la típica cubierta simple y austera. Lo ojeó. Podía manejar el idioma, pero el contenido se le escapaba. El segundo era un libro de texto sobre análisis estadístico. Era pesado y denso. Lo ojeó y desistió ante el idioma y también ante el contenido. Lo apiló en la cama encima de Proust.

Cogió el tercer libro. Lo miró. Lo reconoció. Se lo había regalado él a Joe, hacía mucho tiempo, para su treinta cumpleaños. Era Crimen y castigo, de Dostoyevski. Estaba en inglés, pero lo había comprado en París en una librería de viejo. Se acordaba exactamente de cuánto le había costado, que no había sido mucho. El librero de París lo había relegado a la sección de libros en lenguas extranjeras, y no era ni una primera edición ni nada. Era tan solo un bonito volumen, y una gran historia.

Lo abrió por la portada. Estaba escrita la frase: Joe. Evita ambas cosas, ¿vale? Feliz cumpleaños. Jack. Había usado el bolígrafo del librero, y la tinta se había corrido. Ahora se había descolorido un poco. Después había escrito la dirección en una etiqueta, porque el librero se había ofrecido a enviarlo él mismo. En aquel entonces la dirección era la del Pentágono, porque a los treinta Joe todavía estaba en Inteligencia Militar. El librero se había quedado muy impresionado. El Pentágono, Arlington, Virginia, Estados Unidos.

Pasó la portada y fue directo a la primera línea: A principios de julio, con un tiempo sumamente caluroso, hacia la tarde, cierto joven bajó a la calle desde el cuarto que estaba alquilando. Después siguió ojeando en busca de la escena del asesinato con el hacha, y del libro se cayó un papel doblado. Estaba allí como marcapáginas, supuso, más o menos en la mitad, cuando Raskólnikov está discutiendo con Svidrigáilov.

Abrió el papel. Era del ejército. Lo podía reconocer por el color y por la textura. Crema opaco, superficie tersa. Era el comienzo de una carta, escrita con la típica y cuidadosa letra de Joe. La fecha era de seis días después de su cumpleaños. El texto decía: Querido Jack, gracias por el libro. Finalmente llegó. Lo guardaré siempre. Incluso puede que lo lea. Aunque probablemente no lo haga pronto, porque aquí las cosas se están volviendo bastante ajetreadas. Estoy pensando en abandonar el barco e irme al Departamento del Tesoro. Alguien reconocerías el nombre me ofreció un trabajo, y

Eso era todo. Terminaba abruptamente, en la mitad de la página. La dejó abierta junto a los zapatos. Guardó otra vez los tres libros en la caja. Miró los zapatos y la carta y escuchó dentro de su cabeza, prestando mucha atención, del mismo modo en que una ballena escucha a otra ballena a través de mil kilómetros de océano helado. Pero no oyó nada. Allí no había nada. Nada de nada. Así que metió de nuevo los zapatos en la caja, dobló la carta y la tiró encima. Cerró otra vez las solapas, llevó la caja al otro lado de la habitación y la dejó en equilibrio encima del cesto de basura. Se dio la vuelta en dirección a la cama y escuchó otro golpe en la puerta.

Era Froelich. Tenía puesto el pantalón de traje y la chaqueta. Debajo de la chaqueta no llevaba camisa. Probablemente no llevaba nada. Supuso que se había vestido rápido porque sabía que iba a tener que pasar cerca del alguacil que estaba en el pasillo.

—Todavía estás levantado —dijo ella.

—Pasa —dijo él.

Ella entró en la habitación y esperó a que él cerrara la puerta.

—No estoy enfadada contigo —dijo ella—. No hiciste que mataran a Joe. No creo eso realmente. Y no estoy enfadada con Joe porque se hiciera matar. Simplemente sucedió.

—Estás enfadada con alguien —dijo él.

—Estoy enfadada con él porque me dejó —dijo ella.

Reacher volvió la cama y se sentó en el borde. Esta vez, ella se sentó a su lado.

—Lo he superado —dijo ella—. Completamente. Te lo prometo. Hace mucho tiempo. Pero no he superado la forma en que me abandonó.

Reacher no dijo nada.

