Cuatro

MÁS O MENOS POR AQUELLA ÉPOCA, otoño de 1945, Teddy Reig, que era un productor de la Savoy Records, sondeó a Bird sobre la posibilidad de organizar una grabación para su marca. Bird accedió a hacer el disco y me pidió que me encargase de la trompeta: Dizzy intervendría en alguna parte tocando el piano. Thelonious Monk y Bud Powell no querían o no podían hacerlo: Bud, de todos modos, nunca funcionaba demasiado bien con Bird. Así pues, Sadik Hakim se encargó del piano en las partes en que Dizzy no lo tocaba, Curly Russell se ocupó del bajo; Max Roach, de la batería; y Bird, del saxo alto. El título del disco fue Charlie Parker’s Reboppers. Fue un gran disco, o por lo menos muchísima gente pensó que lo era, y confirmó definitivamente mi puesto en el movimiento bebop.

Pero terminar el disco fue otra cuestión, macho. Recuerdo que Bird quería que yo tocase «Ko-Ko», una melodía que se basaba en cambios sobre «Cherokees». Bien, Bird sabía que yo tenía entonces problemas tocando «Cherokee». Así, cuando dijo que aquélla era la melodía que quería que tocase, respondí sencillamente que no, que no lo haría. Por ello es Dizzy quien toca la trompeta en «Ko-Ko», «Warmin’up a Riff» y «Meandering» en Charlie Parker’s Reboppers, dado que yo no estaba dispuesto a aparecer allí y meterme en líos. Creía honestamente que me faltaba preparación para tocar piezas en el tempo de «Cherokee» y no me importaba confesarlo.

Hubo algo divertido en aquella sesión de grabación. Cuando Dizzy tocó sus bellísimos solos, yo me había quedado dormido en el santo suelo y me perdí su estupenda actuación. Más tarde, cuando la oí ya grabada, macho, lo único que pude hacer fue sacudir la cabeza y reír. La mierda que Dizzy tocó aquel día era manjar de dioses.

Pero la sesión en sí fue fantasmal, porque pasaron por ella todos los buscavidas y los traficantes de droga que perseguían a Bird. Duró un día entero, me parece. Era a finales de noviembre, en un fecha que teníamos libre de actuaciones, así que probablemente fue un lunes. Sea como fuere, toda aquella gente venía sin cesar, y Bird desaparecía en los lavabos con un traficante de drogas y no salía hasta una o dos horas después. Mientras tanto, los demás nos sentábamos por allí, a la espera de que Bird terminase su siesta. Luego reaparecía completamente colocado. Y cuando estaba colocado tocaba hasta perder el culo.

Al distribuirse el disco, recuerdo que algunos de los cronistas me desairaron, especialmente el crítico de Down Beat. He olvidado su nombre, pero no que dijo algo sobre que yo había copiado lo peor de Dizzy, y que al final aquello sería malo para mí. No suelo prestar atención a los críticos, pero en aquella época lo que el tipo escribió, digamos, que me hizo daño, porque era tan joven y todo eso, y tocar en aquel disco y hacerlo bien significaba mucho para mí. Bird y Dizzy insistieron en que no hiciera caso de las guarradas que decían los críticos, y no hice caso; preferí respetar lo que ellos, Bird y Dizzy, tuvieran que decir sobre lo bien que había tocado. El sujeto que escribió sus guarradas en Down Beat probablemente no había tocado un instrumento en toda su vida. Quizá fue entonces cuando empezó mi resentimiento contra los críticos, aquel día en que me humillaron con tanta frialdad, cuando yo era tan joven y tenía tanto que aprender. Se me echaron encima a sangre fría, no mostraron la menor clemencia. Supongo que pensé que era un error tratar tan duramente a alguien tan joven y tan falto de experiencia, sin darle ningún tipo de aliento.

Pero por muy buena que fuera mi relación con Bird en el campo de la música, nuestra relación privada iba empeorando. Como he dicho, Bird vivió conmigo durante un tiempo, aunque no tanto tiempo como muchos escritores cuentan. Es decir, le proporcioné una habitación en el edificio de apartamentos donde yo vivía con mi familia. Pero le tenía en casa constantemente, sacándome dinero y todo lo que podía, comiéndose lo que Irene había cocinado, durmiendo sus borracheras en el diván o en el suelo. Además, cuando venía, solía traer toda clase de mujeres, de chorizos, de traficantes de droga, y no digamos de músicos drogadictos.

Una de las cosas que nunca comprendí de Bird era por qué se entregaba a tanta actividad destructiva. Macho, Bird estaba por encima de aquello. Era un intelectual. Solía leer novelas, poesía, historia, cosas así. Podía sostener una conversación con prácticamente cualquier persona sobre toda clase de temas. O sea, el hijoputa no era tonto, ni ignorante, ni inculto, ni nada parecido. Era realmente sensible. Pero llevaba dentro de sí aquel impulso destructivo que se apartaba de lo normal. Era un genio, y muchos genios son insaciables. Solía hablar mucho de política y le entusiasmaba tomar el pelo a los hijoputas, hacerse el tonto sobre lo que estuviera pasando, y de pronto apabullar a los incautos que habían mordido el cebo. Le entusiasmaba, sobre todo, practicar este juego con los blancos. Después, cuando descubrían que habían caído en la trampa, se desgañitaba de risa a su costa. Era extraordinario, una persona muy compleja, mucho.

Pero lo peor que Bird hizo entonces fue aprovecharse del afecto y del respeto que yo sentía por él como gran músico que era. Decía a los traficantes de droga que yo pagaría el dinero que les debía. En consecuencia, aquellos tipos venían a por mí, muchas veces con aspecto de querer matarme. Era un asunto muy peligroso. Acabé exigiéndole enérgicamente que ni él ni el resto de aquellos hijoputas volvieran a aparecer por mi casa bajo ningún pretexto. Tan mal se había puesto la cosa que Irene tuvo que marcharse a St. Louis, aunque regresó a Nueva York en cuanto Bird dejó de fastidiarme. Bird conoció por entonces a Doris Sydnor y se trasladó al apartamento de ella, que estaba en algún lugar de Manhattan Avenue. Pero en el intervalo entre la marcha de Bird de mi casa y el regreso de Irene desde St. Louis vino a vivir conmigo Freddie Webster. Con él pasábamos de charla la noche entera. Era infinitamente mejor tratar con él que con Bird.

Entre actuaciones con Bird, aquel otoño de 1945, toqué un poco con Coleman Hawkins y sir Charles Thompson, en el Minton’s. Ya he dicho, creo, que me gustaba tocar con Bean, no sólo porque lo hacía muy bien sino porque era una excelente persona. Siempre me trataba inmejorablemente, casi como si yo fuera su hijo. Macho, Bean podía convertir en pura gloria cualquier balada, especialmente una como «Body and Soul». Era oriundo de Saint Joseph, Missouri, una pequeña población próxima a Kansas City, que era de donde procedía Bird. Nosotros, Bird, Bean y yo, habíamos nacido en el Medio Oeste. Pienso que esto tenía mucho que ver con nuestro comportamiento musical y a veces, por lo menos en el caso de Bird, social. Pensábamos de manera parecida y teníamos parecidos puntos de vista. Bean era un tipo muy agradable, una de las mejores personas que he conocido, y me enseñó mucho sobre música.

Además, solía regalarme su ropa. Si le preguntaba cuánto quería por una determinada chaqueta o una camisa, me la daba por 50 centavos o menos. Compraba la ropa en una tienda elegante que hay en Broadway, cerca de la calle Cincuenta y dos, y después me la daba prácticamente por nada. Bean, igualmente, me había cedido uno de sus refinados gabanes por unos diez dólares. Una vez, en Filadelfia, conocí a través de Bean a unos tipos que se llamaban Nelson Boyd y Charlie Shaw (este último era un batería, creo). Bien, el caso es que Charlie se hacía sus propios trajes y había hecho algunos para Bean. Macho, sus trajes eran descojonantes. Le dije: «Coño, Charlie, ¿por qué no me haces uno de tus trajes?». Él contestó que si le proporcionaba el material me lo haría sin cobrarme nada. Le entregué la tela, y me hizo un fantástico traje cruzado que llevé hasta que se caía de viejo. Me parece que en la mayoría de las fotos que me hicieron entre 1945 y 1947 aparezco vestido con trajes de Charlie Shaw. Desde entonces me he hecho siempre los trajes a medida, si tenía el dinero, claro.

