Tres

LLEGUÉ A NUEVA YORK EN SEPTIEMBRE DE 1944, no en 1945 como dicen tantos plumíferos indocumentados que escriben sobre mí. Faltaba poco para que terminase la Segunda Guerra Mundial. Un montón de jóvenes habían ido a combatir contra alemanes y japoneses, y muchos no regresaron. Yo tuve suerte: la guerra terminaba. Nueva York estaba llena de soldados de uniforme. Eso lo recuerdo.

Tenía dieciocho años y era un novato en muchas cosas, entre ellas las mujeres y las drogas. Pero confiaba en mi habilidad para la música, para tocar la trompeta, y vivir en Nueva York no me daba miedo. A pesar de ello, la ciudad fue para mí una sorpresa, especialmente los altos edificios, el ruido, los coches y todos aquellos hijoputas que parecían estar en todas partes. El ritmo de Nueva York era lo más rápido que había conocido en mi vida; yo creí que St. Louis y Chicago eran rápidas, pero no había punto de comparación con Nueva York. Eso fue lo primero a que debí acostumbrarme: la cantidad de gente. Pero circular en metro era una delicia por lo deprisa que te llevaba de un sitio a otro.

El primer lugar donde me alojé fue el hotel Claremont, que estaba en Riverside Drive, justo enfrente de la Tumba de Grant. La Juilliard School me consiguió allí una habitación. Luego encontré otra habitación en la calle Ciento cuarenta y siete con Broadway, en una casa de huéspedes regentada por una familia apellidada Bell, que era de St. Louis y conocía a mis padres. Eran buena gente y la habitación era amplia y limpia y me costaba un dólar por semana. Mi padre me había pagado los derechos de matrícula en la Juilliard y, además del dinero del alquiler, me había dado una suma suficiente para vivir un mes o dos.

Mi primera semana en Nueva York la pasé buscando a Bird y Dizzy. Tío, fui a todas partes buscando a aquellos dos, gasté todo el dinero y no los encontré. Tuve que llamar a casa y pedirle a mi padre unos dólares más, que él me envió. Yo seguía llevando una vida limpia, no fumaba, no bebía, no probaba las drogas. Solamente me interesaba la música, y con ella me colocaba del todo. Cuando en la Juilliard comenzó el curso, tomaba el metro hasta la calle Sesenta y seis, donde se encontraba la escuela. De inmediato, me desagradó lo que ocurría en la Juilliard. La mierda de la que allí se hablaba era demasiado blanca para mí. Por otra parte, me interesaba más lo que ocurría en el mundo del jazz. Ésa era la verdadera razón de mi propósito de ir, ante todo, a Nueva York: meterme en el mundo del jazz que bullía en torno al Minton’s Playhouse, en Harlem, y más abajo, en la calle Cincuenta y dos, a la que todos los relacionados con la música llamaban «la Calle». Para aquello estaba yo realmente en Nueva York, para chupar cuanto me fuera posible de aquellos escenarios: la Juilliard era sólo una cortina de humo, o una escala en mi viaje, o un pretexto que debía servirme para acercarme a los círculos de Bird y Diz.

Tras haber ido a la calle Cincuenta y dos, encontré a Freddie Webster, a quien conocí en St. Louis cuando pasó por allí tocando en la banda de Jimmie Lunceford. Luego fui a escuchar a los Savoy Sultans en el Savoy Ballroom de Harlem. Fui con Freddie. Tocaban como hijoputas. Pero yo quería encontrar a Bird y a Dizzy y, aunque me gustaba lo que veía, no era, con todo, lo que realmente había ido a ver a Nueva York. La segunda cosa que busqué fueron las cuadras, los picaderos. Debido a que tanto mi padre como mi abuelo tenían caballos y a que yo los había montado la mayor parte de mi vida, los quería de manera especial y seguía gustándome montarlos. Pensé que las cuadras públicas podían estar en Central Park, de manera que me dediqué a pasear arriba y abajo del parque, desde la calle Ciento diez a la Cincuenta y nueve, tratando de descubrir alguna. No la descubrí. Finalmente, un día pregunté a un guardia dónde podía encontrarlas y me dijo que estaban en alguna parte por las calles Ochenta y uno u Ochenta y dos. Allá fui, y monté un par de caballos. Los empleados me miraban extrañados, pues supongo que no estaban acostumbrados a ver a una persona negra acudiendo al picadero a montar. Pero aquello era problema suyo.

Subí hasta Harlem para investigar en Minton’s, en la calle Ciento dieciocho entre St. Nicholas y la Séptima Avenida. Junto al Minton’s estaba el hotel Cecil, donde se hospedaban muchos músicos. Era un escenario mundano. El primer hijoputa conocido con quien me tropecé, en la esquina de St. Nicholas y la calle Ciento diecisiete, fue un tipo a quien llamaban Collar. Estaba en el pequeño parque conocido por Dewey Square, donde todos los músicos solían sentarse y drogarse. Jamás he sabido el verdadero nombre de Collar. Era de St. Louis. Allí se le consideraba el rey de la dexedrina, y suministraba a Bird dexedrina y nuez moscada y otras mierdas cuando aparecía por la ciudad. Bueno, el caso es que allí encontré a Collar, en Harlem, limpio como un perro casero, camisa blanca, traje de seda negra, el cabello peinado hacia atrás y largo hasta los hombros. Dijo que estaba en Nueva York tratando de tocar el saxo en el Minton’s. Sin embargo, cuando estaba en St. Louis no tocaba demasiado en serio: lo único que le atraía era llevar vida de músico. Por encima de todo era un hijoputa sumamente divertido. Y allí estaba entonces, buscando un sitio en Minton’s, la capital mundial del jazz negro. Nunca consiguió triunfar. Nadie en el Minton’s prestó nunca atención a Collar.

Lo mismo el Minton’s que el hotel Cecil eran establecimientos de primera clase, con toneladas de estilo. La gente que acudía a ellos era la crema de la élite de la sociedad negra de Harlem. El gran edificio que para la clase acomodada había al otro lado de la calle, frente a Dewey Square, era llamado Graham Court. Buen número de personajes de la sociedad negra vivían en aquellos vastos, fabulosos apartamentos; ya sabes, médicos, abogados, negros con cargos importantes. Mucha gente de los distritos vecinos, gente de Sugar Hill, acudía al Minton’s, y el vecindario era en aquel tiempo de primera categoría, antes de que las drogas hicieran su aparición en serio y lo destruyesen durante los años sesenta.

Los tipos que frecuentaban el Minton’s vestían traje y corbata, porque copiaban la manera de vestir de Duke Ellington o Jimmie Lunceford. Macho, eran más limpios que un hijoputa. Sin embargo, entrar en el Minton’s no costaba un céntimo. Te costaba alrededor de dos dólares si te sentabas a una de las mesas, que tenían manteles de lino blanco y flores en jarritos de cristal. Era un lugar distinguido (mucho más distinguido que los clubes de la calle Cincuenta y dos), donde cabían entre cien y cientocincuenta personas. Sobre todo, era un club para ir a cenar, y la comida la preparaba una gran cocinera negra llamada Adelle.

El hotel Cecil era también un sitio fino, donde se alojaban la mayoría de los músicos negros que llegaban de fuera de la ciudad. Los precios eran razonables y las habitaciones, grandes y limpias. Además, tenía unas cuantas putas de alta categoría merodeando por los salones, así que si un tipo necesitaba echar un polvo podía sin complicaciones pagar por una mujer bonita y conseguir una habitación.

El Minton’s era por aquellos días el trampolín para los aspirantes a músico de jazz, no la Calle, como quieren hacernos creer hoy. Era en el Minton’s donde un músico echaba de verdad los primeros dientes, y luego pasaba a la Calle, en el centro de la ciudad. La calle Cincuenta y dos era fácil comparada con lo que a uno le esperaba en el Minton’s, más arriba. Tú ibas a la calle Cincuenta y dos para ganar dinero y a que te vieran los críticos musicales blancos y el público blanco. Pero subías hasta el Minton’s si querías labrarte una reputación entre los músicos. El Minton’s catapultó a muchos hijoputas, los puso de moda, y enseguida, simplemente, desaparecieron y nunca se volvió a hablar de ellos. Pero también enseñó y formó a un lote completo de músicos e hizo de ellos lo que fueron después.

En el Minton’s volví a encontrar a Fats Navarro y allí montamos frecuentemente jams. También estaba Milt Jackson. Y Eddie Lockjaw Davis, el saxo tenor, lideraba la banda del local. Era un hijoputa. Mira, los grandes músicos como Lockjaw y Bird y Dizzy y Monk, que eran los reyes del Minton’s, jamás tocaban la mierda corriente, jamás lo ordinario, lo conocido. Obraban así para eliminar directamente a un rebaño de tipos que no podían tocar a su nivel.

