Reacher se quitó la ropa. Estaba dura, fría y pegajosa de sangre. La tiró en el suelo del armario y entró en el baño. Abrió la ducha. El agua en la base bajo sus pies corrió primero de color rojo, después rosa y después transparente. Se lavó el pelo dos veces y se afeitó minuciosamente. Se vistió con otra de las camisas de Joe y con otro de sus trajes, y eligió la corbata de regimiento que le había comprado Froelich, a modo de homenaje. Después salió y regresó al vestíbulo.
Neagley lo estaba esperando. Ella también se había cambiado. Llevaba puesto un traje negro. Era el viejo estilo del ejército. Si tienes dudas, vístete de manera formal. Tenía una taza de café lista para él. Estaba hablando con los delegados del Cuerpo de Alguaciles. Eran otros. Los del turno de día, supuso.
—Stuyvesant volverá a buscarnos —le dijo ella—. Después iremos a reunirnos con Bannon.
Él asintió. En su presencia los delegados se quedaron en silencio. Como con respeto. Hacia él o a causa de Froelich, no lo sabía.
—Un golpe duro —dijo uno.
Reacher miró hacia otra parte:
—Supongo que sí —respondió. Después le miró de nuevo—. Pero bueno, cosas que pasan —dijo.
Neagley esbozó una sonrisa. Era el viejo estilo del ejército. Si tienes dudas, sé irreverente.
Stuyvesant llegó una hora después y los llevó al Edificio Hoover. La distribución de poder había cambiado. Matar agentes federales era un delito federal, por lo que ahora el FBI estaba firmemente al mando. Ahora era lisa y llanamente una persecución. Bannon se encontró con ellos en el vestíbulo principal y subieron en ascensor hasta su sala de reuniones. Era mejor que la del Tesoro. Estaba revestida de madera y tenía ventanas. Había una larga mesa con botellas de agua mineral y vasos, agrupados en distintos sectores. Bannon se comportó de manera perceptiblemente democrática y evitó la cabecera de la mesa. Se sentó en una de las sillas laterales. Neagley se ubicó de ese mismo lado, con dos sillas de por medio. Reacher se sentó frente a ella. Stuyvesant eligió un lugar a tres sillas de Reacher y se sirvió un vaso de agua.
—Qué día —dijo Bannon en medio del silencio—. Mi agencia envía su más sentido pésame a la suya.
—No los han encontrado —dijo Stuyvesant.
—Recibimos información del médico forense —dijo Bannon—. A Crosetti le dispararon en la cabeza con munición 7,62 OTAN. Murió instantáneamente. A Froelich le dispararon en la garganta desde atrás, probablemente con el mismo arma. La bala le cortó la arteria carótida. Pero supongo que eso ya lo saben.
—No los han encontrado —repitió.
Bannon negó con la cabeza:
—Es el Día de Acción de Gracias —dijo—. Y eso tiene ventajas y desventajas. La principal desventaja es que estamos cortos de personal por el festivo, y ustedes también, y también la policía local y todos los demás. La principal ventaja es que la ciudad está muy tranquila. Comparativamente, más tranquila que nosotros cortos de personal. Tal y como se han dado las cosas, nosotros constituíamos la mayor parte de la población de la ciudad cinco minutos después de que sucedieran los hechos.
—Pero no los han encontrado.
Bannon negó otra vez con la cabeza:
—No —dijo—. No los hemos encontrado. Seguimos buscando, por supuesto, pero siendo realistas deberíamos decir que a estas alturas ya están fuera del Distrito.
—Maravilloso —dijo Stuyvesant.
Bannon puso una mueca:
—Lo que hacemos no es ninguna proeza. Pero no se gana nada recriminándonos. Porque nosotros les podríamos recriminar a ustedes. Alguien cruzó la barrera que ustedes pusieron. Alguien engañó a su hombre en la azotea —dijo, mirando a Stuyvesant a los ojos.
—Lo hemos pagado —dijo Stuyvesant—. Con creces.
—¿Cómo ha sucedido? —preguntó Neagley—. ¿Cómo llegaron hasta ahí arriba?
—No por el frente —dijo Bannon—. Había un montón de policías vigilando el frente. No vieron nada, y no pueden haberse quedado todos dormidos en el momento crucial. Tampoco por el callejón trasero. Había un policía a pie y uno en un coche vigilando en cada extremo. Los cuatro dicen que tampoco vieron a nadie, y les creemos a todos. Por lo que pensamos que los malos entraron a un edificio una manzana más allá. Lo atravesaron y salieron por una puerta trasera en la mitad del callejón. Cruzaron los tres metros del callejón, entraron por la parte de atrás del almacén y subieron por la escalera. Sin duda salieron del mismo modo. Pero probablemente lo hicieron corriendo, al escapar.
—¿Cómo engañaron a Crosetti? —dijo Stuyvesant—. Era un buen agente.
—Sí, era un buen agente —dijo Reacher—. Me gustó.
Bannon se encogió de hombros otra vez:
—Siempre hay una manera, ¿no?
Miró alrededor de la sala, del modo en que lo hacía cuando quería que la gente entendiera más de lo que estaba diciendo. Nadie respondió.
—¿Registraron los trenes? —preguntó Reacher.