—Y por lo tanto estoy enfadada conmigo misma —dijo ella, en voz baja—. Porque le deseé cosas feas. Por dentro. Quería que se estrellara y que ardiera. Y después sucedió. Por lo que me siento terriblemente culpable. Y ahora me preocupa que me estés juzgando.

Reacher hizo una pausa.

—No hay nada que juzgar —dijo—. Tampoco hay nada por lo que sentirse culpable. Lo que has deseado es comprensible y no tuvo ninguna influencia sobre lo que le sucedió. ¿Cómo iba a tenerla?

Ella se quedó callada.

—Se le nubló el juicio —dijo Reacher—. Eso es todo. Se arriesgó y tuvo mala suerte. No lo causaste tú. No lo causé yo. Simplemente sucedió.

—Las cosas suceden por un motivo.

Él negó con la cabeza:

—No, no es así —dijo él—. Las cosas no suceden por un motivo. Simplemente suceden. No fue tu culpa. No eres responsable.

—¿Tú crees?

—No eres responsable —repitió—. Nadie es responsable. Salvo quien apretó el gatillo.

—Le deseé cosas feas —dijo ella—. Necesito que me perdones.

—No hay nada que perdonar.

—Necesito que lo digas.

—No puedo —dijo Reacher—. Y no lo haré. No necesitas perdón. No fue tu culpa. Ni la mía. Ni siquiera la de Joe. Simplemente sucedió. Como suceden las cosas.

Ella se quedó callada un rato largo. Después asintió tímidamente y se acercó un poco a él.

—Vale —dijo.

—¿Llevas algo debajo del traje? —preguntó él.

—Sabías que tenía un arma en la cocina.

—Sí, lo sabía.

—¿Por qué registraste mi casa?

—Porque tengo el gen que Joe no tenía. A mí las cosas no me suceden. Yo no tengo mala suerte. ¿Llevas un arma contigo ahora?

—No —dijo ella.

Hubo un silencio.

—Y no hay nada bajo el traje —dijo ella.

—Necesito confirmar esas cosas por mí mismo —dijo él—. Es una cuestión de precaución. Algo pura y exclusivamente genético, entiéndeme.

Le desabrochó el primer botón de la chaqueta. Luego el segundo. Introdujo la mano. Su piel estaba tibia y tersa.

 

A las seis de la mañana los llamaron de la recepción del motel para despertarlos. Stuyvesant lo debe haber ordenado así anoche, pensó Reacher. Ojalá se hubiera olvidado. Froelich se revolvió junto a él en la cama. Después abrió de pronto los ojos y se sentó, completamente despierta.

—Feliz Día de Acción de Gracias —dijo él.

—Espero que lo sea —dijo ella—. Tengo un presentimiento con respecto a hoy. Creo que es el día que ganamos o perdemos.

—Me gustan esa clase de días.

—¿Sí?

—Claro —dijo él—. Perder no es una opción, lo cual significa que es el día que ganamos.

Ella apartó las sábanas. La calefacción de la habitación había pasado de demasiado fría a demasiado caliente.

—Vístete de manera casual —dijo ella—. Los trajes no quedan bien en festivo en un comedor social. ¿Se lo puedes decir a Neagley?

—Díselo tú. Vas a pasar por delante de su puerta. No te morderá.

—¿No?

—No —dijo él.

Ella se puso de nuevo el traje y se fue. Él fue hasta el armario y sacó la bolsa con toda la ropa de Atlantic City. La desparramó sobre la cama e hizo lo mejor que pudo para sacarle las arrugas. Después se duchó sin afeitarse. Quería que tuviese un aspecto casual, pensó. Encontró a Neagley en el vestíbulo. Tenía puesto sus vaqueros y su sudadera con una cazadora de cuero gastada encima. Había una mesa de bufet con café y magdalenas. Los del Cuerpo de Alguaciles ya se lo habían comido casi todo.

—¿Os habéis besado y reconciliado? —preguntó Neagley.

—Un poco de cada cosa, supongo —respondió él.