También conocí mejor a Thelonious Monk mientras trabajaba con Bean, puesto que estaba en la banda. Denzil Best tocaba la batería. Había una pieza de Monk, «Round Midnight», que me gustaba de veras y quería aprender cómo tocarla. Por ello, cada noche, en cuanto la había tocado le preguntaba: «Monk, ¿cómo lo he hecho esta noche?». Y él respondía, con aspecto serio: «No la has tocado correctamente». El diálogo se repetía la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente. Aquello duró algún tiempo.

«Ésa no es la manera de tocarla», me decía Monk, a veces con una expresión maligna y exasperada en el rostro. Luego, una noche, le hice la consabida pregunta y él contestó: «Sí, es tal como la has tocado».

Macho, aquello me hizo más feliz que un hijoputa, más feliz que un cerdo en medio de la mierda. Había dominado el sonido, que era uno de los más difíciles. La gran dificultad de «Round Midnight» estaba en que tenía una melodía compleja y debías darle un sentido coherente. Debías tocarla de modo que pudieras oír los acordes y variaciones simultáneamente con la melodía principal, porque la melodía, simplemente, tenías que oírla. No era como una melodía o un motivo de ocho compases, y se interrumpía en una tonalidad menor. Es una pieza muy dura de aprender y recordar. Hoy todavía la toco, pero no me gusta hacerlo con demasiada frecuencia, excepto cuando ensayo a solas. Y lo que para mí la hacía tan dura era que necesitaba dominar todas aquellas armonías. Yo tenía que oír la canción, tocarla e improvisar de manera que Monk pudiera seguir la melodía.

Aprendí a improvisar de Bean, Monk, Don Byas, Lucky Thompson y Bird. Pero Bird era un improvisador tan grande, con tanta inventiva, que volvía las canciones del revés. Si no sabías música, nunca adivinabas por dónde andaba el jodido Bird cuando estaba improvisando. Bean, Don Byas, Lucky Thompson, todos ellos tenían el mismo estilo: primero tocaban su solo y luego improvisaban. Cuando improvisaban seguías más o menos oyendo la melodía. Pero cuando tocaba Bird, pasabas enteramente a otra historia, o algo nuevo, diferente cada vez. Entre los maestros, él era El Maestro.

Digámoslo de otro modo: existen pintores y existen pintores entre grandes pintores. En este siglo, a mi entender, tenemos a Picasso y a Dalí. Bird, para mí, era como Dalí, mi pintor favorito. Me gusta Dalí por lo imaginativo de su pintura. Porque yo compartía su imaginería y me identificaba con el surrealismo de sus cuadros. La forma en que Dalí utilizaba el surrealismo tenía siempre un truco, por lo menos para mí; era algo muy diferente, no sé, como la cabeza de un hombre en un pecho. Los cuadros de Dalí tienen un toque engañoso. Pero Picasso, aparte de su obra cubista, recogía en sus pinturas una cierta influencia africana, y yo enseguida sabía de qué iba el juego. Por lo tanto, Dalí me interesaba más, me enseñaba una nueva manera de mirar las cosas. Bird hacía lo mismo con la música.

Bird manejaba cinco o seis estilos, todos diferentes. Uno era como el de Lester Young; otro, como el de Ben Webster; otro, el que Sonny Rollins llamaba «picoteo», que es cuando un trompetista toca con frases extremadamente cortas (Prince utiliza actualmente este estilo); y dos o tres más que ahora no sabría describirte. Monk también era así; tanto en su aspecto de compositor como en el de pianista; no totalmente como Bird, pero comparable.

Pienso mucho en Monk estos días, porque toda la música que escribió puede ser incorporada a esos ritmos nuevos que hoy toca un buen puñado de músicos jóvenes: Prince, mi nueva música, infinidad de cosas. Era un gran músico, un innovador, especialmente componiendo y escribiendo.

Monk era, asimismo, un músico pintoresco, porque generalmente marcaba el compás moviendo las piernas y los pies. Me encantaba verle tocar el piano: si observabas sus pies, sabías al instante cuándo estaba entregado a la música y cuándo no. Dependía de si sus pies se movían constantemente o no se movían. Era como ver y escuchar música religiosa; ya sabes, los compases, los ritmos. Buena parte de su música me recuerda la de las Indias Occidentales, que tanto se toca hoy, por sus acentos y ritmos y su tratamiento de la melodía. Quizá sepas que cierta gente opinaba que Monk no tocaba el piano tan bien como Bud Powell, creía que Bud era mejor técnicamente porque tocaba mucho más deprisa. Decir aquello era una tontería, una manera equivocada de juzgarlos, pues lo que pasaba era que tenían estilos diferentes. Monk tocaba mierdas realmente sofisticadas, y lo mismo hacía Bud Powell. Pero eran distintos. Bud tocaba más como Art Tatum, y todos los pianistas de bebop estaban locos por Art. Monk seguía más la línea de Duke Ellington, de aquel piano a largas zancadas, sin alterarse, que cultivaba Duke. Sin embargo, tú podías oír el estilo de Monk en la forma de tocar de Bud. Los dos eran grandes hijoputas. Simplemente tenían diferente estilo. También son diferentes Bird y Bean, también lo eran Picasso y Dalí. Pero las flipadas de Monk eran muy, muy refinadas, particularmente su concepto de la composición. Era muy innovador.

Esto pude parecerte raro, pero Monk y yo estábamos muy cerca, musicalmente hablando. Me mostraba todas sus canciones, y me las explicaba si no entendía algo. Yo las examinaba y me reía con ellas, porque eran muy divertidas, muy sutiles. Monk tenía un gran sentido del humor y sabía trasladarlo a su música. Era un artista verdaderamente innovador, cuya música se adelantó a su tiempo. Parte de su música es adaptable a lo que ahora se lleva: fusión, mezclas, sintetizadores, teclados, las corrientes más populares; quizá no toda, pero sí la que el pop engendró en la mente de aquel hijoputa. Y sabes, esa cosa rítmica y negra que James Brown hace tan bien. Monk tenía esta vena, aparece enseguida en sus composiciones.

Monk era un músico serio. Cuando lo conocí, frecuentemente andaba colocado, repleto de dexedrina. O eso decían, por lo menos. Pero cuando aprendí música de él, y aprendí muchísima, se había moderado mucho. Era un hijoputa alto, fuerte, metro noventa de estatura, más de cien kilos de peso. No se dejaba pisar por nadie. Cuando, tiempo después, oí contar por ahí que él y yo habíamos estado a punto de pelear porque le había jugado una mala pasada, me quedé boquiabierto, porque Monk y yo, primero, éramos íntimos amigos, y, segundo, porque él era demasiado alto y fuerte para que la idea de una pelea ni siquiera me pasara por la cabeza. Mierda, tío, me habría aplastado con sólo proponérselo. Lo que sí ocurrió fue que una vez le dije que no interviniera mientras yo tocaba. Pedirle que no interviniera tenía relación con la música que interpretábamos en aquel momento, no con la amistad. Él mismo solía decírnoslo a los demás.

Sin embargo, por muy gran músico que fuera, yo no me sentía a gusto cuando me acompañaba, es decir, no me gustaba su modo de tocar acordes en el ritmo. Mira, tenías que tocar como Coltrane para adaptarte a Monk, a todos aquellos espacios y dislocaciones que utilizaba. Era algo superior, de acuerdo. Era el no va más de la música. Pero algo distinto, simplemente.

Monk era un tipo tranquilo. De vez en cuando, él y Bean se enzarzaban en profundas conversaciones. A Bean le gustaba tomarle el pelo a Monk a propósito de cualquier cosa, y Monk lo aguantaba, no sólo porque apreciaba a Bean, sino porque, con lo grande y fuerte y amenazador que parecía, era una persona auténticamente suave, amable y calmosa; una persona excelente, serena diría yo. Pero si la situación hubiera sido a la inversa, si Monk hubiese embromado a Bean, éste seguro que habría reaccionado mal.