Bannon asintió:
—Minuciosamente. Estaban muy concurridos. Gente viajando a comer con sus familias. Pero fuimos meticulosos.
—¿Encontraron el fusil?
Bannon simplemente negó con la cabeza. Reacher lo miró fijamente.
—¿Se escaparon cargando un fusil? —preguntó.
Nadie dijo nada. Bannon miró a Reacher.
—Usted vio a la persona que disparó —dijo.
Reacher asintió:
—Muy poco, durante un cuarto de segundo quizás. Su silueta, cuando se alejaba.
—Y cree que lo ha visto antes.
—Pero no sé dónde.
—Maravilloso —dijo Bannon.
—Había algo en su manera de moverse, eso es todo. La forma de su cuerpo. Su ropa, quizás. Pero no soy capaz de recordarlo. Como la siguiente frase de una vieja canción.
—¿Era el tipo del vídeo del garaje?
—No —dijo Reacher.
Bannon asintió:
—Sea como sea, no importa demasiado. Es lógico que lo haya visto antes. Han estado en el mismo lugar al mismo tiempo, en Bismarck seguro, y quizás en alguna otra parte. Sabemos que ellos le han visto a usted. Por la llamada telefónica. Pero estaría bien tener un nombre y un rostro, supongo.
—Le avisaré —dijo Reacher.
—¿Su teoría sigue en pie? —preguntó Stuyvesant.
—Sí —dijo Bannon—. Seguimos buscando entre sus exempleados. Ahora más que nunca. Porque creemos que esa es la razón por la cual Crosetti abandonó su puesto. Creemos que vio a alguien a quien conocía y en quien confiaba.
Recorrieron en coche un kilómetro hacia el oeste por la avenida Pennsylvania, aparcaron en el garaje y subieron a la sala de reuniones del Servicio Secreto. Sin Froelich cada centímetro del recorrido fue amargo.
—Qué horror —dijo Stuyvesant—. Nunca había perdido a un agente. Veinticinco años. Y hoy he perdido a dos en un día. Quiero coger a estos tipos.
—Ya son hombres muertos —dijo Reacher.
—Todas las pruebas están en nuestra contra—dijo Stuyvesant.
—¿Qué quiere decir? ¿Que si son de los suyos no quiere cogerlos?
—No quiero que sean de los nuestros.
—No creo que sean de los suyos —dijo Reacher—. Pero en cualquiera de los casos, van a caer. Seamos sinceros al respecto. Cruzaron tantos límites que ya he dejado de contar.
—No quiero que sean de los nuestros —repitió Stuyvesant—. Pero me temo que Bannon podría tener razón.
—Es una cosa o la otra —dijo Reacher—. Eso es todo. O tiene razón o está equivocado. Si tiene razón, lo sabremos muy pronto, porque se va a desvivir por demostrárnoslo. La cuestión es que nunca considerará la posibilidad de estar equivocado. Tiene demasiadas ganas de tener razón.
—Dígame que está equivocado.
—Yo creo que está equivocado. Y el lado bueno es que si yo estoy equivocado en que él está equivocado, no importa lo más mínimo. Porque no va a dejar ningún rincón sin revisar. Podemos confiar plenamente en él. No necesita nuestra ayuda. Nuestra responsabilidad es buscar donde él no está buscando. Que, de todos modos, creo yo que es el lugar en el que efectivamente hay que buscar.
—Solo dígame que está equivocado.
—Lo que él tiene es como una gran pirámide haciendo equilibrio sobre su propio vértice. Muy impresionante, hasta que se derrumba. Está apostando todo al hecho de que nadie le dijo nada a Armstrong. Pero eso no tiene lógica. Quizás estos tipos sí están apuntando a Armstrong de manera personal. Quizás simplemente no sabían que no se lo dirían.
Stuyvesant asintió.
—Podría creerme esa versión —dijo—. Dios sabe que me la quiero creer. Pero está el asunto del Centro Nacional de Información Criminal. Bannon tenía razón en eso. Si estuvieran por fuera de nuestra comunidad, se habrían encargado de señalarnos a Minnesota y a Colorado ellos mismos. Tenemos que admitir eso.
—Las armas también son convincentes —dijo Neagley—. Y lo del domicilio de Froelich.
Reacher asintió:
—Lo mismo con la huella del pulgar, de hecho. Si realmente queremos deprimirnos, deberíamos valorar si quizás ellos sabían que la huella dactilar no arrojaría resultados. Quizás hicieron la prueba desde este lado.
—Genial —dijo Stuyvesant.
—Pero no creo —dijo Reacher.
—¿Por qué no?
—Vaya a buscar los mensajes y obsérvelos atentamente.
Stuyvesant esperó un instante, se levantó lentamente y salió de la sala. Regresó tres minutos más tarde con una carpeta. La abrió y colocó las seis fotografías oficiales del FBI en una línea ordenada a lo largo de la mesa. Seguía llevando el jersey rosa. El llamativo color se reflejó en las superficies brillantes de veinte por veinticinco cuando se inclinó para mirarlas. Neagley rodeó la mesa y los tres se sentaron uno al lado del otro para leer los mensajes del lado correcto.
—Vale —dijo Reacher—. Examínenlos. En todos sus aspectos. Y recuerden por qué lo están haciendo. Lo están haciendo por Froelich.
