DIECISÉIS

Los expedientes eran biográficos. Había doce en total. Once eran paquetes de información de todo tipo, como recortes de diarios, entrevistas, declaraciones y otros materiales sin procesar. El duodécimo era un resumen exhaustivo de los once primeros. Era grueso como una Biblia medieval y se leía como un libro. Narraba toda la historia de la vida de Brook Armstrong, y cada hecho sustantivo iba seguido de un número entre paréntesis. El número indicaba en una escala del uno al diez cómo de bien autentificado estaba el hecho. La mayor parte de los números eran un diez.

La historia comenzaba en la página uno con sus padres. Su madre había crecido en Oregón, se había mudado al estado de Washington para ir a la universidad y había regresado a Oregón para trabajar como farmacéutica. También se daban detalles de sus padres y de sus hermanos, y había una lista completa de toda su educación desde el jardín de infancia hasta sus estudios de posgrado. Había una lista en orden cronológico de sus primeros empleadores, y los comienzos de su propia farmacia ocupaban tres páginas. Seguía siendo la propietaria de esa farmacia y seguía recibiendo ingresos del negocio, pero se había jubilado y tenía una enfermedad que se temía era terminal.

Se daba cuenta de la educación de su padre. Su servicio militar tenía una fecha de inicio y una fecha de baja médica, pero no había otros detalles más allá de eso. Había nacido en Oregón y se había casado con la farmacéutica al regresar a su vida civil. Se mudaron a un pueblo apartado en el rincón suroeste del estado y se compró una empresa maderera con dinero familiar. Los recién casados tuvieron una hija poco después y Brook Armstrong nació dos años más tarde. La empresa familiar prosperó y alcanzó un tamaño decente. Su progreso y su desarrollo ocupaban varias páginas. Les proporcionaba un agradable estilo de vida provinciano.

La biografía de la hermana tenía un centímetro y medio de espesor, así que Reacher se la saltó y empezó con la educación de Brook. Comenzaba como la de todos, en el jardín de infancia. Había infinidad de detalles. Demasiados como para prestarles mucha atención, por lo que la leyó por encima. Armstrong pasó por todo el sistema escolar local. Era bueno en deporte. Sacaba notas excelentes. El padre tuvo un derrame cerebral y murió justo después de que Armstrong se fuera a la universidad. Vendieron la empresa maderera. La farmacia siguió prosperando. Armstrong pasó siete años en dos universidades distintas, primero Cornell, en el norte del estado de Nueva York, y después Stanford, en California. Tenía el pelo largo pero no se demostró que consumiera drogas. En Stanford conoció a una chica de Bismarck. Los dos estaban cursando estudios de posgrado en ciencias políticas. Se casaron. Establecieron su hogar en Dakota del Norte y él comenzó su carrera política haciendo campaña por una banca en la legislatura del estado.

—Tengo que volver a casa —dijo Swain—. Es el Día de Acción de Gracias, tengo hijos y mi esposa me va a matar.

Reacher miró lo que le quedaba del expediente. Armstrong estaba comenzando su primera elección menor y todavía faltaban quince centímetros de páginas. Las pasó con el pulgar.

—¿No hay nada aquí que nos pueda preocupar? —preguntó.

—No hay nada en ningún lado —respondió Swain.

—¿Todo el documento sigue con este nivel de detalle?

—Se pone peor.

—¿Voy a encontrar algo si me paso toda la noche leyendo?

—No.

—¿Se usó todo esto en la campaña de este verano?

Swain asintió:

—Claro. Es una gran biografía. Por eso lo eligieron. De hecho, muchos de los detalles los sacamos de la campaña.

—¿Y estás seguro de que nadie se sintió herido por la campaña?

—Estoy seguro.

—¿Y entonces de dónde viene tu presentimiento? ¿Quién odia tanto a Armstrong y por qué?

—No lo sé exactamente —dijo Swain—. Es solo un presentimiento.

Reacher asintió:

—Vale —dijo—. Vete a tu casa.

Swain recogió su abrigo y se fue a toda prisa, y Reacher empezó a pasar los años restantes. Neagley ojeaba el interminable material original. Los dos desistieron una hora después.

—¿Conclusiones? —preguntó Neagley.

—Swain tiene un trabajo muy aburrido —respondió Reacher.

Ella sonrió:

—Estoy de acuerdo —dijo.

—Pero hay algo que de alguna manera me llama la atención. Algo que no está aquí, más que algo que sí está. Las campañas son cínicas, ¿no? Esta gente utilizaría cualquier cosa del pasado que los haga quedar bien. Por ejemplo, aquí tenemos a su madre. Tenemos una enorme cantidad de detalles de su educación universitaria y de su farmacia. ¿Por qué?

—Para interpelar a las mujeres independientes y a las personas con empresas pequeñas.

—Vale, y después tenemos material sobre su enfermedad. ¿Por qué?

—Para que Armstrong parezca un hijo que se preocupa. Muy responsable y con valores familiares. Lo humaniza. Y respalda su punto de vista acerca del sistema de salud.

—Y tenemos muchísima información acerca de la empresa maderera de su padre.

—Otra vez para el lobby empresarial. Y toca cuestiones de medioambiente. Árboles, explotación forestal y todo ese tipo de cosas. Armstrong puede decir que sabe lo que dice por experiencia. Lo vivió de muy cerca.

—Exacto —dijo Reacher—. Sea cual sea el tema, sea cual sea el electorado, tienen un hueso para tirarles.

—¿Y entonces?

—Pasaron por alto el servicio militar. Y en general esas cosas gustan mucho en una campaña. Si tu padre estuvo en el ejército, lo normal es que lo gritaras a los cuatro vientos para abarcar otra buena cantidad de temas. Pero no hay ningún detalle sobre eso. Se alistó, le dieron la baja. Eso es lo único que sabemos. ¿Ves a lo que me refiero? El resto de cosas están perfectamente detalladas, pero esa no. Llama la atención.

—El padre murió hace muchísimo tiempo.

—No importa. Si hubiesen podido sacar algo positivo de eso lo habrían mirado desde todos los ángulos. ¿Y por qué le dieron la baja médica? Si hubiese sido una herida habrían sacado algo de ahí, seguro. Incluso de haber sido en un accidente de entrenamiento. El tipo habría sido un gran héroe. ¿Y sabes qué? No me gustan las bajas médicas que no tienen ninguna explicación. Sabes cómo era. Te hace preguntarte cosas, ¿no?

—Supongo que sí. Pero no puede estar relacionado. Sucedió antes de que Armstrong hubiera nacido. Además, ese hombre murió hace casi treinta años. Y como tú mismo has dicho, todo esto fue provocado por algo que Armstrong hizo durante la campaña.

Reacher asintió:

—Pero aun así me gustaría saber algo más al respecto. Podríamos preguntarle directamente a Armstrong, supongo.

—No lo necesitamos —dijo Neagley—. Yo puedo averiguarlo, si realmente quieres que lo haga. Puedo hacer algunas llamadas. Tenemos muchísimos contactos. La gente que cree que puede trabajar con nosotros cuando deje su trabajo suele estar interesada en causarnos buena impresión.

Reacher bostezó:

—Vale, hazlo. Mañana a primera hora.

—Lo haré esta noche. Las fuerzas armadas siguen operando las veinticuatro horas del día. No cambió nada desde que nos fuimos.

—Deberías dormir. Esto puede esperar.

—Ya nunca duermo.

Reacher bostezó de nuevo:

—Bueno, yo me voy a dormir.

—Un mal día —dijo Neagley.

Reacher asintió:

—Pésimo. Así que si quieres haz las llamadas, pero no me despiertes para decirme nada. Me lo dices mañana.