Entonces no lo pensé, pero ahora, mirando atrás, me doy cuenta de que poquísimos críticos entendieron la música de Monk. Él me enseñó más sobre composición musical que cualquier otra de las figuras de la calle Cincuenta y dos. Monk me lo explicaba todo: toca este acorde así, haz esto, usa eso otro, haz aquello. Bien, no me lo decía exactamente así; se sentaba al piano y me lo demostraba. Pero con Monk tenías que ser muy rápido y leer entre líneas, porque apenas hablaba. Hacía lo que hacía con aquel aire excéntrico característico suyo. Si no te tomabas en serio lo que tú hacías y lo que él te estaba demostrando, no con palabras, probablemente pensarías: «¿Qué? ¿Qué ha sido esto? ¿Qué hace?». Macho, si tomabas esta posición estabas listo. Lo que hacía se te escapaba, y fin: ya no volvía a repetirse. Porque Monk era un hombre que no quería ni podía aguantar gilipolleces. Y así fue como vio en mí a alguien que se tomaba las cosas en serio y me dio todo lo que pudo, que fue mucho. Y aunque, a decir verdad, nunca me relacioné con él en un sentido social (cosa que Monk no hacía con nadie), también fue para mí, en cuestiones musicales, un maestro, una especie de tutor, y estuvimos muy próximos uno del otro. Sinceramente, no creo que hubiese hecho por otra persona lo que hizo por mí. Puedo equivocarme, pero no lo creo. Sin embargo, pese a que era un tipo excelente, podía parecer muy raro a quienes no le conocían, lo mismo que me ha ocurrido a mí después con la gente que no me conoce.

Sir Charles Thompson era, asimismo, un personaje raro, pero raro de otra manera que Monk, cuya rareza venía principalmente de ser tan callado. Sir Charles me utilizó a mí a la trompeta, con Connie Kay a la batería y él al piano. Hasta aquel momento yo nunca había oído semejante combinación de instrumentos tocando juntos, pero eso tenía sin cuidado a sir Charles (quien se había dado a sí mismo la categoría y el tratamiento de «sir»). Era raro en estas cosas, y por supuesto no era callado.

Un número considerable de cats solía venir a actuar con nosotros en el Minton’s durante el corto período en que toqué en la banda de sir Charles. Gente como Bird, Milt Jackson, Dizzy, o un trompetista blanco llamado Red Rodney, un estupendo hijoputa. Freddie Webster venía a menudo, y recuerdo cuándo Ray Brown fue por primera vez al Minton’s y nos barrió a todos con su forma de tocar. Sir Charles tenía en su banda un buen lote de grandes músicos. Tocaba el piano a la manera de Count Basie, pero, cuando quería, podía imitar igualmente algunas de las improvisaciones de Bud Powell. Procedía de la época del swing, se había formado en aquel tipo de música, con tipos como Buck Clayton, Illinois Jacquet y Roy Eldridge. No obstante, disfrutaba tocando con los boppers. Sé que a Gil Evans solía gustarle. A mí también me gustó, una temporada, pero yo avanzaba musicalmente en otra dirección, más dentro de la clase de música que interpretaban Bird y Dizzy, por lo menos en aquella época.

A partir de que empecé a tocar en la banda de Bird, Max Roach y yo nos hicimos muy amigos. Con él y con J. J. Johnson solíamos deambular por las calles toda la noche, hasta que a primera hora de la mañana aterrizábamos en el apartamento de Max, en Brooklyn, o en casa de Bird. Otros cats como Milt Jackson, Bud Powell, Fats Navarro, Tad Dameron y Monk, a veces Dizzy, pensaban más o menos igual: existía entre nosotros mucho «hoy por ti, mañana por mí». Si alguno necesitaba algo, fuera estímulo musical o dinero, compartíamos lo que teníamos. Cuando empezamos a actuar en la banda de Bird, si le parecía que yo me desorientaba, Max no dudaba en echarme una mano. Y yo hacía lo mismo por él.

Era en las jam sessions, tanto en Harlem como en Brooklyn, donde gozábamos de verdad, simplemente porque tocábamos con otros músicos de nuestra generación. Yo, sobre todo, había estado rodeado de tíos mayores que yo y que tenían algo que enseñarme. Ahora, en Nueva York, encontraba un grupo de chicos aproximadamente de mi misma edad, de quienes podía aprender, pero también compartir con ellos mis ideas. Nunca, anteriormente, había andado con tantos jóvenes. Estaba musicalmente demasiado avanzado en relación a su nivel y ellos no tenían nada que enseñarme; la mayoría de las veces era al revés. Pero soy de esa clase de personas a quienes siempre gusta conocer cosas diferentes, nuevas, innovadoras. Por lo tanto, con Max y el resto de los cats que he mencionado antes podía pasar noches enteras tocando y hablando de música. Esto es lo que he hecho desde entonces.

Nueva York era diferente en aquellas fechas, porque podías recorrer las calles buscando toda clase de jam sessions donde tocar. Además, todos los grandes músicos acudían e intervenían como cualquier otro tío. A diferencia de lo que pasa hoy, nadie era o se consideraba demasiado importante para participar en las jam sessions. También ocurría que los clubes estaban cerca unos de otros, lo mismo en la calle Cincuenta y dos que arriba, en Harlem, donde el Lorraine’s, el Minton’s o el Small’s Paradise se encontraban en torno a la Séptima Avenida. Los clubes no estaban tan dispersos como lo están hoy. Nuestro principal interés era formar parte de la escena musical. No creo que hoy sea lo mismo.

Siempre me ha gustado arriesgarme, musicalmente hablando, aunque también en lo que concierne a mi propia vida a medida que me hice viejo. Pero allá en 1945, todos los riesgos que corría estaban en la música. También Max Roach era así entonces. Se suponía que él y yo seríamos los próximos grandes hijoputas del oficio. Todos decían que Max sería el sucesor de Kenny Clarke, considerado el mejor batería bebop de la época. (A Kenny Clarke lo llamábamos Klook.) De mí se esperaba que fuera el próximo Dizzy Gillespie. Ahora bien, si eso era cierto o no, no lo sé. Era lo que decían los músicos y muchas de las personas que venían a escuchar bebop.

Los críticos seguían rechazándome, e imagino que en parte era consecuencia de mi actitud, porque nunca he repartido sonrisas, nunca me he desviado de mi camino para lamerle el culo a nadie, y menos a un crítico. Muchas veces, la persona que les gusta a los críticos es, simplemente, la que se muestra amable con ellos. Para colmo, casi todos los críticos eran blancos y estaban acostumbrados a que los músicos negros los enjabonaran con el fin de que les trataran bien en sus comentarios. En consecuencia, un batallón de tíos les lamían el culo, sonreían en el escenario y les agasajaban y divertían, en lugar de limitarse a tocar sus instrumentos, que era para lo que estaban allí.

Por mucho que quiera a Dizzy y quisiera a Louis Satchmo Armstrong, siempre he odiado su manera de reír y hacer muecas al público. Sé para qué lo hacían: para ganar dinero y porque eran artistas de variétés al mismo tiempo que trompetistas. Tenían familias que alimentar. Además, a los dos les encantaba hacer el payaso; simplemente, en el caso de Dizzy y de Satch era su forma de ser. No tengo nada que objetar si querían hacerlo. Pero a mí no me gustaba ni tenía que gustarme. Yo procedo de un medio social, de una clase diferente a la de ambos, y soy del Medio Oeste, mientras que ellos son del Sur. En consecuencia, miramos a los blancos de manera un poco distinta. Encima, yo era más joven y no tuve que aguantar las cabronadas que ellos soportaron para ser aceptados en el mundo de la música. Ellos ya habían abierto una larga serie de puertas que dieron paso a gente como yo, y yo sabía que podía situarme sólo con tocar la trompeta, que era lo único que quería hacer. No me consideraba un varietista, como se consideraban ambos. No estaba dispuesto a hacer payasadas a cambio de que un hijoputa blanco, racista e incapaz de tocar una nota, me dedicase elogios. No, yo no vendería mis principios por eso. Quería ser aceptado como un buen músico y ello no exigía sonrisas y muecas, sino únicamente tocar bien mi instrumento. Y tocar la trompeta es lo que hacía entonces y lo que hago ahora. Los críticos pueden tomarlo o dejarlo.

Así pues, un buen lote de críticos me rechazaba entonces (todavía me rechaza ahora) porque me veía como un negrito arrogante. Quizá lo era, no lo sé; pero sí sé que no me voy a poner a escribir sobre lo que toco, y si los críticos no pueden o no quieren hacerlo, que se jodan. Por otra parte, Max y Monk pensaban lo mismo, como también J. J. y Bud Powell. Comprenderás que eso es lo que tanto nos unió, esa actitud respecto a nosotros mismos y nuestra música.