La hilera de fotos tenía un metro veinte de largo, y tuvieron que ponerse de pie y moverse de izquierda a derecha junto a la mesa para verlas todas.
Vas a morir.
El vice-presidente electo Armstrong va a morir.
El día en el cual morirá Armstrong se avecina deprisa.
Hoy se llevará a cabo una demostración de su vulnerabilidad.
¿Te ha gustado la demostración?
Va a suceder pronto.
—¿Y entonces? —preguntó Stuyvesant.
—Miren el cuarto mensaje —dijo Reacher—. Vulnerabilidad está escrito correctamente.
—¿Y entonces?
—Es una palabra complicada. Y mire el último mensaje. Va a es correcto. Mucha gente se confunde, ya saben, va a suceder y va suceder. Tienen punto al final, salvo por la que termina con el signo de pregunta de cierre.
—¿Y entonces?
—Los mensajes son razonablemente cultos.
—Sí.
—Ahora miren el tercer mensaje.
—¿Qué pasa?
—¿Neagley? —preguntó Reacher.
—Es un poco sofisticado —dijo ella—. Singular y un poco anticuado. Eso de en el cual. Y el se avecina deprisa.
—Exacto —dijo Reacher—. Un poco arcaico.
—¿Pero qué demuestra eso? —preguntó Stuyvesant.
—Nada, en realidad —dijo Reacher—. Pero sugiere algo. ¿Han leído la Constitución alguna vez?
—¿Cuál? ¿La de los Estados Unidos?
—Claro.
—Supongo que la he leído —dijo Stuyvesant—. Hace mucho tiempo, probablemente.
—Yo también —dijo Reacher—. En una de las escuelas a las que fui nos dieron un ejemplar a cada uno. Era un librito delgado, con tapas de cartón grueso. Muy fino cuando estaba cerrado. Los bordes eran duros. Lo usábamos para darnos golpes de karate. Dolía como el demonio.
—¿Y entonces?
—Es un documento legal, básicamente. Histórico, también, por supuesto, pero es fundamentalmente legal. Así que cuando alguien lo imprime en formato libro, no se puede modificar. Hay que reproducirlo palabra por palabra de manera exacta, de lo contrario no sería válido. No pueden modernizar el lenguaje, no lo pueden pulir.
—Obviamente no.
—Las primeras partes son de 1787. La última enmienda en mi edición era la vigesimosexta, de 1971, que establecía la edad de voto en los dieciocho años. Un arco de ciento ochenta y cuatro años. Con todo reproducido exactamente como se escribió en su momento.
—¿Y entonces?
—Una de las cosas que recuerdo es que, en la primera parte, vicepresidente está escrito todo junto y sin guion entre las dos palabras. Ocurre lo mismo en la última parte. Todo junto y sin guion. Pero en lo que se escribió en el período del medio, hay guion. Pone vice-presidente con un guion entre las dos palabras. Por lo que más o menos desde la década de 1860 hasta quizás la década de 1930 se consideraba correcto el uso de un guion ahí.
—Estos tipos usan un guion —dijo Stuyvesant.
—Claro que lo hacen —dijo Reacher—. Está ahí mismo, en el segundo mensaje.
—¿Y qué significa?
—Dos cosas —respondió Reacher—. Sabemos que prestaban atención en clase, porque son razonablemente cultos. Así que significa, en primer lugar, que fueron al colegio en algún lugar en el que usaban libros de texto viejos y antiguos manuales pertenecientes a una época completamente distinta. Lo cual explica la sensación arcaica del tercer mensaje, quizás. Y que es la razón por la cual se me ocurrió que podían ser de una zona rural pobre con un bajo presupuesto educativo. En segundo lugar, significa que nunca trabajaron para el Servicio Secreto. Porque ustedes están hasta arriba de papeles. Nunca he visto algo así, ni siquiera en el ejército. Cualquiera que haya trabajado aquí habría escrito vicepresidente un millón de veces a lo largo de su carrera. Todas en la forma moderna, sin el guion. Se habrían acostumbrado a eso totalmente.
Hubo un silencio durante un momento.
—Quizás lo ha escrito el otro —dijo Stuyvesant—. El que no ha trabajado aquí. El de la huella del pulgar.
—Eso no cambia nada —dijo Reacher—. Como dedujo Bannon, son una sola unidad. Son colaboradores. Y perfeccionistas. Si uno lo hubiese escrito mal, el otro lo habría corregido. Pero no lo corrigieron, por lo que ninguno de ellos sabía que estaba mal. Por lo que ninguno de ellos ha trabajado aquí.
Stuyvesant se quedó en silencio durante un largo rato.
—Quiero creérmelo —dijo—. Pero está basando todo en un guion.
—No lo subestime —dijo Reacher.
—No lo estoy subestimando —dijo Stuyvesant—. Estoy pensando.
—¿Si estoy loco?
—Si puedo permitirme respaldar esta clase de corazonada.
—Esa es la belleza del asunto —dijo Reacher—. No importa si estoy completamente equivocado. Porque el FBI se está encargando del escenario alternativo.
—Podría ser a propósito —dijo Neagley—. Podrían estar desorientándonos. Tratando de disfrazar su formación o su nivel educativo. Despistándonos.