Si tú subías al escenario en el Minton’s y tocabas mal, no sólo ibas a encontrarte incómodo porque la gente te ignoraba o te abucheaba, sino que podías recibir una patada en el culo. Una noche, un tipo incapaz de tocar nada que valiese la pena subió e intentó hacer su número (pura basura) para darse tono y ver si, tocando cualquier cosa, se ligaba a algunas tías. Un cliente habitual, a quien simplemente le gustaba escuchar música, se encontraba entre la audiencia cuando aquel estúpido gilipollas subió al escenario a tocar. Bueno, el tipo se levantó tranquilamente de su mesa, fue al escenario, agarró al tipo y lo sacó a rastras hasta la glorieta que había entre el Minton’s y el Cecil Hotel, y allí le dio una patada en el culo. Literalmente, de veras. Luego dijo al gilipollas que nunca volviera a menear aquel culo sobre el escenario del Minton’s salvo que pudiese tocar algo que mereciese la pena oír. Eso era el Minton’s. Tenías que destacar o callarte, no había término medio.

El Minton’s Playhouse era propiedad de un negro llamado Teddy Hill. En su club nació el bebop. Después de ser pulido en el Minton’s, sólo después, bajó a la calle Cincuenta y dos, al centro: al Three Deuces, al Onyx, al Kelly’s Stable, donde el público blanco lo oyó. Pero lo que hay que entender de todo esto es que, por muy bien que sonara la música en la calle Cincuenta y dos, no era tan hot o tan innovadora como en el Minton’s. Normalmente había que suavizar o rebajar las innovaciones para los blancos del centro de la ciudad, pues no habrían podido asimilar la música auténtica. Es decir, no me interpretes mal, había algunos músicos blancos que valían lo suficiente para subir al Minton’s. Pero eran muy raros.

Detesto la manera en que los blancos tratan siempre de atribuirse el mérito de las cosas después de que ellos las han descubierto. Como si no hubieran existido antes de que ellos las conocieran, lo cual casi siempre ocurre tarde y sin que los blancos hayan tenido nada que ver con su origen. Luego pretenden acaparar todo el mérito, pretenden dejar a los negros fuera. Esto es lo que intentaron hacer con Teddy Hill y su Minton’s Playhouse. Cuando el bebop alcanzó la cresta de la ola, los críticos blancos procuraron actuar como si lo hubieran descubierto (y nos hubieran descubierto a nosotros) en la calle Cincuenta y dos. A mí, semejante deshonestidad me echa a perder el estómago. Porque entonces, si tú dices en voz alta que no estás conforme con la historia o te sitúas aparte de la gilipollez racista, te conviertes en un radical, un negro alborotador, y a continuación te dejan al margen de todo. Pero los músicos y las personas que realmente amaban y respetaban el bebop y la verdad sabían que el auténtico fenómeno se había producido allá arriba, en Harlem, en el Minton’s.

Cada noche, cuando terminaba mis clases, o bien bajaba a la Calle, o bien subía al Minton’s. Durante un par de semanas no encontré a Bird ni a Dizzy por ninguna parte. Tío, los busqué por los clubes de la calle Cincuenta y dos, como el Spotlite, el Three Deuces, el Kelly’s Stable y el Onyx. Recuerdo cuando por primera vez entré en el Three Deuces y vi lo pequeño que era el local: suponía que debía de ser mucho más grande. Tenía una reputación tan alta en el mundo del jazz que estaba seguro de que dentro encontraría un alarde de lujo y decoración de vanguardia. Nada. El escenario era un espacio ridículo donde apenas cabía un piano, y no parecía suficiente para acoger a un modesto grupo de músicos. Las mesas del público estaban situadas todas juntas, y recuerdo haber pensado que aquello era sólo un agujero en la pared y que East St. Louis y St. Louis tenían clubes de aspecto bastante más sofisticado. Quedé defraudado en cuanto a la apariencia del local, pero no ante la música que escuché. La primera persona a quien oí allí fue Don Byas, un diablo tocando el saxo tenor. Recuerdo la reverencia con que le escuché soltar toda aquella mierda genial en aquel diminuto escenario.

Finalmente conseguí tomar contacto con Dizzy. Me dieron su número de teléfono y lo llamé. Se acordaba de mí y me invitó a visitarlo en su apartamento de la Séptima Avenida, en Harlem. Verlo fue estupendo. Pero Dizzy tampoco había visto a Bird ni sabía cómo ni dónde localizarlo.

Seguí, pues, buscando a Bird. Una noche que me encontraba distraídamente plantado a la puerta del Three Deuces, el dueño salió y me preguntó qué hacía allí. Supongo que le parecí joven e inocente: en aquella época no podía ni dejarme bigote. Pues bien, le dije que buscaba a Bird y él me replicó que no estaba allí y que había que ser mayor de dieciocho años para entrar en el club. Yo le dije que tenía dieciocho años y que lo único que quería era encontrar a Bird. Luego el tipo empezó a contarme lo jodido hijoputa que era Bird, que era un drogadicto y gilipolleces así. Me preguntó de dónde venía, y cuando se lo dije me salió con que sería mejor que me volviera a casa. Además, me llamó «hijo», algo que nunca me ha gustado, especialmente, como entonces, dicho por un hijoputa blanco a quien no conocía de nada. De modo que le mandé a hacer puñetas, di media vuelta y me marché. Yo ya sabía que Bird era adicto a la heroína, el tipo no me decía nada nuevo.

Tras dejar el Three Deuces seguí calle arriba hasta el Onyx Club y pesqué a Coleman Hawkins. Tío, el Onyx estaba repleto de gente que había acudido para ver a Hawk, quien habitualmente tocaba allí. Como no conocía a nadie, me puse a deambular cerca de la puerta, igual que había hecho en el Three Deuces, atento a si veía alguna cara familiar, ¿entiendes?, quizás alguien de la banda de B. Pero no vi ninguna.

Cuando Bean, que era como llamábamos a Coleman Hawkins, se tomó un descanso, vino hacia donde estaba yo, y todavía hoy me pregunto por qué lo haría. Supongo que fue un golpe de suerte. Sea como fuere, yo sabía quién era, así que le hablé y me presenté y le dije que allá en St. Louis había tocado en la banda de B y que estaba en Nueva York estudiando en la Juilliard, pero que en realidad trataba de encontrar a Bird. Le dije que quería tocar con Bird y que él me había dicho que cuando llegara a Nueva York lo buscase. Bean pareció reírse y me dijo que yo era demasiado joven para mezclarme con personajes como Bird. Tío, aquellas gilipolleces empezaban a sacarme de quicio. Era la segunda vez aquella noche que tenía que oírlas. No quería oírlas más, ni siquiera viniendo de alguien como Coleman Hawkins, a quien estimaba y respetaba tanto. Tengo un carácter pésimo, de modo que lo primero que recuerdo haberle dicho a Coleman Hawkins fue algo así como: «Bien, ¿sabe usted o no sabe dónde está Bird?».

Macho, pienso que Hawk se quedó pasmado de que un mocoso negro como yo le hablase de aquella manera. Se limitó a mirarme y sacudir la cabeza; luego me dijo que el mejor sitio para encontrar a Bird era Harlem, en el Minton’s o en el Small’s Paradise. Añadió: «A Bird le gusta intervenir en jams en esos sitios». Y cuando ya se alejaba: «El mejor consejo que puedo darte es que te dediques a terminar tus estudios en Juilliard y te olvides de Bird».

Aquellas primeras semanas en Nueva York, tío, fueron la puñeta, entre buscar a Bird y procurar no retrasarme en los estudios. Luego, alguien me dijo que Bird tenía amigos en Greenwich Village. Bajé hasta allí a ver si conseguía encontrarlo. Recorrí los cafés de Bleecker Street. Encontré artistas, escritores y todos aquellos melenudos y barbudos poetas beatniks. Jamás en mi vida había visto tipos como aquéllos. Recorrer el Village fue muy educativo para mí.

Mientras peregrinaba por Harlem, el Village y la calle Cincuenta y dos comencé a frecuentar a personas como Jimmy Cobb y Dexter Gordon. Dexter me llamaba Bizcocho porque me pasaba la vida bebiendo leche malteada y comiendo bizcochos, tortas y jelly beans. Incluso trabé amistad con Coleman Hawkins. Me tomó afecto, estaba atento a mis andadas y me ayudó cuanto pudo a encontrar a Bird. Por entonces, Bean se había convencido de que yo era completamente formal en lo concerniente a la música, y eso lo respetaba. Pero, de Bird, todavía ni rastro. Ni siquiera Diz sabía dónde estaba.

Un día leí en el periódico que se esperaba la participación de Bird en una jam session en un club llamado Heatwave, en la calle Ciento cuarenta y cinco, en Harlem. Recuerdo haberle preguntado a Bean si creía que Bird se presentaría y que Bean me dedicó una de aquellas sonrisas suyas, ambiguas y socarronas, y dijo: «Apuesto a que ni el propio Bird sabe siquiera si estará allí o no».