Por entonces estábamos consiguiendo una buena reputación. El público nos seguía adondequiera que tocáramos; ya sabes, Harlem, la Calle, en el centro, y a veces Brooklyn. Y una bandada de mujeres revoloteaba por allí para vernos a Max y a mí. Pero yo estaba con Irene, y entonces pensaba que un hombre debe tener una sola mujer. Creí en esa gilipollez durante mucho tiempo, hasta que cambié, cuando me hice adicto a la heroína y tenía que usar a las mujeres para que me ayudaran a subsistir. Sin embargo, ya digo, por aquellos días yo creía en eso de un hombre y una mujer. Aunque, sí, tuve algunos líos, por ejemplo, con Annie Ross y Billie Holiday.

Dado que los locales de la Calle continuaron cerrados los últimos meses de 1945, Dizzy y Bird decidieron dejar Nueva York y marcharse a Los Ángeles. El agente de Dizzy, Billy Shaw, había convencido al patrón de un club nocturno, allí, de que el bebop causaría sensación en la costa. Me parece que el patrón del club se llamaba Billy Berg. A Dizzy le sedujo la idea de extender el bebop a California, pero no le gustaba la perspectiva de montar otra producción con las flipadas de Bird. Al principio se opuso; no obstante, cuando le dijeron que Bird tenía que ser parte del trato, Dizzy acabó por ceder. De este modo, el grupo se componía de Dizzy, Bird, Milt Jackson al vibráfono y Al Haig al piano, Stan Levey a la batería y Ray Brown al bajo. Se largaron todos a California en tren, diría que en diciembre de 1945.

En vista de que en Nueva York las cosas iban despacio, opté por regresar a East St. Louis y tomarme un descanso. Cerré mi apartamento de la calle Ciento cuarenta y siete con Broadway. Teniendo a Irene y a Cheryl conmigo necesitábamos, de todos modos, una vivienda más amplia. Decidí ocuparme de ello cuando volviera a Nueva York. Mientras tanto, nos presentamos los tres en East St. Louis a tiempo de celebrar la Navidad.

Todavía estaba allí en enero, cuando Benny Carter vino con su gran orquesta a tocar en el Riviera de St. Louis, y naturalmente fui a oírles. Como conocía a Benny, entré en los camerinos. Él se alegró de verme y me pidió que me uniera a la banda. La orquesta de Benny tenía su base en Los Ángeles. Dado que Bird y Dizzy estaban allí, llamé a Ross Russell, que vivía en Nueva York y manejaba todos los contratos de Bird, y le dije que iba a marcharme a Los Ángeles y quería ver cómo les funcionaban las cosas a Bird y a Dizzy. Me dio el número de Bird, y lo llamé y le dije que me dirigía a Los Ángeles.

Debes entender que en lo único que yo pensaba era, sencillamente, en ver a Bird y escuchar lo que él y los suyos estaban tocando. No tenía otra razón que ésa para llamar a Bird. Pero él empezó a hablar de que me uniera allí a la banda, de que él, Dizzy y yo tocáramos juntos. Dijo que estaba ultimando el acuerdo para una grabación con Dial Records y que Ross Russell ya lo estaba redactando y que quería que yo interviniese en la sesión. Me sentí halagado al oírle, por los elogios que me dedicó. ¿Quién no se hincharía de satisfacción si el mejor hijoputa de la escena musical le dijese lo bueno que era y cuánto le gustaría tocar con él? Sin embargo, ojo, cuando hablabas con Bird siempre existía el peligro de que quisiera imponerte algo por razones ajenas a la música. Y nada estaba más lejos de mi mente que la intención de ocupar el puesto de Dizzy. Yo apreciaba a Dizzy. Sabía que Bird y Dizzy habían tenido problemas en el pasado, pero confiaba en que se llevaran bien, como solían.

Lo que no sabía era que Bird y Ross Rusell ya habían hablado de utilizarme. Bird quería un tipo de trompetista distinto de Dizzy. Quería a alguien con un estilo más relajado que tocase en el registro medio, como yo. Lo descubrí cuando llegué a Los Ángeles.

Benny Carter tenía allí un compromiso con el Orpheum Theatre. Cumplido éste, la banda se disolvió temporalmente en espera del nuevo contrato. Benny formó un pequeño conjunto con parte de la gran orquesta, en el que estábamos Al Grey, el trombonista, yo y otros varios que he olvidado. Creo que tenía en el conjunto a un tipo llamado Bumps Meyers. Empezamos actuando en pequeños clubes por toda la ciudad e hicimos un programa de radio. Pero a mí no me gustó la música que el conjunto de Benny interpretaba, aunque de buenas a primeras no se lo dije. Benny era un tipo excelente, me gustaba cómo tocaba él, y en cambio no me servía de nada lo que tocaban los demás. Encima, cuando llegué a Los Ángeles me fui a vivir con Benny. Me parecía mal dejarlo plantado. En consecuencia, durante cierto tiempo no supe qué hacer. Si no me gustaba tocar con la banda de Benny era porque interpretaban gran cantidad de piezas y arreglos pasados de moda. Benny es un demonio de músico, ya sabes, pero no confiaba en su propia música y algunas veces te encontrabas con que te preguntaba si sonaba como Bird. Yo le decía: «No, tú suenas como Benny Carter». Macho, cuando le decía eso se moría de risa.

Todavía estaba en la banda de Benny Carter cuando me dediqué a tocar con Bird en un club de altas horas conocido por Finale. El Finale estaba en un piso, un segundo piso, si no me equivoco. No era un local grande, pero sí muy bonito; a mí me parecía lúgubre, me parecía funky, porque la música era funky y los músicos estaban cansados. La radio emitía en directo desde allí. Bird había persuadido a un tipo llamado Foster Johnson, un ex artista de variétés que bailaba claqué y que ahora regentaba el club, para que le dejase llevar la banda al local. El Finale Club estaba situado en una zona de Los Ángeles que llamaban Little Tokyo, un barrio japonés junto al cual había un barrio negro; en South San Pedro, creo recordar. Sea como fuere, en la banda de Bird en el Finale estaba yo como trompeta, Bird al saxo alto, Addison Farmer (hermano gemelo del trompetista Art Farmer) al bajo, Joe Albany al piano y Chuck Thompson a la batería. Un puñado de buenos músicos solían aparecer por el Finale. Howard McGhee venía mucho; él regentó el club después de haberlo hecho Foster Johnson. Sonny Criss, un saxo alto, solía participar, así como Art Farmer, Red Callender, el bajista, y el protegido de Red, aquel loco y hermoso hijoputa que era Charlie Mingus.

Charlie Mingus quería a Bird, tío, como casi nunca he visto querer a nadie. Quizá Max Roach quería a Bird de un modo parecido. Pero Mingus, mierda, venía a ver y oír a Bird prácticamente cada noche. Jamás tenía suficiente. También me apreciaba mucho a mí. Bien, Mingus tocaba el bajo de un modo que apenas le oías adivinabas que llegaría a ser un genio, como así fue. Igualmente adivinabas que acabaría marchándose a Nueva York, y a Nueva York se marchó.

Yo me cansé de la música que la banda de Benny seguía tocando. No era música. Le conté a mi amigo Lucky Thompson lo hastiado que estaba de actuar con la banda. Él me dijo que lo dejara y me quedase a vivir con él. Lucky era el as del saxo a quien había conocido en el Minton’s. Procedía de Los Ángeles y había vuelto al hogar. Cuando estaba en Nueva York se había alojado un par de veces en mi casa, y ahora yo me alojé en la suya.

Esto ocurría a principios de 1946, y mi mujer, Irene, se encontraba en East St. Louis, preñada de nuestro segundo hijo, Gregory. Era hora de que yo pensara en ganar dinero para mantener a mi familia. Antes de que me despidiera, Benny me preguntó si necesitaba algo. Le habían llegado noticias de que yo me sentía a disgusto. Le dije simplemente: «No, macho, sólo quiero marcharme». Le dolió, y a mí me remordió la conciencia, pues era él quien me había llevado a California y contaba conmigo. Aquélla fue la primera vez que abandonaba una orquesta de manera tan abrupta. Ganaba entonces unos ciento cuarenta y cinco dólares por semana. Pero sufría demasiado tocando con la gente de Benny. Ninguna cifra me devolvería la felicidad en medio de aquellas gilipolleces de arreglos de Neil Hefti que la banda de Benny interpretaba.