 

El agente que estaba de guardia esa noche les pidió un coche para que los llevaran al motel de Georgetown y Reacher se fue directo a su habitación. Estaba silenciosa, tranquila y vacía. La habían limpiado y recogido. Habían hecho la cama. La caja de Joe ya no estaba. Se sentó un momento en la silla y se preguntó si Stuyvesant había pensado en cancelar la reserva de Froelich. Después sintió la presión del silencio nocturno y se sintió agobiado por la sensación de que faltaba algo. Una sensación de ausencia. Cosas que deberían estar allí y no estaban. ¿Qué cosas exactamente? Froelich, por supuesto. Le dolía que no estuviera. Debería estar allí, y no estaba. Había estado allí la última vez que él estuvo en esa habitación. Temprano por la mañana. Hoy es el día que ganamos o perdemos, le había dicho. Perder no es una opción, había respondido él.

Algo faltaba. Quizás Joe. Quizás muchas cosas. Había muchas cosas que faltaban en su vida. Cosas sin hacer, cosas sin decir. ¿Qué cosas exactamente? Quizás lo único que tenía en la cabeza era la carrera militar del padre de Armstrong. Pero quizás era más que eso. ¿Faltaba alguna otra cosa? Cerró los ojos, se concentró y buscó, pero lo único que vio fue la lluvia rosa de la sangre de Froelich trazando un arco hacia atrás bajo la luz del sol. Así que abrió los ojos de nuevo, se quitó la ropa y se duchó por tercera vez en el día. Se encontró mirando hacia abajo, hacia la base de la ducha, como si siguiese esperando que el agua corriera de color rojo. Pero el suelo se mantuvo blanco y el agua transparente.

La cama estaba fría y dura y las sábanas nuevas estaban rígidas por el almidón. Se metió dentro solo, miró el techo durante una hora y pensó muy concentrado. Después desconectó de manera abrupta y se obligó a dormir. Soñó que su hermano paseaba con Froelich de la mano, que era verano y daban la vuelta entera a la ensenada del Tidal Basin. La luz era suave y dorada y la sangre que a ella le salía del cuello a chorros quedaba suspendida en el aire cálido, a un metro y medio del suelo, como una brillante cinta roja. Se quedaba allí suspendida sin que la tocara ninguna de las personas que pasaban, y trazaba un círculo completo de un kilómetro y medio cuando ella y Joe llegaban de nuevo al lugar del que habían partido. Después ella se transformaba en Swain y Joe en el policía de Bismarck. El abrigo del policía ondeaba a medida que él avanzaba y Swain les decía creo que contamos mal a todas las personas con las que se cruzaba. Después Swain se transformaba en Armstrong. Armstrong sonreía con su sonrisa brillante de político, decía lo siento mucho y el policía se daba la vuelta, sacaba un gran arma de debajo de su abrigo ondeante, accionaba despacio el cerrojo y le disparaba a Armstrong en la cabeza. No se escuchaba ningún ruido, porque el arma tenía silenciador. Ningún ruido, tampoco cuando Armstrong caía al agua y se alejaba flotando.

 

A las seis de la mañana llamaron de la recepción para despertarlo y un minuto después alguien golpeó la puerta. Reacher salió de la cama, se envolvió una toalla alrededor de la cintura y miró por la mirilla. Era Neagley, con un café para él. Estaba vestida y lista para salir. La hizo pasar, se sentó en la cama y empezó a beber su café mientras ella recorría el espacio estrecho que conducía a la ventana. Estaba excitada. Parecía que hubiese estado tomando café toda la noche.

—Vale, ¿el padre de Armstrong? —dijo, como si estuviese haciendo la pregunta por él—. Lo llamaron a filas justo al final de Corea. Nunca llegó a estar en servicio activo. Pero hizo la formación de oficial, salió con grado de subteniente y lo asignaron a una división de infantería. Estaba destinado en Alabama, en un lugar que ya no existe desde hace mucho tiempo. Tenían la orden de estar preparados para una batalla que todos sabían que había terminado. Y ya sabes cómo fueron ahí las cosas, ¿no es cierto?

Reacher asintió de manera soñolienta. Bebió un poco de café.

—Un capitán imbécil organizando competencias interminables —dijo—. Puntos por esto, puntos por aquello, deducciones por todas partes, a fin de mes la Compañía B gana una bandera para colgar en su cuartel por patearle el culo a la Compañía A.

—Y Armstrong padre por lo general ganaba —dijo Neagley—. Estaba al frente de una unidad rigurosa. Pero tenía un problema de temperamento. Era impredecible. Si alguien cometía algún error y perdía puntos, podía volverse loco. Sucedió un par de veces. No las típicas tonterías de un oficial. En los expedientes se describen como serios ataques de ira incontrolable. Iba demasiado lejos, como si no pudiera parar.

—¿Y?

—Se lo pasaron dos veces. No era constante. Era algo puramente episódico. Pero la tercera vez hubo una agresión física seria y lo echaron por eso. Y, básicamente, lo taparon. Le dieron una baja psiquiátrica y lo registraron como un estrés de guerra genérico, aunque nunca había sido un oficial de combate.

Reacher puso una mueca:

—Debe de haber tenido amigos. Y tú también, para llegar tan al fondo de los expedientes.

—Estuve toda la noche hablando por teléfono. A Stuyvesant le va a dar un infarto cuando vea la cuenta del motel.

—¿Cuántas víctimas individuales?

—Fue lo primero que pensé, pero podemos despreocuparnos. Fueron tres, una por cada incidente. Uno murió en acto de servicio en Vietnam, otro murió hace diez años en Palm Springs y el tercero tiene más de setenta años, vive en Florida.

—Un pozo seco —dijo Reacher.

—Pero explica por qué lo han excluido de la campaña.

Reacher asintió. Bebió un poco de café:

—¿Hay alguna posibilidad de que Armstrong haya heredado ese temperamento? Froelich dijo que lo había visto enfadado.

—Eso fue lo segundo que pensé —dijo Neagley—. Es factible. Había algo por ahí debajo de la superficie cuando empezó a insistir con ir al acto, ¿no? Pero asumo que el cuadro general habría salido a la luz ya hace mucho tiempo. Se ha presentado como candidato a una u otra cosa durante toda su vida. Y todo esto empezó con la campaña este verano. En eso ya estamos de acuerdo.

Reacher asintió, vagamente:

—La campaña —repitió.

Se quedó sentado quieto con el vaso de café en la mano. Miró fijamente la pared, un minuto entero, luego dos.

—¿Qué? —preguntó Neagley.

Él no contestó. Se puso de pie y se acercó a la ventana. Corrió las cortinas y vio fracciones y fragmentos del D. C. bajo el cielo gris del amanecer.

—¿Qué hizo Armstrong en la campaña? —preguntó.

—Muchas cosas.

—¿Cuántos representantes tiene Nuevo México?

—No lo sé —dijo Neagley.

—Creo que son tres. ¿Sabes cómo se llaman?

—No.

—¿Reconocerías a alguno de ellos en la calle?

—No.

—¿Oklahoma?

—No lo sé. ¿Cinco?

—Seis, creo. ¿Sabes cómo se llaman?

—Uno es muy desagradable, eso lo sé. No me acuerdo de cómo se llama.

—¿Los senadores de Tennessee?

—¿A dónde quieres llegar?

Reacher miró por la ventana.

—Tenemos la enfermedad de la circunvalación —dijo—. Estamos todos atrapados acá dentro. No lo estamos mirando como personas reales. Para la mayoría de la gente del país todos estos políticos son unos completos desconocidos. Tú misma lo has dicho. Has dicho que te interesa la política pero que no podrías nombrar a los cien senadores. Y la mayoría de la gente está mil veces menos interesada que tú. La mayoría de la gente no reconocería al segundo senador de otro estado ni siquiera si se le acercase corriendo a morderle el culo. O a la segunda senadora, como habría dicho Froelich. Ella de hecho admitió que nadie había oído hablar de Armstrong antes.

—¿Y entonces?

—Y entonces Armstrong en la campaña hizo una cosa absolutamente fundamental, elemental, básica. Se dio a conocer al público, a nivel nacional. Por primera vez en su vida la gente común más allá de su estado y de su círculo de amigos le vio la cara. Escuchó su nombre. Por primera vez. Creo que todo esto podría ser tan simple como eso.