Aquella noche subí al Heatwave, un pequeño club maloliente en medio de un vecindario maloliente. Llevé conmigo la trompeta para el caso de que realmente tropezase con Bird: si él me recordaba, quizá me dejaría intervenir con él en la jam. Bird no estaba, pero encontré a otros músicos: Allen Eager, un saxo tenor blanco; Joy Guy, un gran trompeta; y Tommy Potter, un bajo. Como no los buscaba a ellos, apenas les presté atención. Simplemente, me procuré un asiento y mantuve la mirada fija en la puerta, vigilando la llegada de Bird. Bueno, tío, me tiré la noche casi entera esperando a Bird, y él no compareció. En un determinado momento decidí salir a respirar un poco de aire fresco. Estaba fuera del club, en la esquina, cuando oí una voz a mi espalda que decía: «¡Hey, Miles! ¡Me han contado que andas buscándome!».

Giré en redondo y allí estaba Bird, con peor aspecto que un hijoputa. Vestía un traje arrugado y lleno de bultos, con el cual parecía haber dormido muchas noches. Tenía la cara hinchada y los ojos, hundidos y enrojecidos. Pero estaba sereno, con aquella sofisticación de que sabía envolverse incluso cuando estaba bebido o flipado. Además tenía aquel aplomo que tienen todas las personas cuando saben que su arte o su oficio son buenos. Pero cualquiera que fuese su apariencia, mala o al borde de la muerte, a mí me pareció más que buena aquella noche, después de haber perdido tanto tiempo tratando de encontrarlo; no sentí sino la alegría de verlo allí. Y cuando recordó dónde me había conocido, fui el hijoputa más feliz del mundo.

Le conté lo duro que había sido encontrarlo y él se limitó a sonreír y a decir que andaba mucho de un lado a otro. Entró conmigo en el Heatwave, donde todos lo saludaron como si fuera el rey, cosa que era. Y como yo estaba con él y me pasaba un brazo por encima del hombro, me trataron también con el mayor respeto. Aquella primera noche no toqué. Sólo escuché. Y me dejó maravillado, tío, la forma en que Bird cambiaba en el momento en que se llevaba el instrumento a la boca. Mierda, pasaba de estar como hundido y ausente a que todo el poder y la belleza que llevaba dentro irradiasen de él. Fue asombrosa la transformación que tuvo lugar en cuanto empezó a tocar. Tenía entonces veinticuatro años, pero cuando no tocaba parecía mucho más viejo, especialmente fuera de escena. Y toda su apariencia cambiaba tan pronto se llevaba su instrumento a los labios. Podía tocar como un hijoputa incluso cuando casi se caía de borracho o cabeceaba amodorrado por la heroína. Bird era un ser aparte.

En fin, a partir de aquella noche en que lo encontré, estuve constantemente cerca de Bird durante varios años. Él y Dizzy se convirtieron en mis maestros e influyeron en mí más que nadie. Bird incluso vivió conmigo por algún tiempo, hasta que vino Irene. Ella llegó a Nueva York en diciembre de 1944. De pronto, allí estaba, llamando a mi jodida puerta: mi madre le había dicho que viniera. En consecuencia, le busqué a Bird otra habitación en la misma casa de huéspedes, en la calle Ciento cuarenta y siete con Broadway.

Pero me resultaba imposible, entonces, acomodarme al estilo de vida de Bird: tanto beber, tanto comer, tanta droga. Tenía que ir a la escuela durante el día, mientras que él se quedaba acostado, hecho una mierda. Sin embargo, me enseñaba muchas cosas sobre música (acordes y todo eso) que luego, en la escuela, yo practicaba al piano.

Todas las noches iba a un sitio u otro con Diz o Bird, participaba en lo que fuera, me impregnaba de todo lo que podía. Y, como he dicho, había conocido a Freddie Webster, que era un gran trompeta y tenía aproximadamente la misma edad que yo. Juntos bajábamos a la calle Cincuenta y dos y escuchábamos alucinados cómo el rapidísimo Dizzy podía tocar los diferentes tempos con su trompeta. Tío, yo nunca había oído cosas como las que se tocaban en la calle Cincuenta y dos y allá arriba, en el Minton’s. Aquello era tan bueno que le asustaba a uno. Dizzy empezó entonces a enseñarme sus cosas en el piano para que ampliase mi sentido de la armonía.

Por su parte, Bird me presentó a Thelonious Monk. Su uso del espacio en los solos y su manipulación de la progresión de acordes, que sonaban tan raros, me dejaban simplemente fuera de combate, jodido de pies a cabeza. La primera vez que le oí, dije: «Maldición, ¿qué está haciendo ese hijoputa?». El provecho que Monk sacaba del espacio tuvo una gran influencia en mi manera de tocar solos después de haberle oído.

Mientras tanto, empecé a cabrearme en serio por el enfoque que se daba a la música en la Juilliard. Ya no significaba nada para mí. Como he dicho, asistir a la Juilliard había sido una cortina de humo para estar cerca de Dizzy y de Bird, aunque era cierto que quería ver lo que aprendía allí. Tocaba en la orquesta sinfónica de la escuela. Nos correspondían aproximadamente dos notas cada noventa compases, y eso era todo. Yo quería y necesitaba más. Para colmo, sabía que ninguna orquesta sinfónica de blancos contrataría a un insignificante hijoputa negro como yo, por muy bueno que fuera y por mucha música que supiese.

Aprendía más vagando por ahí, de modo que no es raro que al cabo de algún tiempo la escuela me aburriese. Y encima, la orientación era allí jodidamente blanca, jodidamente racista. Mierda, podía aprender más en una sesión en el Minton’s que en dos años en la Juilliard. En la Juilliard, cuando terminase, lo único que conocería sería un manojo de estilos blancos, nada nuevo. Sus prejuicios y sus mierdas ya me tenían harto, conseguían que me sintiera incómodo.

Recuerdo un día en que estaba en una clase de historia de la música y la profesora era blanca. Explicaba que el motivo de que los negros tocaran blues era que eran pobres y tenían que cosechar algodón. Por lo tanto, estaban tristes y de allí procedían los blues, de su tristeza. Yo alcé la mano como un rayo, me levanté y dije: «Yo soy de East St. Louis y mi padre es rico, es dentista, y yo toco blues. Mi padre jamás ha cosechado algodón, y yo no me he despertado triste esta mañana y he empezado a tocar blues. Detrás de los blues hay mucho más». Bueno, la puta se puso verde y no dijo una palabra más sobre el tema. Macho, pretendía enseñarnos aquellas gilipolleces sacándolas de un libro escrito por alguien que no tenía puñetera idea de lo que hablaba. Ésas eran las imbecilidades que a cada momento se daban en la Juilliard, así que no es raro que me cansara enseguida.

Lo que yo pensaba sobre la música era que personas como Fletcher Henderson y Duke Ellington eran en Estados Unidos los verdaderos genios de los arreglos musicales. Aquella mujer ni siquiera sabía quiénes eran tales personas, y yo no tenía tiempo de enseñárselo. ¡Se suponía que ella me enseñaba a mí! Por lo tanto, en lugar de escuchar lo que aquella tía y el resto de los profesores decían, miraba el reloj y pensaba en lo que haría aquella noche, preguntándome cuándo bajarían Bird y Diz al centro de la ciudad; pensaba en marcharme a casa y cambiarme de ropa para ir al Bickford’s, en la calle Ciento cuarenta y cinco con Broadway, y gastarme 50 centavos en sopa para tener fuerzas con que tocar cuando la noche estuviera más avanzada.

Los lunes por la noche, en el Minton’s, Bird y Dizzy intervenían en la jam, de modo que te encontrabas allí con un millar de hijoputas que trataban de entrar para escucharlos y, si podían, participar en la sesión con ellos. Sin embargo, la mayoría de los músicos bien enterados ni siquiera pensábamos en tocar cuando Bird y Dizzy intervenían en la jam: nos sentábamos entre el público, simplemente, a escuchar y aprender. La sección rítmica podía estar compuesta por Kenny Clarke a la batería, y, en ocasiones, Max Roach, a quien conocí allí. Curly Russell tocaba el bajo, y al piano, a veces, estaba Monk. Macho, la gente peleaba por conseguir asiento. Si te levantabas, perdías el tuyo inmediatamente y tenías que volver a discutir y pelear. Algo serio. El ambiente estaba cargado de electricidad.