Cogió una taza y se sirvió café. Eligió una magdalena integral con pasas. Apareció Froelich, recién duchada y vestida con un vaquero negro, un polo negro y una chaqueta de nylon. Comieron y bebieron todo lo que habían dejado los alguaciles y fueron juntos a la Suburban de Stuyvesant. Aún no eran las siete de la mañana del Día de Acción de Gracias y la ciudad lucía como si la hubieran evacuado el día anterior. Había silencio por todas partes. Hacía frío, pero el aire estaba quieto y suave. Hacía sol y el cielo estaba azul pálido. Los edificios de piedra parecían dorados. Las calles estaban completamente vacías. No tardaron nada en llegar a la oficina. Stuyvesant los estaba esperando en la sala de reuniones. Su interpretación de un estilo casual era un pantalón de vestir gris y un jersey rosa por debajo de una chaqueta deportiva azul brillante. Reacher supuso que todas las etiquetas decían Brooks Brothers, y supuso que la señora Stuyvesant había ido al hospital de Baltimore como era su costumbre los jueves, el Día de Acción de Gracias o cualquier otro día. Bannon estaba sentado enfrente de Stuyvesant. Llevaba la misma chaqueta de tweed y el mismo pantalón de franela. Parecería un policía, fuera el día que fuera. Parecía una persona sin demasiadas opciones en su armario.

—A trabajar —dijo Stuyvesant—. Tenemos la agenda muy cargada.

—Primer punto —dijo Bannon—. El FBI recomienda formalmente que la actividad del día de hoy se cancele. Sabemos que los malos están en la ciudad y por lo tanto es razonable asumir que puede haber alguna clase de atentado hostil inminente.

—Cancelar la actividad está fuera de discusión —dijo Stuyvesant—. Pavo gratis en un refugio para personas sin hogar puede sonar trivial, pero esta es una ciudad que vive de los símbolos. Si Armstrong se baja, el daño político sería catastrófico.

—Vale, entonces estaremos en el terreno con ustedes —dijo Bannon—. No para duplicar sus funciones. Nos mantendremos al margen en todo lo que respecta a la seguridad personal de Armstrong. Pero si pasa algo, cuanto más cerca estemos más suerte tendremos.

—¿Alguna información específica? —preguntó Froelich.

Bannon negó con la cabeza:

—Nada —dijo—. Es solo un presentimiento. Pero insisto en que se lo tomen muy en serio.

—Me lo estoy tomando muy en serio —dijo Froelich—. De hecho, voy a cambiar todo el plan. Voy hacer que el evento sea al aire libre.

—¿Al aire libre? —dijo Bannon—. ¿Eso no es peor?

—No —dijo Froelich—. En conjunto, es mejor. Es un salón largo y bajo, básicamente. Con la cocina al fondo. Va a haber mucha gente. No tenemos una posibilidad real de utilizar detectores de metales en las puertas. Estamos a finales de noviembre, y la mayoría de estas personas van a llevar cinco capas de ropa y todo tipo de cosas de metal. No los podemos registrar. No terminaríamos nunca, y quién sabe de cuántas enfermedades se contagiaría mi gente. No podemos usar guantes para hacerlo porque se vería como un insulto. Así que tenemos que aceptar que hay muchas posibilidades de que los malos puedan acercarse y mezclarse con la gente, y tenemos que admitir que no tenemos una manera real de detenerlos.

—¿Y en qué ayuda que el evento sea al aire libre?

—Hay un patio lateral. Pondremos las mesas para servir la comida en una fila larga en ángulo recto con la pared del edificio. Los platos saldrán por la ventana de la cocina. Detrás de la mesa para servir está la pared del patio. Pondremos a Armstrong, a su esposa y a cuatro agentes uno al lado del otro detrás de la mesa para servir, de espaldas a la pared. Los comensales se acercarán por la izquierda, en una sola fila a través de una barrera de agentes. Recibirán su comida y entrarán a sentarse y a comer. A la gente de la televisión también le gustará más. Fuera es siempre mejor para ellos. Y el movimiento será ordenado. De izquierda a derecha a lo largo de la mesa. Armstrong sirve el pavo, la señora Armstrong sirve la guarnición. Siguen su camino, se sientan a comer. Más fácil de representar visualmente.

—¿Cuáles son las ventajas? —preguntó Stuyvesant.

—Muchas —dijo Froelich—. El control de la multitud va a ser mucho mejor. Nadie va a poder sacar un arma antes de acercarse a Armstrong, porque son filtrados por una barrera de agentes todo el tiempo hasta que estén frente a él al otro lado de la mesa. Y si esperaran hasta entonces para hacerlo, ya tendrán cuatro agentes a su lado.