Reacher negó con la cabeza.
—No creo —dijo—. Esto es demasiado sutil. Harían las cosas de siempre. Errores de ortografía groseros, mala puntuación. Un guion entre vice y presidente es algo que uno no distingue si está bien o mal. Es algo que uno hace y nada más.
—¿Cuáles son exactamente las implicaciones? —preguntó Stuyvesant.
—La edad es crucial —dijo Reacher—. Para estar corriendo por todas partes y haciendo estas cosas no pueden tener más de cincuenta y pocos años. Subir trepando, bajar escaleras. Y no pueden tener menos de cuarenta y cinco, porque la Constitución se lee en los primeros años de secundaria, y seguramente en 1970 todos los colegios de Estados Unidos ya tenían libros nuevos. Yo creo que cursaron los primeros años de secundaria en o hacia el final del período en el cual las escuelas rurales aisladas estaban muy por detrás de su época. Ya saben, quizás colegios con una sola aula, libros de texto de hace cincuenta años y mapas desactualizados en las paredes, en los que uno se sienta rodeado de todos sus primos y primas para escuchar a una anciana de pelo canoso.
—Es muy especulativo —dijo Stuyvesant—. Es otra pirámide haciendo equilibrio sobre su propio vértice. Está todo bien hasta que se derrumba.
Silencio en la sala.
—Bueno, voy a moverme en esa dirección —dijo Reacher—. Con Armstrong o sin Armstrong. Con usted o sin usted. Solo, si es necesario. Por Froelich. Se lo merece.
Stuyvesant asintió:
—Si ninguno de ellos ha trabajado para nosotros, ¿cómo habrían confiado en que el FBI estaba revisando los informes del Centro Nacional de Información Criminal?
—No lo sé —dijo Reacher.
—¿Cómo engañaron a Crosetti?
—No lo sé.
—¿Cómo sabían dónde vivía M. E.?
—Nendick se lo dijo.
Stuyvesant asintió:
—Vale. ¿Pero cuál sería su móvil?
—Un rencor personal contra Armstrong, supongo. Un político debe de ganarse muchísimos enemigos.
Silencio otra vez.
—Quizás sea mitad y mitad —dijo Neagley—. Quizás son personas de fuera con rencor contra el Servicio Secreto. Quizás personas a las que no contrataron para un trabajo. Personas que realmente querían trabajar aquí. Quizás son una especie de estudiosos fanáticos de las fuerzas de seguridad. Podían estar al tanto del asunto del Centro Nacional de Información Criminal. Podían saber cuáles son las armas que ustedes compran.
—Es posible —dijo Stuyvesant—. Nosotros rechazamos a muchas personas. Algunas se enfadan mucho por eso. Podría tener razón.
—No —dijo Reacher—. Está equivocada. ¿Por qué iban a esperar? Me atengo a mi estimación de las edades. Nadie se postula para trabajar en el Servicio Secreto a los cincuenta años. Si los rechazaron alguna vez, tuvo que ser hace veinticinco años. ¿Por qué esperar hasta ahora para tomar represalias?
—Ese también es un buen punto —dijo Stuyvesant.
—Esto tiene que ver con Armstrong de manera personal —dijo Reacher—. Tiene que ser así. Piensen en la línea temporal de todo esto. Piensen en las causas y los efectos. Armstrong se convirtió en candidato durante el verano. Antes de eso nadie había oído hablar de él. Me lo dijo la propia Froelich. Ahora están recibiendo amenazas contra él. ¿Por qué ahora? Por algo que hizo durante la campaña, por eso.
Stuyvesant bajó la mirada en dirección a la mesa. Apoyó las manos encima. Las movió en pequeños círculos ordenados como si debajo hubiera un mantel arrugado que necesitara que hubiera que planchar. Después se inclinó hacia delante y colocó el primer mensaje debajo del segundo. Después los dos debajo del tercero. Continuó haciendo eso hasta que tuvo los seis cuidadosamente apilados. Puso la carpeta debajo del montón y la cerró.
—Bien, esto es lo que vamos a hacer —dijo Stuyvesant—. Le vamos a presentar a Bannon la teoría de Neagley. Alguien a quien nos hemos negado a contratar está más o menos en la misma categoría que alguien a quien hemos despedido en algún momento. El componente amargo sería aproximadamente el mismo. El FBI se puede encargar de todo eso en conjunto. Tienen el personal suficiente. Y el cálculo de probabilidades es que ellos están en lo cierto. Pero sería una negligencia de nuestra parte no considerar la alternativa. Podrían no estar en lo cierto. Así que vamos a dedicarnos a indagar en la teoría de Reacher. Porque tenemos que hacer algo, por Froelich, más allá de todo lo demás. Entonces, ¿por dónde empezamos?
—Con Armstrong —dijo Reacher—. Descubrimos quién lo odia y por qué.
Stuyvesant llamó a alguien de la Oficina de Investigaciones sobre Protección y le ordenó que fuera inmediatamente a su despacho. Él le dijo encarecidamente que estaba en la cena del Día de Acción de Gracias con su familia. Stuyvesant transigió y le dio dos horas para terminar. Después se dirigió de nuevo hacia el Edificio Hoover para reunirse otra vez con Bannon. Reacher y Neagley esperaron en la recepción. Había una televisión allí, y Reacher quiso ver si Armstrong hacía el anuncio en los primeros telediarios. Faltaba una media hora.