—¿En qué sentido?

—Supongamos que se le aparece la cara de Armstrong a alguien de una época completamente distinta de su vida. Así de la nada. Como una conmoción repentina.

—¿Alguien como quién?

—Como una persona cualquiera, en algún lugar, a la que hace mucho tiempo un joven que perdió los estribos le dio una paliza. Una situación así. Quizás en un bar, quizás por una chica. Quizás al hacerlo la humilló. Nunca vio al tipo de nuevo, pero el incidente le infecta la cabeza. Pasan los años, y de repente aquel joven está ahí, en todos los periódicos y en la televisión. Es un político, candidato a vicepresidente. Nunca había escuchado hablar de él en los años anteriores, porque no ve C-SPAN o CNN. Pero ahora está por todas partes, en su cara. ¿Qué hace? Si está políticamente informado podría ponerse en contacto con la oposición y contarles todo. Pero no lo está, porque esta es la primera vez que lo ha visto desde la pelea en el bar, hace una vida. ¿Entonces qué hace? Su imagen lo trae todo de vuelta. Le ha estado infectando la cabeza.

—Piensas en alguna clase de venganza.

Reacher asintió:

—Lo que explicaría el asunto de Swain sobre que querían que sufriera. Pero quizás Swain buscó en el sitio equivocado. Quizás todos estuvimos buscando en el sitio equivocado. Porque quizás esto no es algo personal en contra de Armstrong el político. Quizás es algo personal en contra de Armstrong el hombre. Quizás es algo realmente personal.

Neagley dejó de moverse de un lado para el otro y se sentó en la silla:

—Es poco convincente —dijo—. La gente supera las cosas, ¿no?

—¿Sí?

—Por lo general sí.

Reacher bajó la vista y la miró:

—Tú no has superado lo que hace que no te guste que te toquen.

La habitación se quedó en silencio.

—Vale —dijo—. La gente normal supera las cosas.

—La gente normal no secuestra mujeres ni corta pulgares ni mata a personas inocentes.

Ella asintió:

—Vale —repitió—. Es una teoría. ¿Pero adónde nos puede llevar?

—A Armstrong, quizás —dijo Reacher—. Pero esa sería una conversación difícil de tener con un vicepresidente electo. ¿Y se acordaría, además? Si heredó la clase de temperamento que hace que a alguien lo echen del ejército, podría haber tenido docenas de peleas en el pasado. Es corpulento. Podría haber desplegado el caos a lo largo y a lo ancho antes de volver a tenerlo bajo control.

—¿Y su esposa? Están juntos desde hace mucho tiempo.

Reacher no dijo nada.

—Es hora de irnos —dijo Neagley—. Tenemos que reunirnos con Bannon a las siete. ¿Se lo vamos a decir?

—No —dijo Reacher—. No nos escucharía.

—Ve a ducharte —dijo Neagley.

Reacher asintió:

—Pero antes, una cosa más. Que hizo que anoche no pudiera dormir durante una hora. Me estuvo fastidiando. Algo que falta, o algo que no se hizo.

Neagley se encogió de hombros:

—Vale —dijo—. Lo pensaré. Ahora mueve el culo.

 

Se vistió con el último de los trajes de Joe. Era gris oscuro y fino como la seda. Usó la última de las camisas limpias. Estaba toda almidonada y blanca como nieve nueva. La última corbata era azul marino con un dibujo diminuto que se repetía. Si se miraba muy de cerca se veía que el elemento repetido en toda la corbata era un dibujo esquemático de la mano de un pitcher sujetando una pelota de béisbol, preparándose para lanzar una bola de nudillos.

Quedó con Neagley fuera en el vestíbulo, comió un muffin del bufet y se llevó un vaso de café al Town Car del Servicio Secreto. Llegaron tarde a la sala de reuniones. Bannon y Stuyvesant ya estaban allí. Bannon seguía vestido como un policía local. Stuyvesant llevaba otra vez un traje de Brooks Brothers. Reacher y Neagley dejaron un asiento libre entre ellos y Stuyvesant. Bannon miró el sitio vacío, como si simbolizara la ausencia de Froelich.

—El FBI no va a tener agentes en Grace, Wyoming —dijo—. Lo pidió Armstrong especialmente, a través del director. No quiere que sea un circo.

—Me parece bien —dijo Reacher.

—Están perdiendo el tiempo —dijo Bannon—. Cumplimos solo porque nos alegra hacerlo. Los malos saben cómo funciona. Se dedicaban a esto. Habrán entendido que su anuncio era una trampa. Por lo que no aparecerán.

Reacher asintió:

—No será el primer viaje que desperdicio.

—No actúes de forma autónoma.

—No va a haber que actuar, según lo que tú dices.

Bannon asintió:

—Llegaron las pruebas de balística —dijo—. El fusil que encontramos en el almacén es definitivamente el mismo arma que disparó la bala de Minnesota.

—¿Y cómo llegó hasta aquí? —preguntó Stuyvesant.

—Anoche quemamos más de cien horas de trabajo —dijo Bannon—. Lo único que le puedo decir con seguridad es cómo no llegó hasta aquí. No llegó en avión. Corroboramos todos las llegadas comerciales en ocho aeropuertos distintos y no había ni una sola declaración de armas de fuego. Después rastreamos todos los vuelos privados a los mismos ocho aeropuertos. Nada ni remotamente sospechoso.

—¿Entonces lo trajeron en coche? —dijo Reacher.

Bannon asintió:

—Pero de Bismarck al D. C. hay más de dos mil kilómetros. Son más de veinte horas como mínimo absoluto, incluso conduciendo como un loco. Imposible en nuestro plazo de tiempo. Así que el fusil no estuvo nunca en Bismarck. Vino directamente desde Minnesota, lo que supuso un poco más de mil setecientos kilómetros en cuarenta y ocho horas. Eso lo podría haber hecho tu abuela.

—Mi abuela no sabía conducir —dijo Reacher—. ¿Siguen pensando que son tres?

Bannon negó con la cabeza:

—No, pensándolo bien nos quedamos con la idea de que son dos. En conjunto se perfila mejor así. Asumimos que el equipo estaba separado en uno y uno entre Minnesota y Colorado el martes, y se mantuvo separado después. El tipo que simuló ser un policía de Bismarck estaba actuando en solitario en la iglesia. Asumimos que tenía solo el subfusil. Lo cual tiene sentido, porque sabía que Armstrong estaría cubierto de agentes apenas descubrieran el fusil que había dejado de señuelo. Y un subfusil es mejor que un fusil contra un grupo de gente amontonada. Especialmente un H&K MP5. Nuestro personal dice que es tan preciso como un fusil a cien metros y mucho más potente. Cargadores de treinta balas, con él habría cosido a los seis agentes y habría llegado a Armstrong sin ninguna dificultad.

—¿Y entonces por qué el otro se molestó en venir hasta aquí? —preguntó Stuyvesant.

—Porque son de los suyos —dijo Bannon—. Son profesionales realistas. Sabían cuáles eran las probabilidades. Sabían que no podían garantizar el éxito en un lugar en concreto. Por lo que estudiaron la agenda de Armstrong y planearon moverse por separado para cubrir todas las bases.

Stuyvesant no dijo nada.

—Pero ayer estaban juntos —dijo Reacher—. Estás diciendo que el primer tipo trajo el Vaime en coche hasta aquí y yo vi al de Bismarck en la azotea del almacén.

Bannon asintió:

—Ya no había necesidad de moverse por separado, porque ayer era la última buena oportunidad en un tiempo. El tipo de Bismarck debe haber venido en avión, en un vuelo comercial, no mucho después de que la fuerza aérea los trajera a ustedes de regreso.

—¿Y dónde está el H&K? Lo tiene que haber dejado en Bismarck en algún lugar entre la iglesia y el aeropuerto. ¿Lo han encontrado?