La forma en que se producían las cosas en el Minton’s consistía en que tú llevabas tu trompeta y confiabas en que Bird y Dizzy te invitarían a tocar con ellos en el escenario. Y si eso ocurría, ay de ti si desperdiciabas la ocasión. Yo no la desperdicié. La primera vez que actué allí no fui muy brillante, pero toqué hasta perder el culo en el estilo que me era propio, diferente del de Dizzy, aunque en aquella época estaba muy influido por él. El público tenía poca iniciativa: vigilaba a Bird o a Dizzy en espera de alguna pista, y si uno de ellos o ambos sonreían cuando habías terminado de tocar, significaba que habías tocado bien. Los dos sonrieron cuando yo terminé de tocar aquella primera vez, y a partir de entonces estuve «dentro» de lo que ocurría en la escena musical de Nueva York. Después de aquello fui una especie de estrella ascendente, llena de promesas. Pude sentarme entre los grandes siempre que quise.

Eso era lo que pensaba durante las clases en la Juilliard, en lugar de prestar atención a lo que allí me enseñaban. Y por eso terminé marchándome de la Juilliard. Ni me enseñaban nada ni tenían nada que enseñarme, porque estaban cargados de prejuicios contra toda clase de música negra. Y era esa música la que yo quería aprender.

Además, no pasó mucho tiempo antes de que interviniese en las jams del Minton’s cuando se me antojara y de que el público fuera a oírme tocar a mí. Me estaba labrando una reputación. Una de las cosas que me sorprendieron de Nueva York fue que, al llegar, creía que los músicos sabrían sobre música mucho más de lo que sabían en realidad. Me chocó descubrir que, entre los mayores, sólo Dizzy, Roy Eldridge y el melenudo Joe Guy eran artistas a quienes podía escuchar y de quienes podía aprender algo. Esperaba que todos serían grandes hijoputas y me sorprendió comprobar que yo sabía bastante más de música que la mayoría de ellos.

Otra cosa que me pareció rara tras haber vivido en Nueva York algún tiempo fue que gran número de músicos negros no sabían absolutamente nada de la parte teórica de la música. Bud Powell era uno de los pocos, entre los que yo conocía, capaces de tocar, escribir y leer todo tipo de música. Muchos de los veteranos opinaban que si ibas a la escuela acabarías tocando como si fueras blanco. O bien que, si aprendías algo de teoría, perderías el sentimiento al tocar. Me resistía a creer que ninguno de los grandes, como Bird, Prez, Bean, ninguno de los cats, se acercara a los museos y las bibliotecas para consultar las partituras musicales con objeto de averiguar lo que estaba ocurriendo en el mundo. Yo sí iba a la biblioteca y estudiaba las partituras de los grandes compositores, Stravinski, Alban Berg, Prokofiev. Quería ver en qué direcciones se movía la música de cualquier clase. El conocimiento, el saber, es libertad, mientras que la ignorancia es esclavitud, y yo, simplemente, no podía creer que alguien estuviera tan cerca de la libertad y no se aprovechase de su buena suerte. Es como la mentalidad de gueto, que dice a la gente que se supone que no debe hacer ciertas cosas, que tales cosas están reservadas exclusivamente a los blancos. Cuando hablaba de estas cuestiones a otros músicos, adoptaban un aire condescendiente y escéptico. ¿Entiendes a qué me refiero? En consecuencia, seguí mi propio camino y me abstuve de comentarlo con ellos.

Tenía un buen amigo llamado Eugene Hays, que era de St. Louis y estudiaba piano clásico en la Juilliard conmigo. Era un genio. De haber nacido blanco, hoy sería uno de los pianistas clásicos más prestigiosos del mundo. Pero era negro y se había anticipado a su época, así que nadie reconoció sus méritos. Él y yo nos aprovechábamos de la riqueza de las bibliotecas de música. De hecho, nos habríamos aprovechado de todo cuanto estuviera a nuestro alcance.

En fin, por entonces yo andaba con músicos como Fats Navarro (a quien todos llamaban la Gorda) y Freddie Webster, y había intimado bastante, en cierto modo, con Max Roach y J. J. Johnson, el gran trombonista de Indianápolis. Todos aspirábamos a conseguir nuestra licenciatura y nuestro doctorado en la universidad del bebop que era el Minton’s, bajo la tutela de los profesores Bird y Diz. Macho, qué mierda increíble tocaban.

En cierta ocasión, terminada la jam session, cuando ya me había retirado a mi casa a dormir, fíjate que oí llamar a mi puerta. Me levanté y fui a abrir con los ojos cargados de sueño, más furioso que un hijoputa. Abrí la puerta, y allí estaban plantados J. J. Johnson y Benny Carter, cada uno con lápiz y papel en las manos. Les pregunté: «¿Qué queréis a esta hora de la mañana, hijoputas?».

J. J. dijo: «“Confirmation”. Miles, cántame “Confirmation”. Tararéala».

El hijoputa ni siquiera había dicho «Hola», ¿te das cuenta? Aquella frase fue lo primero que salió de su boca. Bird acababa de escribir «Confirmation» y todos los músicos estaban enamorados de aquella pieza. En consecuencia, aquel hijoputa se presentaba en mi casa a las seis de la mañana para que se la tararease. Poco antes, J. J. y yo habíamos estado improvisando sobre «Confirmation» en la jam session. Ahora pretendía oírmela tararear.

Pues bien, se la tarareé medio dormido, en clave de fa. Así es como estaba escrita. Luego, J. J. me dijo: «Pero, Miles, te has saltado una nota. ¿Dónde está la otra nota de la melodía?». Entonces la recordé y se lo dije.

J. J. murmuró: «Gracias, Miles», anotó algo en el papel y se marchó. J. J. era un hijoputa pintoresco. Aquellas cabronadas me las dedicó con frecuencia. Suponía que yo sabía técnicamente lo que Bird estaba haciendo, puesto que estudiaba en la Juilliard. Nunca olvidé aquella primera vez, y todavía hoy nos reímos juntos recordándola. Pero esto demuestra hasta qué punto estábamos todos pendientes de la música de Bird y de Dizzy. La vivíamos y la soñábamos cada día.

La Gorda y yo solíamos actuar mucho juntos en el Minton’s. Él fue enorme y gordo hasta que perdió todo su peso justo antes de morir. Si no le gustaba lo que algún gilipollas tocaba en el Minton’s, la Gorda se limitaba a interponerse para que el tipo no alcanzara el micrófono. No dudaba en moverse de costado, cerrarle descaradamente el paso a quienquiera que fuese y hacerme a mí seña de que tocase. Se explica que los cats se enfureciesen con la Gorda, pero a él le tenía sin cuidado. Quien recibía aquel trato de su parte sabía con certeza que no podría tocar, y a los otros se les pasaba el enfado al cabo de un tiempo.

Pero mi gran hombre de verdad durante aquellos primeros días en Nueva York fue Freddie Webster. Me gustaba realmente lo que hacía entonces con la trompeta. Tenía un estilo parecido al de los músicos de St. Louis, un sonido cantante, soberbio, y no tocaba demasiadas notas ni le daba por los tempos demasiado rápidos. Le gustaban mucho las piezas de tempo moderado y las baladas, como a mí. Yo amaba su forma de tocar, su manera de no desperdiciar notas, su gran sonido cálido y tierno. Traté muchas veces de tocar como él, pero sin el vibrato y los trinos. Tenía unos nueve años más que yo, pero solía explicarle todo lo que me enseñaban en la Juilliard sobre técnica y composición, cosas teóricas para las que la Juilliard sí era buena. Freddie era de Cleveland y se había formado tocando con Tadd Dameron. Estábamos unidos como hermanos y nos parecíamos mucho. Nuestras tallas eran las mismas: acostumbrábamos intercambiar la ropa.

Freddie tenía un batallón de putas. Las mujeres eran lo suyo, aparte la música y la heroína. Macho, la gente me venía a cada momento con chismes sobre Freddie, que si era un tipo violento, que si llevaba encima un revólver del 45, mierdas así. Pero cuantos lo conocíamos bien sabíamos que no era cierto. Entiéndeme, no se dejaba pisar por nadie, pero no andaba por ahí jodiendo a los demás. Incluso vino a vivir conmigo una temporada, cuando Bird se mudó. Freddie decía lo que pensaba y no se metía con la otra gente. Era un tipo complejo, cierto, pero nos llevábamos realmente bien. Estábamos tan unidos que en muchas ocasiones le pagué el alquiler. Todo lo que yo tenía era suyo. Mi padre me enviaba unos cuarenta dólares semanales, una bonita suma de dinero para la época. Lo que no dedicaba a mis gastos familiares lo compartía con Freddie.