—¿Estás bien? —preguntó Neagley.
—Me siento raro —dijo Reacher—. Como si fuera dos personas. Ella pensó que era Joe el que la acompañaba al final.
—¿Qué habría hecho Joe al respecto?
—Lo mismo que voy a hacer yo, probablemente.
—Entonces ve y hazlo —dijo Neagley—. Para ella siempre fuiste Joe. Tú también puedes hacer lo imposible por ella.
Él no dijo nada.
—Cierra los ojos —dijo Neagley—. Aclara tu mente. Tienes que concentrarte en la persona que disparó.
Reacher negó con la cabeza:
—No lo lograré si me concentro.
—Piensa en otra cosa, entonces. Utiliza la visión periférica. Haz como si miraras hacia otra parte. A la azotea de al lado, quizás.
Reacher cerró los ojos y vio el borde de la azotea bien definido contra el sol. Vio el cielo, brillante y pálido al mismo tiempo. Un cielo de invierno. Con un velo uniforme de niebla por todas partes. Observó el cielo. Recordó los sonidos que había estado oyendo. No mucho por parte de la gente. El repiqueteo de las cucharas con las que estaban sirviendo la comida, y a Froelich que decía gracias por venir. A la señora Armstrong que decía disfrute, nerviosa, como si no estuviese del todo segura de en qué se había metido. Después escuchó el suave shock de la primera bala silenciada al impactar contra la pared. Había sido un mal disparo. Había fallado con Armstrong por más de un metro. Probablemente un disparo apurado. El tipo sube la escalera, se detiene en la puerta de la azotea, llama en voz baja a Crosetti. Y Crosetti responde. El tipo espera a que Crosetti se le acerque. Quizás retrocede hacia la escalera. Crosetti llega. Recibe un disparo. El cobertizo de la azotea amortigua el sonido del silenciador. El tipo pasa por encima del cuerpo y corre agazapado hasta el muro bajo de la azotea. Se arrodilla y dispara apresurado, demasiado rápido, antes de haber terminado de colocarse, y falla por más de un metro. El disparo agujerea el ladrillo y un pequeño fragmento vuela y golpea a Reacher en la mejilla. El tipo acciona el cerrojo y apunta más cuidadosamente para el segundo disparo.
Abrió los ojos.
—Quiero que pienses cómo lo hicieron —dijo.
—¿Cómo hicieron qué, exactamente? —preguntó Neagley.
—Cómo hicieron para que Crosetti abandonara su puesto. Quiero saber cómo hicieron eso.
Neagley se quedó callada por un momento.
—Me temo que la teoría de Bannon es la que mejor encaja —dijo—. Crosetti alzó la vista y vio a alguien que reconoció.
—Asumamos que no fue así —dijo Reacher—. ¿De qué otra manera pudo haber sido?
—Lo pensaré. Tú piensa en la persona que disparó.
Cerró de nuevo los ojos y miró hacia la azotea de al lado. Y otra vez hacia las mesas en las que servían la comida. Froelich, durante el último minuto de su vida. Recordó la rociada de sangre y su reacción instintiva inmediata. Fuego letal entrante. ¿Punto de origen? Había alzado la mirada y había visto… ¿qué? La curva de una espalda o un hombro. Se estaba moviendo. La forma y el movimiento de alguna manera eran una sola cosa.
—Su abrigo —dijo—. La forma del abrigo sobre su cuerpo, y cómo caía cuando se movía.
—¿Ya habías visto ese abrigo?
—Sí.
—¿Color?
—No lo sé. No estoy seguro de que tuviera un color.
—¿Textura?
—La textura es importante. No era grueso, no era ligero.
—¿Tweed?
Reacher negó con la cabeza:
—No es el abrigo que vimos en el vídeo del garaje. Tampoco es esa la persona. Esta era más alta y más flaca. Como alargada en la parte alta del cuerpo. Eso le daba la caída al abrigo. Creo que era un abrigo largo.
—Solo le viste el hombro.
—Ondeaba como un abrigo largo.
—¿Cómo ondeaba?
—Enérgicamente. Como si el tipo se estuviese moviendo rápido.
—Y así era. Hasta donde él sabía acababa de dispararle a Armstrong.
—No, como si fuese enérgico siempre. Un tipo alto y flaco, con movimientos decididos.
—¿Edad?
—Mayor que nosotros.
—¿Complexión física?
—Media.
—¿Pelo?
—No lo recuerdo.
Mantuvo los ojos cerrados y buscó en su memoria distintos abrigos. Un abrigo largo, ni grueso ni ligero. Dejó que su mente se moviera sola, pero siempre regresaba a la tienda de abrigos de Atlantic City. De pie allí frente a un arcoíris de opciones, cinco minutos después de tomar una decisión estúpida al azar que lo había alejado de la paz y tranquilidad de una habitación de motel solitaria en La Jolla, California.