—No —dijo Bannon—. Pero seguimos buscando.

—¿Y quién era el tipo que el policía estatal vio en la zona?

—Lo descartamos. Casi seguro solamente un civil.

Reacher negó con la cabeza:

—¿Entonces el que estaba actuando en solitario escondió el fusil de señuelo y volvió a pie a la iglesia con el H&K sin ayuda de nadie?

—No veo por qué no.

—¿Alguna vez se escondió y se colocó para disparar a alguien?

—No —dijo Bannon.

—Yo sí —dijo Reacher—. Y no es muy divertido. Tienes que estar cómodo, relajado y alerta. Es algo muscular. Llegas mucho antes de la hora, te preparas, ajustas la posición, estimas la distancia, corroboras el viento, mides el ángulo de elevación o de depresión, calculas la caída de la bala. Luego te quedas allí tendido, con el ojo en la mirilla. Haces que tu respiración se vuelva lenta, dejas que te baje el ritmo cardíaco. ¿Y sabes qué es lo que quieres a esas alturas, más que cualquier otra cosa en el mundo?

—¿Qué?

—Quieres que haya una persona en la que confías cubriéndote la espalda. Toda tu concentración está puesta allí, delante de ti, y empiezas a sentir un escozor en la columna. Si estos tipos son profesionales realistas como dices que son, entonces no hay manera de que uno de ellos se encargara solo de esa torre de iglesia.

Bannon se quedó callado.

—Tiene razón —dijo Neagley—. La mejor conjetura es que el tipo que vieron en la zona era el que cubría las espaldas, que se alejó después de esconder el señuelo. Estaba dando la vuelta, bien apartado de las vallas. El que iba a disparar estaba escondido en la iglesia, esperando que el otro regresara.

—Lo cual plantea una pregunta —dijo Reacher—. ¿Quién estaba en ese momento en la carretera viniendo desde Minnesota?

Bannon se encogió de hombros:

—Vale —dijo—. Por lo que sí son tres.

—¿Todos nuestros? —preguntó Stuyvesant, de manera neutral.

—No veo por qué no —dijo Bannon.

Reacher negó con la cabeza:

—Está obsesionado. ¿Por qué no va y arresta a todos los que trabajaron alguna vez para el Servicio Secreto? Probablemente queden algunos viejos centenarios del primer mandato de Roosevelt.

—Nos atenemos a nuestra teoría —dijo Bannon.

—Bien —dijo Reacher—. Los mantiene alejados de mi camino.

—Ya le advertí sobre la idea de tomarse la justicia por su mano, dos veces.

—Y yo le escuché las dos veces.

La sala se quedó en silencio. Después el rostro de Bannon se suavizó. Miró la silla vacía de Froelich al otro lado.

—Aunque entendería completamente el motivo —dijo Bannon.

Reacher bajó la vista a la mesa:

—Son dos, no tres —dijo—. Estoy de acuerdo contigo, se perfila mejor. En una cuestión así, la mejor opción sería un tipo solo por su cuenta, pero eso nunca es práctico, por lo que tienen que ser dos. Pero no tres. Una tercera persona multiplica el riesgo por cien.

—¿Y entonces qué pasó con el fusil?

—Lo mandaron por mensajería, obviamente —dijo Reacher—. FedEx, UPS o alguien. Quizás incluso por el Servicio Postal de los Estados Unidos. Probablemente lo empacaron con muchas sierras y martillos y lo declararon como un envío de muestras de herramientas. Alguna mentira así. Con la dirección de un motel de acá, a la espera de que llegase. O eso es lo que habría hecho yo.

Bannon pareció avergonzado. No dijo nada. Simplemente se puso de pie y se fue. El pestillo de la puerta hizo un pequeño clic al cerrarse a sus espaldas. La sala se quedó en silencio. Stuyvesant permaneció en su asiento, un poco incómodo.

—Tenemos que hablar —dijo.

—Nos va a despedir —dijo Neagley.

Él asintió. Metió la mano en el bolsillo interno de la chaqueta y la sacó con dos sobres blancos delgados.

—Ya no es un asunto interno —dijo—. Ya lo saben. Se volvió demasiado grande.

—Pero usted sabe que Bannon está buscando en el sitio equivocado.

—Espero que se dé cuenta —dijo Stuyvesant—. Entonces quizás empiece a buscar en el sitio correcto. Mientras tanto, defenderemos a Armstrong. Empezando por esta locura de Wyoming. Eso es lo que hacemos. Eso es lo único que podemos hacer. Somos reactivos. Somos defensivos. No tenemos fundamentos legales para contratar a gente externa en un rol activo.

Deslizó el primer sobre por la superficie brillante de la mesa. Lo impulsó con la fuerza suficiente como para que recorriera exactamente dos metros y se detuviera frente a Reacher. Después el segundo, con un movimiento más suave, para que se detuviera frente a Neagley.

—Más tarde —dijo Reacher—. Despídanos más tarde. Denos el resto del día.

—¿Por qué?

—Necesitamos hablar con Armstrong. Neagley y yo solos.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de algo importante —dijo Reacher. Después se quedó callado de nuevo.

—¿Lo que hablamos esta mañana? —le preguntó Neagley.

—No, lo que me obsesionaba anoche.

—¿Algo que falta, algo que no se hizo?

Él negó con la cabeza:

—Fue algo que no se dijo.

—¿Qué fue lo que no se dijo?

Él no contestó. Recogió los dos sobres y los deslizó por la mesa en dirección contraria. Stuyvesant los detuvo con la palma de la mano. Los levantó y los sostuvo en alto, indeciso.

—No los puedo dejar hablar con Armstrong sin estar yo —dijo.

—Tendrá que poder —dijo Reacher—. Es la única manera de que hable.

Stuyvesant no dijo nada. Reacher lo miró:

—El sistema de correo. ¿Hace cuánto que le revisan el correo a Armstrong?

—Desde el principio —dijo Stuyvesant—. Desde que lo eligieron candidato. Es un procedimiento absolutamente estándar.

—¿Cómo funciona?

Stuyvesant se encogió de hombros:

—Es sencillo. Al principio los agentes que estaban en su casa abrían todo lo que le mandaban ahí y teníamos a un hombre en las oficinas del Senado que abría lo que iba allí y otro en Bismarck que revisaba las cosas locales. Pero después de los dos primeros mensajes centralizamos todo aquí por comodidad.

—¿Pero siempre le hicieron llegar todo salvo las amenazas?

—Obviamente.

—¿Conoce a Swain?

—¿El investigador? Lo conozco un poco.

—Debería ascenderlo. O darle una bonificación. O un beso grande en la frente. Porque es la única persona aquí con una idea original en la cabeza. Incluidos nosotros.

—¿Cuál es su idea?

—Necesitamos ver a Armstrong. Lo antes posible. Neagley y yo, solos. Después nos consideraremos despedidos y no nos volverá a ver. Y tampoco volverá a ver a Bannon. Porque su problema quedará resuelto un par de días después.

Stuyvesant se guardó otra vez los dos sobres en el bolsillo.

 

Era el día después del Día de Acción de Gracias y Armstrong estaba cumpliendo un exilio autoimpuesto de los asuntos públicos, pero organizar una reunión con él fue intensamente problemático. Inmediatamente después de la reunión matutina, Stuyvesant ascendió a uno de los seis rivales masculinos de Froelich para remplazarla, que estaba lleno de toda clase de estupideces machistas del estilo ahora nosotros podemos hacer esto como corresponde. Lo mantenía estrictamente bajo control frente a Stuyvesant por cuestiones de sensibilidad, pero interpuso todos los obstáculos que encontró. El primer escollo fue una regla de hacía décadas según la cual la persona protegida no podía estar a solas con visitas sin que estuviera presente al menos un agente de protección. Reacher comprendía la lógica. Incluso en el caso de que los desnudaran para registrarlos en busca de armas, él y Neagley podrían haber desmembrado completamente a Armstrong en más o menos un segundo y medio. Pero se tenían que reunir con él a solas. Eso era fundamental. Stuyvesant se mostró reacio a desautorizar al nuevo jefe de equipo en su primer día, pero llegado un momento citó las autorizaciones de acceso del Pentágono y decretó que la presencia de dos agentes del otro lado de la puerta sería suficiente. Después llamó a Armstrong a su casa para aclararlo con él personalmente. Colgó el teléfono y dijo que Armstrong parecía un poco preocupado por algo y que llamaría enseguida.