El año 1945 dio un giro a mi vida, tantas fueron las cosas que empezaron a ocurrirme o a ocurrir para mí. Ante todo, de andar con tantos músicos y frecuentar tantos clubes, aquel año empecé a beber un poco y a fumar. Y toqué con mucha más gente. Con Freddie, la Gorda, J. J. y Max Roach interveníamos siempre que podíamos en jam sessions por toda Nueva York, incluido Brooklyn. Tocábamos en el centro, la calle Cincuenta y dos, hasta las doce o la una de la madrugada. A continuación, cuando terminábamos de tocar allí, subíamos hacia el Minton’s, el Small’s Paradise o el Heatwave y volvíamos a tocar hasta que cerraban, que podían ser las cuatro, las cinco o las seis. Después de haber pasado la noche entera en las jam sessions, Freddie y yo continuábamos todavía charlando de música, de teorías musicales, de planteamientos en torno a la trompeta. En la Juilliard yo pasaba como un sonámbulo por aquellas clases donde lo único que hacías era desgastarte la culera de los pantalones y aburrirte hasta casi llorar, especialmente en las clases de coro. Me sentaba allí bostezando y dando cabezadas. Después de las clases, Freddie y yo seguíamos hablando de música. Yo apenas dormía. Y con Irene en casa, bueno, tenía que cumplir con mis deberes de esposo, aunque fuera de vez en cuando, ya sabes, estar con ella y esas chorradas. Cheryl se ponía inmediatamente a llorar. Qué putada, tío.

Durante aquel año, 1945, Freddie Webster y yo salíamos casi cada noche para pescar a Diz y a Bird dondequiera que actuasen. Teníamos la sensación de que si nos perdíamos el oírles tocar, nos perdíamos algo muy importante. Macho, la mierda que tocaban y hacían evolucionaba tan deprisa que simplemente tenías que estar allí en persona para enterarte. Estudiábamos lo que hacían desde un punto de vista absolutamente técnico. Éramos como científicos del sonido. Si una puerta chirriaba, podíamos identificar el tono exacto.

Había un profesor blanco llamado William Vachiano, con quien yo estudiaba, que me ayudó. Pero adoraba las gansadas como «Tea for Two» y me pedía que tocase para él aquel tipo de cosas. Tuvimos discusiones que se hicieron legendarias entre los músicos de Nueva York, porque se suponía que él era el gran tutor de los estudiantes avanzados, como yo. Pero con mucha frecuencia nos incordiábamos uno a otro. Yo decía: «Hey, macho, se supone que tienes que enseñarme algo, así que hazlo y corta el rollo». Bien, cada vez que le decía esas cosas, Vachiano se enfadaba como un hijoputa y la cara se le ponía roja. Pero yo afirmaba mi posición.

Lo que realmente removía la mierda dentro de mí era tocar con Bird. Podía estar con Diz y charlar, comer y pasear, porque Diz es un tío estupendo. En cambio, Bird era un hijoputa muy reservado. Nunca teníamos mucho que decirnos uno a otro. Nos gustaba tocar juntos, y ahí terminaba la cosa. Bird jamás te decía lo que debías tocar. Lo aprendías de él con sólo mirarlo, cazando al vuelo lo que hacía. Cuando estabas a solas con él, nunca hablaba de música, a pesar de lo cual, mientras vivimos juntos hablamos unas cuantas veces y aprendí algunas cosas. La mayor parte, sin embargo, las saqué de oírle tocar.

A Dizzy sí le gustaba, y no poco, hablar de música, de modo que en ese caso aprendí mucho charlando con él. Bird fue seguramente el espíritu del movimiento bebop, pero Dizzy era «su cabeza y sus manos», era quien lo tenía todo amarrado. Me refiero a que buscaba a los intérpretes jóvenes, nos conseguía puestos de trabajo y ese tipo de cosas, nos hablaba, y no importaba que fuera nueve o diez años mayor que yo. Nunca me habló en tono protector. La gente solía menospreciar a Dizzy porque se comportaba como un chalado, porque iba de disparate en disparate. Pero no era un chalado, sólo era más excéntrico que un hijoputa, y un auténtico entendido en la historia del pueblo negro. Tocaba música africana y cubana mucho antes de que ambas se popularizasen por todas partes. El apartamento de Dizzy, en el 2.040 de la Séptima Avenida, en Harlem, era el punto de reunión de muchos músicos durante el día. Casi siempre había tantos que su esposa, Lorraine, tenía que dedicarse a echar hijoputas fuera. Yo estuve allí muchas veces, lo mismo que Kenny Dorham, Max Roach y Monk.

Fue Dizzy quien me hizo aprender de verdad cómo tocar el piano. A mí me fascinaba escuchar a Monk cuando practicaba su magia personal con el espacio y los acordes progresivos. Y si era Dizzy quien practicaba, macho, me impregnaba de aquella delicia. No obstante, yo también enseñé a Diz algo que había aprendido en la Juilliard: las escalas menores egipcias. Con la escala egipcia cambias simplemente los bemoles y los sostenidos allí donde quieres la nota bemol y donde la quieres sostenido, de modo que tienes dos bemoles y un sostenido, ¿entiendes? Esto significa que tocarás Mi bemol y La bemol, y entonces Fa será sostenido. Colocas la nota que quieres, como en la escala egipcia menor de la escala de Do. La cosa suena rara porque tienes dos bemoles y un sostenido, pero te da la libertad de trabajar con ideas melódicas sin cambiar la tonalidad básica. Bien, yo introduje a Diz en esta historia, o sea que nos ayudamos mutuamente, pero yo aprendí muchísimo más de él que él de mí.

Estar cerca de Bird podía ser muy divertido, porque era un auténtico genio de la música y, al propio tiempo, más excéntrico que un hijoputa, hablando con aquel acento británico que generalmente usaba; pero también era difícil tenerlo cerca porque constantemente intentaba sablearte, cuando no estafarte, para conseguir el dinero que necesitaba por culpa de su afición a las drogas. A mí me sacaba continuamente unos dólares, que enseguida se gastaba en heroína o whisky o lo que buscara en aquel momento. Como ya he dicho, Bird era un hijoputa reservado y muy codicioso, como lo son la mayoría de los genios. Lo quería todo. Y cuando estaba desesperado porque debía pincharse, macho, habría hecho cualquier cosa por conseguir la dosis. Me sableaba a mí, y tan pronto me dejaba se apresuraba a doblar la esquina y contarle a otro el mismo cuento dramático de que necesitaba algún dinero para rescatar su instrumento de la casa de empeño y sacarle unos dólares más. Nunca devolvió un centavo a nadie, así que en este aspecto, si le tenías cerca, Bird se convertía en un jodido estorbo.

Una vez le dejé en mi apartamento para ir a la escuela, y cuando volví a casa el hijoputa había empeñado mi maleta y estaba sentado en el suelo, cabeceando, después de haberse pinchado. En otra ocasión empeñó su traje para comprar un poco de heroína y se puso uno que era mío para ir al Three Deuces. Pero yo era más bajo que él, así que Bird subió al escenario con una chaqueta cuyas mangas terminaban diez centímetros más arriba de sus muñecas y unos pantalones que terminaban diez centímetros por encima de sus tobillos. Aquel traje era entonces el único que yo tenía, de manera que la broma me obligó a quedarme en mi apartamento hasta que él desempeñó el suyo y me lo devolvió. Macho, el tío fue capaz de pasearse con aquella facha un día entero con tal de agenciarse algo de heroína. Sin embargo, oí contar que por la noche había actuado como si vistiera un esmoquin a la medida. Por eso le querían todos y aguantaban sus cabronadas. Era el saxo alto más extraordinario que jamás ha existido. En resumen, así era él: un músico grandioso, un genio y al propio tiempo el más artero y ávido hijoputa que el mundo ha conocido, o por lo menos que he conocido yo. Un tipo importante, cómo no.

Recuerdo una noche en que bajábamos en un taxi a tocar en la Calle, y a Bird lo acompañaba una puta blanca. Él se había inyectado un montón de heroína y comía unos trozos de pollo, su manjar favorito, y bebía whisky y le estaba diciendo a la puta que le chupase el cipote. Bueno, yo entonces no me había acostumbrado aún a esa clase de historias, apenas bebía, creo que empezaba justamente a fumar, y decididamente no me había enganchado todavía a la droga: tenía sólo diecinueve años y no había visto nada como aquello. Sea como fuere, Bird observó que me ponía, digamos, tenso mientras la mujer le chupaba el miembro a tope y él le correspondía lamiéndole el coño, de modo que me preguntó si me pasaba algo, si lo que hacía me molestaba. Cuando le dije que me sentía incómodo con ellos haciendo lo que estaban haciendo ante mis narices, ella chupando y lamiendo de punta a cabo su polla, como una perra, y él haciendo aquellos ruidos como gemidos ahogados entre bocado y bocado a su trozo de pollo, le dije: «Sí, me molesta», ¿y sabes lo que me contestó el hijoputa? Me dijo que, si me molestaba, volviera la cabeza y no prestase atención. No podía creer semejante cabronada, pero eso fue realmente lo que dijo. El taxi era estrecho y los tres estábamos encajados en el asiento trasero, así que ¿hacia dónde se suponía que debía volver la cabeza? Lo que hice fue sacarla por la ventanilla, aunque continué oyendo cómo los puñeteros se chupaban mutuamente entre los bocados de Bird a su porción de pollo frito. Ya he dicho que era un tipo importante, cómo no, cómo no.