Desistió veinte minutos más tarde y le hizo un gesto al agente de guardia para que subiera el volumen de la televisión y pudieran escuchar el telediario. La historia abrió el boletín informativo, obviamente. La cobertura comenzó con un retrato de estudio de Armstrong en un recuadro detrás del hombro del presentador. Después pasó a un vídeo de Armstrong dándole la mano a su esposa para que bajara de la limusina. Se quedaban de pie juntos y sonreían. Empezaban a caminar y pasaban al lado de la cámara. Después se veía a Armstrong alzando el cazo y el cucharón. Con una sonrisa en la cara. La voz en off hizo una pausa lo suficientemente larga como para que se oyera el sonido en vivo: ¡Feliz Día de Acción de Gracias para todos! Después se vieron siete u ocho segundos filmados un poco más tarde, cuando la fila para recibir la comida ya estaba avanzando.
Después sucedían los hechos.
Gracias al silenciador no se oía ningún disparo, y como no se oía ningún disparo el cámara no se agachó ni se sobresaltó como sucede habitualmente. La imagen permanecía estable. Y como no se oía ningún disparo parecía completamente inexplicable que Froelich de repente estuviera saltando hacia Armstrong. Vista de frente, la escena era un poco distinta. Saltaba con el pie izquierdo y giraba hacia arriba y de lado. Parecía desesperada, pero elegante. Lo pasaron una vez a la velocidad normal y después lo repitieron a cámara lenta. Le apoyaba la mano derecha en el hombro izquierdo y lo empujaba hacia abajo mientras ella se movía hacia arriba. Daba toda la vuelta con su propio impulso, llevaba las rodillas hacia arriba y simplemente lo derribaba con el. Él caía y ella le seguía en el movimiento descendente. Estaba treinta centímetros por debajo de la altura máxima que había alcanzado cuando llegó la segunda bala y recibió el disparo en el cuello.
—Mierda —dijo Reacher.
Neagley asintió, despacio:
—Fue demasiado rápida. Si hubiera tardado un cuarto de segundo más habría estado en el aire lo suficiente como para que la bala le hubiera impactado en el chaleco.
—Era demasiado buena.
Lo pasaron otra vez, a velocidad normal. Terminaba todo en un segundo. Después dejaron avanzar la grabación. El cámara parecía estar clavado al suelo. Reacher salió cuando irrumpía entre las mesas. Vio a los otros agentes que disparaban. A Froelich ya no se la veía, estaba en el suelo. La cámara se movió hacia abajo por los disparos, pero después subió de nuevo y se empezó a acercar hacia el lugar. El cámara se tropezaba con algo y la imagen tambaleaba. Había unos momentos de confusión total. Después comenzaba a avanzar de nuevo, ávido de una toma de la agente caída. Aparecía la cara de Neagley, y la imagen quedaba en negro. La cobertura regresó al presentador, que miró directamente a cámara y anunció que la reacción de Armstrong había sido inmediata y categórica.
La imagen pasó a una localización al aire libre que Reacher reconoció como el aparcamiento del Ala Oeste. Armstrong estaba allí de pie con su esposa. Los dos seguían con su ropa casual, pero se habían quitado los chalecos antibalas. Alguien le había limpiado a Armstrong la sangre de Froelich que le había quedado en la cara. Se había peinado. Se le veía decidido. Habló con voz baja y controlada, como un hombre cualquiera lidiando con emociones fuertes. Habló de la gran tristeza que sentía por el hecho de que hubieran muerto dos agentes. Elogió sus cualidades como individuos. Transmitió un sentido pésame para sus familias. Continuó diciendo que esperaba que sus muertes fuesen vistas como una defensa de la democracia y no solo como una defensa de su propia persona. Esperaba que eso les proporcionara a sus familias un pequeño consuelo, y también un gran orgullo plenamente justificado. Prometió un castigo rápido y seguro contra los responsables de tal atrocidad. Le aseguró a los ciudadanos de los Estados Unidos que no había ninguna violencia o intimidación capaz de impedir el normal funcionamiento del gobierno, y que la transición continuaría de acuerdo con lo programado. Pero terminó diciendo que, como muestra de su más absoluto respeto, se iba a quedar en Washington y cancelaba todos los compromisos hasta haber asistido a un acto en memoria de su amiga personal y líder de su equipo de protección. Dijo que el acto tendría lugar el domingo por la mañana, en una pequeña iglesia de un pequeño pueblo de Wyoming llamado Grace, la mejor metáfora para la perdurable grandeza de América.
—Tonterías —dijo el agente de guardia.
—No, está bien lo que dice —dijo Reacher.
El telediario pasó al resumen del primer cuarto de los partidos de fútbol americano. El agente de guardia le quitó el sonido y se dio vuelta. Reacher cerró los ojos. Pensó en Joe y después en Froelich. Pensó en los dos juntos. Después pensó una vez más en el momento en el que había mirado hacia arriba. La sangre de Froelich cayendo en una curva, la curva del hombro de la persona que había disparado, retirándose, balanceándose, abalanzándose hacia el otro lado. El abrigo ondeando con él. El abrigo. Lo repasó todo de nuevo, como si la televisión hubiera vuelto a poner su propia cinta. Se detuvo en el abrigo. Lo vio. Abrió mucho los ojos.
—¿Ya lo resolviste? —preguntó él.
—No puedo superar el argumento de Bannon —contestó Neagley.
—Dilo.
—Crosetti vio a alguien que conocía y en quien confiaba.