Esperaron. Armstrong llamó veinte minutos después y le dijo a Stuyvesant tres cosas: primero, que la salud de su madre había dado un giro repentino hacia la peor de las situaciones y, por lo tanto, segundo, que quería que le organizaran un vuelo a Oregón para esa misma tarde y, por lo tanto, tercero, que la reunión con Reacher y Neagley tendría que ser breve y tendría que esperar dos horas, lo que tardara en hacer las maletas.

Por lo que Reacher y Neagley fueron a la oficina de Froelich a esperar un poco más, pero ya se la había apropiado el nuevo. La planta ya no estaba. Habían movido los muebles. Habían cambiado de lugar las cosas. Lo único que quedaba de Froelich era un leve vestigio de su perfume en el aire. Así que fueron al área de recepción y se sentaron cómodamente en las sillas de cuero. Miraron la televisión sin sonido. Estaba puesta en un canal de noticias, y vieron otra vez cómo se moría Froelich, silenciosamente y a cámara lenta. Vieron parte de las declaraciones posteriores de Armstrong. Vieron a Bannon siendo entrevistado en la puerta del edificio Hoover. No pidieron que subieran el volumen. Sabían lo que estaría diciendo. Vieron los resúmenes de los partidos de fútbol americano del Día de Acción de Gracias. Después Stuyvesant los llamó de nuevo a su despacho.

Su secretaria no estaba. Con seguridad disfrutaba de un fin de semana largo en su casa. Cruzaron el área vacía de la secretaría y se sentaron frente al escritorio inmaculado de Stuyvesant mientras él repasaba las reglas del encuentro.

—Nada de contacto físico —dijo.

Reacher sonrió:

—¿Ni siquiera estrecharle la mano?

—Supongo que le pueden estrechar la mano —dijo Stuyvesant—. Pero nada más. Y no darán a conocer ninguna información acerca de la situación actual. No sabe, y no quiero que lo sepa por ustedes. ¿Comprendido?

Reacher asintió.

—Comprendido —dijo Neagley.

—No le molesten y no le abrumen. Recuerden quién es. Y recuerden que está preocupado por su madre.

—Vale —dijo Reacher.

Stuyvesant miró hacia otra parte:

—He decidido que no quiero saber por qué lo quieren ver. Y no quiero saber qué es lo que pasa después, si es que pasa algo. Pero sí quiero darles las gracias por todo lo que han hecho hasta el momento. Su auditoría nos ayudará, y creo que probablemente nos hayan salvado en Bismarck y que sus corazones estuvieron en el lugar correcto durante todo el tiempo. Les estoy muy agradecido por todo eso.

Nadie dijo nada.

—Me voy a retirar —dijo Stuyvesant—. Ahora tendría que pelear por salvar mi carrera, y la verdad es que mi carrera no me gusta tanto como para pelear por salvarla.

—Estos tipos nunca fueron agentes suyos —dijo Reacher.

—Lo sé —dijo Stuyvesant—. Pero he perdido a dos personas. Por lo tanto mi carrera ha terminado. Pero esa es mi decisión. Es problema mío. Lo único que quiero decir es que me alegra haber tenido la oportunidad de conocer al hermano de Joe, y que fue un verdadero placer trabajar con ustedes dos.

Nadie dijo nada.

—Y me alegra que haya estado allí al final para M. E.

Reacher miró hacia otro lado. Stuyvesant sacó otra vez los sobres del bolsillo.

—No sé si esperar que usted tenga razón o que esté equivocado —dijo Stuyvesant—. En lo que respecta a Wyoming. Tendremos a tres agentes y a algunos policías locales. No es demasiada protección, en el caso de que las cosas salgan mal.

Pasó los sobres hacia el otro lado del escritorio.

—Hay un coche esperando abajo —dijo—. Los llevará a Georgetown, y a partir de ahí van por su cuenta.

Bajaron en el ascensor y Reacher se desvió hacia el recibidor principal. Era amplio y gris, estaba oscuro y no había nadie, y sus pasos resonaron en el mármol frío. Se detuvo debajo del panel tallado y alzó la vista en dirección al nombre de su hermano. Miró el espacio vacío en el que pronto agregarían a Froelich. Después miró hacia otro lado y volvió donde estaba Neagley. Empujaron la pequeña puerta con la ventana de cristal armado y al otro lado los esperaba su coche.

 

La carpa blanca seguía en su lugar, atravesando la acera delante de la casa de Armstrong. El conductor detuvo el coche con la puerta trasera bien pegada contra el contorno y habló por el micrófono de su muñeca. Un segundo después se abrió la puerta principal de Armstrong y salieron tres agentes. Uno avanzó por el túnel de lona y abrió la puerta del coche. Reacher se bajó y Neagley se deslizó hacia fuera a su lado. El agente cerró otra vez la puerta, permaneció imperturbable junto al bordillo y el coche se fue. El segundo agente extendió los brazos expresando así, con una pequeña mímica, que debían quedarse quietos para ser registrados. Esperaron en medio de la penumbra blanquecina que proyectaba la lona. Neagley se puso tensa en el momento en que unas manos extrañas la palpaban. Pero fue superficial. Apenas la tocaron. Y no encontraron el cuchillo de cerámica de Reacher. Lo tenía escondido en el calcetín.

Los agentes los hicieron pasar al recibidor de Armstrong y cerraron la puerta. La casa era más espaciosa de lo que parecía desde fuera. Era un lugar grande y solemne que parecía haber estado allí cien años y ser capaz de resistir cien más. En el recibidor había antigüedades oscuras, papel rayado en las paredes y conjuntos desordenados de fotos enmarcadas por todas partes. Había alfombras en el suelo extendidos sobre una gruesa moqueta que iba de una pared a otra. Había una vieja maleta apoyada en un rincón, presumiblemente lista para el viaje de emergencia a Oregón.

—Por aquí —dijo uno de los agentes.

Los condujo al interior de la casa y, dando un giro de noventa grados en un pasillo, les llevó hasta una cocina comedor enorme que parecía sacada de una cabaña de madera. Era toda de pino, con una mesa grande en un extremo y todo el equipo de cocina en el otro. Había un fuerte olor a café. Armstrong y su esposa estaban sentados en la mesa con gruesas tazas de cerámica y cuatro periódicos distintos. La señora Armstrong llevaba un chándal y una capa de sudor, como si tuviesen un gimnasio casero en el sótano. Daba la sensación de que no iba a ir a Oregón con su marido. No estaba maquillada. Parecía un poco cansada y desanimada, como si los acontecimientos del Día de Acción de Gracias hubiesen alterado su sensibilidad de forma esencial. Armstrong por su parte parecía tranquilo. Llevaba una camisa limpia bajo una chaqueta remangada en los antebrazos. Sin corbata. Leía los editoriales del New York Times y del Washington Post, uno al lado del otro.

—¿Café? —preguntó la señora Armstrong.

Reacher asintió y ella se levantó, fue hasta la zona de la cocina, descolgó de unos ganchos otras dos tazas y las llenó. Regresó con una en cada mano. Reacher no terminaba de entender si era alta o baja. Era una de esas mujeres que parecen bajas con calzado plano y altas en tacones. Les pasó las tazas de manera un tanto inexpresiva. Armstrong dejó de mirar sus periódicos y alzó la vista.

—Lamento lo de su madre —dijo Neagley.

Armstrong asintió:

—Stuyvesant me ha dicho que querían hablar conmigo en privado —dijo.

—En privado estaría bien —dijo Reacher.