Comprenderás, pues, el que yo admirase a Bird por ser un gran músico mucho más de lo que le apreciaba como persona. Por su parte, él me trataba como si fuera su hijo, y tanto él como Dizzy fueron para mí imágenes paternas. Bird solía decirme constantemente que yo podía tocar con cualquiera. A veces, prácticamente me empujaba al escenario para que tocase con alguien que yo consideraba muy por encima de mi preparación, alguien como Coleman Hawkins o Benny Carter o Lockjaw Davis. Con la mayoría de los músicos yo tenía confianza en mi capacidad, pero a los diecinueve años me sentía demasiado joven para actuar con según quién. Reconozco que no eran muchos los que me hacían sentir así, pero los había. Bird procuraba reforzar mi confianza diciendo que él había pasado y superado los mismos apuros cuando era más joven, en Kansas City.

Mi primera sesión de grabación tuvo lugar en mayo de 1945, con Herbie Fields. Macho, la sesión me puso tan nervioso que a duras penas podía tocar. Ni siquiera tocando en conjunto, puesto que no tenía que interpretar solos. Recuerdo que estaban allí Leonard Gaskin, al bajo, y un cantante llamado Rubberleggs Williams. Pero procuré borrar aquel disco de mi memoria y he olvidado quién más intervino.

También entonces conseguí mi primer empleo importante en un club nocturno. Durante un mes toqué con el grupo de Lockjaw Davis en el Spotlite de la calle Cincuenta y dos. Había actuado muchas veces con él en el Minton’s, así que Lockjaw sabía cómo tocaba yo. Más o menos por aquella época, quizás un poco antes de lo que he dicho, no recuerdo exactamente, empecé a colaborar con la banda de Coleman Hawkins en el Downbeat Club, igualmente en la calle Cincuenta y dos. Billie Holiday era la cantante estrella del grupo. El motivo de que tocase tantas veces con ellos era que Joe Guy, el trompeta habitual de Bean, acababa de casarse con Billie Holiday. En ocasiones, los dos estaban tan repletos de heroína y tan a gusto jodiendo que Joe se olvidaba de acudir al trabajo. Lo mismo Billie, claro. En consecuencia, Hawk recurría a mí cuando no aparecía Joe. Cada noche, pues, me ponía en contacto con Hawk en el Downbeat para ver qué había pasado, y si Joe no estaba yo ocupaba su lugar.

Me gustaba tocar con Coleman Hawkins y, si tenía ocasión, acompañar a Billie. Los dos eran grandes músicos, realmente creativos, capaces de estupendas paridas. Pero nadie tocaba como Bean. Tenía un sonido intenso, profundo. Lester Young, o sea Prez, tenía un sonido ligero, y Ben Webster solía empalmar a toda velocidad toda clase de acordes, ya sabes, como un piano, porque también tocaba el piano. Y luego estaba Bird, quien tenía, asimismo, su propia cosa, su sonido personal. Bueno, Hawk empezó a aficionarse tanto a mí que a Joe no le quedó más remedio que cambiar de conducta y dejar de faltar al trabajo. A continuación vino mi contrato con Lockjaw.

Cuando el contrato con Lockjaw terminó, otros en la Calle recurrieron cada vez más a mí. Lo que ocurría era que los blancos, los críticos blancos, empezaban a comprender por aquellos días que el bebop era una cosa importante. Empezaban a hablar y a escribir más y más sobre Bird y Dizzy, aunque sólo cuando tocaban en la Calle. Es decir, escribían y hablaban del Minton’s, pero no sin antes haber hecho de la Calle el lugar al que las personas de raza blanca podían acudir y gastarse un montón de dinero para escuchar aquella música nueva. Hacia 1945, muchos músicos negros estaban actuando en la calle Cincuenta y dos, y lo hacían por dinero y de cara a los medios de comunicación. Fue alrededor de aquella época cuando los clubes de la Cincuenta y dos, como el Three Deuces, el Onyx, el Downbeat Club, el Kelly’s Stable y otros, empezaron a tener mayor importancia para los músicos que los clubes de la zona alta, los de Harlem.

Buen número de blancos, sin embargo, veían con malos ojos lo que estaba sucediendo en la calle Cincuenta y dos. No entendían lo que pasaba con la música. Creían que los negros de Harlem los invadían, así que en torno al bebop había muchas tensiones raciales. Los negros se exhibían con ricas y refinadas putas blancas. Las blancas asediaban en público a los negros, a unos negros pulcros como hijoputas que hablaban de los temas más sofisticados. Por lo tanto, ¿entiendes?, a muchos blancos, especialmente a los varones, aquellas nuevas paridas no terminaban de gustarles.

Hubo un par de críticos musicales blancos, me refiero a Leonard Feather y a Barry Ulanov, coeditores de la revista musical Metronome, que sí entendieron lo que el bebop ponía en marcha, que lo apreciaron y escribieron buenas cosas. Pero el resto de los jodidos críticos blancos detestaba lo que estábamos haciendo. No comprendían la música. No comprendían a los músicos, y encima los odiaban. A pesar de todo, el público se aglomeraba en los clubes para escuchar aquellas cosas, y el grupo de Dizzy y Bird, en el Three Deuces, era lo más hot de Nueva York.

El mismo Bird era casi un dios. La gente lo seguía a todas partes. Tenía una verdadera corte. Lo rodeaban toda clase de mujeres, traficantes de droga de primera fila, gente que le cubría de regalos y atenciones. Bird pensaba que, simplemente, así era como debían ser las cosas. Por lo tanto, lo aceptaba todo. Empezó a saltarse sesiones, actuaciones enteras. A Dizzy eso le resultaba intolerable, pues, aunque parecía también un poco loco, era un tipo organizado y que cuidaba mucho los negocios. Dizzy era incapaz de saltarse una actuación. Procuró hablar seriamente con Bird, exigirle que rectificase, y hasta lo amenazó con despedirse si no lo hacía. Bird no lo hizo, y en consecuencia, finalmente, Dizzy le dejó, y aquello fue la muerte del primer gran conjunto de bebop.

La salida de Dizzy del grupo conmovió a todos en el mundo musical e indignó a muchos músicos que querían oírles tocar juntos. Se dieron perfecta cuenta de que aquello se había acabado y no volveríamos a escuchar aquella mierda grandiosa que producían juntos, salvo en los discos o si algún día se reunían de nuevo. Eso era lo que un montón de gente esperaba que ocurriría, gente entre la que me incluía yo, a pesar de que ocupé la plaza de Dizzy.

Cuando Dizzy dejó la banda del Three Deuces supuse que Bird reorganizaría el grupo en la zona alta, pero no fue así, o por lo menos no de inmediato. Varios de los propietarios de los clubes de la Cincuenta y dos empezaron a preguntarle a Bird quién iba a ser su trompeta, dado que Dizzy se había marchado. Recuerdo que yo estaba con Bird en un club cuando el dueño le hizo aquella pregunta, y Bird se volvió hacia mí y dijo: «Aquí mismo está mi trompeta, Miles Davis». Yo solía embromar a Bird, diciéndole: «Si no me hubiera unido a tu banda, macho, te habrías quedado sin empleo». Él se limitaba a sonreír, porque Bird apreciaba una broma honesta y no le importaba que un amigo se anotase un tanto a su costa. En ocasiones, aquello no funcionaba, quiero decir el que yo tocase en la banda, pues los dueños querían a Bird y a Dizzy juntos. Pero el propietario del Three Deuces nos contrató en octubre de 1945. En el grupo estábamos Bird, Al Haig al piano, Curly Russell al bajo, Max Roach y Stan Levey a la batería, y yo. La sección rítmica era la misma que Bird y Dizzy tenían antes de que éste se marchase. Recuerdo que el contrato en el Three Deuces era de unas dos semanas. Baby Laurence, bailarín de claqué, actuaba en la pista. Se compenetraba de maravilla con la banda y era un auténtico hijoputa. Baby era el mejor bailarín de claqué que haya visto jamás, u oído, porque sus pies sonaban como una batería de jazz. Un fuera de serie.

Estuve tan nervioso en aquella primera serie de actuaciones con Bird que cada noche le preguntaba si podía dejarlo. Habíamos tocado juntos, pero aquél era mi primer contrato fijo para actuar con él. «¿Para qué me necesitas?», le decía, porque Bird parecía capaz de tocarlo todo solo. Cuando interpretaba una melodía, yo me subordinaba y le daba apoyo, le dejaba marcar la pauta, le dejaba cantar el tema y tomar el mando constantemente. ¿Qué impresión habría causado que yo pretendiese conducir al líder por antonomasia? Verme a mí como protagonista y a Bird como secundario, ¿estás de broma? Macho, tenía un miedo que me cagaba de echarlo todo a perder. Algunas veces fingía que quería despedirme, solamente para que no se anticipase y me despidiera él. Pero siempre me animaba a quedarme, decía que me necesitaba y que le gustaba mi forma de tocar. Así que me quedé y aprendí. Conocía ya todo lo que Dizzy tocaba, y supongo que ésa era la razón de que Bird me hubiese contratado, aunque también debió de ser porque quería un sonido de trompeta diferente. Muchas de las cosas que Dizzy tocaba, yo podía también tocarlas, pero otras no. Por lo tanto, no intercalaba sus licks, evitaba su estilo de improvisar; me di cuenta desde el primer momento de que debía expresarme con mi propia voz, fuera cual fuese, a través del instrumento.