Tras dejar la banda de Benny me encontré sin dinero. Por lo tanto, pasé un tiempo viviendo con Lucky y luego me trasladé a casa de Howard McGhee. Howard tenía consigo a una chica blanca, Dorothy. Era bellísima, parecía una estrella de cine. Supongo que estaban casados, no lo sé. En cualquier caso, ella cubría a Howard de dinero, coche nuevo, trajes flamantes. Howard era ahora otra cosa, macho. Además, Dorothy tenía una amiga, una estupenda rubia que recordaba a Kim Novak, pero en fino. Se llamaba Carol. Era una de las chicas de George Raft. Frecuentaba la casa de Howard y él quería que yo me acostase con ella. En aquella época, yo probablemente había hecho el amor sólo con dos o tres mujeres. Empezaba a fumar un poquito, pero aún no sabía ni decir obscenidades. Y allí estaba Carol viniendo a verme, y yo sin prestarle atención. Se sentaba en cualquier parte a observarme mientras practicaba con la trompeta, que era lo único que hacía yo.

Cuando Howard llegaba a casa después de haberse marchado Carol, yo le decía: «¿Sabes, Howard? Ha venido Carol». «¿Y qué?», decía él. «¿Y qué? –decía yo–. ¿Qué significa “¿Y qué?”» «¿Tú qué has hecho, Miles?» «Nada –decía yo–. No he hecho nada.» «Escucha, Miles –decía entonces Howard–, esa chica es rica. Si viene por aquí quiere decir que le gustas, así que haz algo. ¿Te figuras que ronda esta casa y la de Lucky, dándole al cláxon de su Cadillac, sólo por matar el tiempo? Entonces, la próxima vez que venga, haz algo. ¿Oyes lo que te digo, Miles?»

Ella vino poco después de aquello e hizo sonar el cláxon del Cadillac nuevo que conducía. La invité a entrar y me preguntó si necesitaba alguna cosa. Imagínate: el Cadillac esperando fuera, con la capota bajada, y ella más fina que una hijaputa. En aquella época yo no me había relacionado con chicas blancas, de modo que probablemente me asustaba un poco. Quizás había besado a una en Nueva York. Pero todavía no me había acostado con ninguna. El caso es que le dije que no necesitaba nada. Y se marchó. Cuando Howard llegó a casa le conté que Carol había venido y me había preguntado si necesitaba alguna cosa.

«¿Y qué?», dijo Howard. «Le he dicho que no necesito nada. No quiero dinero ni nada.» «Estás loco, hijoputa –dijo Howard, más furioso que un hijoputa–. Cuando vuelva a venir y tú vuelvas a contarme esa historia y resulte que no tienes dinero, te cortaré la hijaputa nariz. Aquí no podemos actuar en ninguna parte. El sindicato negro no quiere que toquemos porque somos demasiado modernos. El sindicato blanco no nos quiere porque somos negros. Y aparece una mujer blanca, una puta que pretende darte dinero, y tú no tienes un centavo, ¿y le dices que no? Si haces esa cabronada otra vez, juro que te apuñalo, tú, hijoputa, fanfarrón, ¿oyes lo que te estoy diciendo? ¿Lo entiendes? Mejor será, porque no hablo en broma.»

Yo sabía que Howard era amable y todo eso, pero no le gustaban las estupideces. En la siguiente ocasión en que Carol vino y me preguntó si necesitaba dinero, le dije: «Sí». Cuando me lo ofreció, lo acepté. Y cuando le conté a Howard aquello, dijo: «Bien». En adelante, solía pensar a menudo en las palabras de Howard; me refiero a que aquella mierda, aquello de que la tipa me diese dinero, me avergonzaba. No estaba acostumbrado a aquellas cosas. Pero era la primera vez que, literalmente, me había quedado sin blanca. Después, Carol me regaló jerséis y mierdas, porque en Los Ángeles, de noche, hacía frío. Pero nunca olvidé aquella conversación con Howard. La recuerdo casi palabra por palabra. Y eso es raro en mí.

Tras dejar la banda de Benny acabé uniéndome a Bird y toqué con él por algún tiempo. Howard McGhee se ocupaba también de Bird mientras estuvo en Los Ángeles. Bird vivió con Howard una temporada después de cumplir su compromiso con Dizzy en el club de Billy Berg. La música que Diz y Bird habían hecho en el club de Berg tuvo gran resonancia en Los Ángeles, pero Dizzy quería regresar a Nueva York. Compró pasajes para toda la banda, incluido Bird, a fin de que volaran a Nueva York con él. Todos se marcharon, todos se alegraban de marcharse. Excepto que, en el último minuto, Bird decidió recuperar el dinero del billete para comprar heroína.

A principios de la primavera de 1946, supongo que debió de ser en marzo, Ross Russell organizó para Bird una sesión de grabación con Dial Records. Ross se aseguró de que Bird estaba sobrio, y me contrató a mí, y a Lucky Thompson como saxo tenor, a un tipo llamado Arv Garrison como guitarra, a Vic McMillan como bajo, a Roy Porter en la batería y a Dodo Mamarosa en el piano.

En aquella época, Bird bebía vino barato y se inyectaba heroína. La gente de la costa Oeste no había entrado tanto en el bebop como la de Nueva York, y opinaba que parte de lo que tocábamos y hacíamos era raro. Especialmente en lo que se refería a Bird. Él no tenía dinero, su aspecto era pésimo, casi andrajoso. Quienes lo conocían, sabían que era un hijoputa genial a quien nada importaba; pero el resto del público, aunque hubiera sabido que Bird era una estrella, lo único que veía era un sujeto arruinado y borracho que tocaba cosas raras sobre un escenario. Muchas de aquellas personas no se tragaron que Bird fuera un genio, simplemente lo ignoraron, y creo que eso minó su confianza en sí mismo y en lo que estaba haciendo. Cuando salió de Nueva York, Bird era un rey, pero allá en Los Ángeles fue simplemente otro negrito más, tronado, extraño, ebrio, que tocaba una cierta música extravagante. Los Ángeles es una ciudad construida sobre estrellas de postín, y Bird no se parecía en nada a una estrella.

Sin embargo, en aquella sesión que Ross organizó con la Dial, Bird se recompuso y tocó como un dios. Recuerdo que, la noche antes de grabar, ensayamos en el Finale Club. Pasamos media noche discutiendo lo que íbamos a tocar y quién iba a tocar qué. No había habido otros ensayos para la grabación y los músicos estaban enfadados porque debían tocar piezas con las que no se habían familiarizado aún. Bird nunca fue un tipo organizado en cuanto a decir a la gente lo que quería que hiciese. Se limitaba a convocar a quien creía que podía tocar lo que tenía pensado, y allí terminaba la cosa. Nada estaba escrito, a lo sumo el boceto de una melodía. Lo único que él pretendía era tocar, cobrar y marcharse a conseguir un poco de heroína.

Bird tocaba la melodía que deseaba. Los otros músicos debían recordar lo que él había tocado. Era completamente espontáneo, funcionaba por instinto. No se ajustaba a las normas que solían aplicarse en el Oeste a la actuación interrelacionada de un grupo musical, con todo bien organizado. Bird era un gran improvisador y consideraba que de la improvisación surgían la gran música y los grandes músicos. Su concepto era: «A la mierda con lo que está escrito». Toca lo que sepas y tócalo bien, y todo se acoplará; es decir, exactamente lo contrario de la música de pentagrama y notas, como se concebía en el Oeste.

A mí me entusiasmaba la forma en que Bird hacía aquello. Aprendí mucho de él por aquella vía. Más adelante me ayudaría a fijar mis propios conceptos musicales. Cuando aquella mierda funciona, macho, es de hijoputa. Pero si reúnes un grupo de zopencos que no entienden lo que ocurre, o que no saben aprovechar toda la libertad que les concedes, y tocan lo que ellos quieren, malo. Bird se agenció un puñado de tipos incapaces de manejar aquel concepto. Lo hizo en el estudio de grabación y cuando estaban actuando en vivo. Éste era el principal motivo de la discusión que la noche antes de la sesión se produjo en el Finale.