—¿Hombre o mujer?
—Hombre, por lo que tú dices.
—Vale, dilo de nuevo.
Neagley se encogió de hombros:
—Crosetti vio a un hombre que conocía y en el que confiaba.
Reacher negó con la cabeza:
—Faltan dos palabras. Crosetti vio a un tipo de hombre que conocía y en el que confiaba.
—¿Quién? —preguntó ella.
—¿Quién puede entrar y salir de todos lados sin levantar ninguna sospecha?
Neagley lo miró:
—¿Alguien de las fuerzas de seguridad?
Reacher asintió:
—El abrigo era largo, como marrón rojizo, con una trama imprecisa. Demasiado ligero para ser un chaquetón, demasiado grueso para ser un chubasquero, ondeando. Se balanceaba mientras él corría.
—¿Mientras quién corría?
—El policía de Bismarck. El teniente o lo que fuera. Se acercó corriendo a mí cuando salí de la iglesia. Era él el que estaba en la azotea del almacén.
—¿Era un policía?
—Esa es una acusación muy seria —dijo Bannon—. Basada en una observación de un cuarto de segundo a noventa metros de distancia en medio de un caos total.
Estaban otra vez en la sala de reuniones del FBI. Stuyvesant no se había movido de allí en ningún momento. Seguía con el jersey rosa puesto. La sala seguía siendo impresionante.
—Era él —dijo Reacher—. No hay duda.
—Todas las huellas dactilares de los policías están registradas —dijo Bannon—. Es una condición del puesto.
—Por lo que su socio no es policía —dijo Reacher—. El hombre del vídeo del garaje.
Nadie dijo nada.
—Era él —repitió Reacher.
—¿Durante cuánto tiempo lo viste en Bismarck? —preguntó Bannon.
—Durante diez segundos, quizás —dijo Reacher—. Iba hacia la iglesia. Quizás me había visto dentro y se escapó, y cuando me vio salir, se dio la vuelta y se preparó para volver a entrar.
—Diez segundos y cuarto en total —dijo Stuyvesant—. Bismarck es la ciudad de Armstrong. De haber un buen lugar para buscar enemistades, sin duda es ese.
Bannon hizo una mueca:
—¿Descripción?
—Alto —dijo Reacher—. Pelo rubio poniéndose canoso. Cara flaca, cuerpo flaco. Abrigo largo, como una especie de sarga pesada, marrón rojizo, abierto. Chaqueta de tweed, camisa blanca, corbata, pantalones de franela gris. Zapatos grandes y gastados.
—¿Edad?
—Entre cuarenta y cinco y cincuenta años.
—¿Rango?
—Me mostró una placa dorada, pero estaba a unos seis metros de distancia. No la pude leer. Me dio la impresión de que era algo antigua. Quizás un detective o un teniente, quizás incluso capitán.
—¿Le dijo algo?
—Gritó desde unos seis metros. Unas docenas de palabras, quizás.
—¿Fue él el que llamó?
—No.
—Por lo que ahora ya los hemos visto a los dos —dijo Stuyvesant—. El hombre más bien bajo con abrigo de tweed que vimos en el vídeo del garaje y el policía alto y flaco de Bismarck. El bajo fue el que habló por teléfono, y la huella del pulgar es suya. Él estuvo en Colorado con la ametralladora porque el policía es el francotirador del fusil. Por eso estaba yendo a la torre de la iglesia. Iba a disparar.
Bannon abrió una carpeta. Sacó una hoja. La examinó detenidamente.
—Nuestra oficina de Bismarck hizo una lista de todo el personal presente en el lugar —dijo—. En el predio había cuarenta y dos policías locales. Nadie que excediera el rango de sargento salvo dos: el oficial superior a cargo, que era capitán, y su segundo al mando, que era teniente.
—Podría haber sido uno de esos dos —dijo Reacher.
Bannon suspiró:
—Esto nos pone en una situación difícil.
Stuyvesant lo miró:
—¿Ahora le preocupa molestar al Departamento de Policía de Bismarck? No le ha preocupado mucho molestarnos a nosotros.
—No me preocupa molestar a nadie —dijo Bannon—. Estoy pensando de manera táctica, eso es todo. Si hubiese sido un policía llamaría al capitán o al teniente y le pediría que investigue. No puedo hacerlo al revés. Y va a haber coartadas por todas partes. Los rangos superiores hoy no estarán de servicio por el festivo.
—Llame ahora —dijo Neagley—. Averigüe quién no está en la ciudad. Ellos no pueden haber regresado todavía. Ustedes están vigilando los aeropuertos.
Bannon negó con la cabeza:
—La gente puede no estar hoy en casa por muchos motivos. Están de visita en casas de familiares, cosas así. Y la persona que estamos buscando podría estar ya de regreso. Podría haber pasado por los aeropuertos sin ningún inconveniente. Esa es la cuestión, ¿no? Con un caos como el de hoy, con muchas agencias distintas buscando en la calle, donde nadie conoce a nadie, lo único que tiene que hacer es avanzar rápido y mostrar la placa, y podrá pasar cualquier control. Obviamente así accedieron a la zona inmediata. Y así salieron. ¿Qué hay más natural en estas circunstancias que un policía corriendo a toda prisa con la placa en alto?