Aquellas dos primeras semanas con Bird fueron acojonantes, pero me ayudaron a madurar mucho más deprisa. Tenía diecinueve años y tocaba con el mejor saxo alto que había existido en toda la historia de la música. Eso hacía que, en el fondo, me sintiera gloriosamente bien. He dicho que estaba asustado como un hijoputa, pero al mismo tiempo ganaba confianza, aunque lo cierto es que sobre la marcha no me daba cuenta.

Sin embargo, Bird no me enseñó mucho de música. Me gustaba tocar con él, pero no podías copiar lo que él hacía porque era demasiado original. Todo lo que entonces aprendía sobre jazz procedía de Dizzy y Monk, quizás un poco de Bean, pero no de Bird. Entiende, Bird era un solista. Tenía su propio mundo musical. Estaba, digamos, aislado. Y no había nada que pudieras aprender de él, a no ser que le copiases. Sólo los saxofonistas podían copiarle, pero ni siquiera ellos lo hacían. A lo único que llegaban era a imitar el enfoque de Bird, su concepto. Y claro, lo que él tocaba en su saxo no podías reproducirlo con el mismo sentimiento en tu trompeta. Podías aprenderte las notas, pero no sonaban igual. Incluso a los grandes saxofonistas les resultaba imposible copiarle. Sonny Stitt lo intentó; y Lou Donaldson, un poco después; y Jackie McLean, un poco después que ambos. Pero el estilo de Sonny era más el de Lester Young. Luego, Bud Freeman tocaba mucho como lo hacía Sonny Stitt. Supongo que Jackie y Lou fueron quienes más se acercaron a Bird, aunque sólo en el sonido, no en lo que tocaban. Nadie ha tocado como Bird, ni entonces ni ahora.

En cuanto a mi concepto de la música, en aquella época yo estaba influido principalmente, además de por Dizzy y Freddie Webster, por Clark Terry y su concepto de la trompeta, y por Thelonious Monk y su sentido de la armonía: su manera de tocar los acordes era excepcional. Deduzco, sin embargo, que quien más influyó en mí fue Dizzy. Un día, poco después de mi llegada a Nueva York, le pregunté a Dizzy algo sobre un acorde, y me dijo: «¿Por qué no te sientas al piano y lo tocas?». Eso fue lo que hice. ¿Comprendes? Le preguntaba por un acorde, pero mentalmente ya lo conocía, aunque no lo hubiera tocado. Porque, cuando me incorporé a la banda de Bird, ya sabía todo lo que Dizzy había tocado con él en su trompeta; lo había estudiado de arriba abajo, adelante y atrás. No podía tocarlo en tonos agudos, pero conocía lo que tocaba. No podía, simplemente, tocarlo como lo hacía Dizzy porque mis carrillos no estaban lo bastante desarrollados aún y porque no oía la música como situada en los registros altos. Siempre oía mejor la música, y con mayor claridad, si la interpretaba en los registros medios.

Un día le pregunté a Dizzy: «Tío, ¿por qué no puedo tocar como tú?». Me contestó: «Tocas como yo, pero una octava más abajo. Tú tocas los acordes». Dizzy es autodidacta, pero sobre música lo sabe todo. Por lo tanto, cuando me dijo que yo lo oía todo más grave, en los registros medios, sus palabras tuvieron para mí un sentido claro, porque ciertamente no oía nada en los agudos. ¿Entiendes? Hoy sí lo oigo, pero no entonces. Y otro día, poco después de aquella conversación, Dizzy se me acercó cuando acababa de tocar un solo, y dijo: «Miles, ahora estás más fuerte, tienes los carrillos mejor que las primeras veces que te oí». Lo cual significaba que tocaba más fuerte y en un registro más alto que antes.

Para que yo tocase una nota, tenía que sonarme bien. Siempre me ha ocurrido lo mismo. Y una nota debía estar en el mismo registro en que estaba el acorde cuando lo tocaba como fondo, o por lo menos eso intuía entonces. En bebop, todo el mundo solía tocar muy deprisa. Pero a mí nunca me gustó tocar una cascada de escalas porque sí; siempre preferí tocar las notas más importantes del acorde, para dividirlo. Generalmente escuchaba a todos aquellos músicos tocando todas aquellas escalas y todas aquellas notas, y nunca nada que recordaras después.

Mira, la música es una cuestión de estilo. Por ejemplo, si yo fuera a tocar con Frank Sinatra lo haría de la manera que él canta, o haría algo complementario a su manera de interpretar. Lo que no haría es tocar con Frank Sinatra a velocidad suicida. En aquel tiempo aprendí mucho sobre cómo frasear escuchando de qué modo fraseaban Frank, Nat King Cole, y te diré incluso que Orson Welles. Todas esas personas son hijoputas en su manera de dar forma con la voz a una línea musical, a una frase, a un verso. Eddie Randle solía decirme que tocara una frase y luego respirara, o que la tocase de la misma manera que respiraba. Entonces, la forma en que tocas acompañando a un cantante es como lo hacía Harry Sweets Edison con Frank. Cuando Frank dejaba de cantar, Harry tocaba. Un poco antes y un poco después, pero nunca cubriéndole; nunca se toca cubriendo a un cantante. Se toca en los intervalos. Y si tocas un blues, has de tocar solamente un sentimiento: has de sentirlo.

Todo aquello lo había aprendido ya en St. Louis, así que siempre quise tocar algo diferente de lo que tocaba la mayoría de los trompetistas. Si procuraba tocar alto y rápido, como Dizzy, era únicamente para probarme a mí mismo que podía hacerlo. No pocos cats me menospreciaban, en la época del bebop, porque sus oídos sólo eran capaces de captar lo que hacía Dizzy. Estaban convencidos de que tocar la trompeta era aquello y nada más. Y cuando alguien como yo aparecía e intentaba algo distinto, corría el riesgo de que le juzgaran mal.

Pero Bird quería algo distinto después de que Dizzy dejara la banda. Quería un enfoque diferente de la trompeta, otro concepto, otro sonido. Quería exactamente lo contrario de lo que Dizzy había hecho, buscaba a alguien que aportara un complemento a su sonido, que lo realzara. Por ello me eligió a mí. Él y Dizzy eran muy similares en su forma de tocar, rápidos como hijoputas, escalas arriba y abajo, a veces tan deprisa que apenas lograbas distinguir una de otra. Pero cuando Bird empezó a tocar conmigo, se encontró con un ancho espacio donde soltar sus ocurrencias sin preocuparse de que Dizzy se estuviera embarcando en la misma historia. Dizzy no le dejaba espacio. Juntos eran brillantes, quizá lo que hicieron juntos fue lo mejor del mundo. Pero yo di espacio a Bird, y después de Dizzy aquello era lo que él buscaba. Poco tiempo después nos presentamos en el Three Deuces. Algunas personas habrían preferido oír a Dizzy en mi lugar, cosa que comprendí perfectamente.

Más adelante, el grupo se desplazó calle abajo para tocar en el Spotlite Club. Bird sustituyó a Al Haig en el piano por sir Charles Thompson y contrató a Leonard Gaskin para que tocase el bajo en lugar de Curly Russell. No actuamos allí mucho tiempo, porque la policía clausuró el Spotlite y otros clubes de la Cincuenta y dos con la excusa de un asunto de drogas y de unas licencias falsas para la venta de alcohol. Pero la verdadera razón de que los cerraran por un par de semanas estaba, creo, en que no les gustaba que tantos negros bajaran al centro de la ciudad. Sobre todo, no les gustaba ver a tantos negros acompañados de ricas y exquisitas mujeres blancas.

Aquella parte de la calle Cincuenta y dos se componía, en primer lugar, de una hilera de antiguas residencias particulares de tres o cuatro pisos. Aquel jodido lugar nada tenía de elegante. Anteriormente, en aquel tramo comprendido entre la Quinta y la Sexta Avenida vivían ricas familias blancas. Alguien me contó que las cosas cambiaron hacia la época de la Ley Seca, cuando los ricos se trasladaron a otros lugares y los edificios fueron convertidos en pequeños negocios y en clubes, que ocupaban la planta baja. Los clubes se hicieron auténticamente populares en los años cuarenta, un momento en que los conjuntos musicales reducidos tomaban el relevo de las grandes bandas. Para éstas, aquellos clubes habrían sido demasiado pequeños. En sus escenarios cabía apenas un combo de cinco músicos, no digamos uno formado por diez o doce personas. Por esta causa, aquella clase de clubes creó una nueva clase de músicos, que se sentía cómoda en una formación pequeña. Éste era el género de atmósfera musical en que yo entré cuando empecé a tocar en la Calle.