La sesión de grabación tuvo lugar en Hollywood, en un estudio llamado Radio Recorders. Bird fue aquel día el perfecto hijoputa. Grabamos «A Night in Tunisia», «Yardbird Suite» y «Ornithology». Dial publicó «Ornithology» y «A Night in Tunisia» en un disco de 78 rpm, en abril de aquel año. Recuerdo a Bird grabando en aquella sesión un número titulado «Moose the Mooch», que era el mote del sujeto que generalmente le proporcionaba la heroína. Imagino que el tipo se quedó más o menos con la mitad de los derechos que Bird obtuvo de aquella sesión de grabación, a cambio del suministro. (Probablemente así estaba escrito, bajo una forma u otra, en el contrato de Bird.)

Creo que en aquella sesión todos tocaron bien, excepto yo. Era mi segunda grabación con Bird, pero no entiendo el motivo de que no tocara tan bien como debía. Quizás estaba nervioso. No es que tocara terriblemente mal, sino que pude haber tocado mejor. Ross Russell (un hijoputa tramposo con quien nunca me llevé bien, porque no era más que una sanguijuela que no hacía otra cosa que chupar de Bird como un vampiro) dijo algo sobre que mi interpretación había tenido fallos. A la mierda aquel blanquito falsario. No siendo músico, ¡qué podía saber de lo que a Bird le gustaba! Mandé a Ross Russell a tomar por el culo.

Recuerdo haber utilizado una sordina en aquella sesión para que el sonido de mi trompeta se pareciese menos al de Dizzy. Pero incluso con sordina seguía sonando como él. Estaba furioso conmigo mismo, porque lo que quería era sonar como yo. Todavía pensaba que estaba próximo a llegar al punto en que tendría con la trompeta una voz propia, ansioso de ser yo mismo, ya entonces, y sólo tenía diecinueve años. Me impacientaba conmigo mismo y con casi todo. Pero no lo demostraba y mantenía ojos y oídos bien abiertos para poder seguir aprendiendo cosas nuevas.

Después de la sesión de grabación, calculo que fue por aquellas fechas, quizás a primeros de abril, la policía clausuró el Finale, regentado entonces por Howard y Dorothy McGhee. A Howard lo jodían constantemente los policías blancos porque estaba casado con una mujer blanca. Cuando Bird se instaló en su garaje para vivir y beber, rodeado de macarras, camellos y chorizos, la policía empezó a notarlo y subió la temperatura. Se metieron con los McGhee todavía más. Eran, sin embargo, una pareja coriácea, de modo que la presión no los hizo cambiar. La clausura del Finale se debió, dijeron, a que allí se traficaba con drogas, y efectivamente se traficaba. Pero nunca arrestaron a nadie, así que cerraron el local por meras sospechas.

Los lugares donde los músicos de jazz podían tocar, especialmente los músicos negros, eran escasos, de modo que el dinero a ganar era más escaso todavía. Transcurrido algún tiempo empecé a recibir algunos giros de mi padre, por lo que las cosas no me iban del todo mal. Pero tampoco podía decir que me fueran bien. En aquellos momentos era muy difícil conseguir heroína en Los Ángeles. Esto no me afectaba, puesto que yo no la consumía, pero Bird se había entregado completamente a ella. Por entonces era ya un yonqui perdido y tuvo que someterse a enérgicos procesos de desintoxicación. Simplemente, desapareció. Nadie sabía que estaba viviendo con Howard, y Howard no dijo a nadie lo que pasaba. Pero en cuanto se libró de la heroína, Bird se puso a beber más que nunca. Recuerdo una ocasión en que me contaba que trataba de dejar la heroína y que llevaba una semana sin pincharse. Pero tenía sobre la mesa dos galones de vino, el depósito de basura repleto de botellas de whisky vacías, anfetaminas por todas partes y el cenicero desbordante de colillas.

Bird, antes, bebía mucho, pero nada en comparación con lo que bebió después de abandonar la heroína. Empezó entonces a beber todo lo que encontraba a mano. Le gustaba el whisky, y si tenía whisky lo despachaba en un abrir y cerrar de ojos. Vino, no digamos. Más tarde me contaba Howard que, mientras se desintoxicaba, había sobrevivido gracias al oporto. Luego empezó a tomar píldoras, concretamente benzedrina, hasta echar a perder su organismo.

El Finale abrió de nuevo las puertas en mayo de 1946. Bird utilizó a Howard en la trompeta en lugar de recurrir a mí, y por alguna razón aquel mes me ha quedado en la memoria. Creo que Bird tenía en su grupo, además de a Howard, a Red Callender, Dodo Mamarosa y Roy Porter. Se estaba derrumbando físicamente a la vista de todos, pero no por ello tocaba peor.

Yo me dediqué a asociarme con algunos de los músicos más jóvenes de Los Ángeles, como Mingus, Art Farmer y, por supuesto, Lucky Thompson, que fue mi principal recurso en el período que pasé en la costa Oeste. Me parece que en abril actué otra vez con Bird, pero no estoy seguro. Debí tocar en un lugar llamado Carver Club, en el campus universitario de la UCLA. Creo que en aquel contrato participaron también Mingus, Lucky Thompson, Britt Woodman y quizás Arv Garrison. Cada día era más problemático encontrar trabajo en Los Ángeles, y hacia mayo o junio ya me había cansado de estar allí. La escena musical se movía con demasiada lentitud. Yo no aprendía nada nuevo.

Conocí a Art Farmer en las oficinas del sindicato negro, situadas en la zona central de Los Ángeles, en el barrio negro. Creo que era en Local 767. Yo estaba hablando con un trompetista llamado Sammy Yates, que tocaba en la banda de Tiny Bradshaw. Había otros tipos a mi alrededor, preguntándome qué pasaba con la nueva música, el bebop, y cómo andaban las cosas en Nueva York. Esa clase de preguntas. Yo les decía lo que podía. Recuerdo a un cat muy callado, que se quedaba un poco al margen y que no tendría más de diecisiete o dieciocho años, especialmente atento a lo que yo decía, como absorbiendo mis palabras. Y lo recordé cuando volví a verlo en algunas de las jam sessions. Era Art Farmer. Y luego actué con su hermano gemelo, y me enteré de que tocaba la trompeta y también el fluegelhorn. Así pues, sólo habíamos sostenido aquella breve conversación sobre música. Pero me gustó el chico, porque era realmente agradable y capaz de tocar de verdad, sobre todo siendo tan joven.

Creo que donde más lo traté fue en el Finale. Lo conocí mejor cuando se trasladó a Nueva York, más adelante. Pero ya lo había visto la primera vez que fui a Los Ángeles, cuando un manojo de músicos jóvenes que se tomaban la profesión en serio venían a preguntarme por lo que pasaba en Nueva York. Sabían que yo había tocado con la crema de los cats y pretendían fisgonear.

En el verano de 1946 actué con la banda de Lucky Thompson en una sala de baile, la Elks Ballroom, muy hacia el sur de la avenida Central, donde reuníamos al público negro de Watts. Era un rebaño de hijoputas rurales, campesinos, a quienes generalmente gustaba la música que interpretábamos porque podían bailarla. Mingus tocaba el bajo en aquella banda. Lucky solía alquilar el local tres noches por semana y lo anunciaba diciendo cosas como: «Lucky Thompson’s All Stars, presentando al joven y brillante trompetista Miles Davis, reciente triunfador aquí junto a Benny Carter». Macho, aquello era divertido. Un gran tipo, Lucky Thompson. Las actuaciones duraron tres o cuatro semanas, y a continuación Lucky se marchó con la banda de Boyd Raeburn.

Más o menos por aquella época intervine en un álbum con Mingus, Baron Mingus and His Simphonic Airs. Mingus era una persona brillante y loca, y nunca averigüé lo que significaba aquel título. En una ocasión intentó explicármelo, pero creo que ni siquiera él sabía lo que quería decir. Por otra parte, Mingus nunca hacía nada a medias. Si se proponía ponerse en ridículo, lo hacía mejor que nadie que lo hubiese hecho nunca. A mucha gente le disgustaba que se autodenominara Barón, pero a mí me tenía sin cuidado. Aunque quizás estaba loco, ciertamente se había anticipado a su tiempo. Era uno de los mejores bajistas que han existido.