—¿Y las desventajas?

—Limitadas. Estaremos protegidos por paredes por tres lados. Pero el patio está abierto por el frente. Justo del otro lado de la calle hay un bloque de edificios de cuatro pisos. Antiguos almacenes. Las ventanas están tapiadas, lo cual es una gran ventaja. Pero tendremos que poner un agente en cada piso. Por lo que nos tendremos que olvidar del presupuesto.

Stuyvesant asintió:

—Podemos hacerlo. Buen plan.

—Por una vez el clima nos ayuda —dijo Froelich.

—¿Este es básicamente un plan convencional? —preguntó Bannon—. ¿La manera normal de pensar del Servicio Secreto?

—No quiero hacer ningún comentario al respecto —dijo Froelich—. El Servicio Secreto no discute sus procedimientos.

—Colabora conmigo —dijo Bannon—. Estamos todos del mismo lado.

—Se lo puede decir —dijo Stuyvesant—. Ya estamos metidos en esto.

Froelich se encogió de hombros:

—Vale —dijo—. Supongo que es un plan convencional. En un lugar como este, nuestras opciones son bastante limitadas. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque hemos estado trabajando mucho —dijo Bannon—. Pensando mucho.

—¿Y? —dijo Stuyvesant.

—Hemos observado cuatro factores específicos. Primero: todo esto comenzó hace diecisiete días, ¿correcto?

Stuyvesant asintió.

—¿Y quién lo está sufriendo? —preguntó Bannon—. Esa es la primera pregunta. Segundo: piensen en los homicidios de demostración llevados a cabo en Minnesota y en Colorado. ¿Cómo fueron avisados? Esa es la segunda pregunta. Tercera: ¿qué armas se utilizaron en esos lugares? Y cuarta: ¿cómo llegó el último mensaje al suelo del recibidor de la señorita Froelich?

—¿Qué es lo que está queriendo decir?

—Lo que estoy queriendo decir es que los cuatro factores apuntan en la misma dirección.

—¿En qué dirección?

—¿Cuál es el propósito detrás de los mensajes?

—Son amenazas —dijo Froelich.

—¿A quién están amenazando?

—A Armstrong, por supuesto.

—¿Seguro? Algunos se los enviaron a usted, y otros a él. Pero Armstrong, ¿ha visto alguna de las amenazas? ¿Aunque sea las que estaban dirigidas directamente a él? ¿Sabe algo de las cartas?

—Nunca les decimos nada a las personas que estamos encargados de proteger. Esa es la política, desde siempre.

—Así que Armstrong no está sudando, ¿verdad? ¿Quién está sudando?

—Nosotros.

—¿Entonces los mensajes realmente apuntan a Armstrong? ¿A juzgar por los hechos? ¿O realmente apuntan al Servicio Secreto de los Estados Unidos?

Froelich no dijo nada.

—Vale —dijo Bannon—. Ahora piensen en Minnesota y Colorado. Vaya demostración. Difícil de llevar a cabo. Seas quien seas, dispararle a alguien requiere decisión, aptitudes, cuidado, pensamiento y preparación. No es fácil. No es algo que uno haga a la ligera. Pero ellos lo hicieron, porque tenían algo que demostrar. ¿Y después qué hicieron? ¿Cómo les avisaron? ¿Cómo les dijeron dónde tenían que buscar?

—No hicieron nada.

—Exacto —dijo Bannon—. Se tomaron todas esas molestias, corrieron todos esos riesgos, y después se sentaron y no hicieron nada. Simplemente esperaron. Y, claro está, los departamentos de policía locales metieron los informes en el Centro Nacional de Información Criminal, los ordenadores del FBI analizaron la base de datos del Centro Nacional tal como están programadas para hacerlo y nosotros los llamamos a ustedes con las buenas noticias.

—¿Y entonces?

—Y entonces díganme, ¿cuántas personas de a pie sabrían que iba a suceder todo esto? ¿Cuántas personas de a pie se quedarían sin hacer nada y correrían el riesgo de que su pequeño drama se ignorase durante un día o dos hasta que ustedes lo leyesen en los periódicos?