Sin embargo, los pequeños clubes como el Three Deuces, el Famous Door, el Spotlite, el Yacht Club, el Kelly’s Stable y el Onyx atraían también a buscavidas, a chulos rodeados de abundantes putas, a aprovechados y a traficantes de drogas. Quiero decir que a este tipo de gente, lo mismo blanca que negra, la encontrabas a granel en la Calle. Los chorizos estaban por todas partes y hacían lo que les daba la gana. Era sabido que tenían comprada a la policía, y la cosa funcionaba siempre y cuando la mayoría de aquellos sujetos fueran blancos. Pero cuando la música acudió desde la zona alta, los buscavidas que merodeaban por aquel escenario bajaron con ella al centro; si no todos, un buen batallón. Y eso no les sentó demasiado bien a los policías blancos. Las drogas y la licencia de venta de alcohol fueron, por tanto, sólo una tapadera, visto que lo ocurrido afectó a gran número de músicos negros, porque la razón verdadera estaba en el racismo. Aunque en aquella época no se quisiera admitir.

Sea como fuere, al quedar clausurado el Spotlite Club, Bird se trasladó con su grupo al Minton’s, en Harlem. Allí empecé yo a tocar incomparablemente mejor. No sé por qué, quizá porque todos aquellos negros ante los cuales ya había actuado me respaldaban. No me atrevería a afirmarlo. Lo único que sé es que tenía más confianza en mí mismo y en mi música, y aunque a Bird el público le aplaudía puesto en pie constantemente y le dedicaba locas ovaciones y toda esa mierda, mis actuaciones parecía que también gustaban. Algunas de aquellas ovaciones fueron incluso para mí. Bird sonreía cuando yo tocaba, y sonreían los restantes músicos de la banda. Yo forcejeaba todavía con piezas como «Cherokee» o «A Night in Tunisia», con las que Diz había triunfado precisamente porque estaban hechas a la medida de su forma de tocar. Pero yo era lo bastante bueno para, la mayoría de las veces, despacharlas sin que casi nadie entre el público notase nada raro. En cambio, cuando entre aquel público se encontraban Freddie Webster o el propio Diz, ellos sí entendían que tenía problemas con aquellas melodías, aunque nunca se mostraran por ello duros conmigo. Eso sí, no me ocultaron que lo sabían.

Mucha gente, incluidas personas de raza blanca, siguió a la banda a la zona alta de la ciudad. Creo que ésta fue una de las razones de que la calle Cincuenta y dos no continuara cerrada, pues los propietarios blancos empezaron a quejarse de que estaban perdiendo dinero en favor de los empresarios negros de Harlem. Por la razón que fuera, la Calle volvió a abrirse poco tiempo después de que Bird se trasladara a la zona alta y se llevase detrás a todo el público blanco. Si algo tienen los blancos en común es que odian ver a los negros ganando el dinero que ellos consideran que les pertenece. Habían empezado a creerse dueños de los músicos negros, porque con ellos ganaban dinero. Así pues, debió de circular la consigna de que las nuevas normas perjudicaban al bolsillo de los propietarios blancos de clubes, hasta el extremo de que estaban a punto de perder sus negocios en beneficio de Harlem. Sin embargo, cuando los clubes reabrieron sus puertas, pareció como si el ambiente hubiera cambiado: en el período en que estuvimos ausentes, una cierta magia, una cierta energía, se habían desvanecido. Puedo equivocarme, pero yo diría que el cierre temporal de la Calle fue el principio del fin de todo lo que la tenía por escenario. Sólo sería cuestión de tiempo.

Ésta era, pues, la clase de mundo con la que yo estuve haciendo malabarismos en los inicios de mi vida en Nueva York, tanto en la zona alta como en el centro. Digo lo de los malabarismos puesto que la vivía simultáneamente con la Juilliard, que era, desde todo punto de vista, otro mundo que aquel en que se tocaba bebop. Y de ese mundo Bird era el rey, porque hacía todo lo que le caracterizaba: inyectarse heroína, joder por ahí con las putas, sablear a amigos y conocidos para pagar su adicción a la droga, todo. Bird hacía más cosas raras que cualquier otra persona que yo haya conocido.

Cuando decidí abandonar la Juilliard, en el otoño de 1945, la primera persona a quien se lo dije fue Freddie Webster. Freddie era un tipo firme y decente. Me dijo que, antes de llevar a la práctica mi decisión, debía llamar a mi padre y comunicársela. Bien, lo que yo me proponía hacer era dejar primero la escuela y después decírselo a mi padre. Pero cuando Freddie me respondió aquello, me puse a reconsiderar el asunto. Finalmente le dije a Freddie: «No puedo llamar a mi padre y decirle: “Oye, papá, estoy trabajando con unos cats que se llaman Dizzy y Bird, así que dejaré la escuela”. No puedo hacerle semejante putada. Tengo que volver a casa y anunciárselo personalmente». Freddie coincidió conmigo, y eso fue lo que hice.

Tomé un tren y regresé a St. Louis. Me dirigí al despacho de mi padre, que tenía colocado en la recepción el consabido rótulo de «Se ruega no molestar». Por supuesto, se quedó atónito al verme, pero era un hombre muy frío para esas cosas. Dijo simplemente: «Miles, ¿qué coño estás haciendo aquí?».

Yo le dije: «Escucha, papá. Algo está ocurriendo en Nueva York. La música cambia, los estilos cambian, y quiero participar en ello con Bird y Diz. Por lo tanto, he venido a decirte que dejaré la Juilliard porque lo que me enseñan son cosas de blancos y a mí no me interesan».

«De acuerdo –dijo él–. Siempre y cuando sepas lo que haces, lo acepto. Pero lo que hagas, sea lo que fuere, hazlo bien.»

Después añadió algo que no he olvidado nunca: «Miles, ¿oyes ese pájaro que canta ahí fuera? Es un sinsonte. No tiene un canto propio. Copia el canto de los demás, y tú no querrás hacer eso. Tú serás tú mismo, tendrás tu propio canto. De eso es de lo que realmente se trata. Así que no seas otro, sé tú mismo. Sabes lo que debes hacer, y confío en tu juicio. Y no te preocupes, seguiré enviándote dinero hasta que te valgas por tus propios medios».

Eso fue todo lo que dijo, y a continuación volvió a su trabajo con el paciente que tenía en el consultorio. Era una persona realmente notable, mucho. Pero quedé agradecido para siempre a mi padre por su comprensión. A mi madre no le gustó, aunque por entonces ya había aprendido a no decir nada respecto a cualquier cosa que yo hubiese decidido hacer. En cierto modo, parecíamos estar más próximos. Por ejemplo, una vez, en uno de mis viajes a casa, descubrí que tocaba al piano un aceptable blues. Hasta entonces ni siquiera había sabido que tenía aquellas dotes musicales. Así que en aquel viaje, unas vacaciones de Navidad cuando asistía a la Juilliard y la encontré tocando un blues, le dije que me gustaba lo que tocaba y que ni siquiera sabía que tocase el piano de aquel modo. Ella me dedicó una especie de sonrisa y dijo: «Bueno, Miles, hay muchísimas cosas que tú no sabes respecto a mí». Los dos nos echamos a reír, y por primera vez me di cuenta de que aquello era cierto.

Físicamente, mi madre era una mujer bella, y al envejecer, espiritualmente. Tenía una actitud hermosa. Su rostro era reflejo de su actitud. Conseguí ver eso en ella; y cuanto más envejeció, más hermosa se hizo su actitud y más cerca estuvimos uno del otro. Sin embargo, desde que me dediqué a la música, mis padres raramente visitaron un club nocturno, ni siquiera para verme actuar.

Antes de dejar la Juilliard seguí el consejo de Dizzy y tomé unas cuantas lecciones de piano. También las tomé de trompeta sinfónica, que me ayudaron a mejorar mi interpretación. Estas lecciones las daban trompetistas de la New York Philharmonic Orchestra, de quienes aprendí algunas cosas.

Cuando digo que la Juilliard no me ayudó, me refiero a que no lo hizo en el sentido de ayudarme a comprender lo que realmente quería tocar. Supuse que en aquella escuela ya no me quedaba nada por hacer. Difícilmente me he arrepentido en la vida de alguna de mis acciones. Algunas veces sí, pero no muchas. Pero no lamenté en absoluto abandonar la Juilliard aquel otoño de 1945. Por otra parte, si tocaba ya con los músicos de jazz más grandes del mundo, ¿qué tenía que lamentar? Nada. Y nada lamenté. No miré nunca atrás.