Charlie Mingus era un hijoputa que no se dejaba achantar por nadie. Yo admiraba esa cualidad suya. Muchas personas no le soportaban, pero tenían miedo de decírselo a la cara. Yo sí se lo decía. No me intimidaba que fuera tan corpulento. Era un tipo amable y gentil que no le habría hecho daño a nadie, a no ser que fuera deliberadamente a joderle. Si era así, ¡ojo! Él y yo discutíamos y vociferábamos constantemente uno con otro, pero Mingus nunca mostró ni intención de pegarme. En 1946, tras marcharse Lucky Thompson de la ciudad, Mingus se convirtió en el mejor amigo que tenía en Los Ángeles. Ensayábamos juntos sin parar, charlábamos de música sin parar.

Bird me inquietaba, porque bebía como una esponja y estaba cada día más gordo. Se encontraba en tan baja forma física que por primera vez desde que lo conocí tocaba realmente mal. Ahora se bebía un cuarto de galón de whisky al día. Mira, los yonquis siguen rutinas propias. Lo primero que hacen es satisfacer su hábito. Después pueden actuar, interpretar música, cantar, lo que sea. Pero Bird se había salido de su rutina en California. Cuando tú estás en un sitio nuevo y no puedes conseguir regularmente lo que necesitas, buscas otra cosa. Para Bird, esa otra cosa era la bebida. Bird era un yonqui. Su cuerpo estaba habituado a la heroína. No lo estaba, en cambio, a la cantidad de alcohol que engullía. Como resultado, enloqueció. Le ocurrió en Los Ángeles, y, posteriormente, en Chicago y en Detroit.

Empezó a notársele con claridad cuando Ross Russell organizó otra sesión con Dial Records en julio de 1946, en la que Bird apenas pudo tocar. Howard McGhee, que intervenía con su trompeta en la grabación, se ocupó de la banda. Bird daba pena: era incapaz de tocar nada. Perdido en Los Ángeles, descuidado, sin tomar drogas, bebiendo galones y galones de whisky y atizándose bennies sin parar, ya sabes, cápsulas de benzedrina, se había finalmente destruido. Parecía vacío, y realmente pensé que estaba acabado. Quiero decir que pensé que iba a morir. Aquella misma noche, más tarde, después de la sesión, regresó a su habitación del hotel y agarró una borrachera tal que se durmió fumando y pegó fuego a la cama. Cuando apagó el fuego salió a vagabundear desnudo por las calles, hasta que lo detuvo la policía. Creyeron que estaba loco y lo llevaron al hospital estatal de Camarillo. Pasó allí siete meses. Probablemente le salvaron la vida, aunque le hicieron abundantes cabronadas.

Que encerraran a Bird conmovió seriamente a todos en el mundillo musical, especialmente en Nueva York. Pero lo que más horror causó fue que, mientras estaba en Camarillo, le sometieron a tratamientos de choque. En una ocasión fueron tan intensos que casi se partió la lengua de un mordisco. No conseguí entender qué pretendían con aquello. Dijeron que lo ayudaban. Sin embargo, a un artista como Bird, los tratamientos de choque sólo lo ayudaban a quedar más jodido. Con Bud Powell habían hecho lo mismo cuando enfermó, y no lo ayudaron en nada. Bird estaba en tan mala situación que los médicos le dijeron que si cogía un mal resfriado, o una pulmonía, moriría indefectiblemente.

Tras desaparecer Bird de la escena, yo ensayé mucho con Charlie Mingus. Él escribía piezas que Lucky, él mismo y yo ensayábamos. A Mingus le importaba un cuerno la clase de conjunto musical de que dispusiera: sólo quería que sus flipadas se tocaran constantemente. Yo discutía frecuentemente con él a propósito de la utilidad de todos aquellos cambios abruptos en los acordes de sus temas.

«Mingus, macho, jodido holgazán, eso no te modulará. Tú simplemente, ¡bam!, sueltas el acorde, que a veces suena bien, ya sabes, pero otras veces no.»

Él se contentaba con sonreír y decirme: «Miles, limítate a tocar las cosas tal como yo las he escrito». Y yo lo hacía. Aquellas cosas suyas tenían entonces un sonido extraño. Pero Mingus era como Duke Ellington, se había adelantado a su época.

Mingus tocaba cosas realmente distintas. Súbitamente, de la noche a la mañana, empezó a hacer aquella música que sonaba tan rara. Pero, veamos, tanto en música como en sonido, nada es por principio incorrecto. Uno puede intentarlo todo, cualquier clase de acorde. Como John Cage cuando toca lo que hoy toca, con tantos ruidos y sones extravagantes. La música está completamente abierta a todo. Yo solía importunarlo: «Mingus, ¿por qué tocas así?». Por ejemplo, estaba tocando «My Funny Valentine» en tono mayor y se suponía que debía tocarse en re menor. Pero él sólo sonreía, con aquella dulce sonrisa suya, y continuaba haciendo lo mismo. Mingus era un tipo aparte, macho, un perfecto genio. A mí me encantaba.

En fin, mediado el verano de 1946, creo que sería a finales de agosto, la banda de Billy Eckstine fue a Los Ángeles. Su trompetista fijo había sido Fats Navarro, pero dejó la orquesta para quedarse en Nueva York. Por ello B, se puso en contacto conmigo, después de que Dizzy le dijese que yo andaba por Los Ángeles, y me preguntó si quería tocar en su banda. «Hey, Dick (B siempre me llamó Dick), bien, ¿estás dispuesto, hijoputa?»

«Sí», dije yo.

«Dick, voy a pagarte doscientos dólares por semana, lo mismo si actuamos que si no. Pero no se lo digas a nadie más –añadió–, si lo dices, te patearé el culo.»

«Okey», dije, con una amplia sonrisa en el rostro.

Mira, B ya me había propuesto unirme a su banda antes de que me marchase de Nueva York. Lo pretendía en serio, y aquél era el motivo de que ahora me pagase tanto. Pero en Nueva York yo disfrutaba tocando en conjuntos pequeños, y Freddie Webster me había advertido: «Miles, tú sabes que tocar con B será para ti la muerte. Si te vas con él, morirás como músico creativo. Porque no podrás hacer lo que tú quieras hacer. No podrás tocar lo que tú quieras tocar. Se marcharán a Carolina del Sur, y tú no eres de esa manera. No puedes hacer muecas. No eres un Tío Tom, y harás cualquier cosa y los blancos de allá abajo te pegarán un tiro. Así que renuncia. Dile que no quieres irte con él».

Y eso fue lo que le dije, porque Freddie era mi principal consejero y un tipo muy sensato. Cuando traté de argumentarle que B no aguantaba ni la mínima cabronada de nadie, y que, por lo tanto, también a él podían pegarle un tiro en el Sur, Freddie dijo: «Miles, B es una estrella y da a ganar muchísimo dinero. Tú no. No te sitúes en su misma categoría. Todavía no». Ésta fue la razón de que B me dijese: «Bien, ¿estás dispuesto, hijoputa?», cuando en Los Ángeles me propuso que me uniera a su banda. Se burlaba de mí por no haber aceptado su propuesta en Nueva York, pero, al mismo tiempo, me respetaba por haberla rechazado.

B tenía consigo a Sonny Stitt, Gene Ammons y Cecil Payne en la sección de saxos; a Linton Garner, hermano de Erroll Garner, al piano; a Tommy Potter al bajo y a Art Blakey a la batería. Hobart Dotson, Leonard Hawkins, King Kolax y yo formábamos la sección de trompetas.

Por aquella época, B se había convertido en uno de los cantantes más famosos de Estados Unidos, al mismo nivel que Frank Sinatra, Nat King Cole, Bing Crosby y otros pocos. Entre las mujeres negras era un objeto sexual, una estrella. También lo era para las mujeres blancas, aunque éstas no le adoraban ni compraban sus discos en la misma proporción que las negras. Era un hijoputa muy duro que no se dejaba amilanar por nadie, hombre o mujer. Paraba inmediatamente los pies a cualquier persona que intentara salirse de madre.