—¿Qué es lo que está queriendo decir? ¿Quiénes son?

—¿Qué armas utilizaron?

—Un H&K MP5SD6 y un Vaime Mk2 —respondió Reacher.

—Armas bastante esotéricas —dijo Bannon—. Y que legalmente no están disponibles para la venta al público, porque tienen silenciadores. Solo las agencias gubernamentales las pueden comprar. Y solo una agencia gubernamental compra las dos.

—Nosotros —dijo Stuyvesant, en voz baja.

—Sí, ustedes —dijo Bannon—. Y, finalmente, busqué el nombre de la señorita Froelich en la guía telefónica. ¿Y saben qué? No está. No aparece en el listado. Y está claro que en su puerta no había ningún anuncio que dijera: “Soy la jefa de equipo del Servicio Secreto y vivo aquí”. ¿Así que cómo supieron estos tipos dónde entregar el último mensaje?

Hubo un largo silencio.

—Me conocen —dijo Froelich en voz baja.

Bannon asintió:

—Lo lamento, pero a partir de este momento el FBI está buscando a alguien del Servicio Secreto. No entre los empleados actuales, porque los empleados actuales habrían estado al tanto de que la amenaza de la demostración se había adelantado y habrían actuado un día antes. Por lo que nos vamos a centrar en exempleados recientes que todavía conozcan los procedimientos. Gente que supiera que ustedes no se lo dirían a Armstrong. Gente que conociera a la señorita Froelich. Gente que también conociera a Nendick, y que supiera dónde encontrarlo. Quizás gente que se fue de aquí bajo sospecha y que todavía está resentida. Con el Servicio Secreto, no con Brook Armstrong. Porque nuestra teoría es que Armstrong es un medio, no un fin. Se van a deshacer de un vicepresidente electo solo para llegar hasta ustedes, exactamente del mismo modo en que se deshicieron de los otros dos Armstrong.

La sala se quedó en silencio.

—¿Cuál sería el móvil? —preguntó Froelich.

Bannon hizo una mueca:

—Los exempleados resentidos son móviles andantes, parlantes, que viven y que respiran. Todos lo sabemos. Todos lo hemos sufrido.

—¿Y la huella? —dijo Stuyvesant—. Nuestro personal está registrado. Desde siempre.

—Nuestra suposición es que estamos hablando de dos personas. Nuestra evaluación es que el tipo de la huella es un socio desconocido de alguien que trabajó aquí, que es el de los guantes de látex. Por lo que decimos ellos meramente por comodidad. No decimos que los dos hayan trabajado aquí. No estamos sugiriendo que tienen a dos renegados.

—Solo un renegado.

—Esa es nuestra teoría —dijo Bannon—. Pero decir ellos es útil e instructivo, también, porque son un equipo. Tenemos que mirarlos como una unidad. Porque comparten información. Por lo tanto, lo que estoy queriendo decir es que solo uno de ellos trabajó aquí, pero los dos conocen sus secretos.

—Este es un departamento muy grande —dijo Stuyvesant—. Hay mucha rotación de personal. Algunos renuncian. A otros los despiden. Algunos se jubilan. A otros los jubilan.

—Lo estamos comprobando ahora mismo —dijo Bannon—. Estamos recibiendo listados de personal directamente del Tesoro. Estamos retrocediendo cinco años.

—Van a recibir una lista muy larga.

—Tenemos gente suficiente.

Nadie dijo nada.

—Lo siento mucho —dijo Bannon—. A nadie le gusta escuchar que el problema está tan cerca. Pero es la única conclusión a la que se puede llegar. Y no son buenas noticias para días como estos. Esta gente está ahora mismo aquí en la ciudad y saben exactamente lo que ustedes están pensando y haciendo. Por eso, mi consejo es que cancelen todo. Y si no cancelan, entonces mi consejo es que tengan mucho cuidado.

Stuyvesant asintió en medio del silencio:

—Lo tendremos —dijo—. Puede contar con ello.

—Mi gente estará en el lugar con dos horas de anticipación —dijo Bannon.

—La nuestra estará allí tres horas antes —respondió Froelich.

Bannon esbozó una sonrisita apretada, empujó su silla hacia atrás y se puso de pie:

—Nos vemos allí —dijo.

Salió de la sala y cerró la puerta, con firmeza, pero sin hacer ruido.