La sala se quedó en silencio.
—Las hojas de servicio —dijo Stuyvesant—. Deberíamos hacer que el Departamento de Policía de Bismarck nos envíe sus expedientes para que Reacher mire sus fotos.
—Eso llevaría días —dijo Bannon—. ¿Y a quién debería pedírselo? Podría estar hablando directamente con el responsable.
—Entonces hablen con su oficina en Bismarck —dijo Neagley—. No me sorprendería que el FBI de allí tenga informes ilegales de todo el departamento de policía, con fotos.
Bannon sonrió:
—Se supone que no debería saber ese tipo de cosas.
Luego se puso lentamente de pie y fue a su oficina a hacer la llamada correspondiente.
—Así que Armstrong hizo el anuncio, finalmente —dijo Stuyvesant—. ¿Lo han visto? Pero va a tener un coste político, porque no le puedo dejar ir.
—Solo necesito un señuelo —dijo Reacher—. Mejor para mí si él no va. Y ahora mismo lo que menos me importa es la política.
Stuyvesant no contestó. De nuevo nadie dijo nada. Bannon volvió a la sala quince minutos después. Tenía una expresión completamente neutra.
—Tengo buenas y malas noticias —dijo—. La buena noticia es que Bismarck no es la ciudad más grande del planeta. En el departamento de policía trabajan ciento treinta y ocho personas, de las cuales treinta y dos son civiles, lo cual hace que queden ciento seis policías. Doce son mujeres, por lo que ya estamos en noventa y cuatro. Y gracias a los milagros de los informes de inteligencia ilegales y a la tecnología moderna, en diez minutos recibiremos por correo electrónico las fotos escaneadas de todos ellos.
—¿Cuál es la mala noticia? —preguntó Stuyvesant.
—Más adelante —dijo Bannon—. Después de que Reacher nos haya hecho perder un poco más de tiempo.
Miró alrededor de la sala. No dijo nada más. Al final la espera duró menos de diez minutos. Un agente de traje entró apresuradamente con un fajo de papeles. Los dejó frente a Bannon. Bannon empujó la pila en dirección a Reacher. Reacher la cogió y miró hacia ella. Dieciséis hojas, algunas todavía húmedas de la impresora. En quince de ellas había seis fotos, mientras que en la decimosexta solo había cuatro. Noventa y cuatro caras en total. Empezó por la última. Ninguna de esas cuatro caras estaba ni siquiera cerca.
Cogió la decimoquinta hoja. Recorrió los siguientes seis rostros y dejó otra vez el papel en su sitio. Cogió la decimocuarta. Examinó las seis fotos. Iba rápido. No necesitaba poner demasiada atención. Tenía los rasgos del tipo grabados en la cabeza. Pero el tipo no estaba en la decimocuarta hoja. Ni en la decimotercera.
—¿Cómo de seguro está? —preguntó Stuyvesant.
Nada en la hoja número doce.
—Estoy seguro —dijo Reacher—. Ese era el tipo, y el tipo era policía. Tenía una placa y parecía policía. Era tan parecido a un policía como Bannon.
Nada en la hoja número once. Ni en la número diez.
—Yo no parezco policía —dijo Bannon.
Nada en la novena hoja.
—Tiene exactamente el mismo aspecto que un policía —dijo Reacher—. Lleva abrigo de policía, pantalón de policía, zapatos de policía. Tiene cara de policía.
Nada en la octava hoja.
—Actuaba como un policía —dijo Reacher.
Nada en la séptima hoja.
—Olía como un policía —dijo Reacher.
Nada en la sexta hoja. Nada en la quinta.
—¿Qué le dijo? —preguntó Stuyvesant.
Nada en la cuarta hoja.
—Me preguntó si la iglesia estaba segura —dijo Reacher—. Le pregunté qué estaba pasando. Me dijo que había un gran revuelo. Después me recriminó por haber dejado abierta la puerta de la iglesia. Tal como hablaría un policía.
Nada en la tercera hoja. Ni en la segunda. Cogió la primera y supo instantáneamente que el tipo no estaba allí. Tiró el papel y negó con la cabeza.
—Vale, ahora la mala noticia —dijo Bannon—. No había nadie ahí del Departamento de Policía de Bismarck que estuviera con ropa de civil. Ni una sola persona. Se consideraba una ceremonia. Estaban todos de uniforme. Los cuarenta y dos. Especialmente los oficiales. El capitán y el teniente estaban en uniforme de gala. Con guantes blancos y todo.
—El tipo era un policía de Bismarck —dijo Reacher.
—No —dijo Bannon—. No era un policía de Bismarck. En el mejor de los casos era alguien haciéndose pasar por un policía de Bismarck.
Reacher no dijo nada.
—Pero obviamente lo estaba haciendo muy bien —dijo Bannon—. Le convenció a usted, por ejemplo. Claramente tenía el aspecto y el comportamiento adecuado.
Nadie dijo nada.
—Por lo que me temo que no cambió nada —dijo Bannon—. Seguimos buscando a exempleados recientes del Servicio Secreto. ¿Porque quién mejor para hacerse pasar por un policía de provincia que otro veterano de las fuerzas de seguridad que trabajó toda su carrera junto a policías de provincia en eventos exactamente iguales a ese?