—¿Podría estar presente mi esposa?

—Eso depende de la definición que usted tenga de privacidad.

La señora Armstrong miró a su marido:

—Me lo puedes contar después —dijo—. Antes de irte. Si lo necesitas.

Armstrong asintió de nuevo y cerró los periódicos haciendo todo un show. Después se levantó, fue hasta la cafetera y volvió a llenar su taza.

—Vamos —dijo.

Los llevó de nuevo por el pasillo en zigzag hasta una habitación lateral. Dos agentes los siguieron y se quedaron fuera, uno a cada lado de la puerta. Armstrong los miró como disculpándose y cerró la puerta. Se dio la vuelta y se quedó de pie detrás de un escritorio. La habitación estaba dispuesta como un estudio, pero era algo más simulado que real. No había ordenador. El escritorio era un mueble grande y viejo de madera oscura. Había sillas de cuero y libros elegidos por el aspecto del lomo. Había paneles de madera en las paredes y una vieja alfombra persa en el suelo. En algún lugar, un ambientador perfumaba la quietud del cuarto. En la pared había una foto enmarcada en la que se veía a una persona de género indeterminado de pie sobre un témpano de hielo. Él o ella llevaba un enorme anorak con capucha y mitones gruesos que le llegaban hasta los codos. La capucha tenía un gran cuello de pelo que le enmarcaba la cara. Su cara estaba totalmente escondida por una máscara de esquí y unas gafas de nieve polarizadas de color amarillo. Uno de los mitones hasta el codo estaba levantado en señal de saludo.

—Es nuestra hija —dijo Armstrong—. Le pedimos una foto, porque la echamos de menos. Nos mandó esa. Tiene sentido del humor.

Se sentó detrás del escritorio. Reacher y Neagley se sentaron cada uno en una silla.

—Todo esto parece muy confidencial —dijo Armstrong.

Reacher asintió:

—Y al final creo que todos estaremos de acuerdo en que siga siéndolo.

—¿De qué se trata?

—Stuyvesant nos ha transmitido algunas reglas —dijo Reacher—. Voy a empezar a romperlas ahora mismo. El Servicio Secreto interceptó seis mensajes de amenaza dirigidos a usted. El primero llegó por correo hace dieciocho días. Dos más llegaron por correo posteriormente y tres fueron entregados en persona.

Armstrong no dijo nada.

—No parece sorprendido —dijo Reacher.

Armstrong se encogió de hombros:

—La política es una actividad sorprendente —dijo.

—Supongo que sí —dijo Reacher—. Los seis mensajes estaban firmados con la huella dactilar de un pulgar. Rastreamos y dimos con un hombre que vive en California. Le habían amputado y robado el pulgar y lo estaban usando como si fuera un sello de goma.

Armstrong no dijo nada.

—El segundo mensaje apareció en la oficina de Stuyvesant. Al final se demostró que lo había dejado allí un técnico de vigilancia llamado Nendick. La esposa de Nendick había sido secuestrada para forzarlo a actuar. Estaba tan asustado por el peligro que suponía para ella el inevitable interrogatorio al que él sería sometido, que cayó en una especie de coma. Pero nosotros suponemos que para entonces, de cualquier modo, ella ya estaba muerta.

Armstrong permaneció en silencio.

—En la oficina hay un investigador llamado Swain que hizo una conexión mental importante. Le pareció que estábamos contando mal. Se dio cuenta de que Nendick debía computar como un mensaje en sí mismo, por lo que eran siete, no seis. Después añadimos al hombre de California al que le habían cortado el pulgar y nos dieron ocho mensajes. Además de eso, el martes se produjeron dos homicidios que pasaron a ser los mensajes número nueve y diez. Uno en Minnesota y otro en Colorado. Dos personas de apellido Armstrong y sin ninguna relación de parentesco entre ellas ni con usted fueron asesinadas en una especie de demostración contra usted.

—Oh no —dijo Armstrong.

—Por lo que tenemos diez mensajes —dijo Reacher—. Todos pensados para atormentarlo, pero usted no fue informado de ninguno de ellos. Entonces me empecé a preguntar si no seguiríamos contando mal todavía. ¿Y sabe qué? Estoy casi seguro de que sí. Creo que fueron al menos once mensajes.

Silencio en la pequeña habitación.

—¿Cuál sería el número once? —preguntó Armstrong.

—Algo que se nos coló —dijo Reacher—. Algo que llegó por correo, dirigido a usted, algo que el Servicio Secreto no percibió como una amenaza. Algo que no significaba absolutamente nada para ellos, pero que significaba mucho para usted.

Armstrong no dijo nada.

—Creo que fue el primero en llegar —dijo Reacher—. Al principio de todo, quizás, incluso antes de que el Servicio Secreto detectara el asunto. Creo que fue una especie de aviso que solo usted entendería. Así que creo que usted lo ha sabido todo el tiempo. Creo que usted sabe quién lo está haciendo, y creo que sabe por qué.

—Murieron personas —dijo Armstrong—. Esa es una acusación muy fuerte.

—¿La niega?

Armstrong no dijo nada.

Reacher se inclinó hacia delante:

—Hay algunas palabras cruciales que nunca se dijeron —dijo—. La cuestión es que si yo estuviera ahí de pie sirviendo pavo, alguien empezara a disparar y de repente otra persona estuviera muriéndose desangrada encima de mí, antes o después me preguntaría: ¿quiénes demonios son? ¿Qué demonios quieren? ¿Por qué demonios hacen esto? Son preguntas bastante básicas. Yo las habría pronunciado alto y claro, créame. Pero usted no lo hizo. Lo vimos dos veces después. En el sótano de la Casa Blanca y más tarde en la oficina. Habló de muchas cosas. Preguntó: ¿los han cogido ya? Esa era su gran preocupación. Nunca preguntó quiénes podían ser o cuáles podían ser sus motivos. ¿Y por qué no lo preguntó? Solo hay una explicación posible. Ya lo sabía.

Armstrong no dijo nada.

—Creo que su esposa también lo sabe —dijo Reacher—. Expresó que estaba disgustada con usted por poner a gente en peligro. No creo que estuviera generalizando. Creo que ella sabe que usted lo sabe, y que ella cree que usted debería habérselo dicho a alguien.

Armstrong permaneció en silencio.

—Por lo que creo que ahora se siente un poco culpable —dijo Reacher—. Creo que ese es el motivo por el cual aceptó anunciar por televisión lo que yo le pedí y que también es el motivo por el cual quiere asistir al acto conmemorativo. Una especie de cargo de conciencia. Porque lo sabía, y no se lo dijo a nadie.

—Soy un político —dijo Armstrong—. Tenemos cientos de enemigos. No tenía sentido ponerse a especular.

—Tonterías —dijo Reacher—. Esto no es político. Esto es personal. Sus enemigos políticos no van más allá de algún productor de soja de Dakota del Norte al que usted hizo diez centavos más pobre a la semana por cambiar algún subsidio. O algún viejo senador pretencioso al que usted se negó a apoyar en el voto. El productor de soja podría hacer campaña en su contra en época de elecciones y el senador podría tomarse su tiempo y joderlo en algún asunto importante, pero ninguno de los dos haría lo que están haciendo estos tipos.

Armstrong no dijo nada.

—No soy tonto —dijo Reacher—. Soy un hombre enfadado que vio cómo moría desangrada una mujer a la que le tenía cariño.

—Yo tampoco soy tonto —dijo Armstrong.

—Yo creo que sí. ¿Algo le está volviendo del pasado y cree que puede ignorarlo y esperar lo mejor? ¿No se dio cuenta de que sucedería? Ustedes no tienen perspectiva. ¿Creía que ya era mundialmente famoso porque formaba parte del gobierno y del Senado? Bueno, no es así. La gente normal no ha escuchado hablar de usted hasta la campaña de este verano. ¿Pensaba que ya se conocían todos sus secretitos? Bueno, eso tampoco es así.