 

Stuyvesant miró su reloj:

—¿Entonces?

Se habían quedado sentados en silencio durante un rato, y después habían ido hasta la recepción y habían bebido café. Después se habían juntado otra vez en la sala de reuniones, en las mismas sillas, todos mirando el lugar que Bannon había dejado vacío, como si todavía estuviese allí.

—¿Entonces? —repitió Stuyvesant.

Nadie dijo nada.

—Es inevitable, supongo —dijo Stuyvesant—. No nos pueden endilgar al de la huella dactilar, pero el otro es definitivamente uno de los nuestros. En el edificio Hoover deben estar todos sonriendo. Con sonrisas de oreja a oreja. Riéndose de nosotros.

—¿Pero eso hace que estén equivocados? —preguntó Neagley.

—No —dijo Froelich—. Estos tipos saben dónde vivo. Por lo que creo que Bannon tiene razón.

Stuyvesant se estremeció, como si el árbitro hubiera gritado strike uno.

—¿Y a usted qué le parece? —le preguntó a Neagley.

—Que se preocupen por el ADN en los sobres suena a que son personas de dentro —dijo Neagley—. Pero hay algo que no me convence. Si están familiarizados con sus procedimientos, entonces no interpretaron muy bien la situación de Bismarck. Ustedes dijeron que ellos esperaban que los policías se movieran hacia el fusil que habían dejado de señuelo y que Armstrong se moviera hacia los coches, y de ese modo cruzaría su campo de tiro. Pero no sucedió eso. Armstrong esperó en el punto ciego y los coches se acercaron a donde estaba él.

Froelich negó con la cabeza:

—No, me temo que su interpretación fue correcta —dijo—. Normalmente Armstrong habría estado en el medio del predio, para que la gente lo pudiera ver bien. En el centro mismo de la situación. Por lo general no les obligamos a que se muevan por los bordes. Fue un cambio de último minuto para mantenerlo cerca de la iglesia. Basado en la información que nos facilitó Reacher. Y normalmente no hay ningún modo de que yo permitiera que una limusina de tracción trasera maniobrara sobre el césped. Es demasiado fácil que ser quede atascada. Es una regla básica. Pero yo sabía que el suelo estaba seco y firme. Estaba prácticamente congelado. Así que improvisé. Esa maniobra a alguien de dentro le habría parecido algo completamente fuera de lo normal. Habría sido lo último que hubiesen esperado. Los habría sorprendido por completo.

Silencio.

—Entonces la teoría de Bannon es perfectamente plausible —dijo Neagley—. Lo lamento mucho.

Stuyvesant asintió despacio. Strike dos.

—¿Reacher? —dijo.

—No puedo discutir ni una sola palabra de todo esto.

Strike tres. Stuyvesant dejó caer la cabeza, como si su última esperanza lo hubiese abandonado.

—Pero no me lo creo —dijo Reacher.

Stuyvesant levantó la cabeza otra vez.

—Me alegra que estén investigando en esa dirección —dijo Reacher—. Porque hay que investigarla, supongo. Tenemos que eliminar todas las posibilidades. Y ellos se van a empeñar como locos. Si tienen razón, se encargarán de eso por nosotros, sin duda. Por lo que tenemos una cosa menos de la cual preocuparnos. Pero estoy casi seguro de que están perdiendo el tiempo.

—¿Por qué? —preguntó Froelich.

—Porque estoy casi seguro de que ninguna de estas dos personas ha trabajado nunca aquí.

—¿Y quiénes son?

—Yo creo que los dos son personas de fuera. Creo que son entre dos y diez años mayores que Armstrong, criados y educados en zonas rurales remotas donde las escuelas eran decentes, pero los impuestos bajos.

—¿Qué?

—Piensen en todo lo que sabemos. Piensen en todo lo que hemos visto. Y después piensen en la parte más pequeñita de todo ello. El componente más diminuto.

—Cuéntanos —dijo Froelich.

Stuyvesant miró otra vez su reloj. Negó con la cabeza:

—Ahora no —dijo—. Tenemos que movernos. Nos lo puede contar más tarde. ¿Pero está seguro?

—Los dos son de fuera —dijo Reacher—. Garantizado. Está en la Constitución.