Sin embargo, B se consideraba a sí mismo más un artista que una estrella. Pudo haber ganado personalmente un montón de dinero si se hubiese separado de la banda para seguir su carrera únicamente como cantante. Aquella banda, como todas las que la precedieron, era muy compacta, muy disciplinada. Sacaba todo el jugo de cualquier cosa que B exigiera, pero la medida de sus posibilidades la daba especialmente cuando B había terminado su actuación. Él, entonces, continuaba allí, sonriendo con satisfacción, como si admirase lo que hacían los demás. La banda de B nunca fue grabada correctamente en discos. La casa discográfica estaba más interesada en B como cantante, por lo cual ponía todo el énfasis en él y en la música popular. Y B tenía que cultivar los géneros pop para sostener la banda.

Si no recuerdo mal, la orquesta de B constaba de diecinueve músicos, y por aquella época todas las grandes bandas se disolvían por razones económicas. Un día, cuando la banda llevaba una semana sin actuar, B quiso pagarme todo el dinero que me correspondía. Yo dije: «B, no puedo aceptar este dinero, macho, porque el resto de los chicos no cobrará».

B se limitó a sonreír y se guardó otra vez el dinero y nunca repitió aquel gesto conmigo. No se trataba de que yo no necesitara el dinero. Pude haberlo destinado a mi familia, a Irene, que estaba en East St. Louis con los dos niños, Cheryl y Gregory. Pero fui incapaz de aceptarlo sabiendo que a mis compañeros no se les pagaría.

Cuando no actuábamos en bailes y gansadas así en diversos lugares de Los Ángeles, nos dividíamos en grupos reducidos y tocábamos en pequeños clubes, como el Finale. Permanecimos en la costa Oeste unos dos o tres meses antes de despejar nuestro camino de regreso a Nueva York, a finales del otoño de 1946, con parada en Chicago.

Yo había tocado por toda California con la banda de B, a consecuencia de lo cual mi reputación aumentaba. Cuando me preparaba para dejar Los Ángeles con la banda de B, Mingus se enfadó conmigo muy seriamente. Consideraba que yo abandonaba a Bird, quien todavía estaba en Camarillo. Me preguntó cómo podía volver a Nueva York sin Bird. Estaba más furioso que un hijoputa. Yo no tenía nada que decir, así que no dije nada. Luego, él dijo que Bird era como mi padre. Yo le dije que no podía hacer nada por Bird. Recuerdo que mis palabras fueron, más o menos: «Atiende, Mingus, Bird está en un hospital psiquiátrico y nadie sabe cuándo saldrá. ¿Lo sabes tú, tío? Bird está completamente jodido, ¿no te das cuenta?».

Mingus insistió: «Como he dicho, Miles, Bird es tu padre musical. Eres un tipo despreciable, Miles Davis. Ese hombre te ha hecho».

Entonces repliqué: «A hacer puñetas, Mingus. Ningún hijoputa me ha hecho, negrito, excepto mi verdadero padre. Bird puede haberme ayudado, y es cierto que me ayudó. Pero el hijoputa no me ha hecho, tío. Así que a la mierda con esas gilipolleces. Estoy harto de este fraude que es Los Ángeles. Necesito volver a Nueva York, donde realmente ocurren cosas. Y no te preocupes por Bird, Mingus. Porque Bird lo entenderá aunque tú no lo entiendas».

Me dolió de veras hablarle a Mingus de aquel modo, pues le quería y podía ver que mi partida le afectaba profundamente. Renunció a convencerme de que me quedara. Pero creo que aquella discusión perjudicó nuestra amistad. Tocamos juntos después de aquello, y sin embargo no estábamos unidos como antes; aunque sí seguimos siendo amigos, a pesar de lo que haya dicho la gente que ha escrito libros en los que se habla de nosotros. A esos escritores yo no les he contado nunca nada. ¿Cómo podían saber lo que yo sentía por Charlie Mingus? Más adelante, en el curso de nuestras vidas, Mingus y yo seguimos simplemente caminos distintos, como le ocurre a casi todo el mundo. Pero era mi amigo, macho, y él lo sabía. Hemos podido tener diferencias, pero las tuvimos siempre, incluso antes de la discusión sobre Bird.

Mientras estaba en la banda de B empecé a esnifar cocaína. Hobart Dotson, el trompetista que tocaba junto a mí, me aficionó. Un día me dio una dosis pura. Sin embargo, quien me introdujo en la heroína, también mientras estaba en la banda de B, fue Gene Ammons, un saxofonista. Recuerdo cuándo esnifé cocaína por primera vez. No sabía lo que era, tío. Todo, de pronto, me pareció más brillante, y noté un súbito chorro de energía. La primera vez que tomé heroína quedé inconsciente y no me enteré de lo que pasaba. Macho, era una sensación fuera de lo común. Me sentí completamente relajado. Circulaba entonces la idea de que tomar heroína podía hacerte tocar tan bien como Bird. Muchos músicos la tomaban con este propósito. Supongo que yo estaba esperando que su talento me iluminase, no sé. Pero meterme en aquella mierda fue un error muy grave.

Sarah Vaughan había dejado la banda por aquella época y ocupaba su lugar una cantante llamada Ann Baker. Era buena. También fue la primera mujer que me dijo que «una polla tiesa no tiene conciencia». Solía, sencillamente, abrir la puerta de mi habitación del hotel y entrar directa a joderme. Era algo serio.

Por lo general viajábamos a todas partes en autocar, y si B descubría a alguien durmiendo a bordo con la boca abierta, le metía sal en la boca y lo despertaba. Macho, todos se morían de risa viendo al pobre tipo toser y retorcerse con los ojos desorbitados. Sí, macho, B era más divertido que un hijoputa.

En aquellos días, B era tan pulcro y tan guapo que todas las mujeres se le echaban encima. Tan guapo que yo pensaba que a veces parecía una chica. Mucha gente creía que, si era tan guapo, sería blando. Y B era uno de los hijoputa más duros que he conocido en mi vida. En cierta ocasión estábamos en Cleveland, o en Pittsburgh, y todos esperábamos a B en el autocar, delante del hotel, a punto de emprender la marcha. En eso, B salió del hotel con una chica muy bonita y me dijo: «Hey, Dick, ésta es mi mujer».

Ella dijo: «Tengo un nombre, Billy, dile mi nombre».

B se volvió y le gritó: «¡Cierra el pico, puta!». Le atizó una bofetada allí mismo.

Ella dijo a B: «Oye, hijoputa, si no fueras tan guapo te partiría el jodido cuello, bastardo mentiroso».

B se limitaba a mirarla, plantado allí, partiéndose de risa. Dijo: «Vamos, cierra el pico, puta. Espera a que haya descansado un poco. ¡Voy a machacarte el culo a palos!». La mujer estaba más enfadada que una hijaputa.

Algún tiempo después, en Nueva York, cuando la banda ya se había disuelto, B y yo solíamos encontrarnos y deambular por la Calle. Entonces yo esnifaba coca, y B compraba toda la coca que un hijoputa podía esnifar. Te la vendían en esos paquetitos, ya sabes. B contaba los paquetes, diciendo: «¿Cuántos paquetes has tomado, Dick?».

Cuando era más joven, yo tenía el mismo problema que B: una cara casi demasiado bonita. La gente decía que mis ojos eran como los de una muchacha. En 1946 parecía tan infantil que cada vez que entraba en una licorería para comprarme o comprar para alguien una botella de whisky, inevitablemente me preguntaban la edad. Les decía que ya era padre de dos hijos, y todavía me pedían un documento de identidad. Era menudo y tenía cara de chica. Pero B era un tipo airoso y mujeriego. De él aprendí también mucho sobre la manera de tratar a las personas que no quieres tener a tu alrededor. Les dices que se vayan a tomar por el culo, y en paz. Eso es todo. Lo demás es perder tiempo.

En el camino de regreso a Nueva York pasamos por Chicago, Cleveland, Pittsburgh y otros lugares que ahora no recuerdo. Desde Chicago fui a mi casa para ver a la familia y, por primera vez, a mi nuevo hijo. Era poco antes de Navidad, de manera que pasé las fiestas con ellos. Después de aquello, la banda permaneció unida los dos primeros meses de 1947 y finalmente se disolvió. Yo había recibido buenas noticias: la revista Esquire me había concedido por votación el premio Nueva Estrella como trompetista, supongo que por lo que había tocado con Bird y con la banda de B. Dodo Mamarosa obtuvo el premio como pianista y Lucky Thompson, como saxo tenor. Los tres habíamos tocado con Bird. Así pues, fue un año duro, pero también un buen año.