Armstrong no dijo nada.

—¿Quiénes son? —preguntó Reacher.

Armstrong se encogió de hombros:

—¿Qué es lo que usted cree?

Reacher hizo una pausa.

—Yo creo que usted tiene un problema de temperamento —dijo—. Igual que su padre. Creo que hace mucho tiempo, antes de que aprendiera a controlarlo, hizo sufrir a mucha gente, y que algunos lo han olvidado, pero otros no. Creo que es parte de la vida de una persona el que alguna vez alguien le haga algo malo. Que le haga daño, que dañe su autoestima o que la fastidie de alguna otra manera. Creo que esta persona en particular lo reprimió durante mucho tiempo hasta que un día encendió la televisión y vio su cara por primera vez en treinta años.

Armstrong se quedó quieto en la silla durante un largo rato.

—¿Cómo de avanzado está el FBI en esta investigación?

—Están perdidos. Están buscando gente que no existe. Nosotros estamos mucho más adelantados que ellos.

—¿Y cuáles son sus intenciones?

—Yo voy a ayudarlo —dijo Reacher—. No es que usted se lo merezca en absoluto. Será exclusivamente la consecuencia de que voy a salir en defensa de Nendick y de su esposa, de un señor de apellido Andretti, de dos personas de apellido Armstrong, de Crosetti y especialmente de Froelich, que era amiga de mi hermano.

Se hizo un silencio.

—¿Esto seguirá siendo confidencial? —preguntó Armstrong.

Reacher asintió:

—Así tendrá que ser. Exclusivamente por mi propio bien.

—Parece que está contemplando tomar medidas muy serias.

—El que juega con fuego se quema.

—Esa es la ley de la selva.

—¿Y usted dónde cree que vive?

Armstrong se quedó callado otro largo rato.

—Así que usted sabrá mi secreto y yo sabré el suyo —dijo.

Reacher asintió:

—Y viviremos felices para siempre.

Hubo otro largo silencio. Duró un minuto entero. Reacher vio cómo desaparecía Armstrong el político y cómo lo remplazaba Armstrong el hombre.

—Usted está equivocado en la mayoría de las cosas —dijo—. Pero no en todas.

Se agachó y abrió un cajón. Sacó un sobre acolchado y lo tiró sobre el escritorio. Patinó sobre la madera brillante y se detuvo a un par de centímetros del borde.

—Supongo que esto cuenta como el primer mensaje —dijo—. Llegó el día de las elecciones. Supongo que al Servicio Secreto le habrá desconcertado un poco, pero no percibieron nada realmente peligroso. Por lo que lo dejaron pasar.

El sobre era un artículo común de papelería comercial. Estaba dirigido a Brook Armstrong, Senado de los Estados Unidos, Washington D. C. La dirección estaba impresa en la conocida etiqueta autoadhesiva con la conocida tipografía de ordenador Times New Roman, tamaño catorce, en negrita. Lo habían enviado por correo desde algún lugar del estado de Utah, el 28 de octubre. Habían abierto unas cuantas veces la solapa y la habían vuelto a cerrar. Reacher la levantó y miró dentro del sobre. Lo sostuvo de manera que Neagley también pudiera ver.

En el sobre había tan solo un bate de béisbol en miniatura. Era de esas cosas que se venden como souvenir o que vienen de regalo. Era de madera blanda lisa pintada de color miel. Tenía dos centímetros y medio de diámetro en su parte más gruesa y habría tenido alrededor de cuarenta centímetros de largo si no fuera porque estaba partido cerca del extremo del mango. Lo habían roto a propósito. Lo habían serrado parcialmente y después lo habían partido en la parte más delgada. Habían rayado y raspado la parte rota para que pareciera accidental.

—No tengo un problema de temperamento —dijo Armstrong—. Pero tiene razón, mi padre sí. Vivíamos en un pequeño pueblo de Oregón, bastante solitario y aislado. Era básicamente un pueblo maderero. Un lugar con bastante mezcla. Los dueños de los aserraderos tenían casas grandes, los jefes de cuadrillas tenían casas más pequeñas, las cuadrillas vivían en chozas o en pensiones. Había un colegio. Mi madre era la dueña de la farmacia. Hacia un lado de la carretera estaba el resto del estado, hacia el otro había bosque virgen. Era como estar en la frontera. Era un poco un lugar sin ley, pero no estaba tan mal. De vez en cuando había prostitutas y se bebía mucho, pero en conjunto solo intentaba ser un pueblo americano.

Se quedó callado un momento. Apoyó las manos sobre el escritorio y las miró.

—Yo tenía dieciocho años —dijo—. Había terminado la escuela secundaria y estaba listo para ir a la universidad, pasando mis últimas semanas en casa. Mi hermana estaba de viaje por ahí. Teníamos un buzón en la entrada. Lo había construido mi padre, con la forma de un aserradero en miniatura. Era bonito, estaba hecho con varitas de cedro. En Halloween del año anterior lo habían hecho pedazos, ya saben, la típica cosa de Halloween en la que los chicos duros salen a recorrer las carreteras en coche con un bate de béisbol y rompen buzones. Mi padre escuchó el momento en que lo hicieron y los persiguió, pero no llegó a verlos. Estábamos un poco molestos, porque era un buzón precioso y destruirlo nos pareció una insensatez. Pero mi padre lo construyó de nuevo, más fuerte aún, y de alguna manera se obsesionó con protegerlo. Algunas noches se escondía y lo vigilaba.

—Y los chicos volvieron —dijo Neagley.

Armstrong asintió:

—Más adelante ese mismo verano —dijo—. Dos chicos, en una furgoneta, con un bate. Eran bastante grandes. Yo no los conocía realmente, pero los había visto antes por ahí. Creo que eran hermanos. Chicos duros de verdad, ya saben, delincuentes, unos matones que no vivían en el pueblo, la clase de persona de la que procuras mantenerte alejado. Le dieron un golpe al buzón, mi padre se les echó encima y discutieron. Se burlaron de él, lo amenazaron, insultaron a mi madre. Dijeron tráela, con este bate le enseñaremos lo que es pasarlo bien mejor de lo que se lo puedes enseñar tú. Se pueden imaginar los gestos que acompañaron a esas palabras. Entonces hubo una pelea, y mi padre tuvo suerte. Fue una de esas veces, dos golpes afortunados y ganó. O quizás fue por su entrenamiento militar. El bate se partió a la mitad, quizás contra el buzón. Yo pensé que eso sería todo, pero entonces mi padre arrastró a los chicos hasta el jardín, buscó una cadena de las que se usaban para los troncos y unos candados y los encadenó a un árbol. Estaban de rodillas, frente a frente alrededor del tronco. Mi padre había perdido la cabeza. Estaba furioso. Los golpeaba con el bate partido. Yo intentaba detenerlo, pero era imposible. Después dijo que él les demostraría con el bate a ellos lo que era pasarlo bien, con el extremo roto, a no ser que le rogaran que no lo hiciera. Por lo que le rogaron. Le rogaron durante mucho tiempo y con la voz muy clara.

Se quedó callado de nuevo.

—Yo estuve ahí todo el rato —dijo—. Trataba de calmar a mi padre, eso es todo. Pero ellos me miraban como si estuviera participando. Tenían algo en la mirada, como si yo estuviese siendo testigo del peor momento de sus vidas. Como si yo estuviese viendo cómo los humillaban completamente, lo que, supongo, es lo peor que se le puede hacer a un abusador. Tenían los ojos llenos de odio. Contra . Como si estuviesen diciendo: has visto esto, ahora tienes que morir. Fue literalmente así.

—¿Qué sucedió? —preguntó Neagley.

—Mi padre los dejó allí. Dijo que los iba a dejar allí toda la noche y que comenzaría de nuevo a la mañana siguiente. Entramos, él se fue a la cama y yo me escabullí y salí de nuevo una hora más tarde. Iba a dejarlos marchar. Pero ya no estaban. De alguna manera se habían zafado de las cadenas. Se habían escapado. Nunca regresaron. Nunca los volví a ver. Me fui a la universidad, nunca volví a casa realmente, salvo de visita.

—Y su padre murió.

Armstrong asintió:

—Tenía problemas de tensión, lo cual era comprensible, supongo, dada la personalidad que tenía. De algún modo me olvidé de los dos chicos. Era solo un episodio que había ocurrido en el pasado. Pero no me olvidé realmente de ellos. Siempre he recordado su mirada. La puedo ver ahora mismo. Era un odio helado. Eran como dos matones engreídos que no podían soportar que los vieran de una manera distinta a como querían ser vistos. Como si yo estuviese cometiendo un pecado mortal solo por verlos perder. Como si yo les estuviese haciendo algo. Como si fuese su enemigo. Me miraron fijamente. Dejé de tratar de entenderlo. No soy psicólogo. Pero nunca he olvidado esa mirada. Cuando llegó ese paquete no dudé ni un segundo de quién lo había enviado, aunque hayan pasado ya casi treinta años.

—¿Sabía cómo se llamaban? —preguntó Reacher.

Armstrong negó con la cabeza:

—No sabía mucho de ellos, salvo, supongo, que vivían en algún pueblo de los alrededores. ¿Qué es lo que va a hacer?

—Sé lo que me gustaría hacer.

—¿Y qué es lo que le gustaría hacer?

—Quiero romperle los dos brazos y no volver a verlo nunca más en mi vida. Porque si hubiese dicho algo el día de las elecciones, Froelich seguiría viva.

—¿Por qué demonios no dijo nada? —preguntó Neagley.

Armstrong negó con la cabeza. Tenía lágrimas en los ojos.

—Porque no tenía idea de que fuera algo serio —dijo él—. De verdad, se lo prometo, por mi hija. ¿No lo ven? Pensé que sería solamente algo para recordarme aquello o para incomodarme. Me pregunté si quizás seguirían pensando que yo había sido culpable en aquel momento, y si me estarían amenazando con avergonzarme o exponerme políticamente, algo así. Obviamente no me preocupaba porque yo no había sido culpable. Cualquiera lo entendería. Y no podía ver ninguna otra razón lógica para que me lo mandaran. Yo era treinta años mayor, y también ellos. Soy un adulto racional, asumí que ellos también. Por lo que pensé que quizás era solo una broma de mal gusto. No pensé que fuera nada peligroso. Se lo prometo absolutamente. Es decir, ¿por qué iba a pensar que sí? Por lo que me incomodó durante una hora, y después lo dejé estar. Quizás sí esperaba algún tipo de secuela desagradable, pero resolví que lidiaría con ello cuando sucediera. Pero no hubo ninguna secuela. No sucedió. No hasta donde yo sabía. Porque nadie me dijo nada. Hasta ahora. Hasta que usted me lo dijo. Y según Stuyvesant usted ni siquiera me lo debería estar diciendo. Y sufrieron y murieron personas. Dios, ¿por qué no me informó? Le podría haber contado todo si me hubiese preguntado.

Nadie dijo nada.

—Por lo que tiene usted razón y se equivoca —dijo Armstrong—. Sabía quién y por qué, pero no conocía todo el recorrido. No sabía nada de la parte intermedia. Conocía el principio y reconocí el final. Lo supe en cuanto comenzaron los disparos, créame. Es decir, simplemente lo supe. Fue una conmoción increíble, de la nada. Pensé algo así como: ¿esta es la secuela? Fue una locura. Fue más o menos como estar esperando que un día me tiraran un tomate podrido y en vez de eso recibir un misil nuclear. Pensé que el mundo se había vuelto loco. ¿Me quiere echar la culpa por no haber dicho nada? Está bien, écheme la culpa, pero ¿cómo podría haberlo sabido? ¿Cómo podría haber pronosticado una insensatez semejante?

Un momento de silencio.

—Por lo que este es mi secreto culpable —dijo Armstrong—. No algo malo que haya hecho hace treinta años. Sino que hace tres semanas no tuve capacidad de predecir las implicaciones que iba a tener el paquete.

Nadie dijo nada.

—¿Debería decírselo a Stuyvesant ahora? —preguntó Armstrong.

—Es su decisión —respondió Reacher.

Hubo una larga pausa. Armstrong el hombre desapareció y Armstrong el político volvió para remplazarlo.

—No se lo quiero decir —dijo Armstrong—. Es malo para él y es malo para mí. Sufrieron y murieron personas. Será visto como un serio error de cálculo de ambas partes. Él debería haber preguntado, yo debería haberlo dicho.

Reacher asintió:

—Por tanto, déjenoslo a nosotros. Usted sabrá nuestro secreto y nosotros sabremos el suyo.

—Y todos viviremos felices para siempre.

—Bueno, todos viviremos —dijo Reacher.

—¿Descripciones? —preguntó Neagley.

—Eran unos chicos —dijo Armstrong—. Quizás de mi edad. Solo me acuerdo de su mirada.

—¿Cómo se llama el pueblo?

—Underwood, en Oregón —contestó Armstrong—. Donde todavía vive mi madre. Adonde me voy dentro de una hora.

—¿Y estos chicos eran de la zona?

Armstrong miró a Reacher:

—Y usted ha dicho que irían a su casa a esperar.

—Sí —dijo Reacher—. Eso he dicho.

—Y yo estoy yendo hacia allí.

—No se preocupe —dijo Reacher—. Esa teoría está muy desactualizada. Asumo que esperaban que usted se acordara de ellos, y asumo que no anticiparon la falta de comunicación entre usted y el Servicio Secreto. Y seguro no querían que usted pudiera llevarles hasta su puerta. Por lo que su puerta ya no es la misma. Ya no viven en Oregón. De eso podemos estar seguros.

—¿Y cómo los van a encontrar?

Reacher negó con la cabeza:

—No los podemos encontrar. No ahora. No a tiempo. Ellos nos tendrán que encontrar a nosotros. En Wyoming. En el acto conmemorativo.

—Yo también voy a ir. Con una protección mínima.

—Pues espero que todo haya terminado antes de que usted llegue.

—¿Debería decírselo a Stuyvesant? —preguntó Armstrong de nuevo.

—Es su decisión —repitió Reacher.

—No puedo cancelar mi participación. No estaría bien.

—No —dijo Reacher—. Supongo que no estaría bien.

—No se lo puedo decir a Stuyvesant ahora.

—No —dijo Reacher—. Supongo que no puede.

Armstrong no dijo nada. Reacher se levantó para marcharse, y Neagley hizo lo mismo.

—Una última cosa —dijo Reacher—. Creemos que estos tipos ahora son policías.

Armstrong se quedó quieto en la silla. Empezó a mover la cabeza, pero después se detuvo y bajó la vista hacia el escritorio. Se le nubló el rostro, como si estuviese escuchando un leve eco de hacía treinta años.

—Algo durante la paliza —dijo—. Solo lo oí a medias, y estoy seguro de que entonces no lo tuve en cuenta. Pero creo que en un momento dijeron que su padre era policía. Dijeron que podía meternos en un buen lío.

Reacher no dijo nada.

 

Los agentes de protección los acompañaron hasta afuera. Recorrieron la carpa de lona y bajaron de la acera a la calle. Giraron hacia el este, subieron a la acera otra vez y se prepararon para el paseo hasta el metro. Eran las últimas horas de la mañana y el aire estaba despejado y frío. El barrio estaba vacío. No había nadie fuera caminando. Neagley abrió el sobre que le había dado Stuyvesant. Dentro tenía un cheque por cinco mil dólares. En el renglón de concepto decía consulta profesional. En el sobre de Reacher había dos cheques. Uno era por los mismos cinco mil de honorarios y el otro era por los gastos de la auditoría, hasta el último centavo.

—Deberíamos ir de compras —dijo Neagley—. No podemos ir a cazar a Wyoming vestidos así.

—No quiero que vengas conmigo —dijo Reacher.